Evangelio (Lc 1, 1-4; Lc 4, 14-21)
Ya que muchos han intentado poner en orden la narración de las cosas que se han cumplido entre nosotros, conforme nos las transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra, me pareció también a mí, después de haberme informado con exactitud de todo desde los comienzos, escribírtelo de forma ordenada, distinguido Teófilo, para que conozcas la indudable certeza de las enseñanzas que has recibido (…).
Entonces, por impulso del Espíritu, volvió Jesús a Galilea y se extendió su fama por toda la región. Y enseñaba en sus sinagogas y era honrado por todos. Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado y se levantó para leer. Entonces le entregaron el libro del profeta Isaías y, abriendo el libro, encontró el lugar donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
por lo cual me ha ungido
para evangelizar a los pobres,
me ha enviado para anunciar la redención
a los cautivos
y devolver la vista a los ciegos,
para poner en libertad a los oprimidos
y para promulgar el año de gracia del Señor.
Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Y comenzó a decirles:
— Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Comentario
La liturgia de este domingo nos presenta juntos dos pasajes del Evangelio de san Lucas. El primero es el prólogo, que va dirigido a un personaje llamado Teófilo, nombre que en griego significa “amigo de Dios”. Lucas se propone escribir una narración documentada y bien ordenada de la vida de Cristo desde sus orígenes, explicando también el significado salvífico de las cosas que se “han cumplido entre nosotros” (v. 1).
Este evangelio se dirige, pues, a todo aquel que quiere ser, verdaderamente, “amigo de Dios”. Entrando en sus páginas “como un personaje más”, como San Josemaría invitaba a hacerlo, irá encontrándose con la figura amable de Jesús, e irá descubriendo que las Escrituras se cumplieron en Él, pero también hoy día se siguen cumpliendo “entre nosotros”: En ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida (Forja, 754).
En el segundo pasaje, acompañamos a Jesús en la sinagoga de Nazaret, la ciudad en la que se había criado, donde acude siguiendo su costumbre de cada sábado para rezar y escuchar la Palabra de Dios. Habría aprendido a hacerlo con naturalidad, acompañando desde niño a José y a María, en familia.
El relato de Lucas nos introduce en aquel acto sinagogal. Después de algunas oraciones se lee una sección del Pentateuco o Torah, la Ley de Dios, y un texto profético que ilustra el sentido de lo que enseña la Ley. El que preside invita a alguno de los presentes a leer, o alguien con la debida preparación se alza voluntariamente para hacer la lectura, y explicar luego el sentido de la Palabra de Dios. En esta ocasión, Jesús se levanta y, en el rollo del profeta Isaías que le ofrecen, encuentra un texto donde el profeta habla de un ungido del Señor que lleva la buena noticia de la salvación y el anuncio de que Dios librará al pueblo de sus aflicciones. Son palabras de consuelo, dirigidas a las gente de Judá que se afanan en tareas de reconstrucción tras muchas décadas de ruina y decaimiento, consecuencia de la conquista de su territorio por las tropas babilónicas a comienzos del siglo VI a.C. Los que, al fin, regresan del destierro se ven incapaces de sanar tantas heridas materiales y morales, pero Dios cumplirá sus esperanzas de salvación. Ahora bien, lo que Jesús acaba de leer en la sinagoga no es un simple recuerdo de un anuncio esperanzador que Dios hizo realidad en el pasado, es noticia de lo que está sucediendo de verdad en medio de ellos, y así lo hace notar: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (v. 21). Jesús es el redentor anunciado.
Ese “hoy” del que habla Jesús en el evangelio no es solo un instante sucedido hace más de veinte siglos. Jesús también nos habla a cada uno “hoy”, en pleno siglo XXI, porque también ahora el “ungido del Señor” (el “mesías”, que es la palabra hebrea que se traduce por “ungido”), Jesucristo, está vivo y se dirige a cada uno de nosotros para sanar nuestras dolencias, debilidades y pecados. Hoy puede ser para mí y para cada uno de nosotros un día de salvación. No dejemos para mañana la decisión que el Señor espera de nosotros “hoy”: una conversión, perdonar y acoger el perdón, recomenzar con la ayuda de la gracia, entrega plena,… El viejo adagio pagano del “carpe diem” también tiene algo que decirnos: aprovecha el hoy en el que Dios sale a tu encuentro para sanarte y hacerte feliz.
Hoy, Dios cuenta con nuestra respuesta positiva para seguir haciendo realidad la salvación conseguida por Jesús para toda la humanidad, para nosotros y para llevarla a todo el mundo. “Esta es también nuestra misión: ser ungidos por el Espíritu e ir hacia los hermanos para anunciar la Palabra, siendo para ellos un instrumento de salvación” (Francisco, Mensaje para la 54 Jornada mundial de oración por las vocaciones).
