El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la región de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdote Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la región del Jordán predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados, tal como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:
“Voz del que clama en el desierto:
«Preparad el camino del Señor,
haced rectas sus sendas.
Todo valle será rellenado,
y todo monte y colina allanados;
los caminos torcidos serán rectos,
y los caminos escarpados serán llanos.
Y todo hombre verá la salvación de Dios»”.
Comentario
El interés de san Lucas por ofrecer datos tan exactos sobre el nacimiento de Jesús nos lleva fácilmente a una conclusión: estamos delante de un acontecimiento histórico. El Verbo se encarnó en un momento concreto, en un lugar concreto, en unas circunstancias concretas. Nada de esto es indiferente, porque aquí nos jugamos todo. De lo que está escrito en el Evangelio depende toda nuestra vida. De que Dios haya querido participar de la historia de la humanidad depende, por lo tanto, la configuración de nuestra existencia personal.
Además, en el caso de Cristo, se da una particularidad: Él es la realización de todos los anhelos humanos. Él es deseado de todas las naciones[1], como lo llama el profeta Ageo. De otro modo, no se entendería que a lo largo de tantas épocas encontremos vaticinios y profecías que nos hablen de la venida del Mesías, y que todos y cada uno hallen su realización en la Persona de Jesús.
Podríamos ir todavía más allá, porque la venida de Jesús requirió de un Precursor, Juan Bautista, pero también la venida del Precursor fue anunciada por Isaías. La plenitud de los tiempos[2], ese momento histórico en que Cristo puso su morada entre los hombres[3], era un momento tan crucial, que Dios decidió prepararlo con supremo cuidado: no solo enviando a un hombre para anunciarlo, sino también anunciando que vendría el anunciante. Como para que nadie tenga dudas ni diga que no le avisaron.
El papel de Juan Bautista es decisivo en este tiempo de Adviento, porque le pone rostro y nombre a la delicadeza con la que Dios nos propone su plan: porque nosotros estamos destinados a compartir la vida de Cristo, y por tanto el Señor también ha ido disponiendo y preparando las cosas para la realización de nuestro encuentro personal con Él. Es sorprendente, y la preparación para la Navidad apunta a eso: a que redescubramos con capacidad de asombro renovada que el deseado de todos los siglos está deseando habitar en nuestros corazones.
El anhelado nos anhela. Seguramente esa convicción movía el corazón del Bautista, y por eso desempeñó su tarea profética con tanto ardor: porque descubrir eso y abrirse a ese anuncio es el inicio de la salvación. Por eso, este tiempo de Adviento es muy propicio para tratar con frecuencia en nuestra oración a san Juan Bautista, y pedirle que nos consiga de Dios sus mismos deseos de preparar el alma para la llegada del Señor.
Pero para eso, deberemos acoger su mensaje de penitencia: es bueno no olvidar que estamos en un tiempo de conversión, que no implica hacer grandes cosas, sino quizás ofrecer con más cariño y alegría al Señor lo propio de nuestro día a día, como Juan ofrecería las incomodidades del desierto y José y María ofrecerían las molestias y contrariedades del camino hacia Belén.
PARA TU ORACION PERSONAL
«LA CONMEMORACIÓN ANUAL del nacimiento del Mesías en Belén renueva en el corazón de los creyentes la certeza de que Dios cumple sus promesas. Por tanto, el Adviento es un fuerte anuncio de esperanza»1. Y al considerar la esperanza, podemos caer en el error de pensar que se trata de algo orientado exclusivamente hacia el futuro; parecería que, de frente a una adversidad de cualquier tipo, recurrir a esta virtud consistiría en rechazar el pasado, cerrar los ojos al presente y soñar con un futuro mejor.
Sin embargo, no es casualidad que este tiempo litúrgico de esperanza se sitúe entre la memoria de la primera venida de Jesucristo en Belén y la expectativa de su retorno glorioso al final de los tiempos. Es decir, el Adviento nos recuerda, al mismo tiempo, el pasado y el futuro. «Nuestra esperanza no carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret»2.
San Lucas, en el Evangelio de la Misa de hoy, es muy preciso al dejar constancia del momento histórico en el que predicó san Juan Bautista, precursor de Cristo: «El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la región de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdote Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías» (Lc 3,1-2). Un Niño, nacido en un pesebre, en un momento determinado, es quien nos salva del mal. Dios no se ha quedado como un ser lejano, difícil de conocer, que entiende poco de nuestros problemas y con quien nos es imposible relacionarnos. El creador ha entrado en nuestra historia: esta es la raíz de nuestra esperanza.
«DOY GRACIAS a mi Dios (...) –dice san Pablo en la segunda lectura– convencido de que quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). Puede suceder que no siempre percibamos esa «buena obra» que Dios ha iniciado en nuestras vidas, ya sea simplemente porque estamos distraídos, o por la experiencia de las propias flaquezas. Pero esto no hace que el Señor deje de actuar en nuestras almas; al contrario, Dios siente predilección por todo «corazón contrito y humillado» (Sal 51,17) porque, como escribe también san Pablo, donde «se multiplicó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). San Josemaría veía con optimismo la experiencia de las propias debilidades: pensaba que, mientras más evidentes son, más profundos podrán ser los cimientos de nuestra vida espiritual3.
Por eso, la virtud de la esperanza se nutre de dos actitudes que podrían parecer antagónicas. Por un lado, toma fuerza del agradecimiento hacia todo lo que el Señor ha querido regalarnos. «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 125,3), cantamos, llenos de gozo, con el salmista. Una esperanza afianzada en el gran amor que Dios nos tiene, en la obra que hace con nosotros, puede sostenernos en tiempos difíciles. Sin embargo, nuestra esperanza también se fortalece cuando contemplamos nuestra propia biografía con una mirada reconciliadora: «Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones»4. Dios nunca nos pide cosas imposibles; solo quiere que le dejemos entrar hasta lo más profundo de nuestra alma, también de nuestro pasado. Entonces, podrá dirigir nuestros pasos futuros hacia el encuentro con Cristo que viene.
LA ICONOGRAFÍA ANTIGUA representaba la esperanza como un ancla. De ahí que, en muchas embarcaciones, el ancla más pesada y más importante reciba el nombre de esta virtud teologal. Esperar en Dios nos sostiene en los momentos de tormenta. Pero la imagen del ancla no debería hacernos pensar en un inmovilismo vital, como si la solución para nuestros problemas consistiera en quedarnos paralizados. Jesucristo viene a renovar todas las cosas (cfr. Ap 25,1), por lo que anclarse en él es estar dispuesto a zarpar hacia océanos inimaginados.
«Jerusalén, despójate del vestido de luto y aflicción que llevas y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede» (Ba 5,1). La esperanza conjuga una aceptación realista de nuestra vulnerabilidad, con la apertura hacia los dones que Dios nos regala cada día. Sin negar nuestra personalidad ni nuestro pasado, queremos revestirnos poco a poco de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13,14). Así, la llegada de Jesús en la Navidad no será un evento meramente exterior, sino que alcanzaremos una mayor intimidad con ese Dios que ha querido hacerse Niño para caber en nuestros corazones.
San Josemaría consideraba a la esperanza como un «suave don de Dios (...) que colma nuestras almas de alegría»5. Anclar nuestra vida en el pasado de nuestra salvación, y en el futuro de la segunda venida de Jesús, dota al presente de una divina suavidad; cada momento de nuestra vida se transforma en un encuentro con Jesús que vino y que vendrá. María, esperanza nuestra, supo abrir su propia historia al futuro de Dios y por eso fue tan feliz en cada momento de su paso por la tierra.