"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

10 de noviembre de 2021

Coherencia

 



Evangelio (Lc 17, 11-19)


Al ir de camino a Jerusalén, atravesaba los fines de Samaría y Galilea; y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron a distancia y le dijeron gritando:


–¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!


Al verlos, les dijo:


–Id y presentaos a los sacerdotes.


Y mientras iban quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y este era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús:


–¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?


Y le dijo:


–Levántate y vete; tu fe te ha salvado


Comentario


Jesús va con sus discípulos camino de Jerusalén y se encuentra con estos diez leprosos. Ellos le gritan a la distancia porque según la ley de Moisés los leprosos vivían apartados[1] para evitar contagios. Por ese motivo mantienen la distancia.


El Señor al indicarles que vayan al sacerdote, que era lo previsto en la misma ley[2] para aquellos que hayan sido curados de la lepra, les muestra que serán curados. Se nos relata que eran diez y que sólo vuelve uno, que además era samaritano (entre samaritanos y judíos estaban enemistados y no se hablaban)[3]. Solo regresa uno para dar gracias y gloria a Dios. De los otros nueve no se nos dice nada. En cambio al que regresa para agradecer el Señor le dice que su fe lo ha salvado.


En ocasiones puede sucedernos lo mismo que esos nueve. Acostumbrarnos a la acción de Dios en nosotros, quizá desde la infancia, podemos perder de vista la grandeza inconmensurable de los dones de Dios. Por el contrario, hay personas que han vivido mucho tiempo distantes de Dios, muchas veces simplemente por ignorancia, y al descubrir la acción de Dios en ellos se sienten removidos y se postran interiormente delante de Dios para agradecer.


Pidamos al Señor aprender del leproso samaritano. Que no dejemos de sorprendernos, de maravillarnos, de la acción de Dios en nosotros.


PARA TU RATO DE ORACION


Una de las notas de la personalidad madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad intensa con el orden y la paz interior.

Cuando San Agustín, ya anciano, escribía «pax omnium rerum tranquillitas ordinis, la paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden»[1], lo hacía desde la experiencia de quien llevaba años viéndose requerido constantemente por todo tipo de tareas: el gobierno pastoral de la porción del Pueblo de Dios que tenía encomendado; su abundante predicación; los retos que presentaba una época convulsa, de cambios sociales y culturales. No es este, pues, un aforismo escrito en el sosiego del retiro, sino en el fragor de la vida diaria, con todos sus imprevistos y vaivenes. La coherencia de este santo era una conquista cotidiana; con el paso de los días, su esfuerzo por “centrar el tiro” afianzaba más y más su carácter.


Una de las notas de la personalidad madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad intensa con el orden y la paz interior. Alcanzar este equilibrio implica cierto esfuerzo: también San Josemaría hablaba de su lucha en este campo. «¡Dentro de mi sotana te querría ver! -decía a uno que le hablaba de las dificultades que le generaba el trabajo para cuidar de su formación- Porque también yo tengo pluriempleo. Encima de ese desorden hemos de edificar el orden»[2]. El orden, la coherencia de nuestra vida, es un botín que vamos ganando, moneda a moneda, en la batalla de todos los días: «ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente (…), con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios!»[3].


El señorío de sí


Esta batalla serena no sólo tiene que ver con las cosas que manejamos y las tareas que llenan nuestro día, sino también con nuestro corazón. Sin ese latido interior, el orden sería sólo gestión del tiempo, “optimización de procesos”, eficacia empresarial, pero no demostraría auténtica madurez cristiana. La coherencia del cristiano se edifica en un flujo constante, de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro; crece con el dominio de sí, el orden de la actividad exterior, el recogimiento interior y la prudencia.


No se nos escapan los obstáculos que existen para alcanzar esta armonía interior. Si bien apreciamos el enorme atractivo de una vida cristiana plena, muchas veces experimentamos tendencias diversas y, a veces, contrarias. San Pablo lo expresó con fuerza: «al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu»[4]. Sentimos una cosa y queremos otra, notamos que estamos divididos entre lo que nos apetece y lo que debemos hacer, y a veces acaba por nublársenos la vista; incluso puede llegar a parecernos entonces que, a fin de cuentas, tampoco pasa nada por ser un poco incoherentes, lo que en el fondo denota un amor vacilante.


