"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

9 de noviembre de 2021

LA IGLESIA QUE FUNDO CRISTO


9 de noviembre: dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán

Evangelio (Jn 2,13-22) 


Pronto iba a ser la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas:


—Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado.


Recordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume.


Entonces los judíos replicaron:


—¿Qué signo nos das para hacer esto?


Jesús respondió:


—Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.


Los judíos contestaron:


—¿En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días?


Pero él se refería al Templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús.


Comentario


Poco antes de la Pascua, Jesús sube a Jerusalén y realiza un gesto acompañado de unas palabras cuyo sentido no se comprenderá del todo hasta su resurrección.


Para entender el contexto, conviene recordar el profundo significado del Templo y del aniversario de su Dedicación para los judíos.


En esta fiesta, los judíos conmemoraban la consagración del Templo realizada por los Macabeos, en el año 164 a.C., después de que hubiera sido profanado tres años antes por Antíoco IV Epifanes.


La fiesta se llamaba también “de las luces” en referencia al candelabro de siete brazos que, siempre encendido, simbolizaba la Presencia de Dios, que todo lo ve y que es luz del mundo, en medio del Pueblo. Donde estaba esa luz, se disipaba la oscuridad del paganismo y la idolatría.


En este contexto, Nuestro Señor purifica y “consagra de nuevo” el Templo, la casa de su Padre, por la que su celo le consumía.


Tanto aquellos hombres como nosotros estamos sometidos a la tentación de hacer de la vida religiosa y del templo un “mercado”, un negocio, esto es, usar a Dios para el propio interés. Y esto es, en el fondo, una profanación del Templo.


Pero en la casa de Dios solo puede haber un Señor, solo Dios puede ser el que dé razón de todo lo demás, y nunca una excusa para otro fin. Por tanto, con la expulsión de los mercaderes y los cambistas, Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones, de modo que nuestra búsqueda de Dios sea lo más pura y desinteresada posible. Amor verdadero.


Pero templo de Dios no es solo el edificio de piedras, sino que es, en último término, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Ella es casa de Dios en sentido estricto. En ella mora, iluminándola y vivificándola.


Jesús nos anima a mirarla con esos ojos y a mantenerla, en lo que dependa de nosotros, sin mancha ni arruga. Cada uno de nosotros ha de sentirse responsable de eso con su propia vida. Los bautizados, en cuanto piedras vivas, conformamos el rostro visible de la santidad de la Iglesia ante los hombres, rostro que está llamado a atraer a los de fuera y dar luz y consuelo a los de dentro.


PARA TU ORACION PERSONAL

EN LOS COMIENZOS del cristianismo, la celebración de la Eucaristía tenía lugar en casas privadas que algunas familias cristianas –habitualmente las que contaban con mayores medios económicos y, por tanto, con viviendas más amplias– ponían a disposición de la comunidad. Eran las primitivas iglesias domésticas o domus ecclesiae. En Roma, el primer templo cristiano que se edificó fue la basílica Lateranense, en los terrenos hasta entonces ocupados por un cuartel de la guardia privada del emperador. El Papa Silvestre la consagró en el año 318. Al principio, recibió el nombre de Basílica del Salvador, pero en época medieval se dedicó también a san Juan Bautista y san Juan Evangelista. Durante bastantes siglos, hasta el periodo de Aviñón, allí estuvo la cátedra papal, por lo que esta basílica mereció el título de cunctarum mater et caput ecclesiarum, madre y cabeza de todas las iglesias, que aún puede leerse en una inscripción junto a la entrada.

Hoy conmemoramos la dedicación de esta basílica. Es una ocasión para reforzar nuestra comunión con la sede de Pedro y también para profundizar en el significado que tienen en la vida cristiana los edificios sagrados, los espacios dedicados exclusivamente al culto. Uno de los prefacios que pueden rezarse en la Misa de hoy resume el sentido de esta celebración cuando da gracias a Dios con estas palabras: «Porque generosamente te dignas habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templo del Espíritu Santo, resplandeciente por la santidad de vida. Con tu acción constante, santificas a la Iglesia, esposa de Cristo, representada en edificios visibles, para colocarla en el cielo para gloria tuya, como madre gozosa por la multitud de tus hijos»[1]. Las iglesias visibles son símbolo de la Iglesia invisible, formada por todos los bautizados como «piedras vivas y elegidas»[2]. Por eso, en una fiesta como la de hoy, pedimos al Señor que, con su ayuda, sepamos edificar la Iglesia y así alcancemos la morada definitiva en la Jerusalén del cielo[3].

«LOS VERDADEROS ADORADORES adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23), respondió Jesús a la mujer samaritana que planteaba cuál era el lugar adecuado para el culto divino. Cristo señala que, más allá del lugar material, lo más importante es que Dios vive en el corazón de cada hombre (cfr. Jn 14,23), y también asegura su presencia cada vez que dos o tres se reúnan en su nombre (cfr. Mt 18,20). Como después enseñará san Pablo en el Areópago, «el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombre, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch 17,24-25).

