"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2024

31 de mayo: Visitación de la Virgen María

 



Evangelio (Lc 1,39-56)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


— Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.


María exclamó:


— Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos

en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo;  su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.

Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón.

Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes.

Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos.

Protegió a Israel su siervo, recordando su misericordia,

como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre.


María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.


PARA TU RATO DE ORACION 


«POR AQUELLOS DÍAS, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39). Ha pasado poco tiempo desde la Anunciación. Al final de su embajada, el arcángel Gabriel había revelado a María que su prima Isabel, ya anciana, estaba esperando un niño, «porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Nuestra Señora decide ir a acompañarla y parte «deprisa», con la ligereza que experimenta quien se ha puesto del todo en las manos de Dios.


María emprende este viaje en unas circunstancias particulares. Acaba de saber que será la madre del Mesías. Ella, una muchacha en apariencia como otra cualquiera, vive en una localidad anónima de Galilea. Humanamente, podría parecer lógico que estuviese centrada en lo que acababa de ocurrir y en las situaciones con las que tendría que lidiar: qué diría José, qué pensarían sus padres, sus otros familiares, el resto de la aldea… Sin embargo, su alma, llena de gracia, va por otro lado. Una vez que ha dado el sí a Dios –«hágase en mí según tú palabra» (Lc 1,38)– María se mueve al compás de las inspiraciones del Espíritu Santo. Por eso, enseguida sale en viaje hacia las montañas. Quiere ver a su prima para ofrecerle su ayuda y su cariño; quizá también para compartir su dicha, para hablar con la única que en ese momento puede comprender algo de las maravillas que Dios está haciendo.


De modo análogo a lo que contemplamos en María, también nuestra vida cristiana, si sigue el soplo del Espíritu Santo, estará también cada vez más abierta a los demás. Nuestro empeño por mejorar en las virtudes no será autorreferencial, sino inseparable de la fraternidad y del apostolado. Y asimismo nuestra intimidad con el Señor en la oración nos llevará a vivir de modo más delicado la caridad con todos: «Nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que ella es Hija, Esposa y Madre»[1].


LLEGA LA VIRGEN a Ain Karim, la aldea donde nacerá Juan. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,40-41). Por primera vez en los evangelios, vemos a María estrechamente asociada a su Hijo en la redención. Su presencia en casa de Zacarias es cauce de la gracia divina. Ella ha llevado a Cristo a esa casa y en eso, por la fe, estamos llamados a imitarla. San Josemaría lo expresa con estas palabras: «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con él por la acción del Espíritu Santo»[2].


Llena de entusiasmo sobrenatural por la acción del Paráclito, Isabel no cabe en sí de gozo por la visita que ha recibido. Dirigiéndose a su prima, exclama: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Estas palabras nos invitan a fijarnos en la fe de María, a reconocerla como maestra de esta virtud y a pedirle que nos ayude a vivir de fe. Así, sabremos reconocer a Jesús presente en nuestras vidas, nos convenceremos de que no hay imposibles para quien trabaja por él.


«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón»[3]. Hoy podemos pedirle a la Virgen una fe grande, que no se deje vencer por los obstáculos. «¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa»[4].


AL ESCUCHAR las palabras de su prima, María no le responde directamente, sino que entona un canto de alabanza a Dios: el Magnificat. La Virgen se ve a sí misma desde los ojos de Dios, se siente mirada y amada por él, y comprende con inmenso agradecimiento que la ha elegido por pura gracia. Al reconocerse así en la luz divina exulta de alegría, con ese gozo que vemos muy presente en toda la liturgia de la fiesta de hoy.


El canto humilde y exultante de alegría de María nos recuerda la generosidad, cercanía y ternura del Señor con los hombres. También el profeta Sofonías se hace eco de este cuidado paternal: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo» (Sof 3,17). «Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas –expresa san Josemaría–: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios»[5].


