«VEN, SEÑOR, y no tardes»[1]. La oración de la Iglesia se llena estos días del deseo de la venida de Cristo, el Mesías esperado, Redentor nuestro. He aquí que el Señor vendrá para salvar a su pueblo; bienaventurados los que estén preparados para salir a su encuentro (cfr. Za 14,5). Durante largos siglos, la esperanza de los hombres aguardó la llegada del Redentor. Al ver ahora tan próximo el misterio de su nacimiento, queremos llenarnos de esos deseos por salir al encuentro del Señor con aquella misma esperanza.
Con la encarnación de su Hijo unigénito, Dios nos ha mostrado su infinito amor: «¿Cuál es la causa de la venida del Señor, sino mostrar su amor hacia nosotros?»[2]. Y se trata de un amor de Padre, porque lo hizo «a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4,4-5).
El Señor llega a la tierra para colmarnos de gracias: «No te pido pago alguno por lo que te doy –nos dice–, antes yo mismo quiero ser tu deudor, por el solo título de que quieras beneficiarte de todo lo mío. ¿Con qué puede compararse este honor? Yo soy padre, yo hermano, yo esposo, yo casa, yo manjar, yo vestido, yo raíz, yo fundamento; todo cuanto quieras soy yo; no te veas necesitado de cosa alguna. Hasta te serviré, “porque vine a servir y no a ser servido” (Mt 20,28). Yo soy amigo, y miembro y cabeza, y hermano y hermana y madre; todo lo soy, y sólo quiero contigo intimidad. Yo, pobre por ti, mendigo por ti, crucificado por ti, sepultado por ti; en el cielo, por ti ante Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí: hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres?»[3].
Toda la vida de Jesús es una genuina expresión de este amor sin límites, de su entrega por nosotros. Los que se acercaron a Jesús pudieron comprobarlo sobradamente. El evangelio de hoy nos habla de una muchedumbre que acude a Jesucristo para presentarle sus necesidades: «Cuando Jesús se marchó de aquel lugar, vino junto al mar de Galilea, subió al monte y se sentó allí. Acudió a él mucha gente que traía consigo cojos, ciegos, lisiados, mudos y otros muchos enfermos, y los pusieron a sus pies, y él los curó» (Mt 15,29-30). Ninguna de nuestras necesidades deja indiferente a Jesús. Todo lo nuestro es un continuo llamado a su corazón; nuestras alegrías y nuestras inquietudes le impulsan a venir a nuestro encuentro.
¡TAN a gusto se encontraba la muchedumbre junto a Jesús que apenas se dieron cuenta de que llevaban con Él tres largos días! Y el Señor se conmueve. «Me da mucha pena la muchedumbre –dice a sus discípulos–, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino» (Mt 15,32). El cariño de Jesús no se fija solo en los grandes problemas sino también en las necesidades de la vida ordinaria; no predica solamente una bella doctrina sino que la vive cuerpo a cuerpo.
La preocupación de Jesús es creativa, le lleva a imaginar los problemas que cada uno puede tener cuando se encuentre camino a casa; no se conforma con haberles atendido durante aquellos momentos en los que se acercaban hasta Él, aunque hayan sido tres días enteros. Y esta inquietud por la felicidad del otro le impulsa a actuar. Con su infinito poder multiplica milagrosamente unos pocos panes y algunos peces, lo único que tenía en ese momento al alcance de la mano, y pide a sus discípulos que los repartan entre la multitud (cfr. Mt 15,35-37). El Señor da de comer a la muchedumbre hambrienta para que no desfallezca en el camino.
Hoy, como entonces, Jesús se conmueve de frente a nuestras necesidades y nos ayuda a resolverlas. No quiere que desfallezcamos, tampoco por falta de alimento espiritual. Si en aquel tiempo el Señor se sentó en el monte a aguardar a quienes quisieran acercarse y les ofreció pan para alimentar sus cuerpos, hoy en cambio nos espera en el Pan eucarístico. Podemos acudir nosotros también a Jesús para presentarle nuestras necesidades, nuestras alegrías y nuestros ideales. Nos sentiremos tiernamente amados y se nos pasarán los días junto a Él.
«Y COMIERON todos y quedaron satisfechos. Con los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas» (Mt 15,37), concluye el relato, aclarando que se trataba de más de cuatro mil personas. Contemplar la magnitud de la generosidad del Señor nos puede ayudar a disponernos lo mejor posible para acoger las gracias que quiere otorgarnos en este tiempo de Adviento; mirar cómo reparte sus dones a manos llenas, hasta hacer que rebosen los recipientes, nos llena de esperanza. Ven, Señor –le decimos–, que nuestro corazón te espera. Ven, que nuestro vacío quiere llenarse, hasta los bordes, de ti.
En la primera lectura de la Misa leemos la promesa del banquete mesiánico que Dios dispone para los hombres. «El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos, en este monte, un banquete de sabrosos manjares, un banquete de vinos añejos, manjares suculentos, y vinos exquisitos. Y eliminará en este monte el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, y el manto que recubre todas las naciones. Eliminará para siempre la muerte. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y apartará el oprobio de su pueblo en toda la tierra, porque ha hablado el Señor. Aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios. En Él esperábamos para que nos salvara; es el Señor, en quien esperábamos: exultemos y gocémonos de su salvación”» (Is 25,6-9).
Este festín divino se hace realidad, cada día, en la sagrada comunión. Por eso, si nos parece lógico poner el mayor empeño posible en prepararnos para recibir al Niño que nacerá en Belén, lo mismo sucede con nuestra espera para cada encuentro diario de la Eucaristía. San Josemaría tenía presente esta realidad, que le llevaba a dedicar la mitad de su jornada a pensar en la Misa que celebraría el día siguiente: «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida? –Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle»[4].
La comunión espiritual puede ser una magnífica expresión de la impaciencia con que nos acercamos cada día a recibir al Señor. Y en ella nos unimos a las disposiciones interiores de María: «Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre»[5]. «Pídelo conmigo a Nuestra Señora –insiste san Josemaría–, imaginando cómo pasaría ella esos meses en espera del Hijo que había de nacer. Y Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!»[6].