"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de octubre de 2022

Una lógica de humildad y caridad.

 


Evangelio San Lucas 14,12-14

En aquel tiempo, Jesús dijo a uno a de los principales fariseos que lo había invitado:

«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».


PARA TU ORACION


- Una lógica de humildad y caridad.

- El valor de lo pequeño y de lo grande.

- Para recibir los dones de Dios.


JESÚS había sido invitado a comer en casa de un fariseo de posición relevante. Después de animar a los comensales a no buscar siempre los mejores puestos en la mesa (cfr. Lc 14,8-11), se dirige a su anfitrión y le dice: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado» (Lc 14,13). Si antes habló a los asistentes de humildad, ahora quiere mostrar que esta va también acompañada de la caridad.

Puede desconcertar que Jesús comente estas enseñanzas justo en un banquete. Sin embargo, aprovecha esta ocasión para transmitir lo que él mismo hará más adelante: entregarse en la cruz con la máxima humildad y sin esperar retribuciones. Desea que sus oyentes entren en esa nueva lógica, contraria a la que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, y que es la que nos lleva a la verdadera felicidad. Como decía san Josemaría: «Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz»[

«¡No tengas miedo! –les decía san Juan Pablo II a un grupo de jóvenes en Suiza–. Dios no se deja vencer en generosidad. Después de casi sesenta años de sacerdocio, me alegra dar aquí, ante todos vosotros, mi testimonio: ¡es muy hermoso poder consumirse hasta el final por la causa del reino de Dios! (...). Llevad en vuestras manos la cruz de Cristo; en vuestros labios, las palabras de vida; y en vuestro corazón, la gracia salvadora del Señor resucitado»


«CUANDO DES un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte», dice Jesús. «Te pagarán en la resurrección de los justos» (Lc 14,14). Sabemos que, de una forma misteriosa, la resurrección será la forma de pagar de Dios; recuperaremos lo que hemos entregado, pero de una manera plena. Aparentemente entregamos la vida, pero en realidad es para recibirla nuevamente de manos de Dios Padre: «El mismo Dios en persona es el premio y el término de todas nuestras fatigas», dice santo Tomás de Aquino.

Jesús, en este pasaje del evangelio, nos anima a liberarnos incluso del posible agradecimiento legítimo; no se trata tanto de rechazarlo, sino de que no sea el verdadero motivo por el que actuamos. El Señor nos invita a descubrir su misma forma de querer y de entregarse a los demás, sin cálculos de prestaciones y contraprestaciones. Quien ama de esta manera disfruta mucho más del amor, pues lo recibe también libremente, sin imposiciones ni coacciones.

San Josemaría, al considerar la gratuidad del amor de Dios hacia los hombres, pudo ponderar el inmenso valor de todo lo que hacemos, ya que ni lo pequeño ni lo grande puede equipararse con lo que hemos recibido. «Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías –esas pequeñeces– se hacen cosas grandes, porque es grande el amor»


A VECES, por una mentalidad que difícilmente entra en la lógica de la gratuidad, nos puede resultar difícil acoger la incondicionalidad del amor divino. Podemos pensar que nuestros méritos y esfuerzos son los únicos caminos legítimos para conseguir algo de valor. Por estar inmersos en una lógica comercial, solamente humana, puede suceder que el «corazón se encoge, se cierra y no es capaz de recibir tanto amor gratuito». Por eso, podemos pedir al Señor: «Que nuestra vida de santidad sea ensanchar el corazón, para que la gratuidad de Dios y los dones de Dios que están ahí y que él quiere regalarnos, lleguen a nuestro corazón».

En el Evangelio leemos que Jesús, a su banquete, invitaría a quienes no pueden pagarle en la tierra. Y tiene sentido, porque ¿cómo se puede pagar a Dios lo que nos da en la Eucaristía, en la Confesión, en los sacramentos y en todos sus dones? Prepararse interiormente para recibir los sacramentos no entra en la lógica de pagar lo que él hace por nosotros, sino en la de ensanchar nuestra alma para que esos regalos llenen nuestra vida y nos lleven a amar como él.

Dice san Josemaría que «el Señor no tenía un corazón seco, tenía un corazón de hondura infinita que sabía agradecer, que sabía amar». Jesús aprecia los pequeños y grandes detalles de amor que queremos ofrecerle. Podemos pedir a santa María que nuestro corazón sea cada vez más parecido al suyo, abierto de par en par a la gratuidad y a los planes de Dios.

30 de octubre de 2022

CON OBRAS Y DE VERDAD




Evangelio (Lc 19,1-10)

Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo:

— Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa.

Bajó rápido y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor:

— Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más.

Jesús le dijo:

— Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

Comentario

Jesús se dirige a Jerusalén. Lucas ha dedicado mucha extensión en su evangelio a hablar de este camino recorrido por Jesús que culminaría en su muerte salvadora y su resurrección gloriosa. Esta escena, que subraya el carácter salvador de Jesús, está situada casi al final de ese largo relato, cuando ya le falta poco al Maestro para llegar a la Ciudad Santa.

Jesús va de viaje, pero no pasa de largo por aquella población, saludando tal vez a alguno que otro que se cruce en su camino. Dice el evangelio que “entró en Jericó y atravesaba la ciudad” (v. 1), como deseoso de acercarse a la vida de quienes vivían allí, dando facilidades para que quien lo deseara pudiera encontrarse personalmente con él.

Uno de aquellos que querían conocerlo era Zaqueo, el “jefe de publicanos”, es decir, de los recaudadores de impuestos para los romanos. Este hombre tuvo que superar algunos obstáculos para ver a Jesús. El primero, su baja estatura que le impedía ver al Maestro cuando estaba en medio de la multitud, rodeado de gente más alta que él. Podría haberlo considerado imposible de superar y haberse resignado. Como también nosotros a veces podemos experimentar la tentación de renunciar a acercarnos a Jesús al constatar nuestra bajeza, que puede no ser física pero sí moral o anímica. Pero no desistió.

Luego tuvo que superar la vergüenza de sentirse blanco de todos los comentarios y críticas de tanta gente que le odiaba ya que colaboraba con los romanos. Pero no le importó hacer el ridículo subiéndose a un árbol, porque quería intensamente ver a Jesús. Cuando uno se propone algo en serio es capaz de hacer pequeñas locuras, y Zaqueo sentía latir con fuerza su corazón ante el único que podía quitarle de encima el peso que lo agobiaba y transformar su vida, así que “se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro” (v. 4) y cuando Jesús le habló, “bajó rápido y lo recibió con alegría” (v. 6). No tuvo miedo ni vergüenza, y se salió con la suya.

