"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de enero de 2022

PERMANECER EN MI

 



Evangelio (Jn 1,1-18)


En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.


Él estaba en el principio junto a Dios.


Todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.


En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.


Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.


Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.


Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran.


No era él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz.


El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo.


En el mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció.


Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.


Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios.


Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria,


gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


Juan da testimonio de él y clama:


“Éste era de quien yo dije: ‘El que viene después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo’”.


Pues de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia.


Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.


A Dios nadie lo ha visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer.


Comentario


En estas fiestas de Navidad estamos meditando con gozo los relatos, llenos de colorido, con que los Evangelios nos hablan del nacimiento de Jesús. Pero también se presentan a nuestra consideración textos como el de hoy, que nos invita a elevarnos por encima de los detalles anecdóticos y pintorescos, para contemplar lo que implica el misterio del Nacimiento de Jesucristo y comprender mejor su significado y las consecuencias que tiene para nuestra vida. Estamos ante un texto admirable, donde se sintetizan armónicamente los fundamentos de nuestra fe.


“En el principio existía el Verbo”: El Verbo (o la Palabra) no es una criatura, sino alguien que existía desde toda la eternidad. “Y el Verbo estaba junto a Dios (ho Theós)”: se trata, pues, de una persona distinta de aquella a la que en el texto griego se denomina ho Theós, con artículo, y que se refiere al Padre, origen de todo. Pero esa persona, distinta del Padre, también desde el principio “era Dios” (v. 1), compartía su misma naturaleza. El texto del Evangelio nos va introduciendo así en la intimidad de la Trinidad: una única naturaleza divina, en la que hay una distinción de personas. De momento, se nos habla de aquella de la que todo procede (ho Theós), y del Verbo.


A continuación, rememorando el capítulo primero del libro del Génesis, el relato de la creación del mundo en siete días, se explicita lo que allí se decía de modo sencillo, pero muy profundo. En ese relato, cada uno de los días se inicia así: “Dijo Dios… (haya luz, haya firmamento, brote la tierra hierba verde, etc.)”, y lo que Dios dice, inmediatamente se hace: “y así fue”. Es decir, Dios crea todo cuanto existe articulando su Palabra, mediante su Verbo. Por eso ahora se indica que “todo se hizo por él (por el Verbo), y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (v.3).


Pues bien, y aquí está lo más grandioso de lo que Dios quiso hacer en la plenitud de los tiempos, la novedad sorprendente e inaudita, “el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (v. 14a). Esa persona divina que es el Verbo asumió una naturaleza humana, de modo que, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, como cada uno nosotros. Se encarnó en una persona concreta y tangible: Jesús. Las palabras del evangelio de Juan tienen toda la fuerza del testigo ocular: “hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (v.14b). “No es la palabra erudita de un rabino o de un doctor de la ley –señala Benedicto XVI–, sino el testimonio apasionado de un humilde pescador que, atraído en su juventud por Jesús de Nazaret, en los tres años de vida común con él y con los demás Apóstoles, experimentó su amor –hasta el punto de definirse a sí mismo ‘el discípulo al que Jesús amaba’–, lo vio morir en la cruz y aparecerse resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu. De toda esta experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó una certeza íntima: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se hizo hombre mortal”[1].


Todo esto nos muestra, como lo hace notar san Josemaría, que “el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima”[2].


En todos los momentos de su vida, también como niño en el pesebre de Belén, Jesús nos da a conocer la bondad, sabiduría, misericordia, ternura y grandeza de Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (v. 18).


PARA TU ORACION 


HEMOS COMENZADO un nuevo año. Jesucristo es el Señor del tiempo, de la historia, y queremos que sea también el centro de nuestras vidas. Se abre una nueva etapa para amar, para servir, para recorrer el camino en su presencia. Nos ilusiona que también este año «todo gire cada vez más en torno a su Persona»[1]. La venida del Mesías «es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno»[2]. Él llena nuestras jornadas y la entera existencia del cristiano. En estos primeros días aprovechamos para confiar a su divina Providencia las ilusiones y esperanzas que tenemos depositadas en el año que iniciamos.