Poner en primer lugar la trascendencia de Dios y la importancia de la interioridad en nuestro trato con él, no contradice, sin embargo, el hecho de que los hombres necesitemos lugares donde la cercanía del Señor hacia nosotros se manifieste de modo más patente. Y a esto se añade la realidad de que no nos salvamos individualmente, sino como Iglesia, como pueblo de Dios. No por casualidad, la palabra iglesia, en su origen griego, significa asamblea o reunión. Efectivamente, en la iglesia, grande o pequeña, nos reunimos con otros fieles cristianos y Cristo se hace presente entre nosotros, especialmente en la Eucaristía. «Mi casa será llamada casa de oración» (Mt 21,13). Hemos leído estás palabras de Jesús en el evangelio de la Misa. Nos pueden servir para considerar cómo es nuestra actitud cuando entramos en una iglesia, capilla u oratorio. ¿Nos sentimos realmente en la casa de Dios y dirigimos enseguida nuestra mirada al sagrario, donde se custodia la Eucaristía? ¿Somos capaces de instaurar un silencio interior que nos permita orar? ¿Buscamos adorarle y agradecerle su cercanía, su paciencia, haber querido mantener una familiaridad a la vez tan humana como asombrosa?

SAN FRANCISCO DE ASÍS rogaba encarecidamente a los custodios de su orden –quienes guiaban la comunidad de cada lugar– que suplicasen con toda humildad a los clérigos «que veneren sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo (…). Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que concierne al sacrificio, deben tenerlos preciosos»[4]. El cuidado de los edificios y de los objetos relacionados con el culto surge de la fe, del amor y de la gratitud hacia un Dios que se ha hecho tan cercano. Junto con la razón, también nuestros sentidos y nuestros sentimientos nos ayudan a llegar a Dios.

El fundador del Opus Dei explicaba, con un ejemplo gráfico, que el amor humano era la explicación para ofrecer al culto los objetos más hermosos al alcance de la mano: «Cuando un hombre a la mujer amada le regale, como muestra de afecto, un saco de cemento y tres barras de hierro –os tengo dicho–, haremos nosotros lo mismo con el Señor Nuestro, que está en los cielos y en nuestros Tabernáculos»[5]. También solía comentar que comprendía con facilidad cualquier clase de falta debida a la flaqueza, pero que le era más difícil entender el descuido negligente: «Pienso –decía– que a las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las iglesias estén digna y decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman»[6].

Seguramente María llenó de delicadezas y atenciones a Jesús en Belén, en Nazaret, y a lo largo de toda su vida. Hoy, día de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, podemos pedir a nuestra madre un poco de ese amor suyo.

Apartado doctrinal

¿Qué es la Iglesia? ¿Dónde está? Aturdidos y desorientados, muchos cristianos no hallan respuestas seguras a estas cuestiones. "Una serie de hechos y de dificultades parecen haberse dado cita, para ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia", son palabras actuales de san Josemaría, en su homilía 'Lealtad a la Iglesia'. Su meditación puede satisfacer esas preguntas sobre la Iglesia fundada por Cristo.


Conmueve esta insistencia de Dios, San Josemaria, empeñado en recordarnos que debemos acudir a su misericordia pase lo que pase, siempre. También ahora: en estos momentos, en los que voces confusas surcan la Iglesia; son tiempos de extravío, porque tantas almas no dan con buenos pastores, otros Cristos, que los guíen al Amor del Señor; y encuentran en cambio ladrones y salteadores que vienen para robar, matar y destruir (Ioh X, 8 y 10).

No temamos. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, habrá de ser indefectiblemente el camino y el ovil del Buen Pastor, el fundamento robusto y la vía abierta a todos los hombres.

Lelatad a la Iglesia, 18

Hechos y dificultades

Pero, ¿qué es la Iglesia? ¿dónde está la Iglesia? Muchos cristianos, aturdidos y desorientados, no reciben respuesta segura a estas preguntas, y llegan quizá a pensar que aquellas que el Magisterio ha formulado por siglos -y que los buenos Catecismos proponían con esencial precisión y sencillez- han quedado superadas y han de ser substituidas por otras nuevas. Una serie de hechos y de dificultades parecen haberse dado cita, para ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia. Unos sostienen: la Iglesia está aquí, en el afán por acomodarse a lo que llaman tiempos modernos Otros gritan: la Iglesia no es más que el ansia de solidaridad de los hombres; debemos cambiarla de acuerdo con las circunstancias actuales.

La misma Iglesia que fundó Cristo

Se equivocan. La Iglesia, hoy, es la misma que fundó Cristo, y no puede ser otra. Los Apóstoles y sus sucesores son vicarios de Dios para el régimen de la Iglesia, fundamentada en la fe y en los Sacramentos de la fe. Y así como no les es lícito establecer otra Iglesia, tampoco pueden transmitir otra Fe ni instituir otros Sacramentos.

