Evangelio (Jn 10, 11-18)
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye —y el lobo las arrebata y las dispersa—, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre».
PARA TU RATO DE ORACION
LOS EVANGELIOS proclamados en los domingos de las primeras semanas de Pascua narraban las apariciones de Cristo resucitado. Hoy, sin embargo, nos encontramos con el discurso en el que Jesús se presenta como el buen pastor y explica a sus oyentes las características de quien vela por las ovejas: su atención, su espíritu de sacrificio, su unión con el Padre, su libertad plena para asumir la misión... Y parece animar a quienes le escuchan a confiar en él y a querer ser parte de su redil. Hoy, domingo del buen pastor, la Iglesia nos invita a entrar en el redil de Cristo resucitado, a dejar que sea él nuestro guía.
La liturgia de la Misa de hoy comienza dirigiendo a Dios Padre una oración que nos pone de frente a una necesidad: «Condúcenos a la asamblea gozosa del cielo, para que la debilidad del rebaño llegue hasta donde le ha precedido la fortaleza del Pastor»[1]. Jesús conoce nuestra situación y sabe que necesitamos de su fuerza sanadora. Las heridas de nuestro pecado no son motivo de desánimo, sino que pueden llevarnos a confiar aún más en el Señor. Él nos ayuda a mirar la realidad con comprensión y a posar más nuestros ojos en Dios. Jesús nos ha precedido en el camino hacia la vida eterna: él nos abre la brecha y nos señala el camino hacia la felicidad.
La luz de la Pascua ilumina la figura del buen pastor. Podemos decir que Jesús «es mi pastor, nada me falta. En verdes prados me hace reposar; hacia aguas tranquilas me guía» (Sal 23,1-2) porque ha vencido la muerte y ha vuelto a la vida. «Después de triunfar sobre el infierno –expresa un himno litúrgico–, el Restaurador del género humano regresa al cielo, Resucitado, portando a su oveja sobre sus hombros»[2]. En esa oveja podemos encontrar una imagen de la humanidad, una imagen de cada uno de nosotros.
«YO SOY EL BUEN PASTOR. El buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10,11). Con estas breves palabras Jesús nos dice cómo se identifica al buen pastor: es aquel que se entrega a sí mismo para cuidar a las almas que se le han encomendado. Aquella tarea es, para él, lo más importante. Existe una relación estrecha entre el buen pastor y las ovejas que están a su cargo: las conoce una a una, pasa el tiempo rodeado por ellas, reconoce su balido, el modo en que andan... El buen pastor no abandona nunca a sus ovejas porque estas forman parte de su vida, mientras que el «asalariado», el que no las quiere como suyas, apenas se empeña personalmente en su cuidado.
Jesús subraya que él da la vida por las ovejas como un acto de libertad y, por tanto, de amor: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Este es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18). ¡Cuánta esperanza da saberse amados por un pastor así! Si la pasión del Señor nos muestra el extremo al que llega su amor por nosotros, su resurrección nos dice que vale la pena dejarse conquistar por ese amor, porque ahí encontramos la fuerza para empezar a caminar, ya aquí, según una vida nueva. «Dios mío –reza san Josemaría–, ¡qué fácil es perseverar, sabiendo que tú eres el buen pastor, y nosotros –tú y yo– ovejas de tu rebaño! Porque bien nos consta que el buen pastor da su vida entera por cada una de sus ovejas»[3].
Como ovejas del rebaño de Cristo, sabremos acudir a esos lugares donde él nos da la vida: a esos momentos de oración diaria, a las prácticas de piedad que marcan el ritmo de nuestras jornadas... Pero, principalmente, a los sacramentos, pues a través de estos somos renovados en la vida divina. Entonces podemos decir con el salmista: «Preparas una mesa para mí frente a mis adversarios. Unges con óleo mi cabeza, mi copa rebosa. Tu bondad y misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (Sal 23,5-6).
EL DOMINGO DEDICADO al buen pastor es un buen día para pedir que en la Iglesia se hagan presentes siempre los cuidados del buen pastor. Ofrecer esos cuidados es misión especialísima de los ministros sagrados. Sin embargo, en cierto sentido, todos los bautizados, identificados con Cristo, estamos llamados a ser pastores de los demás: a ayudar con el ejemplo, oración y consejo. Por eso, san Josemaría decía que todos somos oveja y pastor.
Para ser buenos pastores necesitamos imitar a Jesús cuando sirve, cura, acompaña, escucha... En definitiva, cuando da la vida por los demás de manera gratuita. «El intermediario hace su trabajo y cobra su paga (…). En cambio, el mediador se olvida de él mismo para unir a las partes, da la vida, a sí mismo, el precio es ese: la propia vida, paga con la propia vida, con su cansancio, su trabajo, con muchas cosas»[4]. No son los demás un medio para alcanzar algo, ni siquiera fines que nos pueden parecer elevados. Esa sería la actitud del asalariado de la parábola: no le importan las ovejas sino solo la ganancia que podrá sacar de ellas.
El buen pastor mira a cada persona con la gratuidad de Dios; las ve en su condición fundamental: un hijo o hija de Dios llamado a la gloria y a participar de su amor. Por eso, sirve con alegría a todos, y esto genera una confianza sincera en los demás: desean acercarse al pastor porque saben que busca su felicidad. Después de todo, el premio de esta entrega también es la alegría que no acaba jamás: «Cuando se manifieste el Pastor Supremo, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1Pe 5,4).