"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

10 de septiembre de 2020

EL MERITO DE LAS BUENAS OBRAS

 

— La recompensa sobrenatural de las buenas obras.

— Los méritos de Cristo y de María.

— Ofrecer a Dios nuestra vida corriente. Merecer por los demás.



I. El Señor nos habla muchas veces del mérito que tiene hasta la más pequeña de nuestras obras, si las realizamos por Él: ni siquiera un vaso de agua ofrecido por Él quedará sin su recompensa1. Si somos fieles a Cristo encontraremos un tesoro amontonado en el Cielo por una vida ofrecida día a día al Señor. La vida es en realidad el tiempo para merecer, pues en el Cielo ya no se merece, sino que se goza de la recompensa; tampoco se adquieren méritos en el Purgatorio, donde las almas se purifican de la huella que dejaron sus pecados. Este es el único tiempo para merecer: los días que nos queden aquí en la tierra; quizá, pocos.


En el Evangelio de la Misa de hoy2 nos enseña el Señor que las obras del cristiano han de ser superiores a las de los paganos para obtener esa recompensa sobrenatural. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis bien a quienes os hacen bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto... La caridad debe abarcar a todos los hombres, sin limitación alguna, y no debe extenderse solo a quienes nos hacen bien, a los que nos ayudan o se portan correctamente con nosotros, porque para esto no sería necesaria la ayuda de la gracia: también los paganos aman a quienes los aman a ellos. Lo mismo ocurre con las obras de un buen cristiano: no solo han de ser «humanamente» buenas y ejemplares, sino que el amor de Dios hará que sean generosas en su planteamiento, y sean así sobrenaturalmente meritorias.


El Señor ya había asegurado por el Profeta Isaías: Electi mei non laborabunt frustra3, mis elegidos no trabajarán nunca en vano, pues ni la más pequeña obra hecha por Dios quedará sin su fruto. Muchas de estas ganancias las veremos ya aquí en la tierra; otras, quizá la mayor parte, cuando nos encontremos en la presencia de Dios en el Cielo. San Pablo recordó a los primeros cristianos que cada uno recibirá su propia recompensa, según su trabajo4. Y, al final, cada uno recibirá el pago debido a las buenas o a las malas acciones que haya hecho mientras estaba revestido de su cuerpo5. Ahora es el tiempo de merecer. «Vuestras buenas obras deben ser vuestras inversiones, de las que un día recibiréis considerables intereses»6, enseña San Ignacio de Antioquía. Ya en esta vida el Señor nos paga con creces.


II. Electi mei non laborabunt frustra... Las obras de cada día –el trabajo, los pequeños servicios que prestamos a los demás, las alegrías, el descanso, el dolor y la fatiga llevados con garbo y ofrecidos al Señor– pueden ser meritorias por los infinitos merecimientos que Cristo nos alcanzó en su vida aquí en la tierra, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia7. A unos dones se añaden otros, en la medida en que correspondemos; y todos brotan de la fuente única que es Cristo, cuya plenitud de gracia no se agota nunca. «Él no tiene el don recibido por participación, sino que es la misma fuente, la misma raíz de todos los bienes: la Vida misma, la Luz misma, la Verdad misma. Y no retiene en sí mismo las riquezas de sus bienes, sino que los entrega a todos los demás; y habiéndolos dispensado, permanece lleno; no disminuye en nada por haberlos distribuido a otros, sino que llenando y haciendo participar a todos de estos bienes permanece en la misma perfección»8.


Una sola gota de su Sangre, enseña la Iglesia, habría bastado para la Redención de todo el género humano. Santo Tomás lo expresó en el himno Adoro te devote, que muchos cristianos meditan frecuentemente para crecer en amor y devoción a la Sagrada Eucaristía: Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Misericordioso pelícano, Señor Jesús, // purifica mis manchas con tu Sangre, // de la cual una sola gota es suficiente // para borrar todos los pecados del mundo entero.


El menor acto de amor de Jesús, en su niñez, en su vida de trabajo en Nazaret..., tenía un valor infinito para obtener la gracia santificante, la vida eterna y las ayudas necesarias para llegar a ella, a todos los hombres pasados, presentes y a los que han de venir9.


