EVANGELIO San Mateo (25, 1-13)
El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes.
Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite, mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos.
Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas.
Pero a medianoche se oyó un grito: 'Ya viene el esposo, salgan a su encuentro'.
Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas.
Las necias dijeron a las prudentes: '¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?'.
Pero estas les respondieron: 'No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado'.
Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta.
Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: 'Señor, señor, ábrenos',12 pero él respondió: 'Les aseguro que no las conozco'.
Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.
COMENTARIO
Las celebraciones nupciales en tiempos de Jesús estaban revestidas de una particular solemnidad, en un ambiente festivo y gozoso. Unos meses antes tenían lugar los desposorios, donde los futuros esposos ya quedaban públicamente comprometidos en matrimonio, pero sólo un tiempo después la esposa era recibida en su nueva casa por el esposo para iniciar su vida en común formando una familia. En esta segunda ceremonia los amigos de los novios participaban activamente en los festejos.
Acompañaban a la esposa sus amigas de infancia y juventud, las “vírgenes” de las que habla la parábola, solteras como ella hasta ese momento. De ordinario llegaban con cierta antelación al lugar de la boda y, cuando al caer la tarde, llegaba el esposo acompañado por sus amigos, también jóvenes como él, salían a su encuentro con sus lámparas de aceite encendidas y comenzaba la fiesta. Sonaba la música, corría el vino y los manjares, y se bailaba con alegría hasta la medianoche.
Jesús habla de una boda en la que un retraso excesivo en la llegada del novio provocó el desconcierto entre las amigas de la novia. Algunas poco previsoras, al retrasarse tanto el esposo, se quedaron sin aceite para salir con sus lámparas a recibirlo y, mientras iban a comprar lo necesario, se cerró la puerta y se quedaron fuera.
El Maestro se sirve de esta parábola para recomendar la necesidad de estar siempre bien preparados para recibir al Señor cuando se presente, ya que no sabemos el día ni la hora. Vendrá al final de los tiempos, pero también saldrá al encuentro de cada uno de nosotros cuando llegue el final de nuestra vida terrena para juzgarnos. “Llegará aquel día –recordaba san Josemaría–, que será el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo”[1].
La imprevisión o el atolondramiento, el retrasar el arrepentimiento o la confesión, dilatar las decisiones de entrega, pueden privarnos para siempre de la gloria. En cambio, una vida vivida cara a Dios, sin descuidar detalles, nos puede abrir la puerta del cielo, como sucedió a aquellas amigas de la novia, que fueron previsoras, y entraron a disfrutar de la fiesta, mientras que las otras se quedaron fuera. Aquellas muchachas “No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon”[2], seguía comentando san Josemaría.
De ahí que nos invitase a reflexionar y sacar propósitos: “Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz”[3].
PARA TU ORACION PERSONAL
La vida común y corriente de las personas, que los cristianos deseamos santificar, está entretejida de hechos y situaciones aparentemente sin relieve, de relaciones habituales y costumbres reiteradas que fácilmente podrían desembocar en un existencia rutinaria y superficial.
La vida común y corriente de las personas, que los cristianos deseamos santificar, está entretejida de hechos y situaciones aparentemente sin relieve, de relaciones habituales y costumbres reiteradas que fácilmente podrían desembocar en un existencia rutinaria y superficial. Sin embargo, la fe en Cristo otorga una gran dignidad tanto a las personas y sus acciones como a las cosas creadas, rescatando la existencia humana de la posible monotonía e irrelevancia. En ese entramado diario, los ojos de la fe encuentran constantes ocasiones de amar a Dios y servir al prójimo, haciendo la vida más humana y dotando de valor antropológico y sobrenatural a lo pequeño e intrascendente que, hecho por amor, se convierte en grande y trascendente: «Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. (…) Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, nn. 114 y 116). De este modo, aquello que parecía sin importancia demuestra tener una gran fuerza, al unirse a la gracia de Dios: «Cambiar el mundo con las cosas pequeñas de cada día, con la generosidad con el compartir, escuchando a los demás y creando actitudes de hermandad» (Mensaje de Francisco a los jóvenes, 2-VI-2017).