“Miremos hoy a Zaqueo en el árbol –decía el Papa Francisco-: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar”[1].

Mientras la gente miraba entre burlas, chismes y comentarios despectivos, Jesús lo miró de un modo muy distinto. Para el pueblo llano era un personaje despreciable, que se había enriquecido a costa de los demás. Pero Jesús, lo contemplaba con una mirada misericordiosa, y tenía ganas de encontrarse con él. “La mirada de Jesús –son palabras del Papa Francisco- va más allá de los pecados y los prejuicios; mira a la persona con los ojos de Dios, que no se queda en el mal pasado, sino que vislumbra el bien futuro”[2]. Por eso, cuando Jesús entra en casa de Zaqueo, puede exclamar con alegría: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (vv. 9-10).

San Josemaría meditaba esta escena del evangelio, junto con otras análogas, e invitaba a cada uno a sacar sus propias consecuencias: “Zaqueo, Simón de Cirene, Dimas, el centurión... Ahora ya sabes por qué te ha buscado el Señor. ¡Agradéceselo!... Pero ‘opere et veritate’, con obras y de verdad”[3].

29 de octubre de 2022

SER ALMAS DE ORACION





Lucas 14, 1. 7-11

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros

puestos, les decía una parábola:

«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga:

«Cédele el puesto a este”.

Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:

“Amigo, sube más arriba”.

Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».


ESTE FUE EL RATO DE ORACION DE EL PRELADO DEL OPUS DEI JUNTO A LA VIRGEN DE GUADALUPE

Acabamos de leer en el Evangelio, estas palabras en las que Jesús se lamenta de la humana dureza de corazón: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados...” (Lc 13, 31-35). El Señor encontró dificultades y oposición, que le llevaron hasta la Cruz; una Cruz aceptada por amor a nosotros, por nuestra salvación.

Siempre ha habido dificultades, también ahora, en el mundo, en la Iglesia, en la vida de cada persona, en la de cada uno de nosotros. Especialmente, Jesús se refiere expresamente a la oposición violenta a quienes son enviados por Dios. Aquí podemos reconocernos también nosotros, porque todos los cristianos somos enviados por el Señor, apóstoles, para llevar al mundo la alegría del Evangelio. Y encontramos más o menos dificultades, comenzando por nuestros propios límites y defectos.

Pero no admitamos el pesimismo ni el desánimo. En la Primera Lectura, como a los cristianos de Éfeso, san Pablo nos dirige estas palabras de aliento: “reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder” (Ef 6, 10-20). Sí, fortalezcamos nuestro ánimo mediante la fe en la asistencia, en la presencia de Dios en nosotros, reconociéndonos hijos de Dios en Jesucristo; hijos de un Dios que es amor y que todo lo sabe y todo lo puede.

San Josemaría tuvo muy grabadas en su alma estas palabras latinas: Si Deus nobiscum, quis contra nos? Es san Pablo quien lo escribió: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31). Y el Señor nos asegura, como a los Apóstoles: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin el mundo” (Mt 28, 20).

Uniéndonos a la oración de san Josemaría a la Virgen de Guadalupe en 1970, ponemos en manos de Nuestra Señora todas las necesidades del mundo, de la Iglesia, de la Obra, de cada uno de nosotros; todas las alegrías y todas las penas. Deseamos que esta oración nuestra sea expresión de una fe viva; una fe más viva que sea fundamento de una esperanza más segura y de una caridad más intensa. ¡Qué consoladoras resultan las palabras que la Virgen de Guadalupe dirigió a san Juan Diego, y que hoy sigue dirigiendo a cada uno de nosotros: “Oye y ten por entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón. ¿No estoy aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”. Nada ha de quitarnos la paz y la alegría.

Fe, esperanza, caridad, que hagan de nosotros almas de oración, como la Iglesia naciente, cuando todos perseveraban en la oración con María la Madre de Jesús (cfr. Hch 1, 14). Allí estaban lo apóstoles con Pedro a la cabeza; por eso, nuestra oración se une siempre a la del sucesor de Pedro, del Romano Pontífice. Rezamos especialmente por el Papa Francisco, que repite con frecuencia, como una oración de intercesión: “Que la Virgen Santa te cuide”.

También como los Apóstoles en Pentecostés, que salieron a conquistar el mundo para Cristo, vivamos cada día dando a nuestra existencia ordinaria un siempre nuevo sentido apostólico. En México y desde México, hasta el último rincón del mundo. Esta tierra, que ha recibido tantas bendiciones de Dios, tiene una especial responsabilidad para ser sal y luz en los cinco continentes, comenzando por los hogares de familia y los lugares de trabajo.

Y siempre, a pesar de nuestra debilidad, con la alegría de las hijas y de los hijos de Dios, con la protección y ayuda maternas de nuestra Señora de Guadalupe.

La Providencia ha querido que pueda celebrar la Santa Misa en este santuario bendito, el día de mi cumpleaños. Como solía hacer san Josemaría, extiendo mi mano para pedirles una oración al Señor, a través de la Señora del Tepeyac, por mí y por mis intenciones, que son las de la Iglesia, las de la Obra y las de cada uno de ustedes.

Así sea.

28 de octubre de 2022

Apostol Alimentan la fr

 


Evangelio (Lc 6, 12-19)

“En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles: a Simón, a quien también llamó Pedro, y a su hermano Andrés, a Santiago y a Juan, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago de Alfeo, a Simón, llamado Zelotes, a Judas de Santiago y a Judas Iscariote, que fue el traidor”.


Comentario


Al igual que en otras ocasiones, el evangelio de hoy nos muestra la conducta del Señor antes de algún acontecimiento importante: se retira a orar. En este caso pasa la noche en oración. “Cuando se hizo de día” reunió a los discípulos y, de entre ellos, eligió a los doce apóstoles. Ellos serán los testigos de las obras de Jesús y los que le darán continuidad.

