"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de septiembre de 2022

Volver siempre a Dios.

 


Evangelio (Lc 10, 13-16)


"¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo en el Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras.


Y tú, Cafarnaúm, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender!


Quien a vosotros os oye, a mí me oye; y quien a vosotros os desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado.


- La conversión a la que nos llama Jesús.

- Volver siempre a Dios.

- Pedir el salto de la fe.


JESÚS, precisamente porque conoce lo más profundo de nosotros, nunca anuncia un Evangelio complaciente; es decir, no pretende ofrecernos un atajo para alcanzar la paz, el éxito o la victoria tal y como el mundo entiende esos conceptos. Nos quiere felices y, por eso, en muchos pasajes se muestra exigente: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo, en el Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender!» (Lc 10,13-15).


El Señor pronuncia aquellas fuertes palabras porque estas ciudades no han querido reconocer el verdadero sentido de las maravillas que Dios hizo en ellas. Aunque han presenciado milagros, no han acogido la salvación ofrecida por Cristo; es decir, no han pedido perdón por sus pecados, ni han respondido a la llamada a hacer penitencia. «La penitencia interior –recuerda el Catecismo– es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia»1.


Esa conversión a la que Jesús nos llama no consiste en la ausencia de errores. Se trata más bien de una lucha constante, con humildad e incluso buen humor. Como recuerda san Josemaría: «Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos»2.


EN MUCHAS ocasiones Jesús muestra su sorpresa ante la incredulidad de los apóstoles. «¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?» (Mt 8,26), les pregunta cuando temen que la barca se pueda hundir en la tormenta con él a bordo. «Hombres de poca fe. ¿Por qué vais comentando entre vosotros que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis?» (Mt 16,8-9), les señala en otro momento, después de que colaboraron con él en dos multiplicaciones de panes y de peces. Y a Pedro, cuando vacila después de haber caminado sobre las aguas, le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31).


La vida de los discípulos, como la de toda persona, está compuesta de luces y sombras, de subidas y bajadas. Tenemos momentos en los que reconocemos claramente la acción de Dios, y entonces experimentamos ilusión e impulso: nos sentimos en el lugar correcto, capaces de cualquier cosa, porque notamos especialmente la cercanía de Jesús. Sin embargo, también pueden haber tormentas que nos hacen olvidar que tenemos al Señor en nuestra barca; o a veces sopla tanto viento que nos hundimos porque nos olvidamos de que la fuerza de Dios es la que nos sostiene.


Son precisamente esas circunstancias las que nos ayudan a ser humildes, a reconocer que todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido de nuestro Padre Dios. Nos recuerdan la necesidad que tenemos de volver siempre al Señor para experimentar su amor, pues él «no busca cristianos que nunca duden y siempre hagan alarde de una fe segura»3; él premia la humildad. Jesús no se cansa de nosotros: «Él siempre vuelve: cuando se cierran las puertas, vuelve; cuando dudamos, vuelve; cuando, como Tomás, necesitamos encontrarlo y tocarlo más de cerca, vuelve»4.


JESÚS se conmueve cuando encuentra una fe viva. Así ocurre cuando la hemorroísa se acerca en medio de la muchedumbre para tocar su manto, con la esperanza segura de que será curada: «Tu fe te ha salvado» (Mt 9,22). Cuando la cananea pide la curación de su hija, se encuentra en un primer momento con la negativa del Señor; pero después de tanta insistencia Jesús exclama: «¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Y cuando el centurión le dice que basta su palabra para que el criado quedase sano, Jesús «se admiró y les dijo a los que le seguían: “En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande”» (Mt 8,10).


«La fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real»5. Jesús se emociona al ver a estas personas precisamente porque han dado ese «salto». Dejaron a un lado sus propias seguridades y se lanzaron a la seguridad que ofrece Dios. En un principio suponía un «riesgo» porque tenían que enfrentarse a no pocas dificultades: la muchedumbre que impedía llegar hasta él, las negativas del mismo Jesús, el hecho de no pertenecer al pueblo judío… Pero las enfrentaron con una osadía que conquistó el corazón del Señor.


De entre todos los ejemplos de fe de las Escrituras, ninguno conmovió tanto a Dios como el de la Virgen. Esa fe hizo que santa Isabel exclamara: «Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Podemos pedir junto a san Josemaría: «¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»6.

28 de septiembre de 2022

MIGUEL RAFAEL Y GABRIEL

 



Evangelio (Jn 1, 47-51)


Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:


—Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez.


Le contestó Natanael:


—¿De qué me conoces?


Respondió Jesús y le dijo:


—Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.


Respondió Natanael:


—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.


Contestó Jesús:


—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás.


Y añadió:


—En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.



PARA LA ORACION


En 1932 San Josemaría comenzó a invocar a los arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael en el convento de los Carmelitas de Segovia.


San Josemaría comenzó a invocar a los arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael al comenzar un retiro espiritual en el convento de los Carmelitas de Segovia, que duró desde el lunes 3 al viernes 7 de octubre de 1932. Hacía cuatro años que había fundado el Opus Dei. Escribía el Fundador el día anterior al retiro en sus Apuntes íntimos:


Día de los Santos Ángeles Custodios, vísperas de Sta. Teresita, 1932: ¡cuatro años! [...]. Mañana voy a Segovia, a ejercicios, junto a S. Juan de la Cruz. (Apuntes, 838)


“Don Josemaría –escribe Vázquez de Prada–- estaba convencido de que el Señor le trataría bien, por estar en casa de su Madre, en el Carmen. Y le vino de golpe el lejano recuerdo de Logroño, de los religiosos carmelitas descalzos sobre la nieve. Así había empezado su historia; y allí estaba, en un convento del Carmen, a solas con su Dios” (El Fundador del Opus Dei, p. 465).


Durante el cuarto día de retiro recibió luces espirituales de Dios que le ayudaron a resolver la estructuración del Opus Dei y su organización apostólica. Se sentía un instrumento inepto en las manos de Dios para llevar a cabo esa misión: un pobre borrico.


el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre. Es Cristo que pasa, 18


3. ¿Todos los ángeles son buenos?


Detrás de la elección desobediente de Adán y Eva se halla una voz seductora, opuesta a Dios que, por envidia, los hace caer en la muerte. La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo. La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. "El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos" (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).


La Escritura habla de un pecado de estos ángeles. Esta "caída" consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: "Seréis como dioses" (Gn 3,5). El diablo es "pecador desde el principio", "padre de la mentira" (Jn 8,44).

Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte.

Catecismo de la Iglesia Católica, 391-393


Textos de san Josemaría para meditar


El demonio, con intención torcida, ha citado el Antiguo Testamento: Dios mandará a sus ángeles, para que protejan al justo en todos sus caminos. Pero Jesús, rehusando tentar a su Padre, devuelve a ese pasaje bíblico su verdadero sentido. Y, como premio a su fidelidad, cuando llega la hora, se presentan los mensajeros de Dios Padre para servirle. Vale la pena considerar este modo, que Satanás ha utilizado con Jesucristo Señor Nuestro: argumenta con textos de los libros sagrados, torciendo, desfigurando de modo blasfemo su sentido. Jesús no se deja engañar: bien conoce el Verbo hecho carne la Palabra divina, escrita para salvación de los hombres, y no para confusión y condena. Quien está unido a Jesucristo por el Amor, podemos concluir, no se dejará nunca engañar por un manejo fraudulento de la Escritura Santa, porque sabe que es típica obra del diablo tratar de confundir la conciencia cristiana, discurriendo dolosamente con los mismos términos empleados por la eterna Sabiduría, intentando hacer -de la luz- tinieblas. Es Cristo que pasa, 63

Falso apóstol de las paradojas, ésa es tu obra: porque tienes a Cristo en tu lengua y no en tus hechos; porque atraes con una luz, de que careces; porque no tienes calor de caridad, y finges preocuparte de los extraños a la vez que abandonas a los tuyos; porque eres mentiroso y la mentira es hija del diablo... Por eso, trabajas para el demonio, desconciertas a los seguidores del Amo, y, aunque triunfes aquí con frecuencia, ¡ay de ti, el próximo día, cuando venga nuestra amiga la Muerte y veas la ira del Juez a quien nunca has engañado! —Paradojas, no, Señor: paradojas, nunca. Forja, 1019


4. ¿Cuál es el poder del diablo?


El poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28). Catecismo de la Iglesia Católica, 395

Textos de san Josemaría para meditar


¡Qué poco listo parece el diablo!, me comentabas. No entiendo su estupidez: siempre los mismos engaños, las mismas falsedades... —Tienes toda la razón. Pero los hombres somos menos listos, y no aprendemos a escarmentar en cabeza ajena... Y satanás cuenta con todo eso, para tentarnos. Surco, 150


Podría portarme mejor, ser más decidido, derrochar más entusiasmo... ¿Por qué no lo hago? Porque —perdona mi franqueza— eres un majadero: el diablo conoce de sobra que una de las puertas del alma peor guardadas es la de la tontería humana: la vanidad. Por ahí carga ahora con todas sus fuerzas: recuerdos pseudosentimentales, complejo de oveja negra en su visión histérica, impresión de una hipotética falta de libertad... ¿A qué esperas para enterarte de la sentencia del Maestro: vigilad y orad, porque no sabéis ni el día ni la hora? Surco, 164

¿Obstáculos?... —A veces, los hay. —Pero, en ocasiones, te los inventas por comodidad o por cobardía. —¡Con qué habilidad formula el diablo la apariencia de esos pretextos para no trabajar...!, porque bien conoce que la pereza es la madre de todos los vicios. Surco, 505

Hay que decidirse. No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que, según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al diablo. Hay que apagar la vela del diablo. Hemos de consumir nuestra vida haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios, todo irá bien. Porque El está siempre dispuesto a darnos su gracia, y, especialmente en este tiempo, la gracia para una nueva conversión, para una mejora de nuestra vida de cristianos. Es Cristo que pasa, 59


ABRIRSE A LOS PLANES DE DIOS

 



Evangelio (Lc 9,57-62)


Mientras iban de camino, uno le dijo:


—Te seguiré adonde vayas.


Jesús le dijo:


—Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.


A otro le dijo:


—Sígueme.


Pero éste contestó:


—Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.


—Deja a los muertos enterrar a sus muertos –le respondió Jesús–; tú vete a anunciar el Reino de Dios.


Y otro dijo:


—Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.


Jesús le dijo:


—Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.



- Una vida enamorada, no cómoda.

- Jesús llama a todos.

- Las sorpresas de Dios.


SUBE JESÚS a Jerusalén, en donde le espera el Calvario. A su alrededor, un tanto asustados, van sus discípulos. Por el camino, en varias personas surge la inquietud por seguirlo. «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57), le dice el primero. Jesús, que conoce lo mejor para cada uno en cada momento, serena el ímpetu de aquella persona: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).


Jesús vivía así, ligero de equipaje, sin más cosas que las imprescindibles para su misión, entregado a la voluntad de su Padre Dios. Y quien quisiera ser su discípulo estaba invitado a ese mismo estilo de vida. Seguirlo era entusiastamente, llenaba el alma de alegría, pero no era cómodo. San Josemaría, recogiendo la sabiduría humana de tantos siglos, repetía que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»1. La aspiración más profunda del ser humano es amar y ser amado. Por eso, los bienes materiales no llenan el corazón.


Llevar una vida templada, gozando con libertad de los bienes creados, sin depender de ellos, nos ayuda a dirigir todas esas realidades al servicio de quien amamos. No se trata de un simple ejercicio de la voluntad por rechazar algo que nos atrae, sino en renovar el amor que mueve nuestra vida, en no dejar que nada nos aparte de él y ordenar todo lo que disponemos al servicio de nuestra misión como cristianos. Así, cada esfuerzo asumido libremente nos recordará que no hay mayor felicidad que la que encontramos en Dios.


MÁS ADELANTE, es Jesús quien toma la iniciativa y dice a una persona con la que se encuentra: «Sígueme» (Lc 9,59). No tenemos muchos más datos sobre este hombre. Tampoco sabemos por qué el Señor se fijó en él. Pero sí conocemos con certeza que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). No hay ninguna persona que se encuentre fuera del cariño de Dios: todos estamos llamados a verle un día cara a cara en el cielo, fuimos creados para ello. Como recuerda el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»2.


La santidad no está reservada solamente a aquellos con unas cualidades particulares. «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra»3. Precisamente es en las «tareas pequeñas» en donde san Josemaría decía que se hallaba la santidad «grande»4; es decir, en realizar esas actividades junto a Jesús, en asemejarnos cada vez más a él. «Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores»5. Es verdad que, en este camino, podemos encontrarnos con la experiencia de nuestra debilidad; pero, entonces, aprenderemos una y otra vez que para la santidad es preciso humildad y esperanza: porque es Jesús quien habita en nosotros y nos lleva como de la mano.


JESÚS siempre supera nuestras expectativas. Cuando los apóstoles decidieron seguirle, probablemente no eran del todo conscientes de lo que iban a vivir. Quizás esperarían empaparse de sus enseñanzas para poder transmitirlas a otros más adelante; pero es poco probable que se imaginaran a sí mismos haciendo milagros o difundiendo la alegría del cristianismo por todos los rincones del mundo. «Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas»6.


En contraste con la alegría de los apóstoles, en el Evangelio también encontramos personas que, después de haber conocido a Jesús, se marchan desilusionadas. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con los que no aceptaron que para salvarse tendrían que comer la carne y beber la sangre del hijo de Dios: «Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66), nos dice san Juan. Algo similar sucedió también con los que creyeron que el Mesías les liberaría de la dominación romana. Lo que parecen tener en común estas personas es que quisieron reducir el poder de Cristo a sus propios esquemas. Y este es un peligro siempre presente: cuando en lugar de dejarnos sorprender por los panoramas que Dios pone ante nuestros ojos, preferimos aferrarnos a nuestras expectativas o a lo que ya creemos conocer bien. Entonces corremos el riesgo de cerrarnos a las sorpresas –más o menos pequeñas– que Dios nos tiene reservadas.


Seguramente la Virgen María tampoco imaginaba todo lo que vendría después del anuncio del ángel. Sin embargo, supo abrirse con fe a los planes que Dios tenía para ella. A ella podemos pedirle que sepamos siempre dejarnos sorprender por el amor de su Hijo.


27 de septiembre de 2022

CORAZON MANSO

 



Evangelio (Lc 9,51-56)


Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:


—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?


Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.


- La libertad de Jesús para ir al Calvario.

- Las dificultades en el apostolado.

- Anhelar un corazón manso.


«CUANDO iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén» (Lc 9,51). El Señor sabía que al emprender aquel trayecto estaba dando inicio a su subida al Calvario; al ser hombre y Dios, conocía el destino que le esperaba, sin que eso quitase libertad a quienes estaban por darle muerte. «Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33), dirá más adelante. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, apenas unos días antes, había comenzado a preparar a sus discípulos para ese desenlace al revelarles de qué manera moriría (cfr. Lc 9,22.44).


Sorprende la determinación con la que Jesús camina hacia el Calvario. Es una actitud que deja claro que «Jesús se entregó porque quiso»1. «Por eso me ama el Padre –confiesa el Señor–, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,17-18). Resulta pasmosa esa «libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz (…). No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz: Él “se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor”2»3.


El amor de Cristo es un amor que le lleva a la entrega total, sin reservas, fuera de toda medida. Si bastaba una sola gota de su sangre «para liberar de todos los crímenes el mundo entero»4, ¿por qué permitió que los hombres le hiciéramos derramar hasta la última gota? Desde la perspectiva de Jesús, que se entrega siempre sin cálculos, podemos entrever una respuesta: permitió que le hiciesen derramar toda su sangre porque no tenía más. Y nos la sigue entregando libremente cada día en los sacramentos, especialmente en la santa Misa.


JESÚS, al poco tiempo de haber empezado el largo trayecto que le llevaría hasta el Calvario, «envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén» (Lc 9,52). Esta reacción poco acogedora se comprende si tenemos en cuenta que difícilmente se establecían relaciones entre judíos y samaritanos.


El Señor, como lo hizo con aquellos mensajeros, cuenta con nosotros para preparar su encuentro con tantas personas. Jesús desea asociarnos gratuitamente a su tarea salvadora; ha querido que trabajemos codo a codo con él en ese anhelo por llevar la auténtica felicidad a muchas personas. Es normal que, en ese esfuerzo, encontremos dificultades, como les ocurrió a los discípulos en aquella aldea de samaritanos. Entonces podemos acudir a Jesús para no caer en el desánimo y para anhelar, en cambio, vivir con la paciencia de Dios. Esas situaciones nos recuerdan que nuestro propósito es colaborar en que se haga su voluntad, y que procuramos extender su Reino, no otro imaginario.


