Evangelio (Mt 9,35-38; 10,1.6-8)
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Entonces les dijo a sus discípulos: — La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies.
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio potestad para expulsar a los espíritus impuros y para curar todas las enfermedades y dolencias. Id primero a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id y predicad: «El Reino de los Cielos está al llegar». Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, expulsad los demonios. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.
Comentario
Recorriendo todas las ciudades y aldeas, Jesús se da cuenta de que hay muchos enfermos por curar y muchos oídos sedientos de escuchar el Evangelio del Reino. Nos dice Mateo que, al ver a toda la gente, el Señor se “llenó de compasión” y, con entrañas de misericordia, expresa el deseo de compartir este sentimiento con otros corazones. “Rogad al señor que envíe obreros a su mies”, personas que puedan ayudarle a cargar con el peso de las almas.
Cuando leemos estas palabras tal vez pensemos, en primer lugar, en la necesidad de que haya vocaciones a una entrega total en el sacerdocio, el celibato o a la vida consagrada; mientras nosotros colaboraremos como podamos.
Es verdad que, llamando a los Doce, Jesús transmite una potestad especial para algunas tareas determinadas y necesarias para la vida de la Iglesia, como la celebración de los sacramentos.
Pero es a todos los bautizados a quienes el Señor nos pide que participemos en la misión de llevar el Evangelio con nuestra vida hasta los confines de la tierra. “Si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que también a nosotros el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios”. (San Josemaría, Amigos de Dios n.262)
Podemos pedir a Dios que nos conceda una mirada sobre el mundo y sobre las personas a la medida de sus ojos misericordiosos. Así, nos llenaremos de una santa compasión hacia aquellos que están “maltratados y abatidos” y podremos acercarles el amor de Dios por ellos.
PARA TU ORACION PERSONAL
El cristiano está invitado a convertirse en alguien «contemplativo en medio del mundo». ¿Utópico? No, siempre y cuando se sigan los cinco pasos para santificar la vida ordinaria que propone el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer.
1. Amar la realidad de nuestras circunstancias presentes
“¿Quieres de verdad ser santo?”, preguntaba san Josemaría. “Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces”. Más tarde, desarrollaría esta perspectiva realista y concreta de la santidad en medio del mundo en la homilía Amar al mundo apasionadamente: “Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!…—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor”.
Este “santo de lo ordinario” nos invita a sumergirnos de verdad en la aventura de lo cotidiano: “No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca”.
2. Descubrir ese “algo divino” oculto tras los detalles
“Dios está cerca”, afirmaba Benedicto XVI. Este es también el camino en el que san Josemaría acompañaba dulcemente a sus interlocutores: “Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado”.
¿Cómo encontrarlo, cómo establecer una relación con Él? “Sabedlo bien: hay algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que os toca a cada uno de vosotros descubrir”.
En el fondo, se trata de transformar todas las circunstancias de la vida corriente, agradables o menos agradables, en fuente de diálogo con Dios. Y por tanto de contemplación: “Pero esa tarea vulgar —igual que la que realizan tus compañeros de oficio— ha de ser para ti una continua oración, con las mismas palabras entrañables, pero cada día con música distinta. Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica”.
3. Buscar la unidad de vida
Para san Josemaría, la aspiración a una vida de oración auténtica está íntimamente ligada a una búsqueda de mejoría personal, a través de la adquisición de virtudes humanas “engarzadas en la vida de la gracia”. Paciencia ante el adolescente rebelde, sentido de amistad y capacidad de fascinación en las relaciones con los demás, serenidad ante un fracaso doloroso…
Aquí está, según san Josemaría, la “materia prima” del diálogo con Dios, el campo de ejercicio de la santificación. Se trata de “materializar la vida espiritual” para evitar la tentación de “llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas”.
Un diálogo que aparece en Camino ilustra bien esta invitación: “Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? —Y copio de una carta: ‘Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. Tiene una significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella’”.
4. Ver a Cristo en los demás
Nuestra vida cotidiana es esencialmente una vida de relaciones, familiares, amistosas, profesionales… Fuentes de alegría al igual que de tensiones inevitables. Según san Josemaría, el secreto es saber “reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. (…) Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad”.
Las relaciones cotidianas adquieren, desde ese momento, también, un relieve insospechado. “—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él”.
Y de ese diálogo íntimo y continuo con Cristo deriva también de forma natural las ganas de hablar a los demás de Él: “El apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás”.
5. Hacerlo todo por amor
“Todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece”. Esta es sin duda la última palabra de la espiritualidad de san Josemaría. No se trata de intentar hacer grandes acciones o esperar circunstancias extraordinarias para comportarse de forma heroica. La cuestión es, más bien, esforzarse humildemente en el pequeño deber de cada momento poniendo todo el amor y toda la perfección humana de los que seamos capaces.
A san Josemaría le gustaba especialmente servirse de la imagen del pequeño burro de noria cuya vida, en apariencia insípida y monótona, resulta de una extraordinaria fecundidad: “¡Bendita perseverancia la del borrico de noria! —Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. —Un día y otro: todos iguales. Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín. Lleva este pensamiento a tu vida interior”.