El día de hoy celebramos a dos de esos doce elegidos: a Simón y Judas Tadeo (sólo Lucas lo llama Judas de Santiago, a diferencia de Mateo y Marcos que lo llaman Tadeo). Es notable la diferencia que se hace entre los discípulos y el grupo de los doce, de los Apóstoles. Será sobre ellos, sobre esas doce columnas, sobre las que el Señor articulará y construirá su Iglesia.

El Señor elige a los Apóstoles y les da el poder de continuar con la obra de la salvación, y los envía, como recuerda el Concilio Vaticano II, «a todos los pueblos para que, participando de su potestad, hicieran a todos los pueblos sus discípulos, los santificaran y los gobernaran, y así extendieran la Iglesia y estuvieran al servicio de ella como pastores bajo la dirección del Señor, todos los días hasta el fin del mundo»[1].

La fiesta y el evangelio del día de hoy nos puede servir para aumentar nuestro amor a la Iglesia de Cristo, que es apostólica porque ha sido fundada sobre los doce apóstoles; quienes, desde el comienzo, instituyeron a sus sucesores –los obispos–.

27 de octubre de 2022

«Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente»




 Evangelio (Lc 13, 31-35)


En aquel momento se acercaron algunos fariseos diciéndole:


—Sal y aléjate de aquí, porque Herodes te quiere matar.


Y les dijo:


—Id a decir a ese zorro: «Mira: expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo. Pero es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén».


»¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. Mirad que vuestra casa se os va a quedar desierta. Os aseguro que no me veréis hasta que llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.


Comentario


La predicación y los prodigios que Jesús realizó durante su vida en la tierra no dejaron indiferentes a quienes dominaban al pueblo de Israel. Su fama había llegado a los oídos de Herodes Antipas, que por entonces gobernaba en Galilea. No sería raro que la acción del rabí de Nazaret despertara inquietud en un personaje que hacía de todo por conseguir y consolidar su poder. Probablemente los fariseos aprovecharon esta situación para hacer una advertencia a Jesús, e intentar que saliera de la escena o que por lo menos limitara su predicación.


En la respuesta de Jesús a la amenaza brilla el señorío con el que se enfrenta a sus adversarios. El Señor no permite que los rumores o las maniobras de gente envidiosa frenen su labor. Él sigue adelante obrando el bien: «expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo» (v. 32), porque tiene muy clara cuál es su misión: «es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (v. 33).


Jesús nos enseña a movernos con libertad y soltura, también cuando nos enfrentamos con incomprensiones por nuestro camino. No es raro que un cristiano coherente suscite cierta inquietud a su alrededor, porque no quiere pactar con algunas prácticas abusivas o que dañan el bien común de la sociedad. Con su palabra y oración, puede ayudar a los demás a comprender su actuación e invitarlos a formar parte del cambio, para intentar que el propio entorno sea más humano y cristiano. Sin embargo, en ocasiones hay personas que se niegan a mejorar y continúan poniendo obstáculos. Siguiendo el ejemplo del Señor, en esos momentos podemos renovar la conciencia de nuestra misión, sin dejar que los comentarios de unos pocos frenen la maravillosa labor del apostolado cristiano: «es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente» (v. 33).



“No perder jamás el punto de mira sobrenatural”


Un remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención, y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural. (Surco, 853)

25 de octubre de 2022

CONSTRUIR EL EDIFICIO DE LA SANTIDAD

 



Evangelio (Lc 13 18-21)


Y decía:


—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llego a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.


—Y dijo también:


—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.


Comentario:


La acción santificadora del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida. El crecimiento de la vida interior es paulatina. Dios cuenta con el tiempo, conoce nuestra fragilidad y las dificultades que van a presentarse en nuestra vida, pero la gracia, su amor, es constante. El bien es difusivo y así es la santidad. El Señor nos pone la imagen de las aves del cielo, que vienen a posarse en las ramas de la semilla de mostaza que se ha hecho árbol. Igual ocurre con los hijos de Dios, si procuran ser fieles. Muchos acudirán a ampararse en el amor de Dios que se manifiesta en sus vidas.


Hemos de perseverar en la lucha, una lucha cotidiana, casi siempre en cosas pequeñas, que deja el alma dispuesta para recibir la semilla divina y dar fruto. No importa que nuestros deseos de santidad sean efímeros e inconstantes. Dios es tan bueno, que con un poquito de buena voluntad, construye el edificio de nuestra santidad. Solía decir san Josemaría que cada vez que hacía un acto de contrición, recomenzaba. Experimentamos constantemente nuestra imperfección, pero lejos de desanimarnos sabemos que nuestra debilidad atrae al amor divino, un amor que le lleva a clamar: "¿Puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del fruto de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré"[1].


Dios actúa como el fermento en la masa. Aplica a nuestra naturaleza caída los méritos infinitos de su Redención y la transforma, la diviniza. Así hemos de actuar nosotros en medio del mundo: ser fermento en la masa, santificando nuestras ocupaciones diarias, aprovechando esas circunstancias para crecer en santidad y santificar a los demás. La santidad consiste en amar. El fermento del amor hará emerger una nueva civilización, una nueva cultura que alboree en el mundo, llevada a cabo por los hijos de Dios, porque, como afirma el Apóstol: 'la creación espera anhelante la manifestación de los hijos de Dios'[2].


“Él nos escucha y nos responde”


“Et in meditatione mea exardescit ignis” –Y, en mi meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz. Por eso cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás aprovechado el tiempo. (Camino, 


Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que Él nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.


Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza. (Amigos de Dios, nn. 245-246)



24 de octubre de 2022

ANHELO DE PLENITUD

 


Evangelio (Lc 13, 10-17)


Un sábado estaba enseñando en una de las sinagogas. Y había allí una mujer poseída por un espíritu enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Al verla Jesús, la llamó y le dijo:


— Mujer, quedas libre de tu enfermedad


Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios. Tomando la palabra el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús curaba en sábado, decía a la muchedumbre:


— Hay seis días para trabajar, venid pues en ellos para ser curados y no un día de sábado.


El Señor le respondió:


— Hipócritas ¿cualquiera de vosotros no suelta del pesebre en sábado su buey o su asno y lo lleva a beber? Y a ésta, que es hija de Abraham, a la que Satanás ató hace ya 18 años, ¿no había que soltarla de esta atadura aún en día de sábado?


