Evangelio (Lc 10, 13-16)
" !Ay de ti Corazón! !Ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo en el Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras.
Y tú, Cafarnaúm, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? !Hasta los infiernos vas a descender!
Quién a vosotros os oye, a mí me oye; quién a vosotros os desprecia, a mí me desprecia; y que a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado.
Comentario
El Señor abre su corazón con lamentos de amor. Después de haber instruido a setenta y dos de sus discípulos para la primera misión apostólica, se lamenta de la dureza de corazón y de la ceguera ante el anuncio de la llegada del Reino de Dios de aquellas ciudades que habían presenciado tantos y tan grandes milagros. Para removerlos el Señor les habla del juicio y del infierno, de la reprobación de aquellos que rechazan la paz, que se manifiesta en Cristo, nuestro Señor.
Hoy seguimos siendo testigos de grandes milagros, no solamente en las causas de beatificación o de canonización, también de tantas maravillas que obra la gracia en nosotros y en personas cercanas y, si no fuera así, tendríamos que clamar: !Señor, que vea! (Marcos, 10, 51) Que vea las maravillas que realiza tu misericordia.
Es posible que Cristo pase con frecuencia a nuestro lado y nos hable con las palabras de un amigo o de un sacerdote, y no le prestemos atención o despreciemos lo que nos dicen, porque nuestros pensamientos son otros. Viene bien en tales casos recordar lo que nos dice el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura: 'Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones' (Hebreos, 3, 15), abre de par en par las puertas a Cristo.
La voz del Señor se distingue porque nos invita a sacar nuestro mejor yo en los distintos momentos de nuestra vida con una exigencia amable. Y lo hace, porque está en juego nuestra felicidad y la de otros. No solo la mala voluntad es causa del endurecimiento del corazón, también la desidia, la pereza que conduce a rechazar los requerimientos divinos con un no o con un mañana, luego, después[1].
TEXTO PARA LA ORACION
Hoy en nuestra oración personal nos ponemos en las manos de Dios para «avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud»[3].
«¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! El cristiano no puede ser superficial. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario (…) ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios»[4]. Por eso, es lógico que hoy consideremos en nuestra oración la necesidad de la conversión, de redirigir nuestros pasos hacia el Señor, y purificar nuestro corazón haciendo propios los sentimientos del salmista: «Cor mundum crea in me, Deus, et spiritum firmum innova in visceribus meis; Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu firme»[5]. Son palabras del salmo Miserere, que la Iglesia nos propone con frecuencia en este tiempo litúrgico, y que San Josemaría rezó tanto.
El camino de Israel por el desierto
Se trata que en la oración personal echemos raíces profundas en varios episodios clave de la historia de la Salvación, que es también nuestra historia. Uno de ellos es la travesía del pueblo elegido por el desierto. Esos cuarenta años fueron para los israelitas un tiempo de prueba y de tentaciones. Yahveh les acompañaba de continuo y les iba haciendo entender que sólo debían apoyarse en Él: iba ablandando su duro corazón de piedra[6]. Fue además un tiempo de gracias constantes: aunque el pueblo sufría, era Dios quien les consolaba y les orientaba con la palabra de Moisés, les alimentaba con el maná y las codornices, les daba el agua en la Roca de Meribá[7].
¡Qué cercanas nos resultan las palabras, llenas de ternura, con las que Dios hace recapacitar a los israelitas sobre el sentido de su larga travesía! «Debes recordar todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer por el desierto durante estos cuarenta años, para hacerte humilde, para probarte y conocer lo que hay en tu corazón, si guardas o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre. Luego te alimentó con el maná, que desconocíais tú y tus padres, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor»[8]. El Señor nos dirige también hoy estas palabras; a nosotros que, en el desierto de nuestra vida, ciertamente experimentamos la fatiga y problemas de cada día, aunque no nos faltan los cuidados paternales de Dios, a veces a través de la ayuda desinteresada de nuestros familiares, de amigos o incluso de personas de buena voluntad que permanecen anónimas. Con su pedagogía inefable, el Señor nos va metiendo en su corazón, que es la verdadera tierra prometida: «Praebe, fili mi, cor tuum mihi… Dame, hijo, tu corazón, y que tus ojos guarden mis caminos»[9].
Muchos de los episodios del Éxodo eran sombra de realidades futuras. De hecho, no todos los que participaron en aquella primera peregrinación llegaron a entrar en la tierra prometida[10]. Por eso, la epístola a los Hebreos, citando el salmo 94, se duele de la rebeldía del pueblo y a la vez celebra la llegada de un nuevo éxodo: «Los primeros en recibir la buena nueva no entraron a causa de su desobediencia», y Dios «vuelve a fijar un día, hoy, cuando afirma por David al cabo de tanto tiempo (…): Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones»[11]. Ese hoy es el inaugurado por Jesucristo. Con su Encarnación, su vida y su glorificación, el Señor nos conduce por el éxodo definitivo, en el que las promesas encuentran perfecto cumplimiento: nos hace sitio en el cielo; consigue «un tiempo de descanso para el pueblo de Dios. Porque quien entra en el descanso de Dios, descansa también él de sus trabajos»[12].
El camino de Cristo por el desierto
En el pasaje de Jesús en el desierto que, en solidaridad con nosotros, quiso ser tentado al final de los cuarenta días. Ver su victoria sobre Satanás nos llena de esperanza, y nos hace saber que con Él podremos vencer también en las batallas de la vida interior. Nuestras tentaciones, entonces, ya no nos inquietan, sino que se convierten en ocasión para conocernos mejor y para fiarnos más de Dios. Descubrimos que el ideal de una vida acomodada es un espejismo de la auténtica felicidad y nos damos cuenta, con San Josemaría, de que «hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui, hace falta que El crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30)»[13].
