Evangelio (Mc 3, 22-30)
En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.
Comentario
En el Evangelio de hoy meditamos sobre nuestra propia actitud de corazón. Los escribas han visto los grandes milagros de Jesús y han escuchado sus enseñanzas. Aun así, le acusan de hacer esos prodigios por el poder de Satanás. Su actitud es ponerse por encima del Señor. No sabemos el motivo de su rechazo, pero podemos intuirlo: el mensaje de Jesús no es el que esperan, prefieren seguir amarrados a su propia doctrina, intenciones o planes. Y eso les lleva a rechazar a Dios.
Tú y yo, en ocasiones, también podemos actuar como los escribas. Quizá no con un rechazo frontal, pero si negando sus enseñanzas en nuestro interior. Puede ocurrirnos que pensemos que una enseñanza de la Iglesia es muy dura y prefiramos seguir amarrados a nuestras propias opiniones, o que no queramos hacer algo que Dios nos pide y prefiramos aferrarnos a una solución que nos es más agradable, pero que no es la que Dios quiere.
El camino del cristiano es de seguimiento de Cristo. En ocasiones el camino es arduo, pero en él está la felicidad. Hacer lo que Dios quiere de mí, unirme a Su voluntad y aceptarla, aunque cueste, este es el camino del amor.
Estamos en el octavario para la unidad de los cristianos. Para lograr la unidad de los cristianos, es preciso primero que nosotros estemos muy unidos a la raíz, a Jesús. Y el medio para conseguirlo es a través de la oración, momento en que conocemos la voluntad de Dios para mí.
Por eso, una actitud que debemos fomentar frecuentemente es la de perdonarnos a nosotros mismos, por nuestros pecados personales. El que no reconoce que ha pecado, no se perdona a sí mismo y sigue amarrado a sus propias convicciones, que no son las de Dios. El papa Francisco, en una audiencia del 27 de agosto de 2014 dijo: “Dios, sin embargo, quiere que crezcamos en nuestra capacidad de acogernos, de perdonarnos, de querernos, para parecernos cada vez más a Él que es comunión y amor”.
No podemos salvarnos por nosotros mismos, necesitamos la gracia de Dios. Si rechazamos la ayuda de Dios, el amor infinito que Dios nos tiene, no podremos alcanzar la santidad. Porque la salvación no es un premio merecido a la lucha de una vida, es más bien un don inmerecido que Dios da a aquellos que buscan amarle. Si uno rechaza la ayuda del Espíritu Santo, rechaza este don de Dios que es su propia salvación.
San Josemaría repetía con frecuencia una jaculatoria “Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam”, para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo Espíritu. Busquemos estar siempre muy unidos a Dios a través de la oración. Un camino para conseguir esta unidad es ser siempre muy fieles y rezar diariamente por el Papa y por la Iglesia.
PARA TU ORACION PERSONAL
El pecado contra el Espíritu Santo.
La lucha es respuesta al amor.
La santidad es siempre recomenzar.
«EN VERDAD os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Son palabras fuertes de Jesús, que siempre impresionan. Algunos escribas lo habían acusado de obrar por el poder de Satanás. Y el Señor, tras hacer ver lo absurdo de esa calumnia, pronuncia aquellas palabras: unas palabras «impresionantes y desconcertantes» sobre el «no-perdón»1 que merecerá quien peque contra el Espíritu Santo.
Para santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo no se puede perdonar porque «excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados»2; no es Dios quien se niega a perdonar, sino que el hombre da la espalda a su poder misericordioso. Este pecado consiste en «el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz»3. Dios, como buen Padre, no se cansa de ofrecer su salvación. Y el Espíritu Santo siempre busca limpiarnos la mirada sobre nuestras faltas, para llevarnos a la penitencia y distribuir los frutos de la Redención. Pero el hombre puede cerrarse a esa oferta, puede negarse a la conversión, puede hacer su conciencia impermeable y reivindicar un pretendido derecho a perseverar en el mal. Es lo que la Sagrada Escritura suele llamar “dureza de corazón” (cf. Sal 81,13; Jer 7,24; Mc 3,5).
Podemos pedir al Señor un corazón sensible ante el bien y el mal, con el convencimiento de que el pecado está presente en nuestra vida. El Espíritu Santo, si somos dóciles a los toques de su gracia, nos ayudará a reconocernos siempre necesitados del perdón de Dios, a asombrarnos de su poder, suscitando en nosotros una continua conversión.
«SE OPONDRÁN a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante»4.
Siempre tendremos cierta inclinación al mal, fruto del pecado. Su aspecto y el relieve posiblemente irá mutando con el tiempo, pero siempre estará ahí, poniendo a prueba nuestra salud espiritual. Por eso, necesitamos estar vigilantes, fomentando el espíritu de examen y dispuestos a luchar animosamente para ser buenos hijos de nuestro Padre Dios. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante»5. Así hablaba san Josemaría el primer día del año 1972, como señalando las coordenadas en que se desenvolvería su vida interior durante ese año: luchar, porque es lo que nos corresponde en la tierra hasta el final, hasta nuestro premio y descanso en el cielo. Pero luchar siempre por amor: «Lucha es sinónimo de Amor»6. La lucha es una afirmación alegre que se desarrolla en un clima optimista, confiado y sereno, sin sombra de crispación o tristeza. La lucha, enfocada como hijos de Dios, trae siempre paz, ya que no es otra cosa que la respuesta libre del hombre a un Dios que lo quiere con locura.
SI EL PECADO contra el Espíritu Santo consiste en una cerrazón radical del alma a la acción salvadora de Dios, la santidad, al contrario, es una «permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás»7. Cuando entendemos que la santidad es una «relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando»8, entonces podremos buscarla realmente en nuestra vida cotidiana: en el trabajo, en la familia, en las relaciones de amistad, etc.
El clima de nuestra santidad es el de la misericordia de Dios. Queremos ser buenos hijos y comportarnos como tales. La perfección que nos interesa no es la de quien pretende imaginariamente lograr hacer todo bien y no tener defectos, sino la de quien desea vivir más metido en la lógica del amor de Dios. «La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva»9.
Nuestra Madre nos guía en este camino. Ella «es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María…»10.