Evangelio (Mc 11,27-33)
En aquel tiempo. Llegaron de nuevo a Jerusalén. Y mientras paseaba por el Templo, se le acercaron los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le dijeron:
— ¿Con qué potestad haces estas cosas? ¿O quién te ha dado tal potestad para hacerlas?
Jesús les contestó:
— Os voy a hacer una pregunta. Respondedme, y os diré con qué potestad hago estas cosas: el bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres? Respondedme.
Y deliberaban entre sí: «Si decimos que del cielo, replicará: “¿Por qué, pues, no le creísteis?” Pero ¿vamos a decir que de los hombres?» Temían a la gente; pues todos tenían a Juan como a un verdadero profeta. Y respondieron a Jesús:
— No lo sabemos.
Entonces Jesús les dijo:
— Pues tampoco yo os digo con qué potestad hago estas cosas.
Coemntario
La purificación del Templo dejó atónitos a los jefes religiosos del pueblo. Fue una especie de restauración del culto, como la que tuvo lugar en tiempo de los Macabeos; por entonces fue una celebración muy solemne: “lo celebraron durante ocho días con alegría” (2 Macabeos 10,6), porque habían sido derrotados los enemigos del pueblo de Dios que profanaron su Templo. Pero ahora la profanación venía de dentro del pueblo: las autoridades permitieron que la Casa de Dios dejase de ser casa de oración para ser casa de negocios. Hacía falta una potestad superior, la de Jesús, para restablecer el orden en aquel lugar santo.
Nos sorprende también a nosotros este diálogo. Jesús, ante la pregunta desconfiada, responde con otra pregunta con la que invita al interlocutor al examen de conciencia. Así suele hacer el Maestro cuando encuentra una actitud hostil a sus acciones y enseñanzas. Quien había escuchado al Bautista y había aceptado su predicación, estaba bien dispuesto para acoger a Jesús como Maestro. Pero aquellos jefes no acogieron con humildad el ministerio de Juan. No reconocen la verdad de aquellas palabras proféticas, aplicadas al precursor: “Es como fuego de fundidor, como lejía de lavanderos. Se pondrá a fundir y a purificar la plata; purificará a los hijos de Leví, los acrisolará como oro y plata: así podrán ofrecer al Señor una oblación en justicia” (Malaquías 3,2-3). Como no aceptaban la purificación de sus corazones, no entendieron la purificación del Templo.
Necesitamos hacer un esfuerzo interior para entender a Jesús en todos sus gestos y palabras. Aquellos hombres no fueron sencillos como palomas; por eso Jesús se mostró sagaz como una serpiente (cf. Mateo 10,16), y los dejó sin palabras. No pudo haber diálogo sincero. La sinceridad es necesaria para el entendimiento con las personas, en primer lugar, con Dios. Una virtud que acaba convirtiéndose en sencillez. Lo vemos en la Virgen María, en el diálogo con el arcángel, que concluyó con un sencillo y entregado “hágase en mí según tu palabra”. Se la pedimos a Ella para poder hablar con Dios, y conociéndole más cada día, nos conozcamos mejor a nosotros mismos. Así, conscientes de que somos también templos de Dios (cf. 1 Corintios 3,16-17), desearemos la purificación de nuestros pecados.
TEXTO PARA TU RATO DE ORACION:
«Amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado» [1].
Estas palabras de Juan Pablo II se refieren a Santo Tomás de Aquino, y constituyen un elogio significativo de un gran santo, a la vez que muestran cuánto la Iglesia valora el don de la inteligencia.
Según Juan Pablo II, tomando una expresión de Pablo VI, «con razón se puede llamar al Aquinate “el apóstol de la verdad”. Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer» [2].
Alabar la finura filosófica y teológica de un santo supone también encomiar una determinada actitud ante la verdad: el amor, la pasión, su búsqueda, apertura y reconocimiento.
