"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

16 de febrero de 2021

TAREA SALVADORA DE LA IGLESIA

 

— La Iglesia, lugar de salvación instituido por Jesucristo.

— La oración por la Iglesia.

— Por el Bautismo somos constituidos instrumentos de salvación.


I. Narra el Génesis que al ver el Señor cómo crecía la maldad del hombre y que su modo de pensar era siempre perverso, se arrepintió de haberlo creado, y consideraba borrarlo de la superficie de la tierra1. Pero, una vez más, la paciencia de Dios se puso de manifiesto y decidió salvar al género humano en la figura de Noé. El Señor dijo a Noé: Entra en el arca con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en tu generación. Después vino el diluvio, con el que Dios castigó a los demás, a causa de su mala conducta.


Los Padres de la Iglesia vieron en Noé la figura de Jesucristo, que será el principio de una creación nueva. En el arca vislumbraron la imagen de la Iglesia, que flota sobre las aguas de este mundo y acoge dentro de ella a cuantos quieren salvarse2. San Agustín nos dice: «En el símbolo del diluvio, en el que los justos fueron salvados en el arca, está profetizada la futura Iglesia, que salva de la muerte en este mundo por medio de Cristo y del misterio de la Cruz»3. El arca de Noé fue el lugar de salvación. Y San Agustín continúa diciendo que «quienes fueron salvados en el arca representan el misterio de la futura Iglesia, que se salva del naufragio por la madera de la Cruz»4. El grupo de justos salvados del diluvio en el arca es un presagio de la futura comunidad de Cristo5.


El mismo Señor, antes de su Ascensión a los Cielos, entregó a sus Apóstoles sus propios poderes en orden a la salvación del mundo6. El Maestro les habló con la majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos...; y la Iglesia comenzó enseguida, con autoridad divina, a ejercer su poder salvador.


Imitando la vida de Cristo, que pasó haciendo el bien7, confortando, sanando, enseñando, la Iglesia procura hacer el bien allí donde está. Es abundante, a lo largo de la historia, la iniciativa de los cristianos y de variadísimas instituciones de la Iglesia por remediar los males de los hombres, por prestar una ayuda humana a los necesitados, enfermos, refugiados, etc. Esa ayuda humana es y será siempre grande, pero, al mismo tiempo, es algo muy secundario; por la misión recibida de Cristo, Ella aspira a mucho más: a dar a los hombres la doctrina de Cristo y llevarlos a la salvación. «Y a todos –a aquellos de cualquier forma menesterosos, y a los que piensan gozar de la plenitud de los bienes de la tierra– la Iglesia viene a confirmar una sola cosa esencial, definitiva: que nuestro destino es eterno y sobrenatural, que solo en Jesucristo nos salvamos para siempre, y que solo en Él alcanzaremos ya de algún modo en esta vida la paz y la felicidad verdaderas»8.


II. Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la ayuda que le prestan sus colaboradores más inmediatos: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius9, nos enseña a pedir la liturgia. Es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si consideramos en la presencia de Dios, si advertimos –no es difícil, al conocer comentarios de la prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.– la resistencia con que le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo.


En el Evangelio de la Misa de hoy10 el Señor advierte a sus discípulos que estén alerta y se guarden de una levadura: la de los fariseos y de Herodes. No se refiere aquí a la levadura buena que han de ser sus discípulos, sino a otra, capaz también de transformar la masa desde dentro, pero para mal. La hipocresía farisaica y la vida desordenada de Herodes, que solo se movía por ambiciones personales, eran un mal fermento que contagiaba a la masa de Israel, corrompiéndola.


Tenemos el gratísimo deber de pedir cada día que todos los fieles cristianos seamos verdadera levadura en medio de un mundo alejado de Dios, que la Iglesia puede salvar. «Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (Cfr. Is 58, 1), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles»11. No podemos dejar a un lado este deber filial con nuestra Madre la Iglesia, misteriosamente necesitada de protección y de ayuda: «Ella es Madre... una madre debe ser amada»12.