PARA TU RATO DE ORACION
Dios está cerca en la Sagrada Escritura.
Jesús es la Palabra hecha carne.
Abrir nuestra alma a la vida de Jesús.
EL DOMINGO DE la Palabra de Dios, que celebramos hoy, fue instituido para que crezca en nosotros «la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura»1. Por eso la Iglesia nos sugiere «que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios»2.
El origen de esta acción lo vemos en un pasaje del libro de Nehemías. El pueblo de Israel acaba de regresar a la tierra prometida, después de largos años de exilio en Babilonia. Una vez en Jerusalén, el sacerdote y escriba Esdras reúne a la asamblea, hombres y mujeres, a todos los que eran capaces de entender, y comienza a leer el libro de la ley sobre una tribuna de madera construida para la ocasión. La lectura se prolonga desde el despuntar del alba hasta el mediodía. Es conmovedora la actitud de escucha y veneración a las Escrituras de los presentes. «Esdras, el escriba, abrió el libro a la vista de todo el pueblo, pues sobresalía por encima de todos, y cuando lo abrió todo el pueblo se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, el gran Dios, y todo el pueblo respondió: “¡Amén, amén!”, alzando sus manos. Después se inclinaron y se postraron ante el Señor rostro en tierra» (Neh 8,5-6). Con la lectura y la explicación de los textos, el pueblo pudo encontrar en aquellas palabras el significado más profundo de los acontecimientos que habían vivido. Muchos reaccionaron con emoción, hasta las lágrimas.
El pueblo elegido experimentó muchas veces la cercanía de Dios durante su historia de salvación. Se trata de un Dios que, a través de las Escrituras, revela a los hombres la verdad más profunda de su condición de criaturas amadas, así como la manera de relacionarse con su creador y ser felices durante su tránsito por la tierra. Considerando esa bondad y cercanía de Dios, el salmista dice agradecido: «Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón. Los mandamientos del Señor son puros, dan luz a los ojos» (Sal 19,8).
JESÚS REGRESA a Nazaret, «donde se había criado» (Lc 4,14). Allí, como acostumbraba hacer, acudió el sábado a la sinagoga. En ese día de descanso y oración, los judíos se reunían para escuchar la Sagrada Escritura y recibir las enseñanzas de los maestros. Después de varias oraciones, quien presidía invitaba a alguno de los presentes, que estuviera bien preparado, a leer y comentar las Escrituras. A veces, alguien se ofrecía voluntariamente para hacerlo.
Así pudo ocurrir en el caso de Jesús, que se levantó, tomó el rollo que contenía el texto y lo extendió para leer estas palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Acabada la lectura, mientras Jesús enrollaba nuevamente el manuscrito, «todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lc 4,20). Sin duda fue un momento intenso. Había mucha expectación. Sus paisanos, que lo conocían desde pequeño, tenían muchas ganas de comprobar si era cierto todo aquello que se contaba de milagros y curaciones, de enseñanzas sabias dichas con autoridad. Esperaban, aunque quizá con cierto escepticismo, oír algo extraordinario. Pero las palabras que pronunció Jesús para comentar el pasaje del profeta fueron mucho más allá de cualquiera de sus previsiones: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
La Escritura se ha cumplido. Lo que dice ya no son solo promesas, sino que se ha hecho realidad. La Palabra se ha encarnado en Cristo. Quienes le escuchan –y nosotros con ellos– son esos cautivos, ciegos y oprimidos, que ahora pueden recibir la gracia del Señor. Dios, que ya se había hecho cercano en la Sagrada Escritura, ahora se ha acercado a nosotros de un modo inesperado e inaudito: asumiendo nuestra condición humana. La palabra de Dios adquiere un nuevo sentido. Descubrimos que, en realidad, toda ella habla de Cristo. «Hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla»3.
«COMO CRISTIANOS somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre (…). Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros»4.
No siempre logramos escuchar a Dios. Vivimos en un mundo donde hay muchas palabras, ruidos, distracciones. Quizás a veces nos sentimos un tanto abrumados. Esto no nos facilita algo aparentemente tan sencillo como la escucha, la atención reflexiva, la acogida de las palabras que realmente cuentan. Posiblemente es un aspecto que podemos fomentar: pedir al Señor más deseos de escucharle cuando se proclama su Palabra durante la santa Misa, cuando leemos por nuestra cuenta la Biblia, cuando hacemos un rato de oración meditando los textos sagrados.
«Cuando se ama a una persona –enseñaba san Josemaría– se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo (...). Hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»5. En este camino de escucha de la Sagrada Escritura, nos acompaña la Virgen, que fue llamada bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). Pidamos a María que, como ella, sepamos acoger y custodiar en nuestro corazón lo que el Señor quiere transmitirnos con su Palabra.