1. El ejemplo de Jesús
Aunque la Encarnación del Verbo fue milagrosa, sin intervención humana –«por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18)– su gestación durante nueve meses en el vientre de María y su venida al mundo en el seno de una familia fueron normales y nada llamativos. Los treinta años que precedieron a los tres de su vida pública y a su Pasión, Muerte y Resurrección, se desarrollaron en la más absoluta normalidad en la aldea de Nazaret, ejerciendo un trabajo manual y relacionándose con parientes, amigos y vecinos. Sin embargo, fue también un período redentor: una gota de sudor de Cristo en el taller de Nazaret nos salva así como una gota de su sangre en la Cruz del Calvario.
Iniciada la vida pública, cuando Jesús regresa a Nazaret, sus paisanos se admiran: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano?» (Mt 13,54-55). La gente decía de Él que «todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37), y san Josemaría comentaba que Jesús ha hecho admirablemente bien «los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfecto Dios y hombre perfecto» (Amigos de Dios, n. 56). Jesús valora lo pequeño si está hecho con amor y generosidad, como la limosna de la viuda pobre (cfr. Mc 12, 41-43): «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? –Dale tú lo que puedas dar: no está en el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des» (Camino, n. 829). Y también echa en falta los debidos detalles de cortesía en casa de Simón el fariseo, después de que una mujer pecadora se acercara a Jesús, regara con lágrimas sus pies, los secara con sus cabellos, los ungiera con perfume y los besara, mientras su anfitrión no le había ofrecido agua para los pies, ni le había dado el beso de bienvenida, ni había ungido su cabeza con aceite (cfr. Lc 7, 38-46): Jesús –explica san Josemaría– «sacó a colación esa falta de urbanidad para realzar con esa anécdota la enseñanza de que en los pequeños detalles se muestra el amor» (Amigos de Dios, n. 122).
En sus enseñanzas, Jesús destaca la importancia de ser fiel en lo poco. En la parábola de los talentos, demuestra este aprecio con más palabras que son como la bienvenida al Cielo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu Señor» (Mt 25, 21). Y san Josemaría deduce: «Son palabras de Cristo –In pauca fidelis!... –¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan?» (Camino, n. 819). También la parábola de las vírgenes necias y prudentes (cfr. Mt 25, 1-13) constituye una llamada de atención para estar en los detalles, que son como el aceite, ausente en las lámparas de las vírgenes necias: «No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida (…). Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. (…) Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz» (Amigos de Dios, n. 41). Jesús está en el detalle de decir a sus discípulos, tras la multiplicación de los panes: «Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda» (Jn 5, 12). En definitiva, Jesús tiene en mucho las cosas pequeñas para que nosotros no las despreciemos.
2. El ámbito de las cosas pequeñas
Materialmente, el espacio o ambiente en el que vivir el cuidado de las cosas pequeñas abarca todas nuestras actividades: el trabajo, la vida familiar, las relaciones sociales, el descanso, etc., son elementos constitutivos de la vida espiritual de quien desea ser santo en medio del mundo, en estrecho contacto con las realidades del día a día. Y desde el punto de vista formal, el ámbito de las cosas pequeñas es el de todas las virtudes. No sería virtuosa una persona capaz de soportar con fortaleza grandes tribulaciones y, al mismo tiempo fuera insensible y desagradecido ante un pequeño servicio recibido; o que viviera con un fuerte sentido la justicia, pero fácilmente descuidara detalles de sobriedad. Las virtudes forman como un tejido en el que todas sus fibras crecen de modo homogéneo, algunas veces a través de actos heroicos, pero habitualmente mediante acciones menudas que tienden al bien y a la verdad. San Josemaría advertía del peligro de imaginar grandes gestas en servicio del Señor, haciendo referencia al personaje de Tartarín de Tarascón, que pretendía cazar leones en los pasillos de su casa y –como era de esperar– no los encontraba: «Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo» (Amigos de Dios, n. 8). Más gráfica y llena de contraste es la consideración de Camino, n. 204: «¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico».