Jesús, efectivamente, animó a sus apóstoles a no caer en una indignación que podría ser señal de no entrar todavía del todo en la lógica divina. «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?», preguntaron Santiago y Juan. «Pero él se volvió y los reprendió» (Lc 9, 54-55). Jesús quiere que recordemos siempre, sobre todo en nuestra propia vida, que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande (...). Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»5.


LLAMA la atención la manera tan mansa que tiene Jesús, durante su Pasión, de ofrecernos su amistad. El Señor «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»6. Y nos pide que en esto sigamos sus pasos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Además, ha querido unir a esa mansedumbre una bendición: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5,5). La recompensa del manso es una herencia, es decir, algo que no ocurre de inmediato. Su espera es serena, pues su esperanza es cierta: recibirá su recompensa como quien recibe un regalo inmerecido.


No es la de Jesús la mansedumbre cobarde de quien cede en todo por no atreverse a hacer frente a las dificultades. Tampoco es la mansedumbre del astuto calculador que está esperando que llegue su hora. Jesús es manso porque es libre del deseo de imponerse, de dominar, de avasallar. Es manso porque su amor le lleva a respetar la libertad de los demás; no pretende poseer a la persona, al contrario, porque «el amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz»7.


Dios ama y respeta nuestra libertad que es, al fin y al cabo, un don suyo. Con esta actitud nos da ejemplo también de cómo respetar la libertad de los demás. Y, al mismo tiempo, con su vida Jesús nos muestra el valor más grande de este don: entregarla en servicio de las personas. Podemos pedir a la Virgen que nos ayude a tener un corazón como el de su Hijo: un corazón manso, movido por la pasión y la alegría de servir.

25 de septiembre de 2022

Sensibles ante el sufrimiento

 


Evangelio (Lc 16,19-31)


En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos:


Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas». 

Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí hasta vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros». Y dijo: «Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos». Pero replicó Abrahán: «Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!» Él dijo: «No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán». Y le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos».


- Sentir las necesidades de los demás.

- Abrirse a la misericordia de Dios.

- Más sensibles ante el sufrimiento.


«HABÍA UN HOMBRE rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día» (Lc 16,19). Así comienza la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. El primero gozaba de una abundancia ostentosa, mientras que en la puerta de su casa vivía un hombre lleno de heridas, que soñaba con poder alimentarse de las sobras que caían de la mesa del rico. Se encontraba en una situación tan desesperada, que ni siquiera encontraba las fuerzas necesarias para ahuyentar a los perros que se le acercaban a lamer sus llagas.


En aquella narración del Señor es sorprendente la ceguera de Epulón. Habría visto a Lázaro muchas veces semidormido en la puerta de su casa; incluso alguna vez lo habría movido con desdén para que pudieran entrar sus invitados. Pero en ningún momento se detiene a mirarlo de verdad. No está dispuesto a perder el tiempo con una persona que no puede generarle ningún tipo de beneficio. «Lázaro, que se halla ante la puerta, es una llamada viviente al rico para que se acuerde de Dios, pero el rico no acoge esta llamada»1. Tan inmerso se encuentra en su propia comodidad y egoísmo, que es incapaz de percatarse de que en ese pobre se encuentra la puerta de su liberación. Y lo que sucede a Epulón nos puede suceder a cada uno de nosotros. Si hubiese dejado entrar a Lázaro en su vida, compartiendo con él al menos su tiempo, habría estado en mejores condiciones de encontrarse con el Señor, pues muchas veces la riqueza de Dios se presenta en la pobreza de los hombres.


Jesús nos invita a percatarnos de las necesidades de los que nos rodean, a ser más sensibles con nuestro entorno. Cuando vivimos con Cristo, nos preocupan menos nuestros propios problemas y, por el contrario, va adquiriendo más peso la sana inquietud por los más necesitados. Por eso pudo escribir san Josemaría: «Los pobres –decía aquel amigo nuestro– son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo»2.


LA TRASCENDENCIA de la parábola de Jesús sobre el rico y el pobre se pone de manifiesto en la segunda parte. El Señor nos cuenta que, después de un tiempo, los dos protagonistas mueren. Pero mientras el pobre Lázaro, acostumbrado a una vida hambrienta e incómoda, es llevado por los ángeles al seno de Abrahán, el rico desciende al infierno y sufre tormentos indescriptibles. Curiosamente, solamente cuando un abismo infranqueable los separa, el rico posa finalmente su mirada sobre Lázaro. «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas» (Lc 16,24), suplica. Acostumbrado a llevar una vida llena de placeres, incluso después de la muerte seguía viendo en los demás meros instrumentos para satisfacer sus propias necesidades.


El comportamiento frío del rico Epulón con respecto a los demás acaba determinando su destino eterno. Por su incapacidad de sentir misericordia hacia las necesidades de su prójimo, le fue imposible abrirse a la misericordia divina, el único camino que nos lleva directamente al cielo. «La parábola advierte claramente: la misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada. También para Dios». Cada vez que experimentamos la misericordia de Dios, en el fondo resuena una invitación para, a nuestra vez, preocuparnos por quienes necesitan de nuestra compasión. En su parábola, Jesús nos lo recuerda: solo si transformamos nuestras ciudades en lugares más compasivos, construiremos los «caminos divinos de la tierra».


«LA PREOCUPACIÓN cristiana por los demás –recuerda el prelado del Opus Dei– nace precisamente de nuestra unión con Cristo y de nuestra identificación con la misión a la que él nos ha llamado». En la oración vamos configurando nuestros afectos con los sentimientos de Jesús. Contemplando a Jesús detenidamente en la sencillez de la Eucaristía o sintiendo su compañía en la profundidad de nuestra alma, iremos comprendiendo la grandeza que se esconde en las palabras de san Pablo: «Porque ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9). También nosotros sentiremos la necesidad de desprendernos de nuestras pequeñas riquezas para compartirlas con quienes más lo necesitan.


«Somos para la muchedumbre: no estamos nunca encerrados, vivimos de cara a la multitud y tenemos metidas en el alma aquellas palabras de Jesucristo Nuestro Señor: me da compasión esta multitud, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer». A un cristiano no le resulta indiferente el sufrimiento del mundo; al contrario, al saberse hijo de Dios, se sabe heredero del mundo, también de sus dificultades. Por eso, podemos pedir a Jesús que nos dé un corazón a su medida, «para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles».


María siempre se consideró pobre ante los ojos de Dios y, por eso, pudo percibir en todo momento las huellas de su obra. Esa riqueza divina le permitió darse cuenta también de las pobrezas de quienes le rodeaban, es decir, de sus necesidades. A ella le podemos pedir que nos haga más sensibles a las personas que tenemos cerca, sabiendo que allí encontramos también el cielo.



24 de septiembre de 2022

EN DIOS NO HAY ORGULLO

 


EL EVANGELISTA san Lucas hace notar que Jesús gozaba de una «admiración general» (Lc 9,43). No resulta difícil imaginar las causas de esa reputación. Por una parte, el Señor hablaba con una autoridad y un carisma que atraían a las muchedumbres. Además, sus enseñanzas no se reducían a meras palabras, sino que iban acompañadas de obras. Los milagros afirmaban su origen divino, y su forma de vivir reflejaba la misericordia de Dios. Nadie que veía a Jesús podía quedarse indiferente ante la riqueza de su personalidad y el tesoro de sus palabras.


Aquella profunda impresión que Jesús dejaba en sus discípulos la ha dejado también en nosotros; es un sentimiento que, gracias a Dios, se renueva en momentos puntuales, pero quisiéramos que estuviera siempre presente. La admiración consiste en mirar con nuevos ojos lo que se ama, porque no hay amor que no tenga sabor a novedad. Una persona enamorada no se cansa de contemplar al amado; no tanto por un afán de curiosidad, sino por un deseo de seguir apreciando toda su riqueza. Precisamente en eso consiste la vida contemplativa: saber que Jesús está cerca y no cansarnos de entrar en su misterio.


Como toda relación, la vida de oración es un camino en el que se avanza poco a poco. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres»1. El objetivo es abandonarnos en sus manos y dejar que sea él quien nos conquiste: «Se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»2.


