Evangelio (Lc 2, 21-24)
“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor <<todo varón primogénito será consagrado al Señor>> y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor <<un par de tórtolas o dos pichones>>”
Comentario
Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús. La celebración de esta fiesta se remonta al siglo XIV, cuando San Bernardino de Siena, misionero franciscano, comenzó a divulgar el culto al nombre de Jesús. Lo hacía enseñando una tablilla en la que mostraba la Eucaristía con rayos saliendo de ella y con el monograma “IHS” que significa “Iesus Hominum Salvator”, es decir, “Jesús Salvador de los hombres”.
El Evangelio de hoy nos muestra que, según la ley de Moisés (Ex 13, 11-16), ocho días después del nacimiento del hijo primogénito, los padres debían ir al Templo para circuncidarlo. Y transcurridos cuarenta días del nacimiento, volvían al templo para presentarlo y para la purificación de la madre.
Es sorprendente considerar como Jesús, nuestro redentor, es quien parece ser redimido en este Evangelio. Y como María, que es toda pura, se presenta en el Templo para ser purificada. Este Evangelio nos habla de la humildad de Dios y de la Santísima Virgen.
Esta es una de las enseñanzas que podemos sacar del Evangelio, Jesús y María cumplen lo que Dios quiere, pero ellos, no lo necesitan, y aun así lo hacen con gusto. Cuántas veces, a ti y a mí, nos cuesta cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida. Muchas veces podemos rebelarnos ante las dificultades del día a día, ante los imprevistos de cada jornada. Tantas veces le decimos no a Dios. Y ponemos nuestra voluntad por delante de la voluntad de Dios. Jesús y María nos enseñan cuál es la verdadera humildad: cumplir la voluntad de Dios con alegría. San Josemaría decía que “la oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo” (Surco, 259) Esto es lo que nos enseña la Sagrada Familia, vale la pena cumplir la voluntad de Dios, porque ese es el camino de nuestra felicidad.
El Evangelio también nos muestra el gran valor que tienen los sacrificios a los ojos de Dios. El historiador judío Flavio Josefo escribió como, solamente en la Pascua del año 70 d.C, los sacerdotes del Templo ofrecieron 256.500 corderos en el altar. Los sacrificios y ofrendas en el Antiguo Testamento no fueron concebidas para salvar, sino para enseñar (cf. Ga 3,24). Al dar a Dios estos sacrificios, cada persona del pueblo de Israel aprendía a ofrecerse a sí misma libremente a Dios y a deleitarse en su voluntad. Este es el verdadero sentido del sacrificio, ponernos a disposición de los planes de Dios. Los cristianos tenemos la inmensa dicha de que además podemos participar del sacrificio de Cristo en la Santa Misa. Este sacrificio sí que es salvador.
Sacrificio proviene del latín “sacrum” “facere”, es decir, “hacer sagradas las cosas”, o también honrarlas o entregarlas. José y María, ofrecen un par de tórtolas y dos pichones. Ofrecen un sacrificio a Dios, le honran, se entregan a Él, sabiendo que de Él nos viene la salvación. Tal y como dice el Papa Francisco “La salvación está en el nombre de Jesús. Debemos dar testimonio de esto: Él es el único salvador”.
Jesús es nuestro salvador, esto es lo que celebramos en esta fiesta del Santísimo Nombre de Jesús. Eso implica que nos sepamos mirados amorosamente por Dios a todas horas. Es una mirada mutua. Cuando miramos al niño en el portal de Belén, en ese mismo momento, Dios nos está mirando amorosamente a nosotros. Acudamos a María para que sepamos honrar el nombre de Jesús en cada momento de nuestro día.
PARA TU ORACION PERSONAL
LA IMPOSICIÓN del nombre tenía mucha importancia en las culturas semitas ya que subrayaba la misión para la que una persona era llamada. En Israel se imponía el nombre durante la circuncisión, el momento en que el niño era incorporado a la descendencia de Abrahán. Así sucedió con Jesús, a los ocho días de su nacimiento (cfr. Lc 2,21). Dios le comunica a José, por medio del ángel, el nombre que debía poner al hijo de María: «Dará a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Hoy celebramos precisamente la fiesta dedicada al Santísimo Nombre del Señor. La antífona de la Misa resume bien el sentido de la celebración, cuando nos invita a adorar con reverencia al Niño que en estos días contemplamos recostado en un pesebre: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: “Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”»[1].