Y cuando decía esto, quedaban avergonzados todos sus adversarios, y toda la gente se alegraba por todas las maravillas que hacía.


Comentario


La mujer que nos narra el Evangelio, llevaba casi veinte años encorvada sin poderse enderezar, pero se acerca a Dios, va a la sinagoga y su enfermedad la hace humilde. Cristo, que penetra los corazones, ve en aquella mujer un alma sencilla y purificada. Se dirige a ella imponiéndole las manos y le dice: 'Queda libre de tu mal'. Es una imagen preciosa del sacramento de la misericordia de Dios, de la confesión, en el que Jesús nos libra de las ataduras del pecado, bendiciéndonos con sus manos para librarnos del mal. ¡Qué profunda alegría la que sintió aquella mujer! Podía erguirse y levantar con facilidad la mirada al cielo. Su mirada se encontró con la mirada del Señor y lágrimas de gratitud surcaron su rostro.


El Evangelio relata a continuación la reacción airada del jefe de la sinagoga, que pone por delante de la misericordia la observancia de un precepto. Una reacción que escondía hipocresía, y que contrasta con la alegría de la gente al ver las maravillas que hacía Jesús. No quiere el diablo, el enemigo de nuestra santidad, que nos acerquemos al Corazón misericordioso de Jesús y pone toda clase de obstáculos -¡hasta citando la Palabra de Dios!-, pero hemos de reaccionar con firmeza, para ir al Señor y con sencillez mostrarle los nudos que atenazan el alma, para que los desate su misericordia.



Si guardáramos algún afecto al pecado, viviríamos encorvados sin poder levantar la vista al cielo, con la mirada baja, ocupados solamente de las cosas de la tierra, como si Dios no existiese. El afecto al pecado atenaza, provoca un replegamiento sobre nosotros mismos: el horizonte de la vida se estrecha y los mejores talentos se desaprovechan. El corazón del hombre ha nacido de Dios y tiene anhelos de infinito, de él. Puede conformarse con lo efímero, pero eso no calma su sed profunda, camina en círculo sin avanzar, se traiciona a sí mismo y los intentos de dar alguna utilidad a su vida se van marchitando y acaban siendo castillos de arena. Llenemos nuestro corazón de los verdaderos anhelos que nos dan plenitud, y que nos hacen ir erguidos, con la mirada en el cielo.


LA PLENITUD SE ALCANZA EN LA ORACION


“¡Señor, que no sé hacer oración!”

Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”. (Camino, 91)


¿Cómo hacer oración? Me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. Pero yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos. Los que se mueven por la hipocresía, pueden quizá lograr el ruido de la oración -escribía San Agustín-, pero no su voz, porque allí falta la vida, y está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma (...).

No me he cansado nunca y, con la gracia de Dios, nunca me cansaré de hablar de oración. Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones -universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y seglares-, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un trato asiduo con Él. (Amigos de Dios, nn. 243-244)

23 de octubre de 2022

Todo el que se ensalza será humillado

 



Evangelio (Lc 18,9-14)


Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y que despreciaban a los demás:


— Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.


Comentario


Con la parábola del fariseo y el publicano que suben al Templo a orar Jesús nos instruye de nuevo sobre la humildad, virtud imprescindible para tratar a Dios y a los demás y “disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración”, como recuerda el Catecismo de la Iglesia (n. 2559).


El contraste entre los dos personajes de la parábola es llamativo y provocador, sobre todo porque, para la opinión pública de entonces, la figura de un fariseo sintetizaba el modelo de la virtud y la instrucción, mientras el solo nombre de publicano era ya sinónimo de pecador (cfr. p.ej. Lc 5,30) y eran tachados como impuros por trabajar para los gentiles.


Jesús presenta al fariseo orgulloso de sí mismo y con rasgos casi cómicos: reza “quedándose de pie” y más adelantado que el publicano; se dirige a Dios de forma grandilocuente; repasa la lista de sus méritos cumplidos incluso más allá de lo prescrito, como sus ayunos; y vive en constante comparación con los demás, a los que considera inferiores. El fariseo cree que reza, pero en realidad vive un monólogo “para sus adentros”, buscando su satisfacción personal y cerrándose a la acción de Dios.


En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja, porque se siente indigno de dirigirse a su Señor; y en su oración se golpea el pecho, como para romper la dureza del corazón y dejar entrar el perdón de Dios. Como señala san Agustín, “aunque le alejaba de Dios su conciencia, le acercaba a él su piedad”[1].


Jesús dibuja con perfiles tan marcados la arrogancia del fariseo que ninguno querría parecerse a él, sino más bien al publicano humilde. Sin embargo, nos acecha una forma similar de arrogancia, aunque se presente más sutil, puede filtrarse en nuestro comportamiento y en nuestra forma de orar. San Juan Crisóstomo comentaba así este pasaje: “Porque así como la humildad supera el peso del pecado y saliendo de sí llega hasta Dios, así la soberbia, por el peso que tiene, hunde a la justicia. Por tanto, aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello, perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios”[2].


Jesús dice que el publicano bajó justificado mientras el fariseo no. Señala así el fruto que se obtiene con la verdadera vida de piedad: la justificación, que en esta parábola podría traducirse como el arte de agradar a Dios, y que no consiste tanto en sentirnos seguros y mejores por el cumplimiento exacto de normas, sino más bien en reconocer ante Dios nuestra pobre condición de criaturas, necesitadas de su misericordia y llamadas a amar a los demás como Dios los ama.


De la parábola obtenemos un medio seguro para evitar la arrogancia en nuestra vida de piedad: será humilde y agradable a Dios si nos lleva a frecuentes actos de contrición y a amar a los demás. Será arrogante e infructuosa si nos hace sentirnos seguros de nuestros propósitos cumplidos y nos lleva a frecuentes juicios críticos hacia los demás. Como explica el Papa Francisco, “no es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia e hipocresía”[3]. Para evitar este mal del alma, mientras tratamos de mejorar y para vivir con un verdadero conocimiento propio, puede servirnos lo que escribió san Josemaría: “No es falta de humildad que conozcas el adelanto de tu alma. –Así lo puedes agradecer a Dios. –Pero no olvides que eres un pobrecito, que viste un buen traje… prestado”[4].