NOS PUEDE sorprender la manera en la que Jesús reacciona ante la admiración que despertaba. En lugar de complacerse ante sus miradas atónitas, les habla de la Cruz, como haciendo ver que la verdadera contemplación no puede separarse de una profunda purificación interior: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44).


Cristo deja claro, en innumerables ocasiones, que «no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida»3. Quizá algunos de los que seguían a Jesús lo hacían con el deseo de que les asegurara una existencia un poco más cómoda o simplemente para sentirse parte del grupo guiado por un profeta famoso. Pero este no era el mensaje de Cristo: el amor auténtico va da la mano de la verdad, de la realidad, y no puede desentenderse del dolor. «No olvidéis –escribía san Josemaría– que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza»4.


Contemplar el rostro de Cristo, adentrarnos en el misterio de su amor, significa descubrir los mensajes de sus heridas, abrirse al dolor de su corazón, también en las personas que sufren cerca de nosotros. Por eso, la oración contemplativa, que es «la respiración del alma y de la vida»5, requiere de la mortificación interior: esa lucha serena, pero decidida, por tener todos nuestros sentidos libres para ponerlos en Jesús y experimentar las cosas como las experimenta él. Si nuestra oración nos une a Cristo, nos unirá también a los problemas del mundo y los asumirá desde la perspectiva de Dios.


«PERO ELLOS no entendían este lenguaje. Les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido» (Lc 9,45). La muchedumbre que rodeaba a Jesús se quedó desconcertada al oír sus palabras sobre la Cruz. Les parecía extraño que alguien que había demostrado poseer un poder tan elevado, que era incluso capaz de resucitar a los muertos, les hablara de su doloroso final. No podían comprender que Jesús, en medio de su palpable triunfo, describiera su futura derrota. Sus palabras parecían contradecir el ambiente general de alegría y de esperanza.


Sin embargo, en lugar de comentar sus discrepancias con Jesús, a aquellas personas «les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,45). La admiración que sentían por el Señor resultó ser, muchas veces, una mezcla de conocimiento superficial y reverencia temerosa. Jesús, sin embargo, los invita a que aquella contemplación no sea solo la impresión de un momento pasajero, la emoción de un instante, sino que genere un cambio profundo en sus vidas: les ofrece comprender toda la existencia como un diálogo con Dios.


Esa unión de nuestro corazón con el de Cristo nos permite contemplar con nuevos ojos el mundo. Descubrimos, incluso entre las sombras de la historia y de nuestra propia biografía, un destello de la luz divina. «Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza»6. María, maestra de oración, nos puede alcanzar la gracia de tener un corazón contemplativo como el suyo.


Evangelio (Lc 9, 43b-45)


Entre la admiración general por lo que hacía, dijo a sus discípulos:


«Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».


Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.


Comentario


Jesús es admirado allí donde va. La gente se agolpa para escucharlo, para recibir una palabra de aliento, una mirada de ternura; le traen enfermos para que los cure, endemoniados para que los libere. Su fama atraviesa las fronteras de Galilea y Judea.


Los discípulos al contemplar al Señor se llenarían de orgullo y emoción. Además, ellos mismos han participado de su misión: han proclamado el reino de Dios, curando enfermos por todas partes.


De ahí que les resulten chocantes las palabras que les dirige: “el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”.


Es verdad que, durante los días previos, ha empezado a anunciar abiertamente lo que le sucederá en Jerusalén; cómo será desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día (Lc 9, 22). Pero se resisten a aceptarlo: no entienden, les resulta oscuro, no son capaces de captar el sentido. Hasta el punto de que les daba miedo preguntarle.


Lucas evidencia que entre Jesús y los discípulos existía cierta diferencia ante lo que dice, de forma que las enseñanzas de Jesús no se terminan de entender.


Ellos tienen en la mente la restauración del Reino de Israel, poder sentarse a derecha e izquierda del Señor cuando esté en su gloria; les gusta discutir sobre quién de ellos será el más grande.


Él empieza a identificarse con el siervo del Dios sufriente, que padece y muere. Servir es la verdadera forma de reinar.


La lógica de Dios siempre es otra respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo a través de Isaías: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos” (Is 55, 8). Por eso seguir al Señor requiere una profunda conversión, un cambio en el modo de pensar y de vivir. Requiere abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente.


Como señala el Papa Benedicto XVI: “Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo porque Él es toda la plenitud y tiende todo a amar y donar vida; en nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está enraizado en lo íntimo y requiere constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a parecer grandes, a ser los primeros; mientras que Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último (Ángelus, 23-IX-2012).


EL EVANGELISTA san Lucas hace notar que Jesús gozaba de una «admiración general» (Lc 9,43). No resulta difícil imaginar las causas de esa reputación. Por una parte, el Señor hablaba con una autoridad y un carisma que atraían a las muchedumbres. Además, sus enseñanzas no se reducían a meras palabras, sino que iban acompañadas de obras. Los milagros afirmaban su origen divino, y su forma de vivir reflejaba la misericordia de Dios. Nadie que veía a Jesús podía quedarse indiferente ante la riqueza de su personalidad y el tesoro de sus palabras.


Aquella profunda impresión que Jesús dejaba en sus discípulos la ha dejado también en nosotros; es un sentimiento que, gracias a Dios, se renueva en momentos puntuales, pero quisiéramos que estuviera siempre presente. La admiración consiste en mirar con nuevos ojos lo que se ama, porque no hay amor que no tenga sabor a novedad. Una persona enamorada no se cansa de contemplar al amado; no tanto por un afán de curiosidad, sino por un deseo de seguir apreciando toda su riqueza. Precisamente en eso consiste la vida contemplativa: saber que Jesús está cerca y no cansarnos de entrar en su misterio.


Como toda relación, la vida de oración es un camino en el que se avanza poco a poco. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres»1. El objetivo es abandonarnos en sus manos y dejar que sea él quien nos conquiste: «Se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»2.


NOS PUEDE sorprender la manera en la que Jesús reacciona ante la admiración que despertaba. En lugar de complacerse ante sus miradas atónitas, les habla de la Cruz, como haciendo ver que la verdadera contemplación no puede separarse de una profunda purificación interior: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44).


Cristo deja claro, en innumerables ocasiones, que «no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida»3. Quizá algunos de los que seguían a Jesús lo hacían con el deseo de que les asegurara una existencia un poco más cómoda o simplemente para sentirse parte del grupo guiado por un profeta famoso. Pero este no era el mensaje de Cristo: el amor auténtico va da la mano de la verdad, de la realidad, y no puede desentenderse del dolor. «No olvidéis –escribía san Josemaría– que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza»4.


Contemplar el rostro de Cristo, adentrarnos en el misterio de su amor, significa descubrir los mensajes de sus heridas, abrirse al dolor de su corazón, también en las personas que sufren cerca de nosotros. Por eso, la oración contemplativa, que es «la respiración del alma y de la vida»5, requiere de la mortificación interior: esa lucha serena, pero decidida, por tener todos nuestros sentidos libres para ponerlos en Jesús y experimentar las cosas como las experimenta él. Si nuestra oración nos une a Cristo, nos unirá también a los problemas del mundo y los asumirá desde la perspectiva de Dios.


«PERO ELLOS no entendían este lenguaje. Les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido» (Lc 9,45). La muchedumbre que rodeaba a Jesús se quedó desconcertada al oír sus palabras sobre la Cruz. Les parecía extraño que alguien que había demostrado poseer un poder tan elevado, que era incluso capaz de resucitar a los muertos, les hablara de su doloroso final. No podían comprender que Jesús, en medio de su palpable triunfo, describiera su futura derrota. Sus palabras parecían contradecir el ambiente general de alegría y de esperanza.


Sin embargo, en lugar de comentar sus discrepancias con Jesús, a aquellas personas «les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,45). La admiración que sentían por el Señor resultó ser, muchas veces, una mezcla de conocimiento superficial y reverencia temerosa. Jesús, sin embargo, los invita a que aquella contemplación no sea solo la impresión de un momento pasajero, la emoción de un instante, sino que genere un cambio profundo en sus vidas: les ofrece comprender toda la existencia como un diálogo con Dios.


Esa unión de nuestro corazón con el de Cristo nos permite contemplar con nuevos ojos el mundo. Descubrimos, incluso entre las sombras de la historia y de nuestra propia biografía, un destello de la luz divina. «Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza»6. María, maestra de oración, nos puede alcanzar la gracia de tener un corazón contemplativo como el suyo.