La centralidad de Jesucristo viene formulada por el mismo Jesús, en el evangelio de san Juan, con la expresión «permaneced en mí». El discípulo amado está presente en el cenáculo, junto al Señor, y allí escuchó esa expresión de sus labios: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5). El más joven de los apóstoles escribe su evangelio en último lugar: ha tenido más tiempo para reflexionar y madurar el misterio de Cristo. Y después de muchos años, el eco de estas palabras aún le sigue conmoviendo. Por eso encontramos la misma expresión en la primera de sus cartas, que leemos hoy en la liturgia de la Palabra: «Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1 Jn 2,24). Es lo que sucede entre la vid y los sarmientos: estos reciben de ella toda su vida, sin ella pierden poco a poco la fuerza.


Permanecer, «esa palabra tan querida por el Señor que la repetirá muchas veces… Si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás un discípulo»[3]. Jesús quiere unir su vida con la nuestra; más aún, fusionarla. Permanecer en Él es vivir por él, con él y en él. Decía san Ambrosio: «Recoge el agua de Cristo (...). Llena de esta agua tu interior, para que tu tierra quede bien humedecida (...); y una vez lleno, regarás a los demás»[4].


PARA EL CRISTIANO, «vivir es Cristo. Y si, a veces, por debilidad, cansancio, o por tantas circunstancias de la vida, perdemos de vista esta realidad, Él siempre nos está esperando»[5]. San Josemaría expresaba esta necesidad de unión con Cristo con estas palabras: «Seguir a Cristo –venite post me et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19)– es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, como los primeros Doce; tan de cerca que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida, hasta que llegue el momento, cuando no hemos puesto obstáculos, en el que podamos decir con San Pablo: “No vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20)»[6].


Durante los días de Navidad, al contemplar al Niño recostado en un pobre pesebre, rodeado por el cariño de María, José, y por el calor de unos pocos animales, le mostramos nuestros deseos de amor y de unión con él. Si volvemos los ojos hacia él, tan pequeño y al mismo tiempo Rey del universo, nos sentiremos dulcemente impulsados a perseverar con firmeza durante este nuevo año, durante toda la vida, en la tarea de identificarnos con él: «Amemos a Cristo, busquemos siempre su proximidad, y parecerá fácil todo lo difícil»[7].


Durante una Navidad, san Josemaría le mostraba al Señor sus deseos de unión y de amor: «¡Oh, Jesús –le diré– quiero ser una hoguera de locura de Amor! Quiero que mi presencia sola sea bastante para encender al mundo, en muchos kilómetros a la redonda, con incendio inextinguible. Quiero saber que soy tuyo (...). Sufrir y amar. Amar y sufrir. ¡Magnífico camino! Sufrir, amar y creer: fe y amor. Fe de Pedro. Amor de Juan. Celo de Pablo. Aún quedan al borrico tres minutos de endiosamiento, buen Jesús, y manda... que le des más Celo que a Pablo, más Amor que a Juan, más Fe que a Pedro: El último deseo: Jesús, que nunca me falte la Santa Cruz»[8].


JUAN BAUTISTA aparece de nuevo en el evangelio de hoy, como sucedió durante el Adviento. Las autoridades del Templo envían a la otra orilla del Jordán sacerdotes y levitas para interrogarlo: «¿Tú quién eres?» (Jn 1,19). Le importunan con muchas preguntas, con la intención de acorralarlo: ¿eres el Mesías, eres Elías, eres un profeta? «¿Qué dices de ti mismo?» (Jn 1,22). Las respuestas del Bautista nos hablan de alguien que tiene la voluntad de Dios como horizonte de la propia vida. «Yo soy la voz que grita en el desierto» (Jn 1,23). Mi única misión –viene a decirles– es preparar a Israel para que reciba de corazón al Redentor.


Permanecer en Jesucristo es estar en comunión con él: que Jesús esté presente en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestras obras. La prueba más evidente de permanecer en Jesucristo es guardar sus palabras y sus mandamientos; él mismo nos ha dicho que quien lo hace «permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 3,24). Le pedimos al Señor el don de que cada uno de nosotros y todos los cristianos respiremos con el Evangelio. «Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar –al hilo de unas palabras de san Josemaría– nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú –lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo–, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?»[9].


Nos alegramos con la Virgen María, feliz al tener en sus brazos al Salvador, fruto de su fidelísima escucha a la Voluntad de Dios. Por ella «el Verbo se ha hecho carne y habitó entre nosotros»[10]. Le pedimos que no nos «falte la fe, ni la valentía, ni la audacia para cumplir la voluntad de nuestro Jesús»[11].