21 de octubre de 2022

Mientras somos caminantes

 Evangelio (Lc 12,54-59)

En aquel tiempo, decía Jesús a la gente:

— Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo? ¿Por qué no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?

»Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo.


Comentario

Ya en los tiempos antiguos los hombres eran capaces de predecir el tiempo climático, porque Dios los hizo partícipes, desde la creación del mundo, de su sabiduría para “interpretar el aspecto del cielo y de la tierra”. Pero los signos y prodigios que aquellos hombres veían, las enseñanzas que escuchaban eran más que suficientes para reconocer en ellos la venida del Mesías salvador. ¿De qué les podía servir a aquellas gentes conocer las cosas terrenas si no aceptaban a su Creador, venido al mundo para “reconciliar todos los seres consigo”? (Colosenses 1,20).

Con Jesús, el tiempo ha llegado a su plenitud (cf. Gálatas 4,4); la salvación y la conversión del corazón están al alcance de todos. Todo hombre, en el sagrario de su conciencia, puede discernir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. Mientras somos caminantes, Dios nunca deja de dar a sus hijos los medios para reconocerle y convertirse a él, incluso hasta el último instante de la vida terrena, como hizo con el buen ladrón, que reconoció en Jesús al Dios que le podía salvar de la muerte eterna (cf. Lucas 23,42).

Jesús nos dice que incluso el temor por una justa condena puede llegar a ser un válido motivo para cambiar de vida y reconciliarse con Dios y con el prójimo. Para ello es necesaria la humildad, abandonar la actitud hipócrita del que presume de saber mucho de la ciencia humana, pero no reconoce en el fondo de su corazón la presencia de un Dios que “no quiere la muerte del impío, sino que se convierta de su camino y viva” (Ezequiel 33,11). A propósito de la relación entre la ciencia humana y la humildad, san Josemaría escribió: “Tú, sabio, renombrado, elocuente, poderoso: si no eres humilde, nada vales. –Corta, arranca ese "yo", que tienes en grado superlativo –Dios te ayudará–, y entonces podrás comenzar a trabajar por Cristo, en el último lugar de su ejército de apóstoles”[

20 de octubre de 2022

Signo de contradiccion

 

Evangelio (Lc 12,49-53)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.

Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.


Comentario

Jesús se dirige a sus discípulos desvelándoles los deseos más profundos de su corazón: sus ansias incontenibles de dar la vida por amor a todos los hombres, amor que está simbolizado en la imagen del fuego. Jesús es luz del mundo (cf. Juan 8,12), y es también fuego y calor. Dios se presentó bajo la imagen de una zarza que ardía sin consumirse ante la admiración de Moisés (cf. Éxodo 3,2-3), manifestando así sus ansias de liberar a su pueblo de la opresión del poder del faraón. Moisés fue portador de ese fuego divino, fuego que siguió ardiendo a lo largo de toda la historia de la salvación, hasta el momento culminante en que Jesús, en el Calvario, recibió “un bautismo”, aquel que tanto ansiaba recibir, cuando murió en la Cruz, para liberar a todos de la opresión del pecado.

Cincuenta días después de aquella nueva pascua que tuvo lugar en el monte Calvario, durante la fiesta de Pentecostés, vino el Espíritu Santo sobre los discípulos bajo la forma de lenguas de fuego. Los apóstoles, llenos del Espíritu de Dios, anunciaron a Jesús, y aquel día fueron bautizadas unas tres mil almas (cf. Hechos de los Apostóles, 2). Era un nuevo bautismo, por el que aquellos peregrinos y todos los cristianos hemos recibido el fruto de la redención que nos ganó Jesús en la Cruz.

Pero Jesús sabía que ese fuego de amor salvífico iba a encontrar obstáculos, provocando división incluso dentro de una misma familia. Ya el anciano Simeón, ante Jesús niño, después de proclamarlo como salvador de todos los pueblos, anunció a María que sería también “signo de contradicción” (Lucas 2,34). Pero esa división no prevalecerá: el fuego y la luz son más intensos que el frío y las tinieblas. Los cristianos, por el bautismo, somos portadores de ese mismo fuego de Jesucristo, apóstoles, por vocación divina. Como nos dice san Josemaría: “Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”[1].

[1] San Josemaría, Camino, n. 1.



19 de octubre de 2022

PARA SER FECUNDOS

 Evangelio (Lc 12, 39-48)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».

Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»

El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».


Comentario

El evangelio de hoy, en continuidad con el de ayer, recoge las otras dos parábolas exhortando a la vigilancia. Jesús se dirige a sus discípulos enseñándoles a cuidar al pueblo de Dios a ellos encomendado. Los invita a vivir desde la lógica del amor, de la atención, de la ternura, de la vigilancia.

Todo cristiano es administrador de los misterios de Dios: de la vida que nos ha dado, del amor intratrinitario en el que vivimos -hijos de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo-, de los talentos y capacidades con los que nos ha adornado, de las personas que nos ha confiado. Y nadie nos puede sustituir en esa tarea.

Cuando nos olvidamos de que todos esos bienes nos han sido confiados, cuando pensamos que los merecemos y no nos damos cuenta de por qué los tenemos, acabamos encerrados en nosotros mismos, llenos de nuestras soberbias, de nuestras envidias, de nuestros rencores, de nuestros juicios críticos. Y, entonces, no solo no cuidamos, sino que acabamos maltratando a los demás, incapaces de mirarlos con la mirada de Cristo.

Como señala Benedicto XVI, esta vigilancia significa “de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe”[1].

Jesús quiere que nuestra existencia sea fecunda, que no bajemos la guardia, para recibir con gratitud y maravillados todos los tesoros de su corazón. Quiere que estemos vigilantes para poner al servicio de los demás nuestros talentos y capacidades, nuestra sonrisa, nuestro perdón, nuestro trabajo diario, nuestra vida de fe, esperanza y amor.

Cristo nos presenta la vida como una misión: estar «al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida». Nuestra vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, o más bien, para alguien: para nuestras familias, nuestras amistades, nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos. De nuestro cuidado depende, en gran medida, la felicidad eterna de esas personas

18 de octubre de 2022

SAN LUCAS

 


Evangelio (Lc 10, 1-9)

Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:

- La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”.