Parte de la misión de la Iglesia consiste en encender y expandir en el ánimo de los cristianos y de todos los hombres el impulso y la tensión hacia la verdad. Ésta ha sido una mira constante del magisterio de Juan Pablo II –ejemplos claros son las encíclicas Fides et ratio o Veritatis splendor– y es también la actitud de Benedicto XVI cuando, ya desde los primeros días de su pontificado, anima a todos los hombres a que no se dejen vencer por la mentalidad relativista, que no es otra cosa que un modo de renunciar a la indagación sobre las verdades que dan sentido a la vida, con la consiguiente restricción del horizonte vital.
El relativismo, al que se ha referido hace algunos años el ahora Papa Benedicto XVI como «el problema central de la fe cristiana» [3] es una postura ante la vida, que fácilmente toma cuerpo de oficio en la cultura, impregnando las relaciones sociales entre los hombres. No es tanto un sistema filosófico o un organismo doctrinal, sino un estilo de pensar en el que se evita hablar en términos de verdadero o falso, pues no se reconoce una instancia de validez objetiva acerca de juicios que se refieran a realidades que trasciendan lo que cada uno puede ver y tocar: Dios, el alma, incluso la más íntima meta del amor.
Esta actitud, además, comporta un modo de hacer que manifiesta una perplejidad de fondo ante la realidad: como no puedo conocer nada de forma definitiva, tampoco puedo tomar decisiones que entrañen una entrega indiscutible y para siempre. Todo puede cambiar, todo es provisional.
En el fondo, según esta postura, es tan imperfecto y tan relativo lo que podemos conocer y afirmar sobre las realidades divinas y las que se refieren al sentido de la vida y del mundo, que nuestras palabras no tienen ningún contenido de verdad.
En esta perspectiva, cualquier intento de escapar al método de cálculo y control de las ciencias experimentales, única fuente autorizada de saber, resulta ilusorio, o es simplemente declarado como una vuelta al conocimiento precientífico, o una reinstauración de antiguas mitologías.
Verdad y libertad
El relativismo trata, pues, de imponer una postura existencial: si no puedo llegar a ninguna conclusión cierta, al menos tratemos de establecer un camino –un método– que me permita alcanzar la mayor cantidad de felicidad posible en este pobre mundo nuestro; una felicidad que, por la misma dinámica de los hechos –contingentes y finitos–, será fragmentaria y limitada.
Lógicamente, en este contexto, lo más importante es evadir el problema de la verdad: cualquier opinión tiene carta de ciudadanía en nuestra cultura con tal de que no se presente con pretensiones de universalidad, como una explicación –tendencialmente– completa sobre Dios y el mundo.
Así, las verdades religiosas quedan a merced de la preferencia del momento o del gusto, reducidas a cuestiones opinables –para algunos quizá privilegiadas, dentro del supermercado de creencias y presunciones que se cocinan y despachan en el piélago de lo sobrenatural– y carentes de racionalidad, precisamente porque no se pueden validar según los criterios de la ciencia experimental.
De este modo, el relativismo se convierte en la justificación vital, no teórica, para conducir una existencia vivible en un mundo privado de espesor. ¿Qué mejor garantía para que todos los hombres puedan mantener una convivencia pacífica, que un mundo sin verdad?
En muchas de nuestras sociedades, una idea débil de razón se ha alzado como presupuesto necesario de la democracia y de la cohabitación: en una sociedad multicultural, multiétnica y multireligiosa defender la existencia de verdades conduce al conflicto y a la violencia, pues quienes estén convencidos de tales verdades son sospechosos de querer imponer –de modo fundamentalista, dicen– algo que no pasa de mera opinión.
Pero, curiosamente, sucede al contrario. La falta de sensibilidad hacia la verdad, hacia la búsqueda de respuestas sobre la realidad de las cosas y el sentido de la propia vida, lleva consigo la deformación, cuando no la corrupción, de la idea y de la experiencia de la libertad.
No puede extrañar que la consolidación social y legal de los modos de vida congruentes con el relativismo se fundamente siempre en un presunto “derecho de conquista” por parte de la libertad.
Ciertamente, la libertad política ha sido una de las grandes conquistas de la edad moderna. Y, sin embargo, la libertad en el hombre no es un absoluto; todo lo contrario: se halla ligada, en primer lugar, a la naturaleza humana.
Si se la desconecta de la razón y de la totalidad del hombre, de modo que sea concebida como un “poder desear todo” y “poder poner en práctica todo lo que se desea”, al final resulta que «el propio deseo es la única norma de nuestras acciones» [4].
Todos percibimos que no nos movemos simplemente por las ganas. La misma realidad ya es orientadora y nos sugiere motivos de actuación. Nadie compra un bote de mermelada sólo por el diseño del tarro; una buena ama de casa antes pregunta, se informa, lee las características que anuncia... y después elige. Y en esa elección –el ejemplo es banal, pero indicativo– se dan razones: el porcentaje de fruta, su calidad, la procedencia, si se trata de agricultura “biológica”, si se añade azúcar o no, etc. La libertad no es una potencia irrestricta, tiene sus límites: está ligada al bien integral del hombre, es decir, a su verdad.
Parece más bien que, debajo de la acusación de fundamentalismo que se hace a muchos cristianos que quieren ser coherentes con su fe, se disimula el auténtico fundamentalismo: el de la debilidad de las convicciones; mucho más peligroso por ocultarse bajo la máscara de la tolerancia.
En todo caso, argumentando en positivo, habría que aclarar que esa acusación mezcla dos planos: el de las convicciones personales acerca de la verdad, y el de su realización en el campo político.
Estar persuadido de la verdad no implica necesariamente tratar de imponerla a los demás. Por tanto, ante la inculpación de despotismo –más o menos implícita– dirigida a todo el que defiende el valor de la verdad como un bien al que la persona no puede renunciar, hay que decir que éste no es producido por el reconocimiento de verdades universales y absolutas, sino por la falta de respeto a la libertad.
La estima de las ideas contrarias, y sobre todo de las personas que las pronuncian, no nace de la debilidad de las propias creencias, ni de estar dispuesto a poner en duda cualquier convicción; ocurre más bien lo contrario: para que exista una auténtica actitud de respeto hacia todos, son necesarias algunas verdades universalmente aceptadas, “no negociables”, empezando por el reconocimiento de la dignidad de cada ser humano, presupuesto para respetar su libertad.
Cuanto más fuertemente convencidos estamos de esa verdad –que a los cristianos nos parece tan obvia, al comprender que todos los hombres son hijos del mismo Padre–, más posible será que se garantice el respeto a todos, incluidos quienes no comparten ese principio.
De hecho, si no se admite la universalidad de los derechos humanos ni la validez objetiva que los sustenta –la dignidad de cada persona–, tampoco serán exigibles para todos los ciudadanos, ni se podrá limitar por tanto la arbitrariedad en el ejercicio del poder, con lo que la propia democracia quedará indefensa ante sus propios abusos.
El problema del relativismo se encuentra en la entraña del mismo hombre, que, por más que aspire gozar de una autonomía sin vínculos ni límites, deseará siempre conocer el sentido de su vida, anhelo que se da en estrecha correspondencia con la pregunta sobre Dios y la salvación.
El Señor proclamó que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios [5]; el deseo natural de saber y el hambre de la palabra divina son inextinguibles, y nadie podrá hacerlos desaparecer de la vida humana: así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí de vacío, sino que hará lo que Yo quiero y realizará la misión que le haya confiado [6].
Hacer amable la verdad
La verdad es amable de por sí y, sin embargo, a veces la podemos defender de manera un tanto antipática. Es cierto que algunas verdades incomodan a quienes las escuchan, y que una vida coherente no es un camino fácil para nadie; pero esto no quita que la verdad tenga de por sí una fuerza de atracción que hemos de procurar no esconder.
Para mostrar el esplendor de la verdad conviene, en primer lugar, hacer el esfuerzo de buscarla, conocerla y contemplarla, también con el estudio y con la formación. Si se ama realmente la verdad es más fácil expresarla con don de lenguas, y hacerla visible con la vida.