El ámbito de las cosas pequeñas, por tanto, es tan extenso como la vida misma, empezando por las propias obligaciones: «¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces» (Camino, n. 815). Para que haya virtud –explica santo Tomás– «hay que atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo» (Quodl. IV, a. 19). Si queremos ser santos, no hay otro camino que, confiando en la gracia de Dios, intentar realizar todo con la mayor perfección posible, estando en los detalles un día y otro, durante toda la vida. Son tantas las virtudes que pueden ser vividas y fortalecidas con cosas pequeñas. Por ejemplo, la sobriedad (Camino, n. 681: «El día que te levantes de la mesa sin haber hecho una pequeña mortificación has comido como un pagano»); el desprendimiento (Amigos de Dios, n. 119: «acostúmbrate, ya desde ahora, a afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y cuando quisieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la deshonra…»); la obediencia (Camino, n. 618: «El enemigo: ¿obedecerás… hasta en ese detalle “ridículo”? Tú, con la gracia de Dios: obedeceré… hasta en ese detalle “heroico”»); la penitencia (Amigos de Dios, n. 138: «La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contradicciones de la jornada»), etc. No faltan campos en los que vivir día a día continuos detalles pequeños que nos unen a Dios y nos hacen mejores: «¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno» (Camino, n. 823). Así se colabora con el Dios-Arquitecto que levanta el edificio de nuestra santificación personal.
3. La clave o el secreto del valor de las cosas pequeñas
Solo es posible vivir con esa atención a las cosas pequeñas cuando es el amor lo que nos mueve. La clave del valor de las cosas pequeñas –lo habíamos anticipado– está en realizarlas por amor: «Hazlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» (Camino, n. 813). Cuando se escribe “Amor” con mayúscula se está queriendo indicar que es Dios el amado a través de esos actos aparentemente irrelevantes. Efectivamente, el amor a Dios produce el prodigio de transfigurar ese cúmulo de cosas pequeñas, que por sí solas apenas tendrían valor y que forman el tejido de una vida corriente, en algo divino, de precio infinito: en santidad. No deberíamos permitir que ese tesoro diario se nos escapara de las manos. Esa grandeza que resulta de tantas cosas pequeñas hechas por Amor, es a la que se refiere san Josemaría, al escribir: «De que tu y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes» (Camino, n. 755). La idea puede remitir, también, a saber descubrir en la comunión de los santos la importancia del papel que cada uno juega en la empresa divina de la Redención: «No me seas.. tonto: es verdad que haces el papel –a lo más– de un pequeño tornillo en esa gran empresa de Cristo. Pero, ¿sabes lo que supone que el tornillo no apriete bastante o salte de su sitio?: se aflojarán piezas de un tamaño o caerán melladas las ruedas. Se habrá entorpecido el trabajo. –Quizá se inutilizará toda la maquinaria. ¡Qué gran cosa es ser un pequeño tornillo!» (Camino, n. 830). Cuando cada cumple su deber día a día, desde su propio ligar, realizando su actividad profesional con competencia, para dar gloria a Dios y servir a los demás, está colaborando con Cristo para renovar el mundo.
Es, precisamente, el amor la clave para desmoronar toda interpretación del cuidado de las cosas pequeñas en términos de un perfeccionismo narcisista, o propio de personas con mentalidad maniática o cuadriculada. Esas posibles actitudes se colocan en las antípodas del amor, ya que surgen de intereses egoístas y solo sirven para enrarecer a personas y dificultar su relación con los demás. El cuidado de lo menudo de cada día no quiere decir que todo saldrá a la perfección, pues Dios cuenta con que somos seres humanos con nuestros límites, a través de los cuales su amor puede seguir actuando. Parafraseando a san Pablo, los cristianos hemos de transformarnos, renovando nuestra mente para poder «discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto» (Rm 12, 2). Diariamente tenemos la posibilidad de encontrar la voluntad de Dios materializada en cosas asequibles y pequeñas, pero buenas, agradables a los ojos de Dios y de los hombres.