— Santa Catalina ofreció su vida por la Iglesia.
— Afán de dar a conocer con claridad la verdad.
I. Sin una instrucción particular (aprendió a escribir siendo ya muy mayor) y con una corta existencia, Santa Catalina pasó por la vida, llena de frutos, «como si tuviese prisa de llegar al eterno tabernáculo de la Santísima Trinidad»1. Para nosotros es modelo de amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, a quien llamaba «el dulce Cristo en la tierra»2, y de claridad y valentía para hacerse oír por todos.
Los Papas residían entonces en Avignon, con múltiples dificultades para la Iglesia universal, mientras que Roma, centro de la Cristiandad, se volvía poco a poco una gran ruina. El Señor hizo entender a la Santa la necesidad de que los Papas volvieran a la sede romana para iniciar la deseada y necesaria reforma. Incansablemente oró, hizo penitencia, escribió al Papa, a los Cardenales, a los príncipes cristianos...
A la vez, Santa Catalina proclamó por todas partes la obediencia y amor al Romano Pontífice, de quien escribe: «Quien no obedezca a Cristo en la tierra, el cual está en el lugar de Cristo en el Cielo, no participa del fruto de la Sangre del Hijo de Dios»3.
Con enorme vigor dirigió apremiantes exhortaciones a Cardenales, Obispos y sacerdotes para la reforma de la Iglesia y la pureza de las costumbres, y no omitió graves reproches, aunque siempre con humildad y respeto a su dignidad, pues son «ministros de la sangre de Cristo»4. Es principalmente a los pastores de la Iglesia a los que dirige una y otra vez llamadas fuertes, convencida de que de su conversión y ejemplaridad dependía la salud espiritual de su rebaño.
Nosotros pedimos hoy a la Santa de Siena alegrarnos con las alegrías de nuestra Madre la Iglesia, sufrir con sus dolores. Y podemos preguntarnos cómo es nuestra oración diaria por los pastores que la rigen, cómo ofrecemos, diariamente, alguna mortificación, horas de trabajo, contrariedades llevadas con serenidad..., que ayuden al Santo Padre en esa inmensa carga que Dios ha puesto sobre sus hombros. Pidamos también hoy a Santa Catalina que nunca le falten buenos colaboradores al «dulce Cristo en la tierra».
«Para tantos momentos de la historia, que el diablo se encarga de repetir, me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: “llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!”»5. Esta sola palabra podrá ayudarnos a mantener la presencia de Dios durante el día y expresar nuestra unidad con el Romano Pontífice y nuestra petición por él. Quizá nos pueda servir hoy para aumentar nuestro amor a la Iglesia.
II. Santa Catalina fue profundamente femenina, sumamente sensible6. A la vez, fue extraordinariamente enérgica, como lo son aquellas mujeres que aman el sacrificio y permanecen cerca de la Cruz de Cristo, y no permitía debilidades en el servicio de Dios. Estaba convencida de que, tratándose de uno mismo y de la salvación de las almas que Cristo rescató con su Sangre, era improcedente una excesiva indulgencia, adoptar por comodidad o cobardía una débil filantropía, y por eso gritaba: «¡Basta ya de ungüento! ¡Que con tanto ungüento se están pudriendo los miembros de la Esposa de Cristo!».
Fue siempre fundamentalmente optimista, y no se desanimaba si, a pesar de haber puesto los medios, no salían los asuntos a la medida de sus deseos. Durante toda su vida fue una mujer profunda, delicada. Sus discípulos recordaron siempre su abierta sonrisa y su mirada franca; iba siempre limpia, amaba las flores y solía cantar mientras caminaba. Cuando un personaje de la época, impulsado por un amigo, acude a conocerla, esperaba encontrar a una persona de mirada esquinada y sonrisa ambigua. Su sorpresa fue grande al encontrarse con una mujer joven, de mirada clara y sonrisa cordial, que le acogió «como a un hermano que volviera de un largo viaje».
Poco tiempo después de su llegada a Roma murió el Papa. Y con la elección del sucesor se inicia el cisma que tantas desgarraduras y tanto dolor habría de producir en la Iglesia. Santa Catalina hablará y escribirá a Cardenales y reyes, a príncipes y Obispos... Todo inútil. Exhausta y llena de una inmensa pena, se ofrece a Dios como víctima por la Iglesia. Un día del mes de enero, rezando ante la tumba de San Pedro, sintió sobre sus hombros el peso inmenso de la Iglesia, como ha ocurrido en ocasiones a otros santos. Pero el tormento duró pocos meses: el 29 de abril, hacia el mediodía, Dios la llamaba a su gloria. Desde el lecho de muerte, dirigió al Señor esta conmovedora plegaria: «¡Oh Dios eterno!, recibe el sacrificio de mi vida en beneficio de este Cuerpo Místico de la Santa Iglesia. No tengo otra cosa que dar, sino lo que me has dado a mí»7. Unos días antes había comunicado a su confesor: «Os aseguro que, si muero, la única causa de mi muerte es el celo y el amor a la Iglesia, que me abrasa y me consume...». Pidamos nosotros hoy a Santa Catalina ese amor ardiente por nuestra Madre la Iglesia, que es característica de quienes están cerca de Cristo.