La experiencia de nuestra fragilidad personal no acaba en el temor, sino en la petición humilde que pone en acto nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor: «Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de ti» podemos decir, con palabras que repitió con frecuencia san Josemaría[14]. Con Jesús, encontramos las fuerzas para rechazar decididamente la tentación, sin ceder al diálogo: «Mirad bien cómo responde Jesús. Él no dialoga con Satanás, como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús (...) elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la fuerza de esta Palabra. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará»[15].
El relato de la Transfiguración del Señor, nos reafirma en esta convicción de la certeza de la victoria, a pesar de nuestras limitaciones. También nosotros participaremos de su gloria, si nos sabemos unir a su Cruz en nuestra vida cotidiana. Para eso, hemos de alimentar nuestra fe, como aquellos personajes del Evangelio : la samaritana, que supera el pecado para reconocer en Jesús al Mesías que calma, con el agua viva del Espíritu Santo, su sed de amor[16]; el ciego de nacimiento, que ve a Cristo como luz del mundo, venciendo la ignorancia, mientras los videntes del mundo se quedan ciegos[17]; Lázaro, cuya resurrección nos recuerda que Jesús ha venido a traernos una vida nueva[18]. Contemplando estos relatos como un personaje más, con la ayuda de los santos, encontraremos recursos para nuestra oración personal, y se fortificará la presencia de Dios más intensa que procuraremos mantener en estos días.
Nuestro camino penitencial como hijos
El camino del cristiano tiene un sentido penitencial: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas». Con la humildad de quien se reconoce pecador, pedimos con toda la Iglesia la intervención que esperamos de la misericordia de Dios Padre: una mirada amorosa sobre nuestra vida, y su perdón reparador.
Tenemos que asumir nuestra parte en el proceso de conversión, al invitarnos a la práctica de las tradicionales obras penitenciales. Estas manifiestan un cambio de actitud en nuestra relación con Dios (oración), con los demás (limosna) y con nosotros mismos (ayuno)[19]. Es el «espíritu de penitencia», del que hablaba San Josemaría, y del que proponía tantos ejemplos prácticos: «penitencia es el cumplimiento exacto del horario (…). Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío. Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros (…), soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada (…); comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos»[20].
Sabemos a la vez que de nada cuentan las acciones meramente externas sin la gracia de Dios; no es posible identificarnos con Cristo sin su ayuda: «quia tibi sine te placere non possumus, ya que sin tu ayuda no podemos complacerte»[21]. Apoyado en Él, procuramos realizar estas obras «en lo oculto», donde sólo ve nuestro Padre Dios[22], rectificando con frecuencia la intención, y buscando de modo más claro la gloria de Dios y la salvación de todos. Escribe el apóstol Juan: «El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»[23]. Son palabras que invitan a un examen profundo, porque no es posible separar ambos aspectos de la caridad. Si nos sabemos contemplados por Él, el sentido de nuestra filiación divina irá empapando la vida interior y el apostolado, con una contrición más confiada y filial, y con una entrega sincera a quienes nos rodean: familiares, colegas de trabajo, amigos.
El camino penitencial a través de los sacramentos
En nuestra lucha diaria contra el desorden del pecado, los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía son también unos momentos privilegiados. Es lógico que nuestra penitencia interior se perfeccione gracias a la celebración del sacramento de la Confesión. Mucho depende de las disposiciones del penitente, aunque el protagonismo es de Dios, que nos mueve a la conversión. A través de este sacramento -verdadera obra maestra del Señor[24]- percibimos su buen hacer con nuestra libertad caída. San Josemaría presentaba así el papel que nos corresponde a nosotros: «Aconsejo a todos que tengan como devoción (…) hacer muchos actos de contrición. Y una manifestación externa, práctica, de esa devoción es tener un cariño particular al Santo Sacramento de la Penitencia»[25], en el que «nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos»[26].
Cualquier tiempo es un momento estupendo para fomentar este «cariño particular» por la Confesión, viviéndola nosotros en primer lugar, y dándola a conocer a muchas personas.
Después de la absolución que el sacerdote da en el nombre de Dios, el Ritual propone, entre otras posibles, una bella oración de despedida del penitente: «La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Vete en paz»[27]. Es una antigua plegaria en la que el sacerdote pide a Dios que extienda el fruto del sacramento a toda la vida del penitente, recordando de qué fuente mana su eficacia: los méritos de la Víctima inocente y de todos los Santos.
Como le sucedió al hijo menor de la parábola, tras el abrazo de nuestro Padre Dios somos admitidos al banquete[28]. ¡Qué alegría participar bien limpios en la Eucaristía! «Ama mucho al Señor. Custodia en tu alma, y foméntala, esta urgencia de quererle. Ama a Dios, precisamente ahora, cuando quizá bastantes de los que le tienen en sus manos no le quieren, le maltratan y le descuidan. ¡Trátame muy bien al Señor, en la Santa Misa y durante la jornada entera!»[29].
A través de la liturgia, la Iglesia nos invita a recorrer con garbo el camino de nuestra vida. La celebración frecuente de los sacramentos, la meditación asidua de la Palabra de Dios y las obras penitenciales, sin que falte esa alegría -Laetare Ierusalem!- , son prácticas que afinan nuestra alma, y nos preparan para participar con intensidad de la vida de cristiano, sobre todo cuando reviviremos los momentos cumbre de la existencia de Jesús en la tierra. «Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas»[31]. Contemplando al Señor que da la vida por nosotros, bien purificados de nuestros pecados, redescubriremos la alegría de la salvación que Dios nos trae: «Redde mihi laetitiam salutaris tui, devuélveme el gozo de tu salvación»[32].