►La Iglesia es santa por su origen y fines.
►La lucha por la santidad en sus miembros.
►Los santos son un vínculo de unidad.
LA IGLESIA ha sido querida y fundada por Cristo, cumpliendo así la voluntad de su Padre. Además, está asistida continuamente por el Espíritu Santo. En definitiva, se trata de una obra constante de la Trinidad Santísima. Sobre esta realidad –su origen trinitario– se fundamenta la segunda nota de la Iglesia, que consideraremos en este cuarto día del octavario por la unidad de los cristianos: su santidad. El Papa Francisco señala que la confianza en la santidad de la Iglesia «es una característica que ha estado presente desde los inicios en la conciencia de los primeros cristianos, quienes se llamaban sencillamente los santos (cfr. Hch 9,13.32.41; Rm 8,27; 1Co 6,1), porque tenían la certeza de que es la acción de Dios, el Espíritu Santo quien santifica a la Iglesia» [1].
Efectivamente, la Iglesia es santa porque procede de Dios, que es santo. La Iglesia es santa porque santo es Jesucristo nuestro Señor, que por medio de su sacrificio en la cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (Ef 5,25-26). Es santa porque está guiada por el Espíritu Santo, fuente inagotable de su santidad, que fue enviado «el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia» [2]. También decimos que es santa porque su fin es la gloria de Dios y busca la verdadera felicidad de los hombres. Y por último, la Iglesia es santa porque los medios que emplea para lograr su fin también lo son: la Palabra de Dios y los Sacramentos.
Toda esta alentadora realidad de la Iglesia no nos oculta, sin embargo, que a pesar de su origen trinitario y de sus medios salvíficos, su santidad visible puede quedar oscurecida por los pecados de sus hijos. Nos hacía notar también san Josemaría que la Sagrada Escritura «aplica a los cristianos el título de gens sancta (1P 2,9), pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia» [3]. Considerar la belleza del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, y de todas las razones por las que es santa, nos puede impulsar a renovar nuestros deseos por manifestar, en nuestra vida, esa luz de su santidad de origen, de medios y de fines.
ES NECESARIA una mirada de fe ante el misterio de la Iglesia. «Demostraría poca madurez –señalaba san Josemaría refiriéndose a esta esencial visión sobrenatural– el que, ante la presencia de defectos y de miserias, en cualquiera de los que pertenecen a la Iglesia —por alto que esté colocado en virtud de su función—, sintiese disminuida su fe en la Iglesia y en Cristo. La Iglesia no está gobernada ni por Pedro, ni por Juan, ni por Pablo; está gobernada por el Espíritu Santo, y el Señor ha prometido que permanecerá a su lado todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20)» [4].
No es extraño, sin embargo, que las personas con anhelos de acercarse a la Iglesia se fijen en sus miembros, ya que son quienes están llamados a encarnar el mensaje de alegría que se nos ha confiado. Es cierto que muchas veces los mismos católicos no hemos sabido reflejar la santidad de nuestra Madre la Iglesia y hemos «velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios» [5]. Nuestra fe en la santidad de la Iglesia nos lleva a pedirla con mayor insistencia al Señor para cada uno de nosotros, reconociéndonos profundamente necesitados de su ayuda. Como señalaba Benedicto XVI durante un encuentro ecuménico: nuestra santidad de vida debe ser el corazón del encuentro y del movimiento ecuménico [6].
En este sentido, los defectos de los miembros de la Iglesia –nuestras propias faltas y pecados– fomentan nuestros deseos de conversión personal, y nos llevan a reparar y a rezar con mayor insistencia. Todo ello sin perder de vista que la santidad de la Iglesia se encuentra, principalmente, en el mismo Cristo. «La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le viene del Espíritu, las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces las traiciones de algunos de sus hijos, no pueden destruir lo que Dios ha infundido en ella en virtud de su designio de gracia» [7]. Por eso, con una firme confianza en los designios de Dios, san Josemaría nos recordaba que «nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos; si notamos que su voz no nos agrada, quitemos de nuestros oídos la dureza que nos impide oír, en su tono, los silbidos del Pastor amoroso» [8].
ES FUENTE de esperanza saber que «a lo largo de toda la historia, también en la actualidad, ha habido tantos católicos que se han santificado efectivamente: jóvenes y viejos, solteros y casados, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres. Pero sucede que la santidad personal de tantos fieles –antes y ahora– no es algo aparatoso. Con frecuencia no reconocemos a la gente común, corriente y santa, que trabaja y convive en medio de nosotros» [9]. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia y resplandece, discretamente, en muchas personas que nos rodean: en quienes se esfuerzan por servir y hacer la vida más agradable a los demás; en quienes trabajan infatigablemente por llevar lo imprescindible a sus casas; en quienes dan un importante testimonio de fe al sobrellevar con paz muchas dificultades, la enfermedad o la vejez. Todos estos esfuerzos, aunque permanecen invisibles, son verdadera fuerza de la Iglesia, también para impulsar su unidad.
Al mismo tiempo, muchos cristianos ya han sido beatificados o canonizados, y nos sirven de estímulo a quienes todavía estamos en camino. Al formar parte todos juntos de la misma Iglesia, miembros de un mismo Cuerpo, esa muchedumbre de santos nos protege, nos sostiene y nos conduce [10]. Entre ellos se encuentran muchos que, por inspiración divina, se empeñaron de distintos modos en impulsar la unidad entre todos los cristianos: san John Henry Newman que, antes de su conversión, fue anglicano; santa Elizabeth Hesselblad de Suecia que, perteneciente a una familia luterana, refundó la orden de las brigidinas; san Josafat, ucraniano, que murió buscando la unidad de los cristianos en tierras eslavas; la beata María Sagheddu, que ofreció su vida a Dios por la unidad de los cristianos muriendo a los veinticinco años cerca de Roma; san Juan Pablo II, que fue un infatigable luchador por el ecumenismo durante su pontificado; y tantos mártires católicos y no católicos que han testimoniado juntos su fe, como sucedió en Uganda con el catequista Carlos Lwanga y sus compañeros. El descubrimiento de ejemplos de santidad también entre nuestros hermanos separados será un inestimable impulso en la búsqueda de la unidad.
El Concilio Vaticano II, precisamente en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, señala que sus miembros, al sentirse llamados a promover la unidad, «luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» [11]. Amar a María, Mater Ecclesiae, nos encaminará a amar más a la Iglesia. Ella nos enseñará a sentirnos responsables de la santidad de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, camino imprescindible para alcanzar la unidad entre todos los cristianos.