"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de septiembre de 2022

Volver siempre a Dios.

 


Evangelio (Lc 10, 13-16)


"¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo en el Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras.


Y tú, Cafarnaúm, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender!


Quien a vosotros os oye, a mí me oye; y quien a vosotros os desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado.


- La conversión a la que nos llama Jesús.

- Volver siempre a Dios.

- Pedir el salto de la fe.


JESÚS, precisamente porque conoce lo más profundo de nosotros, nunca anuncia un Evangelio complaciente; es decir, no pretende ofrecernos un atajo para alcanzar la paz, el éxito o la victoria tal y como el mundo entiende esos conceptos. Nos quiere felices y, por eso, en muchos pasajes se muestra exigente: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo, en el Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender!» (Lc 10,13-15).


El Señor pronuncia aquellas fuertes palabras porque estas ciudades no han querido reconocer el verdadero sentido de las maravillas que Dios hizo en ellas. Aunque han presenciado milagros, no han acogido la salvación ofrecida por Cristo; es decir, no han pedido perdón por sus pecados, ni han respondido a la llamada a hacer penitencia. «La penitencia interior –recuerda el Catecismo– es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia»1.


Esa conversión a la que Jesús nos llama no consiste en la ausencia de errores. Se trata más bien de una lucha constante, con humildad e incluso buen humor. Como recuerda san Josemaría: «Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos»2.


EN MUCHAS ocasiones Jesús muestra su sorpresa ante la incredulidad de los apóstoles. «¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?» (Mt 8,26), les pregunta cuando temen que la barca se pueda hundir en la tormenta con él a bordo. «Hombres de poca fe. ¿Por qué vais comentando entre vosotros que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis?» (Mt 16,8-9), les señala en otro momento, después de que colaboraron con él en dos multiplicaciones de panes y de peces. Y a Pedro, cuando vacila después de haber caminado sobre las aguas, le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31).


La vida de los discípulos, como la de toda persona, está compuesta de luces y sombras, de subidas y bajadas. Tenemos momentos en los que reconocemos claramente la acción de Dios, y entonces experimentamos ilusión e impulso: nos sentimos en el lugar correcto, capaces de cualquier cosa, porque notamos especialmente la cercanía de Jesús. Sin embargo, también pueden haber tormentas que nos hacen olvidar que tenemos al Señor en nuestra barca; o a veces sopla tanto viento que nos hundimos porque nos olvidamos de que la fuerza de Dios es la que nos sostiene.


Son precisamente esas circunstancias las que nos ayudan a ser humildes, a reconocer que todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido de nuestro Padre Dios. Nos recuerdan la necesidad que tenemos de volver siempre al Señor para experimentar su amor, pues él «no busca cristianos que nunca duden y siempre hagan alarde de una fe segura»3; él premia la humildad. Jesús no se cansa de nosotros: «Él siempre vuelve: cuando se cierran las puertas, vuelve; cuando dudamos, vuelve; cuando, como Tomás, necesitamos encontrarlo y tocarlo más de cerca, vuelve»4.


JESÚS se conmueve cuando encuentra una fe viva. Así ocurre cuando la hemorroísa se acerca en medio de la muchedumbre para tocar su manto, con la esperanza segura de que será curada: «Tu fe te ha salvado» (Mt 9,22). Cuando la cananea pide la curación de su hija, se encuentra en un primer momento con la negativa del Señor; pero después de tanta insistencia Jesús exclama: «¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Y cuando el centurión le dice que basta su palabra para que el criado quedase sano, Jesús «se admiró y les dijo a los que le seguían: “En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande”» (Mt 8,10).


«La fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real»5. Jesús se emociona al ver a estas personas precisamente porque han dado ese «salto». Dejaron a un lado sus propias seguridades y se lanzaron a la seguridad que ofrece Dios. En un principio suponía un «riesgo» porque tenían que enfrentarse a no pocas dificultades: la muchedumbre que impedía llegar hasta él, las negativas del mismo Jesús, el hecho de no pertenecer al pueblo judío… Pero las enfrentaron con una osadía que conquistó el corazón del Señor.


De entre todos los ejemplos de fe de las Escrituras, ninguno conmovió tanto a Dios como el de la Virgen. Esa fe hizo que santa Isabel exclamara: «Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Podemos pedir junto a san Josemaría: «¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»6.