Nuestros días son también de prueba y de dolor para el Cuerpo Místico de Cristo, por eso «hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (cfr. Is 58, l), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles»8. Ofrezcamos nuestra vida diaria, con sus mil pequeñas incidencias, por el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor nos bendecirá y Santa María –Mater Ecclesiae– derramará su gracia sobre nosotros con particular generosidad.
III. Santa Catalina nos enseña a hablar con claridad y valentía cuando los asuntos de que se trate afecten a la Iglesia, al Romano Pontífice o a las almas. En muchos casos tendremos la obligación grave de aclarar la verdad, y podemos aprender de Santa Catalina, que nunca retrocedía ante lo fundamental, porque tenía puesta su confianza en Dios.
En la Primera lectura de la Misa, enseña el Apóstol Juan: Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin ninguna oscuridad9. Ahí tenía su origen la fuerza de los primeros cristianos y la de los santos de todos los tiempos: no enseñaban una verdad propia, sino el mensaje de Cristo que nos ha sido transmitido de generación en generación. Es el vigor de una Verdad que está por encima de las modas, de la mentalidad de una época concreta. Nosotros debemos aprender cada vez más a hablar de las cosas de Dios con naturalidad y sencillez, pero a la vez con la seguridad que Cristo ha puesto en nuestra alma. Ante la campaña de silencio organizada sistemáticamente –tantas veces denunciada por los Romanos Pontífices– para oscurecer la verdad, silenciar los sufrimientos que los católicos padecen a causa de su fe, o las obras rectas y buenas, que a veces apenas tienen ningún eco en los grandes medios de difusión, nosotros, cada uno en su ambiente, hemos de servir de altavoz a la verdad. Algunos Papas han calificado esta actitud de conspiración del silencio10 ante las obras buenas, literarias, científicas, religiosas, de promoción social, de buenos católicos o de las instituciones que las promueven. Por el hecho mismo de ser católicos, muchos medios de difusión callan o los dejan en la penumbra.
Nosotros podemos hacer mucho bien en este apostolado de opinión pública. A veces llegaremos solo a los vecinos o a los amigos que visitamos o nos visitan, o mediante una carta a los medios de comunicación o una llamada a un programa de radio que pide opiniones sobre un tema controvertido y que quizá tiene un fondo doctrinal que debe ser aclarado, respondiendo con criterio a una encuesta pública, aconsejando un buen libro... Debemos rechazar la tentación de desaliento, de que quizá «podemos poco». Un inmenso río que lleva un caudal enorme está alimentado de pequeños regueros que, a su vez, se han formado quizá gota a gota. Que no falte la nuestra. Así comenzaron los primeros cristianos en la difusión de la Verdad.
Pidamos hoy a Santa Catalina que nos transmita su amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, y que tengamos el afán santo de dar a conocer la doctrina de Jesucristo en todos los ambientes, con todos los medios a nuestro alcance, con imaginación, con amor, con sentido optimista y positivo, sin dejar a un lado una sola oportunidad. Y, con palabras de la Santa, rogamos a Nuestra Señora: «A Ti recurro, María, te ofrezco mi súplica por la dulce Esposa de Cristo y por su Vicario en la tierra, a fin de que le sea concedida la luz para regir con discernimiento y prudencia la Santa Iglesia»11.
* Nació en Siena en el año 1347. Ingresó muy joven en la Tercera Orden de Santo Domingo, sobresaliendo por su espíritu de oración y de penitencia. Llevada de su amor a Dios, a la Iglesia y al Romano Pontífice, trabajó incansablemente por la paz y unidad en la Iglesia en los tiempos difíciles del destierro de Avignon. Se trasladó a esta ciudad y pidió al Papa Gregorio XI que regresara cuanto antes a Roma, donde el Vicario de Cristo en la tierra debía gobernar la Iglesia. «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia», declaró unos días antes de su muerte, ocurrida el 30 de abril de 1380.
Escribió innumerables cartas de las que se conservan alrededor de cuatrocientas, algunas oraciones y «elevaciones» y un solo libro, El Diálogo, que recoge las conversaciones íntimas de la Santa con el Señor. Fue canonizada por Pío II y su culto se extendió pronto por toda Europa. Santa Teresa dijo de ella que, después de Dios, debía a Santa Catalina, muy singularmente, el progreso de su alma. Pío IX la nombró segunda Patrona de Italia y Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia.