Evangelio (Mc 11,11-25)
Y entró en Jerusalén en el Templo; y después de observar todo atentamente, como ya era hora tardía, salió para Betania con los doce. Al día siguiente, cuando salían de Betania, sintió hambre. Viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó por si encontraba algo en ella, pero cuando llegó no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó:
— Que nunca jamás coma nadie fruto de ti.
Y sus discípulos lo estaban escuchando. Llegaron a Jerusalén. Y, entrando en el Templo, comenzó a expulsar a los que vendían y a los que compraban en el Templo, y volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no permitía que nadie transportase cosas por el Templo. Y les enseñaba diciendo:
— ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en una cueva de ladrones.
Lo oyeron los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y buscaban el modo de acabar con él; pues le temían, ya que toda la muchedumbre quedaba admirada de su enseñanza. Y al atardecer salieron de la ciudad. Por la mañana, al pasar, vieron que la higuera se había secado de raíz. Y acordándose Pedro, le dijo:
— Rabbí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.
Jesús les contestó:
— Tened fe en Dios. En verdad os digo que cualquiera que diga a este monte: «Arráncate y échate al mar», sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido. Por tanto os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo recibisteis y se os concederá. Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, a fin de que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados.
Comentario
Contemplamos hoy a Jesús y nos quedamos admirados de su autoridad. Es el Maestro que enseña con acciones y palabras. Venía de Jericó, donde acababa de devolver la vista a Bartimeo, y llega a Jerusalén. Allí ha entrado aclamado como Mesías, y llega al Templo, y observa todo... quizá apenado; pero se hace tarde, y es hora de descansar en la cercana Betania. Desde allí, vuelve de mañana a la Ciudad Santa; de camino maldice una higuera que aparentaba estar llena de fruto y apta para saciar su hambre; luego, al entrar en el Templo, no refrena su celo por la Casa del Padre, “casa de oración” y cumple lo que había anunciado el profeta: “Aquel día no habrá más traficantes en el Templo del Señor de los ejércitos” (Zacarías 14,21). Al día siguente, ante la higuera seca, Jesús nos recuerda que quien ora a Dios con fe segura y libre de todo rencor hacia el prójimo, será escuchado.
Todo esto tiene lugar en los días previos a la Pasión. Por eso brilla con fuerza la autoridad y enseñanza de Jesús, el Mesías, “el profeta que ha de venir” (Deuteronomio 18,15), y no le importan los planes de los jefes del pueblo para acabar con Él: por encima de todo está el cumplimiento de la voluntad del Padre para la salvación de todos.
Jesús nos invita con fuerza a ser almas de oración. Ciertamente, un lugar privilegiado para nuestro trato con Dios es la “casa de oración”, donde todo está dispuesto para facilitar la adoración al único Dios, presente en la Eucaristía. En esos tiempos, nuestra fe crece hasta hacerse omnipotente, invencible, y da el fruto esperado. Incluimos en nuestra petición un corazón que perdona a quienes nos han ofendido. En definitiva, Jesús nos enseña lo mucho que está en juego cuando un discípulo ora con fe. Así lo recordaba San Josemaría: “Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! –Medítalo”.
TEXTO PARA TU RATO DE ORACION
Es abril de 1936 y en España hay mucha tensión social. Sin embargo, en la Academia DYA se procura mantener el clima habitual de estudio y de convivencia. En medio de aquellas extrañas jornadas, un residente cuenta por carta a sus padres que el día anterior habían ensayado canto litúrgico, ayudados por un profesor, en un ambiente que recordaba muy alegre[1]. En ese contexto particular, más allá de los buenos momentos que pasaban entre ellos, ¿por qué razón treinta universitarios, un domingo por la noche, estaban teniendo una clase de canto?
La respuesta la podemos encontrar un par de meses atrás, cuando san Josemaría incluyó en el plan de formación de la Academia precisamente algunas clases de canto gregoriano. Aunque sabemos que, como párroco en Perdiguera, san Josemaría solía celebrar Misa cantada, aquella inclusión curricular no respondía a una inclinación personal. Tampoco se debía a un interés erudito, consecuencia del conocimiento y desarrollo del Movimiento litúrgico en España. Esa decisión fue, más bien, fruto de su experiencia pastoral, movida solamente por el deseo de ayudar a aquellos jóvenes a que se convirtieran en almas de oración.
Es interesante observar un detalle de las tres publicaciones que en aquellos años treinta tenía san Josemaría entre manos, todas ellas dirigidas justamente a facilitar el diálogo con Dios: cada una de ellas respondía a una de las tres grandes formas de expresión de la oración cristiana. La primera se centraría en la meditación personal, otra fomentaría la piedad popular y la última animaría al lector a sumergirse en la oración litúrgica. El fruto de la primera iniciativa fue Consideraciones espirituales, base de su conocida obra Camino; el fruto de la segunda, fue el breve librito Santo Rosario; y para la tercera iniciativa, proyectó una obra que se titularía Devociones litúrgicas. Aunque la publicación de esta última obra estuvo anunciada para 1939, por diversas razones nunca llegó a ver la luz. Sin embargo, todavía se conserva el prólogo que había preparado don Félix Bilbao, obispo de Tortosa, y que lleva por título «¡Orad y orad bien!». En ese texto inédito se anima a los lectores a adentrarse, de la mano del autor del libro, en la liturgia de la Iglesia, para llegar a una «oración eficaz, jugosa, sólida, que les una íntimamente con Dios»[2].
Dar voz a la oración de la Iglesia
Para san Josemaría la liturgia no era un conjunto de preceptos dirigidos solamente a dar solemnidad a ciertas ceremonias. Sufría cuando el modo de celebrar los sacramentos y demás acciones litúrgicas no estaba verdaderamente al servicio del encuentro de las personas con Dios y con los demás miembros de la Iglesia. Una vez, tras asistir a una celebración litúrgica, escribió: «Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo»[3].
Este interés por el pueblo en la liturgia es profundamente teológico. En las acciones litúrgicas, la Trinidad interactúa con la Iglesia entera y no solo con una de sus partes. No es casualidad que la mayor parte de las reflexiones que san Josemaría dedicó en Camino a la liturgia se encuentren en el capítulo titulado La Iglesia. Para el fundador del Opus Dei, la liturgia era un lugar privilegiado donde experimentar la dimensión eclesial de la oración cristiana; allí es palpable el hecho de que nos dirigimos todos juntos a Dios. La oración litúrgica, siendo siempre personal, se abre a horizontes que van más allá de las circunstancias individuales. Si en la meditación personal somos nosotros el sujeto que habla, en la liturgia el sujeto es la Iglesia entera. Si en el diálogo a solas con Dios somos nosotros quienes hablamos como miembros de la Iglesia, en la oración litúrgica es la Iglesia quien habla a través de nosotros.
De este modo, aprender a decir el nosotros de las oraciones litúrgicas es una gran escuela para complementar las distintas dimensiones de nuestra relación con Dios. Allí uno se descubre un hijo más en esta gran familia que es la Iglesia. No sorprende, entonces, la clara exhortación de san Josemaría: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares»[4].
Aprender a rezar litúrgicamente requiere la humildad de recibir de otros las palabras que diremos. Requiere también el recogimiento del corazón para identificar y valorar las relaciones que nos unen a todos los cristianos. En este sentido, nos puede servir considerar que estamos rezando unidos a quienes están junto a nosotros en ese momento y también con los ausentes; con los cristianos del propio país, de los países vecinos, del mundo entero… También rezamos con los que nos han precedido y están purificándose o gozan ya de la gloria del cielo. De hecho, la oración litúrgica no es una fórmula anónima, sino que está llena «de rostros y de nombres»[5]; nos unimos a todas las personas concretas que forman parte de nuestra vida y que, como nosotros, viven «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», partícipes en la vida de la Trinidad.
Dar cuerpo a la oración de la Iglesia
Sabemos que, para san Josemaría, la santificación del trabajo no consistía principalmente en intercalar oraciones durante el trabajo, sino sobre todo en convertir en oración la misma acción que se realiza mediante una atención en hacerlo por la gloria de Dios, empeñándose en la perfección humana, sabiéndose mirado amorosamente por nuestro Padre del cielo. De modo análogo, la oración litúrgica no consiste principalmente en decir oraciones durante las acciones litúrgicas, sino en realizar esas acciones rituales digne, attente ac devote, con la dignidad, atención y devoción que merecen, estando presente en lo que se hace. No son solamente ocasiones para realizar actos individuales de fe, esperanza y caridad, sino acciones a través de las cuales la Iglesia entera expresa su fe, su esperanza y su caridad.
San Josemaría daba mucha importancia a este saber estar en los distintos actos de culto, a esta urbanidad de la piedad. La dignidad que requiere la oración litúrgica tiene mucho que ver con la gestión del propio cuerpo ya que, en cierto modo, allí se manifiesta en un primer momento lo que queremos hacer. La celebración de la santa Misa, acercarse a la Confesión, las bendiciones con el Santísimo, etc., comportan diversos movimientos de la persona, pues son oración en acción. La oración litúrgica, por tanto, supone también rezar con el cuerpo. Más aún, supone aprender a dar cuerpo, aquí y ahora, a la oración de la Iglesia. Y, lógicamente, aunque muchas veces sea el sacerdote quien tiene la misión de dar voz y manos a Cristo Cabeza, es la asamblea la que da voz y visibilidad a todo el Cuerpo Místico de Cristo. Saber que a través de nosotros se ve y se escucha la oración de los santos y de las almas del purgatorio es un buen estímulo para cuidar esa urbanidad de la piedad.
Además de dignidad, la oración litúrgica pide ser realizada con atención. En ese sentido, se podría decir que, además de concentrarnos en las palabras que decimos, es importante experimentar de la manera más profunda posible el momento que estamos viviendo: tener claro con quién estamos, por qué y para qué. Esta toma de conciencia exige una formación previa, que siempre se podrá mejorar. En palabras de san Josemaría: «Despacio. –Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios»[6].
Encuentro con cada Persona de la Trinidad
A pesar de las inevitables distracciones, debidas a nuestra fragilidad, en la oración litúrgica participamos en el misterioso pero real encuentro de toda la Iglesia con las tres personas de la Trinidad. Por eso, es enriquecedor aprender a distinguir cuándo nos dirigimos al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo. Generalmente la liturgia nos suele situar de cara a Dios Padre, con sus rasgos propios, aunque frecuentemente sea invocado con un sencillo «Dios» o «Señor». Él es la fuente y origen de todas las bendiciones que la Trinidad derrama sobre este mundo y a él vuelven, a través de su Hijo, todas las alabanzas que las criaturas son capaces de expresar.
Porque lo que decimos al Padre lo decimos a través de Jesús, quien no está tanto delante de nosotros, sino con nosotros. El Verbo se ha encarnado para llevarnos al Padre y, por eso, descubrir su presencia a nuestro lado, como hermano que conoce y no se avergüenza de nuestra flaqueza, nos llena de consuelo y de audacia. Es más, la oración litúrgica, en cuanto oración pública de la Iglesia, nace de la oración de Jesús. No solo es continuación de su oración cuando estuvo sobre esta tierra, sino que es expresión, hoy y ahora, de su intercesión por nosotros en el cielo (cfr. Heb 7,25). Algunas veces encontramos también oraciones que se dirigen directamente a Jesús, llevando nuestra mirada hacia el Hijo en cuanto salvador. Por estos motivos, la oración litúrgica es una gran vía para sintonizar con el corazón sacerdotal de Jesucristo.
Y la oración que se dirige al Padre por el Hijo se realiza en el Espíritu Santo. Tener conciencia de la presencia de la tercera Persona de la Trinidad en la oración litúrgica es un gran regalo de Dios. El gran Desconocido, como lo llamaba san Josemaría, pasa externamente inadvertido, como la luz o como el aire que respiramos. Sin embargo, sabemos que sin luz no veríamos nada y sin aire nos ahogaríamos. El Espíritu Santo opera de una manera similar en el dialogo litúrgico. Aunque no nos solemos dirigir a él, sabemos que habita en nosotros y que, con gemidos inenarrables, nos mueve a dirigirnos al Padre con las palabras que nos enseñó Jesús. Su acción, por tanto, se manifiesta indirectamente. Más que en las palabras que decimos, o a quién se las decimos, el Espíritu se manifiesta en el cómo las decimos: está presente en los gemidos que se hacen canto y en los silencios que dejan trabajar a Dios en el interior de nuestro ser.
De la misma manera que la presencia del viento se percibe por los objetos que pone en movimiento, así podemos entrever la presencia del Espíritu Santo cuando experimentamos los efectos de su acción. Por ejemplo, un primer efecto de su actuar es cuando somos conscientes de estar rezando como hijas e hijos de Dios en la Iglesia. También lo experimentamos cuando se encarga de que la Palabra de Dios resuene en nuestro interior no como palabra humana sino como Palabra del Padre dirigida a cada uno. Sobre todo, el Espíritu Santo se manifiesta en la ternura y generosidad con las que el Padre y el Hijo se vuelcan sobre cada uno cuando en la celebración litúrgica nos perdonan, nos iluminan, nos fortalecen o nos hacen un regalo particular.
Por último, la acción del Espíritu Santo es tan íntima y necesaria que es quien hace posible que la acción litúrgica sea verdadera contemplación de la Trinidad, nos permite ver a la Iglesia entera y a Jesús mismo, cuando los sentidos nos dicen otra cosa. Es el Espíritu Santo quien nos descubre que el alma de la oración litúrgica no es el cumplimiento formal de una serie de palabras o movimientos exteriores, sino el amor con el que sinceramente deseamos servir y dejarnos servir. El Espíritu Santo nos hace participar de su misterio personal cuando aprendemos a disfrutar de un Dios que se abaja para servirnos, de modo que después podamos servir a los demás.
He vivido el Evangelio
No es extraño que uno de los términos más usados en la Escritura y en la Tradición para referirse a las acciones litúrgicas es el de servicio. Descubrir esta dimensión de servicio en la oración litúrgica tiene muchas consecuencias para la vida interior. No solo porque quien sirve por amor no se pone a sí mismo en el centro, sino también porque ver la liturgia como servicio es clave para poder transformarla en vida. Aunque parezca paradójico, en numerosas oraciones encontramos en los textos litúrgicos la exhortación a imitar en la vida ordinaria lo que hemos celebrado. Esta invitación no significa que debamos extender el lenguaje litúrgico a nuestras relaciones familiares y profesionales. Significa, en cambio, convertir en un programa de vida aquello que el rito nos ha permitido contemplar y vivir[7]. Por eso san Josemaría, en más de una ocasión, al contemplar la acción de Dios en su jornada exclamaba: «Verdaderamente, he vivido el Evangelio del día»[8].
Para vivir la liturgia del día y así trasformar nuestra jornada en servicio, en una Misa de veinticuatro horas, es necesario contemplar nuestras circunstancias personales a la luz de lo que hemos celebrado. En esta tarea, la meditación personal es insustituible. San Josemaría solía tomar notas de aquellas palabras o expresiones que le golpeaban durante la celebración de la Misa o en el rezo de la Liturgia de las Horas, hasta el punto de que un día escribió: «Ya no anotaré ningún salmo, porque habría que anotarlos todos, ya que en todos no hay más que maravillas, que el alma ve cuando Dios es servido»[9]. Es verdad que la oración litúrgica es fuente de oración personal, pero es igualmente cierto que sin la meditación es muy difícil asimilar personalmente la riqueza de la oración litúrgica.
En el silencio del tú a tú con Dios es donde, de ordinario, las fórmulas de la oración litúrgica adquieren una fuerza íntima y personal. En este sentido, el ejemplo de María es iluminante: ella nos enseña que, para poner por obra el fiat –hágase– de la liturgia, para transformarlo en servicio, es necesario dedicar tiempo a conservar personalmente «todas estas cosas en el corazón» (Lc 2,19).