23 de septiembre de 2022

QUIEN ES JESUS PARA MI

 



Evangelio (Lc 9,18-21)


Estaba haciendo oración y se encontraban con él los discípulos. Y les preguntó:


—¿Quién dicen las gentes que soy yo?


Ellos respondieron:


—Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas.


Pero él les dijo:


—Y vosotros ¿quién decís que soy yo?


Respondió Pedro:


—El Cristo de Dios.


Pero él les amonestó y les ordenó que no dijeran esto a nadie.


Comentario


Cuenta el evangelio de hoy que en una ocasión se encontraba Jesús a solas con sus discípulos. Como era su costumbre, Jesús estaba orando. Aquellos ratos de oración con el Maestro debieron imprimirse con fuerza en la memoria de los apóstoles. Muchos de esos episodios sucederían a cielo abierto. Jesús hablaba sin ruido de palabras con su Padre. Quizás de vez en cuando alzaría la mirada a lo alto.


El silencio sería magnífico. Se percibía con nitidez el susurro del viento, cortado por las afiladas hojas de los pinos; o el balar lejano de una oveja que pastaba en la ladera; incluso el revolotear de los pájaros vibraría en el aire, con ráfagas fugaces.


Mientras tanto, los discípulos observarían a su Maestro con gran atención, tratando de imitar su disposición recogida y serena y acompañar su plegaria interior. Judas quizá piensa en sus pequeños afanes y espera inquieto a que aquel rato de oración termine, mientras el joven Juan mira de hito en hito a su Señor. Pedro está sentado también cerca de Jesús y medita quizá en la responsabilidad que va depositando en él el Maestro.


De pronto, la voz hermosa de Jesús quiebra gentilmente el silencio y se descuelga con una pregunta incisiva y dirigida a sus discípulos, sobre el gran misterio de su identidad, ese que todos deberíamos desvelar en esta vida: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”


La pregunta saca a todos de su recogimiento y les deja pensativos. Entonces unos y otros comienzan a narrarle al Maestro lo que han oído sobre Él y sobre su identidad.


Cuando han terminado de ofrecer las distintas versiones de Jesús que se ha forjado la gente, con un contraste muy elocuente, les interroga: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Vosotros, que oráis junto a mí y por eso recibís dones que otros no tienen, “¿quién decís que soy yo?”


La voz resuelta de Pedro interviene entonces atajando toda tentativa: “El Cristo de Dios”.


La amistad con Jesús pide de nuestra parte una respuesta similar y resuelta, llena de fe, como la de Pedro: “Tú eres el Cristo de Dios”. Qué útil resulta la sugerencia de san Josemaría: “Enciende tu fe. —No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: "Jesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!" —dice San Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!” (San Josemaría, Camino, n. 584). Esta convicción confiada y forjada en la oración será tan fuerte que cambiará nuestras palabras, nuestras obras y nuestros hábitos.


- ¿Quién es Jesús para mí?

- La nueva lógica de la Cruz.

- Abrazar la Cruz con alegría.


«¿QUIÉN DICEN las gentes que soy yo?» (Lc 9,18). Parece, en un primer momento, que Jesús quiere conocer, por medio de sus discípulos, la variedad de opiniones sobre su figura. La respuesta no se hace esperar: «Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas» (Lc 9,19). Surgen todas las percepciones que habían llegado hasta sus oídos. Sin embargo, en un segundo momento, el Señor lanza otra pregunta que, esta vez, les deja más pensativos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20).


Se hace silencio. Las miradas se cruzan. Los apóstoles, que segundos antes opinaban todos a la vez, ahora parecen sumergidos en sí mismos, reflexionando. Quizá sienten algo de vértigo al entrar en su propio corazón. Porque esta pregunta exige una respuesta al centro profundo del alma, allí donde habita el Espíritu Santo. Es Pedro el único que responde: «El Cristo de Dios» (Lc 9,20). El «Cristo» significa literalmente el «ungido», el elegido de Dios para cumplir una misión. Y, en este caso, no un ungido más como otros de la historia de Israel, sino el Ungido por excelencia, el Enviado, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).


Se trata de una toma de posición siempre actual en la vida de cada persona. Aún conociendo con mayor o menor profundidad el cristianismo, y viviendo unas prácticas de piedad, podemos plantearnos siempre con novedad la pregunta que los apóstoles se hicieron en su interior: ¿quién es Jesús para mí? «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina»1.


DESPUÉS DE la confesión de fe de Pedro, la conversación se dirige hacia terrenos que debieron de ser muy sorprendentes para los apóstoles. Era una de las primeras veces que alguien proclamaba públicamente que Cristo era el Hijo de Dios, el Mesías esperado. Y Jesús no lo niega, pero les pide, por el momento, guardar silencio sobre esto; y, a continuación, anuncia a sus discípulos el modo en que iba a llevar a cabo su misión salvadora. Les revela que «el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).


Cristo revela que la salvación no se hará por la fuerza. El Mesías no será un dominador al modo humano. Reinará, pero desde la cruz, que hasta entonces solo¿ había sido el patíbulo donde se ejecutaba a los malhechores. Nos salvará, pero a través de la donación total de sí mismo en la Pasión. Jesús anuncia una lógica nueva, que no es de este mundo: la lógica del don y de la cruz. La cruz es cátedra de una nueva sabiduría, ante la que habremos de tomar partido: unos la rechazarán como absurda o escandalosa; otros la amarán y llegarán a abrazarla, pues entenderán que la cruz es la «fuerza de Dios» (1 Co 1,18) que libera del pecado y de la muerte.


Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Necesitamos que Jesucristo cure definitivamente nuestra propia libertad; y es en la Cruz donde nos ha conseguido la liberación más profunda: la liberación del pecado, que nos purifica el alma para que podamos descubrir nuestra verdadera identidad de hijos de Dios»2. La paradoja de la Cruz marca la vida cotidiana del cristiano, la llena de esa lógica superior, hecha de humildad y de entrega. «Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! (…). Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él»3.


«LOS JUDÍOS piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 22-23). Este pasaje, de la Primera carta de san Pablo a los corintios, fue incluido por san Josemaría en un elenco manuscrito de 122 textos que solía meditar asiduamente a comienzos de los años treinta. Ya en esos momentos transmitía a los primeros que se iban acercando al Opus Dei que no es posible seguir a Jesucristo, querer colaborar con él en su obra salvadora, sin abrazar la Cruz. Al pensar en una cruz grande de madera que tenía en una habitación de la Academia DYA, la primera residencia del Opus Dei, escribió: «Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú»4.


La Cruz, paradójicamente, al estar unida a la vida de Cristo, es fuente de alegría; cuando la abrazamos dejamos que obre en nosotros la omnipotencia de Dios. «¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte! ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»5. Y esto lo podemos hacer no solo en momentos extraordinarios, con motivo de una enfermedad, de persecuciones o de una contrariedad grave, sino en cada momento de nuestra vida ordinaria: ser felices con las pequeñas cruces diarias. Poco antes de que culminara la Pasión, Jesús nos entregó a María como Madre. «Cor Mariae perdolentis, miserere nobis! Invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de todos los hombres de todos los tiempos»6.

22 de septiembre de 2022

DESEOS DE VER A JESÚS




 Evangelio (Lc 9,7-9)


Herodes el tetrarca oyó todo lo que ocurría y dudaba, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos, otros que Elías había aparecido, otros que había resucitado alguno de los antiguos profetas. Y dijo Herodes:


—A Juan lo he decapitado yo, ¿quién es, entonces, éste del que oigo tales cosas?


Y deseaba verlo.



- Deseos de ver a Jesús.


- Revestirse de Cristo.


- Santidad y apostolado.


LOS EVANGELIOS nos hablan de muchas personas, muy distintas entre sí, que quieren ver a Jesús. Uno de ellos es Herodes quien, al enterarse de los milagros que realizaba, «estaba perplejo». El motivo de semejante sorpresa era que «unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos». Pero a Herodes le costaba creer esa posibilidad, pues él mismo había acabado con la vida de Juan, instigado por Herodías, la mujer de su hermano. «A Juan lo he decapitado yo –decía–, ¿quién es, entonces, este del que oigo tales cosas?» (Lc 9,7-9). San Lucas hace notar que Herodes «deseaba verlo» (Lc 23,8). Sin embargo, cuando finalmente se encuentra con Jesús durante la Pasión, el Señor calla. El rey esperaba verle realizar algún milagro y le hacía preguntas con mucha locuacidad, pero Jesús no respondió nada. Entonces Herodes, junto con sus soldados, le despreció y se burló de él delante de todos (cfr. Lc 23,6-12).


