"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

19 de enero de 2021

El orden de la caridad; unidad en la variedad.








►La unidad dentro de la Iglesia.

►El orden de la caridad.

►Unidad en la variedad.


AL INICIO de los Hechos de los Apóstoles se cuenta que los primeros cristianos, inmediatamente después de la Ascensión de Jesús, «perseveraban unánimes en la oración» (Hch 1,14). Y, un poco más adelante, al describir la vida de aquella primera comunidad, se dice también que «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y nadie consideraba como suyo lo que poseía, sino que tenían todas sus cosas en común» (Hch 4,32). En el tercer día del octavario por la unidad de los cristianos, al hilo de estas consideraciones de la Sagrada Escritura, queremos meditar sobre una de las notas de la Iglesia: su unidad.


Justamente pensando en esta unidad que vivían los primeros seguidores de Jesús, san Josemaría nos recordaba que «forma parte esencial del espíritu cristiano no sólo vivir en unión con la Jerarquía ordinaria —Romano Pontífice y Episcopado—, sino también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. (…). Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos. Así nos sentiremos unidos, amando al mismo tiempo la variedad de las vocaciones personales» [1]. Todos los bautizados estamos llamados a fomentar la unidad dentro de nuestra Madre la Iglesia y a evitar todo lo que conlleve división, porque «la unidad es síntoma de vida» [2]. Esta tarea se irradia en el Cuerpo de Cristo en círculos concéntricos: primero se aprende a amar y vivir la unidad en la propia familia, con los más cercanos; después la unidad dentro de la Iglesia, amando los diversos carismas suscitados por el Espíritu Santo; hasta desear y buscar la unidad también con los cristianos no católicos.


Esta cohesión interior es un don de Dios que se apoya también en nuestro esfuerzo personal por superar barreras y eliminar obstáculos que la dificulten. Con los ojos fijos en aquella unidad que vivían los primeros cristianos, pedimos al Señor la gracia de valorar la variedad que podemos encontrar dentro de la Iglesia, a través de la cual esta «se presenta como un organismo rico y vital, no uniforme, fruto del único Espíritu que lleva a todos a una unidad profunda, asumiendo las diversidades sin abolirlas y realizando un conjunto armonioso» [3].


EN LAS ESCENAS del Evangelio vemos a Cristo tratar con grupos muy distintos de personas: con maestros de la ley, con trabajadores, con gente que encontraba en medio de los eventos religiosos y sociales de su entorno o con grandes multitudes a quienes se dirigía su predicación. Sin embargo también somos testigos de que, por condiciones de espacio y de tiempo, no a todas las personas trata con la misma intensidad desde el punto de vista humano. «Con frecuencia –nos dice el Prelado del Opus Dei–, el Señor dedica más tiempo a sus amigos» [4]. Así vemos, por ejemplo, que pasa varias tardes en la casa de Betania o que se retira por momentos con sus discípulos más cercanos.


De una manera similar, en la añorada unidad entre todos los cristianos no podemos perder de vista lo que santo Tomás de Aquino llama ordo caritatis [5], el orden del amor, que nos lleva a preocuparnos en primer lugar por la unidad con quienes nos han sido confiados de manera más cercana en la Iglesia. San Josemaría señalaba que en la Obra «hemos querido siempre a los no católicos: ¡queremos a todas las almas del mundo! Pero con orden, con el orden de la caridad. Primero de todo, a los hermanos en la fe» [6]. Se apoyaba en la epístola de san Pablo a los Gálatas, cuando el apóstol exhorta, precisamente, a procurar hacer el bien a todos, pero especialmente a aquellos con quienes compartimos la misma fe (cfr. Gal 6,10).


La caridad auténtica es universal y, al mismo tiempo, ordenada. Al meditar sobre la unidad en la Iglesia es lógico que nuestro pensamiento se dirija en primer lugar a la comunión real que tenemos con nuestros hermanos en la Obra, con los que nos unen fuertes lazos de fraternidad, empezando por aquellos con los que convivimos en la misma casa. «Nada haya entre vosotros que pueda dividiros» [7], exhortaba con insistencia san Ignacio de Antioquía, consciente de que esta unidad, vivida según el ejemplo de Cristo, nos hace felices y atrae a las demás personas.


SAN PABLO, tras hablar a los de Corinto de la radical igualdad de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, continúa: «Ahora bien, Dios dispuso cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? (...). ¿Son todos apóstoles? ¿O todos profetas? ¿O todos doctores? ¿O tienen todos don de curación? ¿O hablan todos en lenguas?» (1Co 12,18-19.28-19). La Iglesia ejerce su misión por obra de todos sus hijos, aunque de diversas maneras; de todos necesita para llevar a cabo los planes divinos.


La gran variedad de vocaciones y carismas que existen «en la Iglesia es riqueza múltiple del Cuerpo Místico, dentro de su divina unidad: un solo Cuerpo, con una sola Alma; un solo pensar, un solo corazón, un solo sentir, una sola voluntad, un solo querer. Pero una multitud de órganos y miembros» [8]. Dentro de la pluralidad admirable que despliega la unidad de la Iglesia, el Señor ha querido incluir modos diversos de servir. El Concilio Vaticano II señala en concreto que «a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales» [9].


Por eso, «sería un gran error confundir la unidad con la uniformidad, e insistir —por ejemplo— en la unidad de la vocación cristiana, sin considerar al mismo tiempo la diversidad de vocaciones y misiones específicas, que caben dentro de aquella llamada general y que desarrollan sus múltiples aspectos para el servicio de Dios» [10]. «Es importante —insistía san Josemaría— que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios» [11].


La primera comunidad cristiana en Jerusalén perseveraba unida en la oración y en la caridad «cum Maria, Matre Iesu» (Hch 1,14). En torno a la Virgen, también la Iglesia de nuestro tiempo crecerá en unidad si vivimos unidos a nuestros hermanos y cada uno procura vivir fielmente la misión recibida.