A algunas personas especialmente destacadas en la historia de la salvación Dios les cambia el nombre como símbolo del cometido que les confía. Así sucedió, por ejemplo, con Abram, que pasó a ser llamado Abraham, porque sería padre de una multitud de pueblos; Jacob recibió el nombre de Israel, porque había luchado con Dios y había vencido; y a Simón, Jesucristo mismo le llamará Cefas –Pedro–, porque será la roca sobre la que se edificará la Iglesia. En el caso de Jesús, Dios mismo interviene para que el nombre del Verbo Encarnado significase exactamente la misión redentora que venía a realizar: «Yahvé salva».
San Bernardino de Siena impulsó en su época la devoción al nombre de Jesús y, como fruto de su empeño, se lo añadió a las palabras de santa Isabel que repetimos en el avemaría. «El gran fundamento de la fe es el nombre de Jesús, que hace hijos de Dios», afirmaba el santo italiano. La fe «consiste en el conocimiento y la luz de Jesucristo, que es la luz del alma, la puerta de la vida, el fundamento de la salvación eterna»[2]. De ahí que recemos en la Oración colecta de la Misa de hoy: «Oh, Dios, que cimentaste en la encarnación de tu Verbo la salvación del género humano, concede a tu pueblo la misericordia que implora, para que todos sepan que no ha de ser invocado otro nombre que el de tu Unigénito».
«TU NOMBRE es como óleo derramado» (Ct 1,3), dice el Cantar de los Cantares refiriéndose al Esposo. El nombre de Jesús es, efectivamente, como un aroma que esparce su perfume por toda la casa. Continuando con esta comparación, san Bernardo de Claraval observa que el óleo posee tres cualidades que se pueden aplicar al nombre de Jesús: así como el aceite «es luz, comida y medicina», también el dulcísimo nombre de Jesús «brilla cuando es predicado, alimenta cuando es comido, unge y mitiga los males cuando es invocado»[3].
En primer lugar, Jesús es luz que resplandece en medio de las tinieblas, brillo que deseamos que reluzca en nuestro comportamiento. Para recibir esa luz de Cristo, hemos de abrir los ojos del alma y limpiarlos con el colirio de los sacramentos. «Ut videam, ut videamus, ut videant!», nos invitaba a repetir san Josemaría: que con nuestra mirada limpia hagamos limpias las vidas de muchos otros. En segundo lugar, Jesús es también alimento del alma. Al pronunciar su nombre, nuestro corazón se llena de gozo. «El leer me fastidia, si no leo el nombre de Jesús –continúa san Bernardo–. El hablar me disgusta, si no habla de Jesús. Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón»[4].
En último lugar, su precioso nombre es medicina para nuestra debilidad. «Nada hay más propio para detener el ímpetu de la ira, abatir la hinchazón del orgullo, curar las llagas de la envidia, contener los ataques de la lujuria, apagar el fuego de la concupiscencia, calmar la sed de la avaricia y desterrar todos los apetitos desordenados»[5]. Con ocasión de esta fiesta, podemos pedir al Espíritu Santo que derrame este óleo santo en nuestros corazones, en nuestros labios y en nuestras obras. Así, nos uniremos al salmista que en la liturgia de hoy aclama: «Señor, Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra!» (Sal 8,1).
«EN VERDAD, en verdad os digo: si pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24). De esta manera alentaba el Señor a sus apóstoles en la víspera de su pasión. Fiados en la palabra misma del Señor, podemos invocar frecuentemente su santo nombre. Como decía santa Teresa: «Miremos al glorioso san Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón»[6].
San Josemaría, a su vez, nos enseñó una jaculatoria estupenda: «Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesus!»: Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús. Si la repetimos con frecuencia nos pasmaremos de sus efectos, sobre todo cuando nos sintamos tristes, preocupados o cansados. «Yo le llamo Jesús, sin miedo, a solas», nos decía. «Aquí, junto al Sagrario, no me da vergüenza invocarle por su nombre. Hijo mío, dile tú también que le amas, que le amarás siempre. ¡Cada vez más!»[7]. Es misión nuestra –misión de cristianos corrientes– difundir la fragancia de este nombre a nuestro alrededor.
«Este nombre ha de ser publicado para que brille, no debe quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido»[8], continuaba san Bernardino. El sacerdocio real –sello divino del Bautismo y la Confirmación– «nos capacita para llevar el nombre de Cristo a todos los ambientes donde trabajan y viven los hombres. Pero no me olvidéis que el apostolado, para que sea verdaderamente eficaz, ha de fundamentarse en una unión profunda, habitual, diaria, con Jesucristo Señor Nuestro»[9]. ¡Con qué acento y ternura resonaría el nombre de Jesús en labios de su Madre y de san José! Les suplicamos con confianza que nos recuerden su nombre bendito para tenerlo permanentemente en nuestro corazón.