Es grande el daño que produce en las almas la mala levadura de la doctrina adulterada y de desdichados ejemplos, aumentados y aireados por gentes sectarias. Cuando nos encontremos ante la doctrina falsa, ante situaciones quizá escandalosas, debemos hacer examen y preguntarnos: ¿qué he hecho yo por sembrar buena doctrina?, ¿cómo es mi conducta en el cumplimiento de mis deberes profesionales?, ¿qué hago para que mis hijos, mis hermanos, mis amigos adquieran la doctrina de Jesucristo?, ¿cómo son mi oración y mi mortificación por la Iglesia?


Hemos de pedir también –son muchas las personas que lo hacen a diario en la Santa Misa, en el rezo del Santo Rosario y en otras ocasiones– por los Pastores todos de la Iglesia de Dios: junto al Papa, los Obispos. Es antiquísima la oración con que los fieles encomendamos al Señor al Ordinario del lugar: Stet et pascat in fortitudine tua, Domine, in sublimitate nominis tui. Siempre es grande la necesidad del favor divino que los Pastores de la Iglesia requieren para llevar adelante su misión. Tenemos la responsabilidad de ayudarles, y para ello pedimos que el Señor les sostenga y les ayude a apacentar su grey con la fortaleza divina y con la suavidad y altísima sabiduría que viene del Cielo.


Cada día, en la Santa Misa, con estas u otras palabras recogidas en las demás Plegarias Eucarísticas, reza el sacerdote: «A ti, pues, Padre misericordioso, te pedimos humildemente (...), ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con tu servidor el Papa..., con nuestro obispo..., y todos aquellos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica»13. Así podemos acordarnos de las intenciones del Papa, de los Obispos, de rezar por los sacerdotes, por los religiosos y por todo el Pueblo de Dios; también por quien más necesitado esté en el Cuerpo Místico de Cristo, viviendo con naturalidad el dogma de la Comunión de los Santos.


III. En una carta de San Juan Leonardi al Papa Pablo V, quien le pedía algunos consejos para revitalizar al Pueblo de Dios, decía el santo: «Por lo que mira a estos remedios, ya que han de ser comunes a toda la Iglesia (...), habría que fijar la atención primeramente en todos aquellos que están al frente de los demás, para que así la reforma comenzara por el punto desde donde debe extenderse a las otras partes del cuerpo. Habría que poner un gran empeño en que los cardenales, los patriarcas, los arzobispos, los obispos y los párrocos, a quienes se ha encomendado directamente la cura de almas, fuesen tales que se les pudiera confiar con toda seguridad el gobierno de la grey del Señor»14. Nosotros no dejemos de pedir cada día por su santidad: que amen cada día más a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, que recen con piedad cada vez mayor a la Santísima Virgen, que sean fuertes, caritativos, que tengan gran amor a los enfermos, que cuiden esmeradamente la enseñanza del Catecismo, que den un testimonio claro de desprendimiento, de sobriedad...


Pero la Iglesia somos todos los bautizados, y todos somos instrumentos de salvación para los demás cuando procuramos permanecer unidos a Cristo con el cumplimiento fiel de nuestros deberes religiosos: la Santa Misa, la oración, la presencia de Dios durante el día...; cuando estamos unidos a la persona y a las intenciones del Romano Pontífice y del Obispo de la diócesis; cuando somos ejemplares en el cumplimiento de nuestros deberes profesionales, familiares, cívicos; con un apostolado eficaz en el entramado de relaciones en el que discurre nuestra vida. Este apostolado se hace más urgente cuanta más cizaña encontramos en nuestro camino, cuando percibamos el efecto de esa mala levadura de la que habla el Señor.


Avivemos nuestra fe. El Pueblo de Dios –enseña el Concilio Vaticano II– ha de abarcar el mundo entero, reuniendo a todos los hombres dispersos, desorientados. Y para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Sacerdote y Rey nuestro15. Hoy podemos recordar el Salmo II, que proclama la realeza de Cristo, y pedimos a Dios Padre que sean muchas las almas en las que reine el Señor, muchos los pueblos que acojan la palabra de salvación que proclama la Iglesia, ya que también a Ella –como nos recuerda la Constitución Lumen gentium– le han sido dadas en heredad todas las naciones16.