Evangelio (Mc 3,20-21)
Entonces llegó a casa; y se volvió a juntar la muchedumbre, de manera que no podían ni siquiera comer. Se enteraron sus parientes y fueron a llevárselo porque decían que había perdido el juicio.
Comentario
La sobria pero cuidada narración de Marcos dice mucho con pocas palabras: Jesús llega a casa, pero ni en ella puede descansar. La muchedumbre tiene necesidad de oírle y de pedirle sanación cuanto antes, como si fuera a desaparecer pronto de sus vidas. ¡Qué fuerza de atracción tenía la mera presencia de Jesús! ¡Cómo debía ser su palabra! ¡Qué transformación interior debían experimentar los que le escuchaban con el corazón abierto! Es la fuerza arrolladora de la santidad, de la vida divina, esa misma de la que el Señor nos quiere hacer partícipes a todos.
El cuerpo humano no puede resistir mucho sin alimento. El texto bíblico nos dice que Jesús no tenía fácil ni satisfacer una necesidad tan perentoria. Pero él no tenía problema en acudir antes a otro tipo de alimento. Qué bien encajan aquí estas palabras suyas: “Jesús les dijo: —Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros que faltan cuatro meses para la siega? Pues yo os digo: levantad los ojos y mirad los campos que están dorados para la siega; el segador recibe ya su jornal y recoge el fruto para la vida eterna, para que se gocen juntos el que siembra y el que siega” (Jn 4,34-36).
No podemos saber cómo experimentaba Jesús el paso del tiempo. Pero sabemos de su ardor: “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?” (Lc 12,49). Esto a algunos se les hacía incomprensible. Entre ellos, a algunos de sus parientes. Es duro que entre las personas que no comprenden ese fuego de amor que bulle en nuestro corazón se encuentren algunos de nuestros parientes. Pero, del mismo modo que nos imaginamos a Jesús siempre acogedor y cercano con ellos, nosotros vivimos nuestra fe con la convicción de que como más podemos ayudarlos es estando cada día un poco más cerca del Señor, haciéndoles así partícipes, con nuestro amor y nuestra oración, de los dones que Jesús nos ofrece y a los que intentamos corresponder con humildad y agradecimiento.
PARA TU ORACION PERSONAL
Jesús está siempre a nuestra disposición.
Él es fuente de novedad.
La Eucaristía alimenta nuestra sed de almas.
TANTA GENTE se agolpaba en torno a Jesús y sus discípulos que, en no pocas ocasiones, «no los dejaban ni comer» (Mc 3,20). El Señor pasa horas y horas escuchando a personas, todas muy distintas. Para uno tiene palabras de perdón y de aliento; para otra, un gesto de ternura; para algunos, ese encuentro supone el final de una enfermedad o el principio de una nueva vida. Todo el que se acerca a Jesús se siente escuchado, atendido, querido, aunque sean encuentros de unos pocos segundos. Nosotros también estamos dentro de una de esas muchedumbres, esperando el momento de ver al Maestro cara a cara. ¿Qué le voy a pedir? ¿Qué me gustaría contarle? ¿Qué me preocupa? ¿Qué necesito sanar en mi alma? ¿A quiénes llevo hoy en el corazón de modo especial? Los ratos de oración son tan reales como esos encuentros que nos relata el Evangelio. El Señor nos espera con la misma atención.
Una humanidad necesitada consume las energías del Maestro y de sus discípulos. El amor por la muchedumbre puede más que el cansancio, más que el hambre, más que cualquier problema personal. Jesucristo se identifica de tal modo con su misión salvadora, que todo en él está supeditado a ella. Por estar un rato con nosotros, Jesús está dispuesto a quedarse sin comer o a permanecer en un sagrario sin que importe el tiempo. «Al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo –confesaba san Josemaría–, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado»1.
NO TODO EL MUNDO participa del entusiasmo de aquella muchedumbre por Jesús. Algunos de sus paisanos y familiares, que le conocen desde que era un niño, no aceptan que haya alcanzado esa notoriedad. Conocen al hijo del carpintero desde siempre, piensan que ya saben lo que se puede esperar de él y, por eso, lo que está ocurriendo no entra dentro de sus expectativas. Quizá nosotros también hemos conocido a Jesús desde nuestra más tierna infancia. Y quizá, como sus paisanos, creemos también que ya sabemos lo que podemos esperar de él. Este puede ser un obstáculo para abrirnos a sus dones. Envejecer espiritualmente significa, precisamente, no esperar ya nada nuevo, ni siquiera de quien es la fuente de toda novedad. La presencia de Jesús rejuvenece el espíritu, hace siempre más audaz a la fe, más segura a la esperanza, más ardiente a la caridad.
«La Palabra de Dios en el libro del Apocalipsis dice así: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap. 21,5). La esperanza cristiana se basa en la fe en Dios que siempre crea novedad en la vida del hombre, crea novedad en el cosmos. Nuestro Dios es el Dios que crea novedad, porque es el Dios de las sorpresas»2. San Josemaría, cada vez que se acercaba al altar para celebrar la santa Misa, saboreaba interiormente el salmo 43, dirigiéndose a Dios como el Dios que alegra nuestra juventud. Si descubrimos síntomas de envejecimiento espiritual, podemos acudir al Banquete Eucarístico para renovarnos, para que Dios alegre nuestra vida con una fe siempre joven; entonces crecerá nuestra convicción de que para él no hay nada imposible (cfr. Lc 1, 37) y que su mano no se ha acortado (cfr. Is, 59, 1).
ES TARDE y todavía no han comido. Sin embargo, Jesús había hablado a sus discípulos de un alimento que ellos no conocían: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado (Cfr. Jn 4,34). La muchedumbre que, por un lado, les deja sin comer, por otro lado les permite ver que la voluntad del Padre es salvar a todos. Y esa voluntad del Padre acabará siendo su alimento preferido.
«Al ver a las multitudes, se llenó de compasión por ellas» (Mt, 9, 36). Hacer la voluntad del Padre produce todavía más hambre de hacer la voluntad del Padre. El alimento material sacia cuando se come; el alimento espiritual, cuanto más se prueba, más hambre da. Después de una jornada haciendo el bien a tantas personas, los discípulos están exhaustos y hambrientos, pero también con más hambre de almas. Es lo que ocurre a quien sigue a Jesús: que ya no puede vivir de espaldas a la muchedumbre y se llena de ansias de hacerla feliz.
Al final del día, se habrán sentado por fin a comer algo. Habían comido juntos muchas veces, pero llegará un día, casi al final de su paso por esta tierra, en la Última Cena, en que Cristo les dará a comer su misma hambre. En la Eucaristía comemos y nos llenamos de la misma hambre de Cristo, de sus mismos deseos salvadores, de su misma sed de almas. Le podemos pedir ayuda a nuestra Madre para participar cada vez con más amor en ese Banquete; así, junto a ella, nuestro corazón se compadecerá con el sufrimiento de la muchedumbre y se llenará de ansias de hacerla feliz.