Parte del servicio a la verdad consiste en hacerse cargo de las distintas situaciones, con el fin de encontrar los cauces apropiados para transmitir su atractivo e invitar a los demás a buscarla.
Es más fácil, a veces, emplear un tono negativo que tratar de conocer a los interlocutores para buscar el mejor modo de explicar las cosas; pero, ciertamente, es mucho menos eficaz.
Mostrar la amabilidad de la verdad es una tarea muy apropiada para los cristianos, porque sabemos que amor y verdad se identifican. La encíclica del Santo Padre es ya una respuesta al reto que él mismo planteó en los días previos a su elección, y en otros escritos anteriores, en los que –como dijimos– ha caracterizado el relativismo como “el problema central para la fe”.
Si el relativismo es una actitud que rehúye el encuentro con la verdad por miedo a perder la libertad y la felicidad, ¿no será la caridad la que pueda reconciliar verdad, libertad y felicidad? «La verdad y el amor son idénticos. Esta proposición –comprendida en toda su profundidad– es la suprema garantía de la tolerancia; de una relación con la verdad cuya única arma es ella misma y que, por serlo, es el amor» [7].
El Santo Padre, en los puntos iniciales de su primera encíclica, plantea un interrogante que describe la actitud un tanto defensiva de muchas personas ante la verdad, en este caso ante algunas verdades morales afirmadas por la Iglesia: «la Iglesia –se preguntan–, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?» [8].
Hacer amable la verdad consiste precisamente en mostrar que se encuentra mayor felicidad viviendo en la verdad que tratando de esquivarla. Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente: la Verdad es inseparable de la auténtica alegría [9].
Hacer amable la verdad es una buena definición del apostolado, en el que se unen amor y verdad. Una verdad cruda y sin caridad se hará antipática e incluso inalcanzable, porque las verdades decisivas para la existencia «no se logran sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma» [10].
Los cristianos servimos a la verdad sobre todo cuando la acompañamos y la envolvemos con la caridad de Cristo, con la santidad de vida, que supone, entre otras cosas, saber acoger a todos.
San Josemaría amaba la verdad y la libertad; por eso enseñaba que la verdad no se impone, sino que se ofrece: ¿Te sientes depositario del bien y de la verdad absoluta y, por tanto, investido de un título personal o de un derecho a desarraigar el mal a toda costa? –Por ese camino no arreglarás nada: ¡sólo por Amor y con amor!, recordando que el Amor te ha perdonado y te perdona tanto [11].
El ambiente en el que se aprende a amar la verdad no es un ambiente de enfrentamiento; de vencedores y vencidos. La amistad, la alegría, el cariño y la actitud de servicio convencen, mueven, iluminan, preparan el espíritu para romper los muros del relativismo que cierran la inteligencia a la consideración de la verdad. «La mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor» [12]. El ambiente que devuelve la confianza en encontrar la verdad, y que prepara para recibirla y amarla, es el de la coherencia de vida.
También entre personas que no han conocido a Cristo, no han faltado testigos apasionados y coherentes de la verdad. Pensemos en los testimonios que han llegado de Sócrates, uno de los grandes buscadores de la verdad, que Juan Pablo II cita en la encíclica Fides et ratio: sus palabras, pero sobre todo su actitud de coherencia hasta la muerte, han marcado el pensamiento filosófico desde hace más de dos mil años [13].
Con mucha más razón pueden los cristianos testimoniar la Verdad no sólo con la inteligencia, cultivada con la lectura, el estudio y la reflexión; sino también a través de las virtudes que reflejan a Cristo, verdad hecha vida.
El ambiente de la sociedad (...) necesita una nueva forma de vivir y de propagar la verdad eterna del Evangelio: en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad –«quasi lucernæ lucentes in caliginoso loco» [14].
Cristo nos ha enseñado la Verdad sobre Dios muriendo en la Cruz. Los santos han hecho creíble que Dios es amor, entregando la vida por amor a Dios y a los demás. La Iglesia no cesa de empeñarse en esta tarea de iluminar al mundo y sacarlo de las tinieblas de una vida sin verdad y sin sentido.