Comentario

La liturgia celebra hoy la fiesta de san Lucas, autor del tercer evangelio y de los Hechos de los Apóstoles, y a quien san Pablo se dirige como “el médico amado” (Col 4,14). Gracias a él conocemos algunas de las enseñanzas más emblemáticas y profundas del Señor, como la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano. A lo largo de su evangelio, Lucas nos da a conocer el rostro misericordioso del Señor que busca a todos, hombres y mujeres, judíos y gentiles, publicanos y pecadores. Al mismo tiempo, es el evangelio de la oración -cuya importancia subraya una y otra vez- (3,21; 5,16; 6,12; 9,18.28-29; 11,1; 22,41.44-45 etc), como queriendo señalar que la misión de buscar a la oveja perdida sólo es posible si se tiene una viva relación y diálogo con nuestro Padre Dios.

El evangelio de hoy es una pequeña muestra de esto. Nos presenta un momento crucial en la vida pública de Jesús, que es la extensión de su misión a los discípulos. El Maestro, luego de prepararlos y darles el ejemplo, los manda para que extiendan y den conocer a todos las noticias sobre el Reino de Dios. Lucas nos cuenta que Jesús quiere difundir su mensaje en todas las direcciones y envía cada vez a más personas a “sembrar la semilla” (8,5). En el capítulo anterior, enviaba a los 12 (9,1); un poco más adelante, envía a unos mensajeros (9, 53); aquí, otros 72 son enviados a la misión.

Este envío fue el inicio de la difusión del buen olor de Cristo que tantos cristianos y cristianas harían por el mundo. Jesús los envía recordándoles, sin embargo, que la oración es el modo de llevar adelante nuestra tarea, ya que es Dios quien llama personalmente a los operarios, es Dios el que nos dice como y cuando sembrar la semilla, es Dios el que nos enciende en deseos de que muchas personas conozcan la gracia y alegría de la fe.

San Josemaría, al considerar la tarea común de difundir el evangelio, nos invitaba a meditar: “Veíamos, mientras hablábamos, las tierras de aquel continente. —Se te encendieron en lumbres los ojos, se llenó de impaciencia tu alma y, con el pensamiento en aquellas gentes, me dijiste: ¿será posible que, al otro lado de estos mares, la gracia de Cristo se haga ineficaz? Luego, tú mismo te diste la respuesta: El, en su bondad infinita, quiere servirse de instrumentos dóciles (Surco, n. 181).

Pidamos hoy, en la fiesta de san Lucas evangelista, muchos obreros para la mies, que sepan estar muy unidos a Dios por la oración y plenamente dispuestos a ponerse en sus manos para la misión que les tenga encomendada.


17 de octubre de 2022

Sois una carta de Cristo

 


Evangelio (Lc 12, 13-21)


En aquel tiempo, le dijo uno de la gente: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».


Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».


Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».


Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”.


Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.


Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”.


Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».



Para tu oración personal

La relación con Dios en nuestra oración está íntimamente unida a todas nuestras acciones en la vida cotidiana. Lo señaló Jesús en su predicación y lo recordaba siempre san Josemaría.


obstáculo insuperable en el amor a Dios y en nuestro camino de identificación completa con él, nos llena de esperanza. Y nos llena también de estupor: ¿cómo es posible que sea verdad ese grito —una vez más de san Pablo— que asegura que nada «podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39)?


La respuesta, que solo la oración nos permite percibir de modo completo, se encuentra en la primacía de la iniciativa divina: es Dios quien nos busca y nos atrae. El apóstol Juan, ya en los últimos años de su vida, lo recordaba con emoción: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Hacer oración es, pues, hacerse conscientes de que estamos en buenas manos y que nuestro amor –siempre imperfecto— es solo correspondencia al amor de Dios que nos precede, nos acompaña y nos sigue. La contemplación de ese amor es el mayor estímulo para recorrer ese plano inclinado de la identificación profunda con Jesucristo.


Para crecer siempre en el amor


Normalmente, en la vida cristiana, el paso del tiempo va unido al crecimiento personal. Por ello, la correspondencia al amor de Dios que ansiamos en la oración se suele manifestar en deseos de mejora, en un anhelo firme de apartar de nosotros lo que nos aparte de Cristo. De ahí que, quizá con relativa frecuencia, se nos haya enseñado a hacer oración de examen, pidiendo luz para detectar lo que no es propio de nuestra condición de hijos de Dios; hemos aprendido a formular propósitos concretos para –contando siempre con la ayuda de la gracia– aspirar a agradar al Señor, superando aspectos de nuestra vida que nos apartan aunque sea poco de él.


Sabemos muy bien que ese examen y esos propósitos no son un modo de querer conquistar las cosas por nuestra cuenta, sino que se trata de la manera verdaderamente humana de amar: quien desea agradar en todo a la persona amada se esfuerza por alcanzar la mejor versión de sí mismo. Sabiendo que Dios nos quiere como somos, deseamos amarle como él merece. Por eso buscamos, con una saludable tensión, luchar cada día un poco. No queremos caer en la tentación –¡tan fácil!– de justificar nuestras debilidades, olvidando que con su muerte y resurrección Cristo nos ha obtenido la gracia suficiente para vencer nuestros pecados[2].


Cuando san Josemaría era un joven sacerdote, muchos obispos le pedían que predicara durante días de retiro espiritual o ejercicios espirituales. Entonces, algunos le acusaron de predicar «ejercicios de vida y no de muerte»[3]. Estaban acostumbrados a que, en aquellas jornadas, se reflexionase sobre todo en el destino eterno de cada uno y se sorprendían de que san Josemaría hablase también muy ampliamente sobre cómo vivir coherentemente la propia vocación. Esto pone de manifiesto una importante característica de la misión del Opus Dei: enseñar a materializar la vida espiritual, evitando que la oración se convierta en una dimensión independiente y aislada en la vida de las personas; o, como dice san Josemaría, «apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas»[4].


Aunque en nuestros ratos de oración no siempre experimentemos sensiblemente el amor de Dios –algunas veces sí que lo haremos– en realidad está allí siempre presente y operante. Si a ese amor sumamos la lucha en lo que el Señor nos vaya indicando, nuestra vida –nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras intenciones, nuestras obras– se transformará progresivamente. Llegaremos a ser para los demás Cristo que pasa, ipse Christus.


