►La Iglesia es católica y universal por naturaleza.
►Signo de catolicidad es la diversidad en lo opinable.
►El afán de almas ha de llevarnos a hacernos todo para todos.
SAN JOSEMARÍA tenía una especial devoción por el rezo del Credo, en el que paladeaba su pertenencia a la Iglesia y, por tanto, su relación con Dios. Cuando llegaba ese momento en la santa Misa, o al visitar la basílica de San Pedro, lo repetía con un particular recogimiento, lo que hace pensar en el carácter autobiográfico de aquel punto de Camino: «Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam!... —Me explico esa pausa tuya, cuando rezas, saboreando: creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica...» [1]. En este quinto día del octavario meditaremos el carácter católico y universal de la Iglesia.
Jesús resucitado, cuando está a punto de culminar su paso por la tierra, reúne a los once antes de la Ascensión a los cielos y les dice: «Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,16-20). Efectivamente, diez días después, al recibir el don del Espíritu Santo en Pentecostés, los apóstoles salen a las calles de Jerusalén, y más tarde a todos los caminos de la tierra, para anunciar el evangelio del Señor. Aquel día se escucharon en la ciudad de David las lenguas «de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Hch 2,5).
La Iglesia es católica porque ha sido enviada por Nuestro Señor a todas las personas de la tierra; «la meta última de los enviados de Jesús es universal» [2]. El Concilio Vaticano II describe el mandato del Señor con estas palabras: «Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos» [3].
En ese sentido, san Josemaría afirmaba que, aunque la extensión geográfica que ha alcanzado la Iglesia católica sea un signo visible de su universalidad, «la Iglesia era Católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego que el Espíritu Santo inflama» [4]. Forma parte de nuestra vida de fe cuidar de nuestra propia catolicidad: rezar por nuestros hermanos en la fe de los cinco continentes; ilusionarnos con que el nombre de Jesús sea conocido y amado en todos los rincones de la tierra; experimentar como propias las dificultades que atraviesa la Iglesia en lugares muy distintos y quizá lejanos a nosotros. Todo esto también es parte de nuestra relación con Jesucristo «porque la santidad no admite fronteras» [5].
EN LOS AÑOS posteriores a Pentecostés el mensaje de Jesucristo comienza a difundirse por las naciones del Mediterráneo. Llegan en ese momento a la Iglesia los primeros cristianos procedentes del mundo pagano. Para garantizar la unidad, los apóstoles reunidos en el Concilio de Jerusalén nos legaron un criterio de libertad: a los conversos ajenos al pueblo judío decidieron no imponerles «más cargas que las necesarias» (Hch 15,28). Comprendieron que la vida de la Iglesia está, sobre todo, encaminada a ofrecer la sencillez del Evangelio y el encuentro personal con Jesús.
Justamente por su catolicidad, la Iglesia defiende y promueve la legítima variedad en todo lo que Dios ha dejado a la libre iniciativa de los hombres. En la Obra hemos aprendido desde el principio no solo a respetar la diversidad, sino a fomentarla de modo activo. «Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado» [6].
Este pluralismo será un rasgo característico del mensaje de san Josemaría, ya que impulsa a llevar al calor de Cristo a todos los rincones de la tierra y a todas las actividades humanas. Por eso, el Prelado del Opus Dei señala que «quien ama la libertad logra ver lo que tiene de positivo y amable lo que otros piensan» [7]; e insiste en que «valorar a quien es distinto o piensa de modo diverso es una actitud que denota libertad interior y apertura de miras» [8]. «De esa libertad –dice san Josemaría– nacerá un sano sentido de responsabilidad personal (…) y sabréis no sólo renunciar a vuestra opinión, cuando veáis que no respondía bien a la verdad, sino también aceptar otro criterio, sin sentiros humillados, por haber cambiado de parecer» [9].
CONTRIBUIR a la expansión de la Iglesia, difundir por todas partes la buena noticia de Cristo, es fruto de una entrega generosa. Sin embargo, sabemos que esos esfuerzos después se transformarán en la alegría de haber llevado la felicidad a los demás. Por eso, no nos conformamos con llegar a unos pocos, o solamente a aquellos que reúnan una serie de condiciones: nuestro afán apostólico nos lleva a hablar del Señor a todo el mundo. «Ayúdame a pedir una nueva Pentecostés –nos animaba san Josemaría– que abrase otra vez la tierra» [10].
San Pablo es considerado el apóstol de las gentes porque propagaba la fe entre personas muy diversas, sin excluir a nadie. Él mismo resume así su experiencia evangelizadora: «Siendo libre de todos, me hice siervo de todos para ganar los más que pueda. (...) Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1Co 9,19-23). En medio de las grandes persecuciones que afectaron la vida de la Iglesia en sus inicios, los cristianos aprovecharon la obligada dispersión para difundir la fe por todas las regiones vecinas, conscientes de la catolicidad del Evangelio. Como afirma el Papa Francisco, gracias al viento de la persecución «los discípulos fueron más allá con la semilla de la palabra y sembraron la palabra de Dios» [11]. De la misma manera, como hicieron los primeros cristianos, san Josemaría nos impulsaba a no dejarnos vencer por nuestra comodidad e ir al paso de las personas que nos rodean: «El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos —con su trato— la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. (…) No puede el cristiano separarse de los demás» [12].
Para extender la Iglesia por todos los ambientes es importante profundizar en los fundamentos de nuestra fe. Así aprenderemos a comunicarla en su integridad y, al mismo tiempo, sabremos llevarla a cada una de las personas teniendo en cuenta su propia manera de ser y su cultura. «Cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad, cuando advierte la urgencia de anunciar la Buena Nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que —como enseña el Apóstol— ha de hacerse "todo para todos, para salvarlos a todos"» [13]. Acabamos nuestra oración acudiendo a Santa María, que mira a todos como hijos, para que nos ayude a dar a conocer a Jesucristo por todos los ambientes en que nos encontremos. Le pedimos que nos enseñe a aprovechar las ocasiones que nos brindan el trabajo y las relaciones sociales y familiares para dejar la alegría de Dios en muchos corazones.
[1] San Josemaría, Camino, n. 517.
[2] Benedicto XVI, Jesús de Nazareth, Tomo II, p. 323.
[3] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 13.
[4] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[5] Ibid, 4-VI-1972.
[6] San Josemaría, Conversaciones, n. 67.
[7] Fernando Ocáriz, Carta, 9-I-2018, n. 13.
[8] Fernando Ocáriz, Carta, 1-XI-2019, n. 13.
[9] San Josemaría, Carta 9-I-1951, nn. 23-25.
[10] San Josemaría, Surco, n. 213.
[11] Francisco, Homilía, 19-IV-2018.
[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 124.
[13] San Josemaría, Forja, n. 953.