Sin embargo, san Lucas también habla de otra persona que llevaba tiempo deseando ver a Jesús. Se trata del anciano Simeón, «un hombre justo y temeroso de Dios. (...) Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver a Cristo» (Lc 2,25-26). Cuando lo encontró en el Templo, aún siendo Jesús todavía un niño, «lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”» (Lc 2,28-29). Ambos, Simeón y Herodes, querían ver a Jesús, pero el segundo fue incapaz de valorar adecuadamente su presencia, no pudo reconocer su divinidad. Su afán de satisfacción personal y su curiosidad por ver prodigios le impidió darse cuenta de que delante tenía al Mesías. En cambio, el ejemplo de Simeón «nos enseña que la fidelidad en la espera afina los sentidos espirituales y nos hace más sensibles para reconocer los signos de Dios»1. Él, dueño de una finura que podemos pedir a Dios, se conformaba con tener a Jesús entre sus manos.


LA LECTURA y meditación frecuente del Evangelio nos ayuda a ganar en intimidad con Cristo; nos ayuda a conformar nuestra vida con la suya, de forma que nuestro corazón sintonice con su ejemplo y sus palabras. Como decía san Josemaría: «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el evangelio en tu vida»2. De este modo, comprenderemos que la santidad no consiste solamente en evitar el pecado o en cumplir una serie de preceptos, sino en identificarnos cada vez más con Jesús.


«Cristo te ha dado el poder de ser como él según tus fuerzas. No te asustes de oír esto. Lo que debe espantarte es no ser como él»3, decía san Juan Crisóstomo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, en nuestra vida se irá plasmando la imagen del Señor, el semblante de los hijos de Dios. Y esto, en primer lugar, se refleja en la vida corriente, convirtiendo «la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico»4.


El deseo de identificarnos con Cristo cambia nuestra vida ordinaria: la familia, el trabajo, nuestras relaciones de amistad… «Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»5.


EL EMPEÑO sincero por conocer a Cristo e identificarnos con él nos llevará «a darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que el de entregarnos al servicio de los demás»6. Un cristiano no vive para sí mismo, sino para todas las personas que le rodean. Incluso lo que parece más personal e íntimo –nuestra vida interior, nuestro esfuerzo por mejorar en las virtudes–, tiene siempre una dimensión apostólica: el apostolado es inseparable de la propia santificación, y viceversa.


«Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad»7. Como escribe san Pablo a los tesalonicenses: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Y esta llamada del Señor no entra en conflicto con las demás ilusiones de la vida, sino todo lo contrario. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Todos los deseos, todos los proyectos, todos los amores pueden formar parte de los planes de Dios»8.


En este camino de santificación y apostolado nos acompaña la Virgen. «Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre. (...) Nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres»9.

21 de septiembre de 2022

SAN MATEO Apostol

 



Evangelio (Mt 9, 9-13)


Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.


Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos.


Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?».


Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores».



- El encuentro de Mateo con Jesús.


- Un amor que guía en las dificultades.


- Reconocerse pecador.


«JESÚS VIO al publicano y, porque lo amó, lo eligió»1. Estas palabras de san Beda condensan los rasgos esenciales de cualquier vocación. En toda llamada la iniciativa parte siempre de Dios, que piensa en nosotros desde la eternidad y nos acompaña en cada uno de nuestros pasos. En el caso de Mateo, es Jesús quien pasa junto al lugar donde estaba recaudando impuestos. Y, al verle, decide llamarle sin más preámbulos. Es el misterio de la vocación. Mateo podía haberse planteado preguntas como: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿tengo las cualidades necesarias?, ¿dónde me llevará esta elección? Él era un publicano, considerado socialmente como un pecador público. Pero su historia demuestra que ninguna de esas cuestiones son decisivas. Lo realmente importante, en el caso de Mateo y en el de cualquier vocación, es que se ha producido un encuentro personal con Cristo y es él quien nos invita a colaborar en su plan de salvación.


Jesús dirige una palabra a Mateo: «Sígueme». No se trata solamente de una invitación a acompañarle. También «quiere decir: “Imítame”. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él»2. Y así fue cómo la vida de Mateo encontró su pleno cumplimiento. Vería toda su existencia con ojos nuevos, con una luz que también es calor e impulso para dar una respuesta generosa: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación»3.


MATEO responde inmediatamente a la llamada. El Evangelio dice con toda sencillez que «se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Los datos son escuetos. No sabemos si antes había escuchado ya al Maestro o si había conversado con él en Cafarnaún, donde vivía y trabajaba. Lo que el texto destaca, en su concisión, es la prontitud con la que sigue al Señor cuando recibe la llamada a compartir su vida. Algo muy similar encontramos en el caso de otros apóstoles, como Andrés y Pedro, Felipe y Natanael, o Santiago y Juan (cfr. Jn 1,40-50; Mt 4,18-22).


¿Qué fue lo que movió a aquellos sencillos pescadores y al publicano Mateo a seguir sin demora a Cristo? No es del todo fácil dar una respuesta. Sabemos poco de quiénes eran, cómo pensaban, cuáles eran sus anhelos y esperanzas. Pero sí percibimos en los evangelios que Jesús se metió en sus corazones. Les hizo experimentar vivamente el amor que traía a la tierra. Y este descubrimiento los llenó de una irresistible alegría. «Cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, también a través de pruebas y dificultades, a un encuentro cada vez más pleno»4.


Mateo dejó que su corazón fuera conquistado por Jesús. Experimentó que estar con él dona una felicidad que el mundo no puede dar. Posiblemente, a las pocas semanas de estar junto a Jesús, no se le ocultaba que habría dificultades, pues no todos recibían al Maestro con la misma apertura de corazón. Quizá también percibiría sus propios límites y miserias, en contraste con la misión que Jesús emprendía. Pero Mateo prefirió la esperanza, rechazando el pesimismo; confió en que podría custodiar su amor a Jesús, quizá purificándolo y renovándolo muchas veces. «Enamorados de Jesús. Claro que hay pruebas en la vida, hay momentos en los que hace falta ir hacia delante a pesar del frío y los vientos contrarios, a pesar de tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel fuego sacro que les ha encendido una vez para siempre. (...) Cultivemos sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como él y con él, mientras caminamos bien atentos a la realidad»5.


DESPUÉS del encuentro en el telonio, Mateo decidió organizar una fiesta en su propia casa. Quiso celebrar la nueva vida que iba a comenzar invitando a sus amigos para que conocieran también a Jesús. Muchos de ellos, como el mismo Mateo, eran considerados pecadores por su colaboración con el imperio romano. Por eso, «los fariseos, al ver esto, empezaron a decir a sus discípulos: “¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”». Pero Jesús, al escuchar estas palabras, deja claro el sentido de su venida al mundo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: “Misericordia quiero y no sacrificio”; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,10-13).


El que se considera justo está cerrando las puertas a Dios. En cambio, el que se reconoce pecador deja que Cristo se acerque para curarle. Él no nos pide una vida impoluta y sin errores, sino un corazón contrito y humillado: este es el mejor sacrificio que podemos ofrecerle (cfr. Sal 51,19). «Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos»6. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos ayude a experimentar en nuestra vida la fuerza sanadora de la misericordia de Dios. Especialmente en la Confesión y en la Eucaristía recibimos la gracia que nos impulsa a ser testigos del amor que Dios nos tiene.

20 de septiembre de 2022

LA PALABRA DE DIOS SECOMPRENDE CUANDO SE PRACTICA

 


Evangelio (Lc 8,19-21)


Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron:


— Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.


Él, en respuesta, les dijo:


— Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.


- La Iglesia, familia de Jesús.


- María, mujer de la escucha.


- Con apertura de corazón.


LA FAMA de Jesús se ha extendido ya por toda Galilea. Son muchos los que acuden a él. Algunos le traen enfermos, otros le confían un problema o le piden un consejo. Posiblemente tampoco faltan quienes acercan a sus hijos a Cristo para que los bendiga con su mano. El Señor predica, escucha y responde a preguntas. Se interesa por las personas. No rehúye el dolor, ni la enfermedad, ni la angustia del pueblo. Cada día de Jesús se parece a una hogaza de la que una multitud de manos hambrientas arrancan trozos hasta no dejar nada. Su entrega total en la cruz fue precedida de una donación cotidiana a las personas que le rodeaban.