Nadie como la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, participó con tanta plenitud de los méritos de su Hijo. Por su impecabilidad, sus méritos fueron mayores, incluso más estrictamente «meritorios», que los de todas las demás criaturas, porque, al estar inmune de las concupiscencias y de otros estorbos, su libertad era mayor, y la libertad es el principio radical del mérito. Fueron meritorios todos los sacrificios y pesares que le llevó el ser Madre de Dios: desde la pobreza de Belén, la zozobra de la huida a Egipto..., hasta la espada que atravesó su corazón al contemplar los sufrimientos de Jesús en la Cruz. Y fueron meritorias todas las alegrías y todos los gozos que le produjeron su inmensa fe y su amor que todo lo penetraba, pues no es lo oneroso de una acción lo que la hace meritoria, sino el amor con que se hace. «No es la dificultad que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo meritorio, si no es en la medida en que se manifiesta en ella la perfección del amor, que triunfa de dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fuera tan completa que suprimiese en absoluto la dificultad, sería entonces más meritoria»10, enseña Santo Tomás de Aquino. Así fue la caridad de María.


Debe darnos una gran alegría considerar con frecuencia los méritos infinitos de Cristo, la fuente de nuestra vida espiritual. Contemplar también las gracias que Santa María nos ha ganado fortalecerá la esperanza y nos reanimará de modo eficaz en momentos de desánimo o de cansancio, o cuando las personas que queremos llevar a Cristo parece que no responden y nos damos cuenta de la necesidad de merecer por ellas. «Me decías: “me veo, no solo incapaz de ir adelante en el camino, sino incapaz de salvarme –¡pobre alma mía!–, sin un milagro de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente: igual que si fuera un espectador de ‘mi caso’, a quien nada importara lo que contempla. ¿Serán estériles estos días?


»Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es –¿me atrevo?– ¡mi Jesús! Y hay almas santas, ahora mismo, pidiendo por mí”.


»—Sigue andando de la mano de tu Madre, te repliqué, y “atrévete” a decirle a Jesús que es tuyo. Por su bondad, Él pondrá luces claras en tu alma»11.


III. Electi mei non laborabunt frustra. El mérito es el derecho a la recompensa por las obras que se realizan, y todas nuestras obras pueden ser meritorias, de tal manera que convirtamos la vida en un tiempo de merecimiento. Enseña la teología12 que el mérito propiamente dicho (de condigno) es aquel por el que se debe una retribución, en justicia o, al menos, en virtud de una promesa; así, en el orden natural, el trabajador merece su salario. Existe también otro mérito, que se suele llamar de conveniencia (de congruo), por el que se debe una recompensa, no en estricta justicia ni como consecuencia de una promesa, sino por razones de amistad, de estima, de liberalidad...; así, en el orden natural, el soldado que se ha distinguido en la batalla por su valor merece (de congruo) ser condecorado: su condición militar le pide esa valentía, pero si pudo ceder y no cedió, si pudo limitarse a cumplir y se esmeró en su cometido, el general magnánimo se ve movido a recompensar sobreabundantemente –por encima de lo estipulado– aquella acción.


En el orden sobrenatural, nuestros actos merecen, en virtud del querer de Dios, una recompensa que supera todos los honores y toda la gloria que el mundo puede ofrecernos. El cristiano en estado de gracia logra con su vida corriente, cumpliendo sus deberes, un aumento de gracia en su alma y la vida eterna: por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de incalculable gloria13.


Cada jornada, las obras son meritorias si las realizamos bien y con rectitud de intención: si las ofrecemos a Dios al comenzar el día, en la Santa Misa, o al iniciar una tarea o al terminarla. Especialmente serán meritorias si las unimos a los méritos de Cristo... y a los de la Virgen. Nos apropiamos así las gracias de valor infinito que el Señor nos alcanzó, principalmente en la Cruz, y los de su Madre Santísima, que tan singularmente corredimió con Él. Nuestro Padre Dios ve entonces estos quehaceres revestidos de un carácter infinito, del todo nuevo. Nos hacemos solidarios con los méritos de Cristo.


Conscientes de esta realidad sobrenatural, ¿procuramos ofrecer todo al Señor?, ¿lo ordinario de cada jornada y, si se presentan, las circunstancias más extraordinarias y difíciles: una grave enfermedad, la persecución, la calumnia? Especialmente entonces debemos recordar lo que ayer leíamos en el Evangelio de la Misa14: alegraos y regocijaos en aquel día, porque es muy grande vuestra recompensa. Son ocasiones para amar más al Señor, para unirnos más a Él.


También nos ayudará a realizar con perfección nuestros quehaceres el saber que, con un mérito de conveniencia, fundado en la amistad con el Señor, con estas obras –hechas en gracia de Dios, por amor, con perfección, buscando solo la gloria de Dios–, podemos merecer la conversión de un hijo, de un hermano, de un amigo: así han actuado los santos. Aprovechemos tantas oportunidades para ayudar a los demás en su camino hacia el Cielo. Con más interés y tesón a los que Dios ha puesto más cerca de nuestra vida y a quienes andan más necesitados de estas ayudas espirituales.