Lealtad a la Iglesia, 19

Compuesta por criaturas con miserias

Gens sancta pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos: omnes homines terra et cinis (Ecclo XVII, 31), todos somos polvo y ceniza.

Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad. No todos responden con lealtad a su llamada. Y en la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan.

Prueba de virtud

El Divino Redentor dispuso que la comunidad, por Él fundada, fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales, para perpetuar en este mundo la obra de la Redención... Si en la Iglesia se descubre algo que arguya la debilidad de nuestra condición humana, no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino más bien a la deplorable inclinación de los individuos al mal; inclinación que su Divino Fundador permite aun en los más altos miembros del Cuerpo Místico, para que se pruebe la virtud de las ovejas y de los pastores, y para que en todos aumenten los méritos de la fe cristiana (PÍO XII, enc. Mystici Corporis 29-VI-1943).

¿Son compatibles la santidad y los defectos?

Esa es la realidad de la Iglesia ahora, aquí. Por eso, resulta compatible la santidad de la Esposa de Cristo con la existencia en su seno de personas con defectos. Cristo no excluyó a los pecadores de la sociedad por El fundada. Si, por tanto, algunos miembros están aquejados de enfermedades espirituales, no por eso debe disminuir nuestro amor a la Iglesia; al contrario, ha de aumentar nuestra compasión hacia sus miembros (PÍO XII, enc. Mystici Corporis 29-VI-1943).

Lealtad a la Iglesia, 23

Debilidad y fidelidad, los cimientos de la Iglesia

Nuestro Señor funda su Iglesia sobre la debilidad -pero también sobre la fidelidad- de unos hombres, los Apóstoles, a los que promete la asistencia constante del Espíritu Santo. Leamos otra vez el texto conocido, que es siempre nuevo y actual: a mí se me ha dado toda potestad en el Cielo y en la tierra; id, pues, e instruid a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt XXVIII, 18-20).

Lealtad a la Iglesia, 29

La predicación de Jesús se dirigía en primer lugar a Israel, como él mismo lo dijo a quienes le seguían: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Desde el comienzo de su actividad invitaba a todos a la conversión: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Pero esa llamada a la conversión personal no se concibe en un contexto individualista, sino que mira continuamente a reunir a la humanidad dispersada para constituir el Pueblo de Dios que había venido a salvar.

Una señal evidente de que Jesús tenía la intención de reunir al pueblo de la Alianza, abierto a la humanidad entera, en cumplimiento de las promesas hechas a su pueblo, es la institución de los doce apóstoles, entre los que sitúa a Pedro a la cabeza: «Los nombres de los doce apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el que le entregó» (Mt 10,1-4; cfr. Mc 3,13-16; Lc 6,12-16). El número doce hace referencia a las doce tribus de Israel y manifiesta el significado de esta iniciativa de congregar el pueblo santo de Dios, la ekkesía Theou: ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cfr. Ap 21,12-14).

Una nueva señal de esa intención de Jesús es que en la última cena les confió el poder de celebrar la Eucaristía que instituyó en aquel momento. De este modo, trasmitió a toda la Iglesia, en la persona de aquellos Doce que hacen cabeza en ella, la responsabilidad de ser signo e instrumento de la reunión comenzada por Él y que debía darse en los últimos tiempos. En efecto, su entrega en la cruz, anticipada sacramentalmente en esa cena, y actualizada cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, crea una comunidad unida en la comunión con Él mismo, llamada a ser signo e instrumento de la tarea por Él iniciada. La Iglesia nace, pues, de la donación total de Cristo por nuestra salvación, anticipada en la institución de la Eucaristía y consumada en la cruz.

Los doce apóstoles son el signo más evidente de la voluntad de Jesús sobre la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no hay contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia.

Los apóstoles eran conscientes, porque así lo habían recibido de Jesús, de que su misión habría de perpetuarse. Por eso se preocuparon de encontrar sucesores con el fin de que la misión que les había sido confiada continuase tras su muerte, como lo testimonia el libro de los Hechos de los Apóstoles. Dejaron una comunidad estructurada a través del ministerio apostólico, bajo la guía de los pastores legítimos, que la edifican y la sostienen en la comunión con Cristo y el Espíritu Santo en la que todos los hombres están llamados a experimentar la salvación ofrecida por el Padre.

En las cartas de San Pablo se concibe, por tanto, a los miembros de la Iglesia como «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús» (Ef 2,19-20).

No es posible encontrar a Jesús si se prescinde de la realidad que Él creó y en la que se comunica. Entre Jesús y su Iglesia hay una continuidad profunda, inseparable y misteriosa, en virtud de la cual Cristo se hace presente hoy en su pueblo.


Benedicto XVI, Audiencias generales de los miércoles 15, 22 y 29 de marzo de 2006.