Un día, mientras Jesús se encontraba en una de esas situaciones, acudieron a verle su Madre y algunos parientes, pero «no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre» (Lc 8,19). Era tal el gentío que se agolpaba en torno al Maestro, que impedía el paso a los recién llegados. Sus discípulos le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Y Cristo les dio una respuesta que, de manera misteriosa, resume el Evangelio que traía a la tierra: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,20-21).


En los rostros de quienes le escuchaban quizá se dibujó un gesto de sorpresa. Sin embargo, Jesús no quiso expresar con estas palabras un distanciamiento con su Madre. En realidad, lo que pone de relieve es su intención de constituir una familia de vínculos sobrenaturales: la Iglesia. Y esta la formarían los hombres y las mujeres que a lo largo de los tiempos iban a acoger su palabra para que fructifique en sus vidas. Como explicaba un escritor medieval: «En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia y, por los siglos de los siglos, morará en el conocimiento y en el amor del alma fiel»1.


«MARÍA es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés (...). No dice simplemente “sí”, sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra»2. Cuando pronuncia el Magníficat, por ejemplo, comprobamos que la Madre de Jesús conocía las Escrituras, y no solo de un modo teórico; nos damos cuenta de que «estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida»3.


Escuchar la palabra de Dios no nos aleja de la tierra, sino todo lo contrario: nos introduce de lleno en ella, nos revela la verdadera realidad. «Decir “sí” al Señor es animarse a abrazar la vida como viene, con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con todas sus contradicciones»4. Por eso, la fidelidad de María «no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»5. Las vidas de todos los santos nos revelan que esa escucha fiel es un tesoro que, después, se derrama en gestos de amor en lo ordinario, que queda así transformado. En María, mujer de la escucha, vemos una vida sin espectáculo externo, mientras lleva a cabo los trabajos propios de una madre de familia de su tiempo; toda la existencia de María está caracterizada por una profunda docilidad al querer divino. Su día a día, al igual que el de su hijo Jesús, está marcado por la alegría de quien ha entrado en la lógica divina: «Contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina»6. Sus deseos y sus planes se sitúan dentro de los designios de bondad de su Hijo. Y en ellos, María se mueve con soltura y plena libertad.


A SAN JOSEMARÍA le gustaba considerar que, en el momento de la Anunciación, la Virgen se encontraba recogida en oración. Muchos pintores han representado así esta escena, añadiendo entre sus manos un libro de las Escrituras. Para ella la lectura de esas páginas no era simplemente recordar eventos de otra época: eran las palabras que el Señor dirigía a ella misma en un determinado momento. «No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, con el corazón abierto a Dios: “Señor, lo que tú quieres, cuando tú quieres y como tú quieres”. Es decir, con el corazón abierto a Dios y Dios siempre responde»7.


Leer las Escrituras con esa apertura de corazón nos llevará a descubrir lo que Dios quiere decirnos hoy y ahora. Como su palabra es siempre viva y eficaz, podemos leer una y otra vez el mismo pasaje con novedad. Escuchar así la palabra de Dios nos llevará, como de la mano, a cumplirla, poniendo al servicio de Dios nuestra libertad, nuestra inteligencia y nuestra amplia capacidad de amar. En realidad, escuchar y cumplir la palabra de Dios son dos cosas inseparables, pues «la palabra de Dios se comprende realmente solo cuando se empieza a practicarla»8. Podemos pedir a la Virgen que sepamos meditar las Escrituras con la misma apertura de corazón que marcó su vida.



19 de septiembre de 2022

SER LUZ

 



Evangelio (Lc 8,16-18)


Nadie que ha encendido una lámpara la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entran vean la luz. Porque nada hay escondido que no acabe por saberse; ni secreto que no acabe por conocerse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís: porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que piensa tener se le quitará.


Comentario


La parábola de Jesús es sencilla: no tiene sentido encender una luz para que no ilumine, o pretender acoger a unos huéspedes en una casa que está completamente a oscuras. Antes hay que iluminarla, y luego ya los huéspedes pueden habitarla. Del mismo modo, el cristiano es alguien que lleva en su corazón la luz de Cristo, esa «luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Juan 1,9). El cristiano puede iluminar con su vida los lugares oscuros de este mundo. Para que no se le arrebate este poder, ha de perseverar en prestar atención, en «oír» bien, en abrir los oídos del alma a la palabra de Dios y estar siempre dispuesto a ser luz para los demás, para no convertirse en una lámpara apagada.


Esa luz ya fue sembrada en nuestro bautismo. Aquel día Dios nos otorgó la luz de la fe, fuimos hechos “hijos de la luz”. Fue el día más luminoso de nuestra vida. El sacerdote dijo a nuestros padres y padrinos, mientras les entregaba un cirio encendido: “Recibid la luz de Cristo”. Un gesto y unas palabras con los que la Iglesia nos invita a propagar esa luz. No tendría sentido que Alguien tan luminoso para el mundo como es el mismo Dios hecho Hombre quedase oculto, desconocido para las gentes. ¡Cuántos somos todavía los cristianos que brillamos poco con nuestra vida, con el ejemplo de nuestras buenas obras, con la palabra amistosa! Necesitamos pedir cada día a Dios que nos aumente la luz de la fe para que nuestro ejemplo arrastre y nuestra palabra mueva, sin que nos venza la tiniebla del desaliento.


«Es más fácil que el sol no caliente y no alumbre, que no que deje de dar luz un cristiano; más fácil que eso sería que la luz fuese tiniebla»[1]. Dios ha hecho del cristiano antorcha que ilumine el Camino, que muestre la Verdad, que señale dónde está la Vida verdadera. A él le toca corresponder para apartar de su vida todo obstáculo que haga disminuir la luminosidad del Evangelio.


ocasiones tiene nuestro fuego. Tomando en cuenta que también una pequeña luz hace mucho bien en la oscuridad, la consideración de nuestra pequeñez nos puede llevar a cultivar una disposición humilde para seguir recibiendo el fuego de Dios.


San Juan nos relata su experiencia de ser portador del Evangelio: «La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Todos tenemos experiencia personal de las tinieblas; cuando nos adentramos en ellas, perdemos el sentido del bien y del mal, los ojos del alma poco a poco se acostumbran a la oscuridad e ignoran la luz. El prelado del Opus Dei nos recuerda que, en esos momentos, «la fidelidad consiste en recorrer –con la gracia de Dios– el camino del hijo pródigo»5. Reconocemos que no vale la pena vivir en la oscuridad, recordamos que estamos llamados a ser resplandor de Dios.


El gozo de la vida de un cristiano es compartir la misión con Jesús. Entonces descubrimos con profundidad quiénes somos. «El pecado es como un velo oscuro que cubre nuestro rostro y nos impide vernos claramente a nosotros mismos y al mundo; el perdón del Señor nos quita este manto de sombra y de tinieblas y nos da nueva luz»6. «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz!» (Is 60,1), dice Isaías. María protege siempre la lámpara de nuestra alma. Y si alguna vez se debilita, la enciende nuevamente con el fuego de su Hijo para que alumbre a los que necesitan su luz.


EN LA SAGRADA ESCRITURA son frecuentes las referencias a la luz. El libro del Génesis nos recuerda que Dios, después de crear el cielo y la tierra, crea la luz (cfr. Gen 1,3). Por su parte, las profecías del pueblo de Israel expresan de este modo la llegada del Mesías: «El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz» (Is 9,2). San Juan, finalmente, escribe en el prólogo de su evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9).


Pensar en una existencia sin luz, entre penumbras, nos genera tristeza, pues supondría no disfrutar de lo creado. Por eso, en la tradición cristiana la vida en tinieblas está identificada con el mal. La ausencia de luz nos lleva a la confusión, a ir sin un rumbo claro. Pero aun en la noche más profunda bastan las pequeñas luces de las estrellas para, al menos, contar con unas referencias que marcan una ruta certera. Cristo orienta nuestra vida, nos ayuda a despejar nuestras dudas: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Salmo 119, 105), dice el salmista, refiriéndose a la ley de Dios.


La luz de Cristo nos ayuda a afrontar las dificultades del camino con esperanza. Ciertamente, creer en él no significa ahorrarse sufrimientos, como si fuera un analgésico para los momentos de dolor. Más bien, el cristiano que se fía del Señor sabe que «tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia. Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»1.