Amarle en el prójimo


En una ocasión, un escriba preguntó a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Recordamos muy bien su respuesta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es como este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-38). De esta manera, con pocas palabras, Jesús explicó para siempre la unión del amor a Dios con el amor al prójimo. Y se trata de una enseñanza que el Señor quiso seguir insistiendo hasta los últimos instantes antes de subir definitivamente al cielo. Incluso cuando, ya resucitado, se encuentra con Pedro a orillas del mar de Galilea, Jesús responde a las promesas de amor de quien fuera el primer Papa con un invariable: «Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21,15-17).


El motivo último de la unión de ambos mandamientos y, por tanto, de la necesidad de aprender a amar a Cristo en los demás, la encontramos explicado por el mismo Jesús con gran fuerza en la descripción que hace del juicio final. Allí pone de manifiesto que la razón se encuentra en la unión profunda que él ha establecido con cada hombre: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25,35). En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[5]. Es imposible amarle sin amar también al prójimo, sin aprender a amarle también en el prójimo.


La oración, cuando es auténtica, nos lleva a preocuparnos de los demás; de los que tenemos más cerca y de los que más sufren. Nos lleva a saber convivir con todos y a dar cabida en nuestro corazón también a los que no piensan como nosotros, procurando siempre su bien, con frecuentes detalles de servicio. En ella encontramos fuerzas para perdonar y luces para amar cada vez mejor y de modo más concreto a todos, saliendo de nuestros egoísmos y comodidades, sin temor a complicarnos santamente la vida. Como nos recuerda el papa Francisco, «el mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia»[6]. Adquirir un corazón compasivo y misericordioso, como el de Jesús —imagen perfecta del corazón del Padre— es el fruto último de nuestra vida de oración, señal cierta de nuestra identificación con Cristo.


16 de octubre de 2022

DEJARNOS ACOMPAÑAR EN LOS MALOS MOMENTOS

 


Evangelio (Lc 18,1-8)


Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo:


— Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».


Concluyó el Señor:


— Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?


Comentario


En el capítulo anterior del Evangelio de san Lucas, Jesús había hablado sobre la llegada del Reino de Dios en la parusía, al fin de los tiempos. Continuando con el mismo tema, ahora se pregunta: “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (v. 8). ¿Por qué Jesús se pregunta eso? Con esta parábola que acabamos de leer hace notar que muchos de sus seguidores, gente que reza, quizá no tengan una fe tan bien formada ni tan sólida como ellos piensan, y quiere enseñarles algo.


El problema es muy actual. ¿No nos ha sucedido alguna vez que, ante una necesidad que consideramos urgente, acudimos a pedir ayuda al Señor en nuestra oración, y no tenemos respuesta? Jesús es consciente de que así sucede muchas veces, y también que hay personas que al no obtener pronto lo que están solicitando se desaniman, desconfían del poder de la oración, e incluso se quejan de Dios y se apartan de él.


Pensando en ellos y en nosotros, Jesús propone una parábola con dos protagonistas: un juez inicuo y una pobre viuda a la que no le hacía caso. El juez debería escuchar a las partes y dictar una sentencia justa según la Ley de Moisés. Los jueces, según el libro del Éxodo, tenían que ser “hombres probados, temerosos de Dios, hombres fieles y honrados” (Ex 18,21), pero este era un personaje inicuo, sin escrúpulos. Por su parte, las viudas que carecían de recursos, eran junto con los huérfanos y los extranjeros, las personas más débiles y desprotegidas de la sociedad, y por eso dice el libro del Deuteronomio que Dios mismo “hace justicia al huérfano y a la viuda y ama al extranjero” (Dt 10,18). La mujer viuda de esta parábola, al ver el poco caso que el juez le hace, recurre al único procedimiento que tiene a su alcance: insistir una y otra vez, con perseverancia, incluso con pesadez, hasta que logra doblegar la actitud del juez. Éste, harto de escuchar sus ruegos, termina por acceder a aquello que ni el respeto a Dios ni a los hombres, habían logrado: “como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme” (v. 5).


“Por lo tanto -comenta el Papa Francisco-, aprendamos de la viuda del Evangelio a orar siempre, sin cansarnos. ¡Era valiente esta viuda! Sabía luchar por sus hijos. Pienso en muchas mujeres que luchan por su familia, que rezan, que no se cansan nunca. Un recuerdo hoy, de todos nosotros, para estas mujeres que, con su actitud, nos dan un auténtico testimonio de fe, de valor, un modelo de oración”[1].


Jesús extrae la conclusión de esta parábola siguiendo el procedimiento rabínico del qal wa-jómer, que es un argumento a fortiori: si sucede esto… con mucha más razón ocurrirá esto otro. Si un juez injusto se mueve ante la insistencia, Dios, que es justo y además Padre misericordioso, ¿cómo no hará justicia a sus hijos cuando acuden confiadamente a él?


Jesús nos asegura que Dios nos oye desde el primer momento, aunque tengamos momentos de cansancio y desaliento cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero la oración no es una varita mágica que hace realidad todo lo que se nos antoja. El Señor nos escucha siempre y conoce nuestras dificultades, pero sabe mejor que nosotros lo que necesitamos, y que a veces es mejor que dilate su respuesta para darnos el tiempo necesario para discernir lo que nos conviene más. Mons. Fernando Ocáriz nos enseña que “emprender cada día una vida de oración es dejarnos acompañar, en los buenos y en los malos momentos, por quien mejor nos comprende y nos ama. El diálogo con Jesucristo nos abre nuevas perspectivas, nuevas maneras de ver las cosas, siempre más esperanzadoras”[2].


“Sólo en el Cielo están los perfectos”

¡Que el otro está lleno de defectos! Bien... Pero, además de que sólo en el Cielo están los perfectos, tú también arrastras los tuyos y, sin embargo, te soportan y, más aun, te estiman: porque te quieren con el amor que Jesucristo daba a los suyos, ¡que bien cargados de miserias andaban! –¡Aprende! (Surco, 758)


Te quejas de que no es comprensivo... –Yo tengo la certeza de que hace lo posible por entenderte. Pero tú, ¿cuándo te esforzarás un poquito por comprenderle? (Surco, 759)


¡De acuerdo!, lo admito: esa persona se ha portado mal; su conducta es reprobable e indigna; no demuestra categoría ninguna.


–¡Merece humanamente todo el desprecio!, has añadido.