Y sin embargo, ¡cómo resuena el halago que nuestro Señor hizo a Natanael! «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez»[5]. Quien procura conducirse de acuerdo con la voz de Dios que resuena en su conciencia, inspira espontáneamente un gran respeto: las personas de una pieza atraen, porque todo en ellas dice autenticidad. En cambio, la doble vida, las compensaciones -aunque sean pequeñas-, la falta de sinceridad, hacen que se nos enturbie el rostro del alma. Como todos estamos expuestos a estas pequeñas desviaciones del rumbo, se trata de que seamos sencillos, y las corrijamos con perseverancia; así se evita el riesgo de acabar a la deriva en el alta mar de la vida.

Para tocar la melodía de Dios

Al poner orden en nuestro interior no se trata sólo de que nuestra inteligencia “domine” la imaginación y encauce la fuerza de los sentimientos y afectos: tiene que descubrir todo lo que estos compañeros de viaje pueden y quieren decirle. Dicho de otro modo, no podemos corregir la disonancia suprimiendo una de las melodías: Dios nos ha hecho polifónicos. El señorío de sí, también conocido desde siempre como templanza, no es frialdad cerebral: Dios nos quiere con un corazón que sea «grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado»[6].

Con el corazón podemos tocar una música para el Señor. Si queremos interpretarla bien, conviene ponerlo a tono, como se afinan los instrumentos para que den la nota adecuada. Se trata de educar los afectos, de fomentar una sensibilidad por lo que es auténticamente bueno, porque responde a nuestro ser personal, con todas sus dimensiones. Los sentimientos dan el colorido a nuestra vida, y permiten percibir con mayor riqueza lo que sucede a nuestro alrededor. Sin embargo, del mismo modo como un cuadro saturado de colores sin balance no es agradable, o un instrumento desafinado resulta molesto, el corazón abandonado al vaivén sentimental resquebraja la armonía de nuestra personalidad, y erosiona, a veces de modo importante, nuestras relaciones con los demás.

San Josemaría aconsejaba poner «siete cerrojos»[7] al corazón. En una ocasión, lo explicaba así: «ciérralo con los siete cerrojos que yo recomiendo: uno para cada pecado capital. Pero no dejes de tener corazón»[8]. La experiencia acumulada de siglos, también en los lugares adonde no ha llegado el cristianismo, muestra que los afectos y los instintos, sin control, pueden arrastrarnos como las aguas de una riada que siembra destrucción por donde pasa. No se trata de anular la corriente, sino de hacer un trabajo parecido al de los ingenieros que entuban el agua que baja de los torrentes de las montañas para que mueva una turbina y produzca electricidad. Una vez encauzada la corriente -que podría haber arrasado árboles y casas-, todos pueden vivir tranquilos y aprovechar esa electricidad para iluminar y calentar sus viviendas. Si nuestro espíritu no logra encauzar de manera estable esas fuerzas instintivas y afectivas de nuestra naturaleza, no puede tener paz ni sosiego: no puede existir vida interior.


Tomar las riendas de nuestro día

Un paso importante para ser señores de nosotros mismos es el de sobreponernos a la pereza, un virus silencioso pero eficaz, que puede paralizarnos poco a poco si no lo mantenemos a raya. La pereza se hace fuerte en quien no tiene un norte, o también en quien, teniéndolo, no se pone a andar en esa dirección. «No confundas la serenidad con la pereza, con el abandono, con el retraso en las decisiones o en el estudio de los asuntos»[9]. Poner la cabeza en lo que requiere nuestra atención, evitar huir de lo que suponga un poco de esfuerzo; no dejar para después lo que podemos hacer ahora… sobre esos hábitos sí se construye una personalidad ágil, recia y serena.




También conviene estar atentos al otro extremo, el activismo desordenado: «Hijo, no te ocupes de muchos asuntos; si te desbordan, no estarás falto de culpa; por más que corras no los alcanzarás, y aunque huyas no te podrás escapar de ellos»[10]. Madurez de la personalidad significa aquí ponderación, orden en nuestra actividad. Para que la vida no se nos lleve por delante con sus infinitos requerimientos, nos servirá tomar la iniciativa para distribuir nuestra actividad en los tiempos adecuados, es decir, planificar -sin cuadricularnos- dando prioridad a lo que debe estar en primer lugar y no a lo que surge en cada momento. Así evitamos que lo urgente se coma lo importante. Lógicamente, no es preciso programarlo todo, pero sí evitar que la improvisación lleve a perder tiempo porque simplemente nos dedicamos a salir al paso de lo que nos ocurre durante el día. En este sentido decía San Josemaría que «es preciso ordenarse porque no tenemos tiempo de hacerlo todo enseguida».

