"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

22 de enero de 2021

LA IGLESIA LA FUNDA CRISTO SOBRE LOS APOSTOLES



Cristo quiso fundar la Iglesia sobre los apóstoles.

Todos los cristianos estamos llamados a ser apóstoles.

Apostolado ad fidem y ad gentes.


EL LIBRO de los Hechos de los Apóstoles, después de narrar la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos que estaban reunidos en Jerusalén, deja constancia de una característica que compartían los primeros cristianos: «Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles» (Hch 2,42). Consideramos hoy en nuestra oración la última propiedad de la Iglesia: su apostolicidad.

San Josemaría nos hace notar que «la predicación del Evangelio no surge en Palestina por la iniciativa personal de unos cuantos fervorosos. ¿Qué podían hacer los Apóstoles? No contaban nada en su tiempo; no eran ni ricos, ni cultos, ni héroes a lo humano. Jesús echa sobre los hombros de este puñado de discípulos una tarea inmensa, divina. "No me elegisteis vosotros a mí, sino que soy yo el que os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea duradero, a fin de que cualquier cosa que pidiereis al Padre en mi nombre, os la conceda"» (Jn 15,16).

A través de dos mil años de historia, en la Iglesia se conserva la sucesión apostólica. Los obispos –declara el Concilio de Trento– han sucedido en el lugar de los Apóstoles y están puestos, como dice el mismo Apóstol (Pablo), por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Hch 20,28)» [1]. También san Pablo, escribiendo a los de Éfeso, un pueblo que adoraba a dioses que se fabrican con las manos, les recuerda que al haber sido bautizados en nombre de Cristo se transformaron en «conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles» (Ef 2,19).

Nosotros, al igual que los primeros cristianos, nos apoyamos en este mismo fundamento. A través de la sucesión apostólica se mantiene en el tiempo la seguridad de seguir trabajando por Dios, a la escucha del envío del mismo Jesucristo: «Id y haced discípulos a todas las naciones» (Mt 28,19). Además, esa es la manera de conservar y transmitir con seguridad las palabras oídas a los mismos apóstoles: «Ten por norma las palabras sanas que me escuchaste» (2Tim 1,13). Podemos agradecer hoy al Señor la apostolicidad de la Iglesia y rogar para que todos los cristianos nos lleguemos a reunir –en virtud de su origen divino– en el solo pueblo de Dios.

«SIEMPRE que leemos los Hechos de los Apóstoles –señalaba san Josemaría–, nos emocionan la audacia, la confianza en su misión y la sacrificada alegría de los discípulos de Cristo. No piden multitudes. Aunque las multitudes vengan, ellos se dirigen a cada alma en concreto, a cada hombre, uno a uno: Felipe, al etíope (cfr. Hch 8,26-40); Pedro, al centurión Cornelio (cfr. Hch 10,1-48); Pablo, a Sergio Paulo (cfr. Hch 13,6-12)» [2]. Para comprender la apostolicidad de la Iglesia es necesario participar de ese fervor de los primeros discípulos, que trabajaban con la conciencia de haber descubierto en Cristo lo más importante de su vida. San Pablo lo llega a decir con palabras que prenden fuego: «Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8).

El Papa Francisco subraya que «ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón» [3]. Cada cristiano, en el lugar en el que está, es la presencia de la misma Iglesia que quiere difundir su alegría y su luz en el mundo. Participar en la transmisión del Evangelio nos une a esa tarea de los primeros tiempos; nos hace experimentar la apostolicidad de la Iglesia, que se fundamenta en las palabras y en la vida de Jesucristo.

San Josemaría advierte que los apóstoles mantuvieron siempre ese afán misionero porque «habían aprendido del Maestro. Recordad aquella parábola de los obreros que esperaban trabajo, en medio de la plaza de la aldea. Cuando el dueño de la viña fue, ya bien entrado el día, descubrió aún que había peones mano sobre mano: "¿Cómo estáis aquí ociosos toda la jornada? Porque nadie nos ha contratado" (Mt 20,6-7), respondieron. No ha de suceder esto en la vida del cristiano; no debe encontrarse a su alrededor quien pueda asegurar que no ha oído hablar de Cristo, porque ninguno se lo ha anunciado» [4]. El apostolado para un cristiano no es una tarea circunscrita a un tiempo acotado, ni una actividad reservada solo para determinadas situaciones: un cristiano siempre es apóstol [5].

ESTE SENTIDO de misión, que nace del bautismo, fue también una característica de la labor de almas que san Josemaría impulsó desde el principio. Por eso afirmaba, con una verdad avalada por muchos años, que «la Obra ama con predilección el apostolado ad fidem (...) y dirige sus afanes ad gentes», es decir, a todos a quienes todavía no ha llegado el consuelo de Cristo. «Sabéis bien —nos decía en otro momento— la apertura de visión, la caridad que hemos mostrado siempre con los que no comparten nuestra fe, con quienes no están dentro de la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana. Desde el principio hemos tenido a estas almas como amigas, y tantas veces como cooperadoras en nuestra labor apostólica» [6].

El modelo para abrirnos a todas las personas siempre ha sido la vida de los primeros cristianos. Partiendo desde Jerusalén se diseminaron por todas las culturas, naciones y lenguas conocidas, siguiendo el mandato que Jesucristo había dado a sus discípulos: «Id y haced discípulos» (Mt 28,19). De esta manera, con el pasar de los siglos, «muchas almas han llegado a la plenitud de la fe –decía san Josemaría–, por este suavísimo camino de la caridad. Agradecédselo a Dios, y pedidle fortaleza y humildad para que nunca estorbéis la acción de la gracia, para ser siempre buenos instrumentos suyos. Os repito: no juzguéis temerariamente jamás, sed buenos amigos de todos, respetad la libertad de los demás y la libertad de la gracia; y, al mismo tiempo, confesad vuestra fe con las obras y con las palabras» [7].

Con nuestra sincera amistad abierta a todos, «no existen tiempos compartidos que no sean apostólicos: todo es amistad y todo es apostolado, indistintamente» [8]. Confiando en la intercesión de los apóstoles queremos, como los primeros cristianos, perseverar en su doctrina y en sus anhelos de llevar la amistad de Cristo a quienes nos rodean. Le pedimos a María, Reina de los apóstoles, que nos ayude a agradecer y valorar, siempre de un modo nuevo, la apostolicidad de la Iglesia. Y, al mismo tiempo, que encienda nuestros corazones con el fuego de Cristo: «Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum» [9].


[1] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.

[2] Ibid.

[3] Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, n. 128.

[4] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.

[5] Cfr. Fernando Ocáriz, Carta, 14-II-2017, n. 9.

[6] San Josemaría, Instrucción, mayo-1935 / 14-IX-1950, n. 146.

[7] San Josemaría, Carta 24-X-1965, nn. 56 y 62.

[8] Fernando Ocáriz, Carta, 1-XI-2019, n. 19.

[9] Himno Stabat Mater.