–Insisto, te comprendo, pero no comparto tu última afirmación; esa vida mezquina es sagrada: ¡Cristo ha muerto para redimirla! Si Él no la despreció, ¿cómo puedes atreverte tú? (Surco, 760)


Verdaderamente la vida, de por sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. –Pero eso contribuirá a hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios: y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean. (Surco, 762)

15 de octubre de 2022

ESPIRITU SANTO ES EL QUE SANTIFICA

 



Evangelio (Lc 12, 8-12)


Os digo, pues: Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios.


Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará.


Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir».


Comentario


Hoy leemos, en el Evangelio, unas palabras de Jesús que pueden suscitar interrogantes a quienes las leen: “al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará”.


El dicho del Señor es de una enorme profundidad y difícil de entender. En cualquier caso, subraya la centralidad del Espíritu Santo. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo”[1].


Acoger al Espíritu Santo es acoger la vida. Rechazar el Espíritu Santo es rechazar la vida. No es que no haya perdón por parte del Señor, sino que al rechazar al Espíritu Santo se rechaza la salvación.


Y, al acoger al Espíritu Santo se acoge la salvación. Como dijo en una ocasión san Juan XXIII: “¡Oh, cada uno de los santos es una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo!”[2].


Hagamos nuestro el consejo de san Josemaría: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar»[3].


Es, como nos dice Jesús, el que nos enseña todo: “El Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir”.


El Paráclito nos va guiando por la vida para que luchemos por hacer el mayor bien que podamos. Porque como enseña san Pablo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Romanos 5, 5). El modo más habitual de su actuación son sus inspiraciones que se escuchan en la intimidad del corazón. Muchas veces serán cosas pequeñas: una pequeña mortificación, una sonrisa, acabar bien un trabajo, etc. Así nos va guiando a la plenitud de la vida cristiana.


San Josemaría recordaba a menudo que el don del Espíritu Santo no es un recuerdo del pasado, sino un fenómeno siempre actual. «También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado al Espíritu Santo»[2]. En el bautismo primero, y después en la confirmación, hemos recibido la plenitud del don de Dios, la vida de la Trinidad.


Descubrir al Paráclito


El Don de Dios, la Salvación que recibimos, no es una cosa, sino una Persona. Por eso, toda la vida cristiana nace de la relación personal con el Dios que viene a habitar en nuestros corazones. Es esta una verdad conocida: se encuentra en el fundamento de la vida de fe. Sin embargo, puede ser también algo que hayamos de descubrir.


«A lo largo del año 1932 asistimos a un fuerte desarrollo de la devoción al Espíritu Santo en san Josemaría», señala uno de los mejores conocedores de su obra[3]. Después de meses procurando tratar más al Paráclito, recibe una particular luz que le abre un nuevo panorama, como sabemos por una anotación de ese mismo día:


«Octava de todos los Santos –martes– 8-XI-32: Esta mañana, aún no hace una hora, mi P. Sánchez me ha descubierto ‘otro Mediterráneo’. Me ha dicho: ‘tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale’. Y desde Leganitos, haciendo oración, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa verdad de su presencia. Han sido precisas las palabras del P. Sánchez: siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte –Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!...[4].


"DIOS ES EL QUE TE ‘PRIMEREA’. UNO LO ESTÁ BUSCANDO, PERO ÉL TE BUSCA PRIMERO" (PAPA FRANCISCO)


En estas notas, san Josemaría recoge el itinerario espiritual por el que Dios le había ido llevando: el descubrimiento de la filiación divina, la mediación de María hacia Jesús, el tesoro de la amistad de Cristo… hasta tomar conciencia de la presencia del Amor de Dios dentro de él. Como escribió muchos años más tarde, llega un momento en que el corazón necesita «distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. (…) Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!»[5]


Que el Espíritu Santo habita en el alma del cristiano es algo que él ya sabía, pero no lo había captado todavía como algo vivido, experimentado en profundidad. Con ocasión de aquellas palabras de su director espiritual, se abre ante sus ojos un nuevo horizonte, algo que no solamente entiende, sino que sobre todo vive: «siento el Amor dentro de mí». Ante esa maravilla, se enciende en deseos de corresponder, poniéndose a disposición de ese Amor: «quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender...» Y frente al miedo de no ser capaz, de no estar a la altura, se yergue la seguridad de que es Dios quien lo hará, si él le deja.

14 de octubre de 2022

Nada hay oculto que no sea descubierto

 



Evangelio (Lc 12, 1-7)


En esto, habiéndose reunido una muchedumbre de miles de personas, hasta atropellarse unos a otros, comenzó a decir sobre todo a sus discípulos:


—Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Nada hay oculto que no sea descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Porque cuanto hayáis dicho en la oscuridad será escuchado a la luz; cuanto hayáis hablado al oído bajo techo será pregonado sobre los terrados.


»A vosotros, amigos míos, os digo: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no pueden hacer nada más. Os enseñaré a quién tenéis que temer: temed al que después de dar muerte tiene potestad para arrojar en el infierno. Sí, os digo: temed a éste. ¿No se venden cinco pajarillos por dos ases? Pues bien, ni uno solo de ellos queda olvidado ante Dios. Aún más, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No tengáis miedo: valéis más que muchos pajarillos.


Comentario


“Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”. El Señor busca personas que luchen por ser coherentes, que procuren vivir en unidad de vida.


El dicho de Jesús recuerda a la alabanza que hizo a Natanael cuando se lo presentó Felipe: “Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez” (Juan 1, 47)


A los que le escuchan y a nosotros nos ayuda a caminar cara a Dios: “nada hay oculto que no sea descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Porque cuanto hayáis dicho en la oscuridad será escuchado a la luz; cuanto hayáis hablado al oído bajo techo será pregonado sobre los terrados”.


Espera Jesús de nosotros la sencillez del niño que se sabe delante de su padre y que no tiene nada que temer.


Como escribía san Josemaría en Camino: “Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.


Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.


¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!


Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos”[1].


“¿No se venden cinco pajarillos por dos ases?... No tengáis miedo: valéis más que muchos pajarillos”.


Con esa sencillez hemos de caminar delante de Dios sin dejarnos engañar cuando el diablo trate de llevarnos por la senda de la hipocresía, del miedo, del disimulo cuando no hagamos bien las cosas.