En nuestro día hay algunos momentos clave que podemos fijar de antemano: la hora de acostarnos, la hora de levantarnos, los tiempos que vamos a dedicar exclusivamente a Dios, la hora de trabajar, la hora de las comidas… Después está todo el campo de hacer bien lo que debemos hacer, con rendimiento, atención y perfección, es decir, con amor. «Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»[11]. Se trata, a fin de cuentas, de un programa de santidad que no encorseta, porque se ordena a un fin grande: hacer feliz a Dios y a los demás. A la vez, ese mismo amor que nos mueve a regirnos por un horario nos indicará cuándo el plan tiene que “saltar”, porque lo exige el bien de otras personas, o por tantos otros motivos que se presentan con claridad a quien vive cara a Dios.


El cultivo del espacio interior


La interioridad es el centro vivo de la persona, lo que hace que sus fuerzas, cualidades, disposiciones de ánimo y acciones formen una unidad. Quien es capaz de vivir dentro de sí, de recoger sus sentidos y potencias hasta sosegar el alma, desarrolla una personalidad más rica, porque es más capaz de relación, de diálogo. «El silencio -decía Benedicto XVI- es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido»[12].


Para no limitarse a nadar en la superficie de la vida, es preciso dedicar tiempo a pensar lo que nos ha pasado, lo que hemos leído, lo que nos han dicho, y sobre todo las luces que hemos recibido de Dios. Reflexionar ensancha y enriquece nuestro espacio interior: nos ayuda a integrar las diversas facetas de nuestra vida -trabajo, relaciones sociales, ocio, etc.- con el proyecto de vida cristiana que realizamos de la mano del Señor. Este hábito implica aprender a entrar dentro de nuestra alma, superando la prisa, la impaciencia, la dispersión. Se abre así un espacio de meditación en la presencia de Dios: «Quién de nosotros, a la noche, antes de terminar el día, cuando se queda solo, no se pregunta: ¿qué sucedió hoy en mi corazón? ¿Qué sucedió? ¿Qué cosas pasaron por mi corazón?»[13].

Ese sosiego del espíritu se consigue cuando cortamos con las tensiones de la vida y detenemos las solicitaciones de los asuntos pendientes, y la imaginación; cuando detenemos el ritmo de la vida exterior y callamos tanto por fuera como por dentro. De esa manera, nuestros conocimientos y experiencias adquieren profundidad, aprendemos a asombrarnos, a contemplar, a saborear los bienes del espíritu, a escuchar a Dios. Con esta riqueza interior, cuando salimos fuera podremos disfrutar más al comunicamos con los demás, pues tendremos algo personal, algo nuestro, que aportar.

En el silencio, podremos escuchar la voz del Señor. Cuando Dios quiere pasar ante Elías en el monte Horeb, la Sagrada Escritura nos dice que no estaba en la violencia del huracán que partía las rocas, ni en el espanto del terremoto, ni en el fuego que le siguió, sino en una brisa que apenas se notaba[14]. Callar es hermoso; no es ningún vacío, sino vida auténtica y plena, si permite establecer un diálogo íntimo con Dios. «Un hilo sonoro de silencio: así se acerca el Señor, con la sonoridad del silencio que es propia del amor»[15].

La sabiduría de corazón


«El sabio de corazón será llamado prudente»[16]. La capacidad de recogimiento nos permite asentar cada vez con más profundidad los motivos que guían nuestra vida. La coherencia madura entonces como la fruta al sol, y se vierte en nosotros el licor de una sabiduría que nos ayuda a acertar en nuestras decisiones.


No siempre es necesario dar respuestas inmediatas a lo que se nos plantea. La prudencia, muchas veces, llevará a informarse bien antes de enjuiciar o tomar una decisión, porque con frecuencia las cosas no son como aparecen a primera vista. Una persona madura se caracteriza por estudiar los asuntos con atención, acudir a la memoria de experiencias pasadas de temas parecidos y pedir consejo a quienes están en condiciones de darlo. Y, antes que nada, algo que para un cristiano resulta muy natural, casi como un reflejo: pedir consejo a Dios: «no tomes una decisión sin detenerte a considerar el asunto delante de Dios»[17]. Así es más fácil aplicar a la situación concreta un juicio ponderado, sin ceder a la ligereza, la comodidad, el peso de la vida pasada, o la presión del ambiente. Y tener la valentía de tomar una decisión -aunque toda decisión entrañe un riesgo- y de ejecutarla sin demoras, con la disposición de rectificar, si más tarde nos damos cuenta de que nos hemos equivocado.


La coherencia cristiana -fruto de una interioridad cultivada- nos pone, en definitiva, en condiciones de entregarnos a un ideal, y de perseverar en él. «Dame gracia para dejar todo lo que se refiere a mi persona. Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una palabra, tu Amor. ¡Todo por Amor!»[18].