«NADIE que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz» (Lc 8,16). Antiguamente, cuando no existía la luz eléctrica, costaba mucho mantener un fuego encendido. Esa experiencia da pie al Señor para algunas de sus enseñanzas. La luz es necesaria para la vida de los hombres. Por eso, cuando llega la noche, esas lámparas deben estar listas para alumbrar, como las de las vírgenes que esperaban al novio (cfr. Mt 25,1-13). Jesús, cuando se refiere al papel de sus discípulos en medio del mundo, los compara con la luz y con la sal. Así como la sal da sabor a los alimentos, la luz ayuda al hombre a no tropezar, le permite ver lo que le rodea y le orienta en su camino. Cristo quiere mostrarnos en esta parábola la tarea a la que nos invita: «Llenar de luz el mundo, ser sal y luz: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios»2.


La parábola supone que la lámpara está encendida. ¿Quién ha encendido ese fuego que hace alumbrar la lámpara? La Iglesia tiene confiada esa misión de ser esa luz, desea iluminar a todos los hombres anunciando el Evangelio con la alegría de Cristo. Quienes hemos recibido el Bautismo formamos parte de ese conjunto de hombres y mujeres a los que el Señor ha convocado para tratar de iluminar el mundo. San Ambrosio expresaba esta vocación de los cristianos y de la Iglesia como mysterium lunae, el misterio de la luna: «La Iglesia, como la luna, no brilla con luz propia, sino con la de Cristo»3. Quien nos enciende es Cristo: lo que podemos hacer nosotros es disponernos para recibir su reflejo. «Para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino, la misión es su vocación, hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre»4.


«MIRAD, PUES, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (Lc 8,17-18). El Señor, al final de la parábola, habla sobre la responsabilidad que supone haber recibido su luz, haber sido destinatario de algún don de Dios. Y esa llamada nos puede llevar a considerar nuestra debilidad y la poca consistencia que en ocasiones tiene nuestro fuego. Tomando en cuenta que también una pequeña luz hace mucho bien en la oscuridad, la consideración de nuestra pequeñez nos puede llevar a cultivar una disposición humilde para seguir recibiendo el fuego de Dios.


San Juan nos relata su experiencia de ser portador del Evangelio: «La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Todos tenemos experiencia personal de las tinieblas; cuando nos adentramos en ellas, perdemos el sentido del bien y del mal, los ojos del alma poco a poco se acostumbran a la oscuridad e ignoran la luz. El prelado del Opus Dei nos recuerda que, en esos momentos, «la fidelidad consiste en recorrer –con la gracia de Dios– el camino del hijo pródigo»5. Reconocemos que no vale la pena vivir en la oscuridad, recordamos que estamos llamados a ser resplandor de Dios.


El gozo de la vida de un cristiano es compartir la misión con Jesús. Entonces descubrimos con profundidad quiénes somos. «El pecado es como un velo oscuro que cubre nuestro rostro y nos impide vernos claramente a nosotros mismos y al mundo; el perdón del Señor nos quita este manto de sombra y de tinieblas y nos da nueva luz»6. «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz!» (Is 60,1), dice Isaías. María protege siempre la lámpara de nuestra alma. Y si alguna vez se debilita, la enciende nuevamente con el fuego de su Hijo para que alumbre a los que necesitan su luz.


18 de septiembre de 2022

MUNDANIDAD vs HONESTIDAD

 



Evangelio (Lc 16,1-13)


Decía también a los discípulos:


— Había un hombre rico que tenía un administrador, al que acusaron ante el amo de malversar la hacienda. Le llamó y le dijo: “¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando”. Y dijo para sí el administrador: “¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que me reciban en sus casas cuando me despidan de la administración”. Y, convocando uno a uno a los deudores de su amo, le dijo al primero: “¿Cuánto debes a mi señor?” Él respondió: “Cien medidas de aceite”. Y le dijo: “Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”. Después le dijo a otro: “¿Y tú cuánto debes?” Él respondió: “Cien cargas de trigo”. Y le dijo: “Toma tu recibo y escribe ochenta”. El amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz.


Y yo os digo: haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas.


Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo mucho. Por tanto, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo vuestro?


Ningún criado puede servir a dos señores, porque o tendrá odio a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.


Nos encontramos ante un pasaje evangélico que resulta desconcertante, ya que Jesús alaba la sagacidad de alguien que, a primera vista, parece un sinvergüenza que es infiel a su patrón. Sin embargo, atendiendo a algunos pequeños detalles del relato y a lo que era frecuente en el contexto social de Palestina en aquella época, se podría aventurar una posible explicación que ayudase a entender mejor lo que dice el texto.


En el relato del capítulo 16 del evangelio de san Lucas, que es el correspondiente a este domingo, se presenta un personaje con un perfil que resultaba especialmente antipático a las gentes sencillas de Galilea o Judea: un gran terrateniente que vivía al margen de la gestión diaria de sus posesiones, y que había dejado a un hombre de su confianza con la responsabilidad de gestionarlas. De ordinario éste era quien tenía un trato diario y más personal tanto con los trabajadores del campo, como con los mayoristas que adquirían sus productos para luego venderlos por los pueblos. Con frecuencia podría estar en una situación incómoda, sin atreverse a contristar a su amo, aunque sus directrices para el trabajo no fueran justas, por una parte, y contemplando las estrecheces de la gente sencilla para sobrevivir, por otra.


Por lo que aquí se cuenta, se podría interpretar que este administrador tenía unos enemigos que, para quitárselo de en medio, se dirigieron a su amo acusándolo “de malversar la hacienda”. El dueño, por su parte, puede que fuese imprudente por fiarse de los delatores, y llamó directamente a su administrador para pedirle rendición de cuentas, con la decisión tomada de que ya no podría seguir administrando. Parece que se decidió a removerlo de su cargo sin esperar a comprobar si eran ciertas las acusaciones.


Los oyentes de Jesús, al oír al Maestro, tal vez se pusieran inconscientemente de parte del administrador, y más al escuchar el modo en que reaccionó. Fue llamando a los deudores, proponiéndoles cambiar el recibo donde se establecía su deuda, esto es, el precio global que debía pagar en su momento por lo que habían recibido en préstamo. En ese precio se incluía la cantidad prestada, pero con frecuencia se sumaban también de modo abusivo unos intereses, a pesar de que en la legislación bíblica estaba prohibido hacerlo, según se establece en el libro del Éxodo: “Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que vive contigo, no te portarás con él como un usurero; no le exigirás intereses” (Ex 22,24).


Cuando el administrador les propone fijar en los nuevos recibos sólo la cantidad que habían recibido prestada, sin los intereses desmesurados que el propietario les había impuesto (en un caso del cien por cien, y en el otro del veinticinco por ciento), se sentirían, sin duda aliviados, y verían en la infidelidad del administrador respecto a su amo una muestra de honradez, que le abría a ese hombre la puerta para unas buenas relaciones en el futuro, basadas en la confianza de su justicia.


El administrador, siendo infiel a su amo, se hace amigos con las riquezas “injustas” (las que injustamente su patrón quería obtener con la usura). Jesús da por supuesto que no merece alabanza todo su comportamiento, pero lo pone como modelo de inteligencia y sagacidad en la gestión de situaciones complicadas, en un ambiente corrupto. Enseña así a sus oyentes que, para llegar a las “moradas eternas”, a la gloria del cielo, cuando se vive en el mundo real, muchas veces injusto, se requiere prudencia, astucia y actuar con rectitud.


Dice el Papa Francisco que, con esta narración, Jesús “nos lleva a reflexionar sobre dos estilos de vida contrapuestos: el mundano y el del Evangelio. (…) La mundanidad se manifiesta con actitudes de corrupción, de engaño, de abuso (…). En cambio el espíritu del Evangelio requiere un estilo de vida serio –¡serio pero alegre, lleno de alegría!–, serio y de duro trabajo, basado en la honestidad, en la certeza, en el respeto de los demás y su dignidad, en el sentido del deber. Y ¡esta es la astucia cristiana! (…) Fuerte y categórica es la conclusión del pasaje evangélico: ‘Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro’ (Lc 16, 13). Con esta enseñanza, Jesús hoy nos exhorta a elegir claramente entre Él y el espíritu del mundo, entre la lógica de la corrupción, del abuso y de la avidez, y la de la rectitud, de la humildad y del compartir”[1].