Tener esta actitud nos llevará a vivir una continua acción de gracias por todo lo que recibimos de él. Valoraremos las cosas buenas que tenemos como regalos de Dios. Y mientras, aquellas que nos gustaría cambiar nos conducirán a ser humildes y a confiar en la gracia divina, que siempre acompaña y sostiene nuestro esfuerzo personal. De este modo, podremos decir con María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor (...) porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46).



30 de mayo de 2024

EUCARISTÍA MISTERIO DE FE Y AMOR

 



EVANGELIO Marcos (14, 12-26)


El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?». Él envió a dos discípulos diciéndoles: «Id a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo,  y en la casa adonde entre, decidle al dueño: “El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?”. Os enseñará una habitación grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí». Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo».  Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios».  Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos



PARA TU RATO DE ORACION 

Te dejamos con algunos textos de San Josemaría  sobre esta fiesta del Corpus Chisti, para que podrás hoy hacer la oración personal muy pegado al sagrario, abriendo tu corazón de par en par.


Hoy, fiesta del Corpus Christi, meditamos juntos la profundidad del amor del Señor, que le ha llevado a quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece como si oyésemos físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre: salió un sembrador a sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca del camino, y vinieron las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en pedregales, donde había poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la superficie, mas nacido el sol se quemaron y se secaron, porque no tenían raíces; otros cayeron entre espinas, las cuales crecieron y los sofocaron; otros granos cayeron en buena tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por uno, otros el sesenta, otros el treinta (Mt 13, 3-8).


Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario.


La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.


Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la 


Nuestra misión de cristianos


Me gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión de cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús que, presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: "vos estis corpus Christi et membra de membro" (1 Cor 12, 27), vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros. Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna.


Nos espera


Este milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, de modo más natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.


Es Cristo que pasa, 151


No debe ser cosa de un día


La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario.


La procesión callada y sencilla de la vida corriente


Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.


Es Cristo que pasa, 156


TEXTO COMPLETO Homilía EUCARISTÍA 

MISTERIO DE FE Y AMOR San Josemaría.

https://opusdei.org/es/article/san-josemaria-audio-eucaristia-jueves-santo/ 

29 de mayo de 2024

EL SENTIDO DEL DOLOR

 


Evangelio (Mc 10, 32-45)


Iban de camino subiendo a Jerusalén. Jesús los precedía y ellos estaban sorprendidos: los que le seguían tenían miedo. Tomó de nuevo consigo a los doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder:


-Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará.


Entonces se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, diciéndole:


—Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.


Él les dijo:


—¿Qué queréis que os haga?


Y ellos le contestaron:


—Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria.


Y Jesús les dijo:


—No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?


—Podemos -le dijeron ellos.


Jesús les dijo:


—Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto.


Al oír esto los diez comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan. Entonces Jesús les llamó y les dijo:


—Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las oprimen, y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.


PARA TU RATO DE ORACION 


PROBABLEMENTE uno de los episodios más desconcertantes para los apóstoles fue el anuncio de la Pasión por parte de Jesús. No entendían por qué el Maestro, que realizaba grandes milagros y movía a las gentes, decía de sí mismo que sería entregado a los sumos sacerdotes, azotado y condenado a muerte (cfr. Mc 10,32-45). Quizá algunos lo considerarían un sinsentido: «¿Por qué Jesús anticipa algo tan terrible? Si sabe que va a ocurrir esto, ¿por qué no se las ingenia para esquivar ese trágico fin?». Estas preguntas también nos las hacemos nosotros cuando experimentamos el desgarro del dolor, ya sea físico, espiritual o una mezcla de ambos. Efectivamente, muchas veces no comprendemos por qué Dios permite que ocurran desgracias en el mundo y en nuestra propia vida. Y podemos considerar, como los apóstoles, que lo lógico sería que el Señor hiciera todo lo posible para que no tuvieran lugar.


No hay una respuesta que pueda satisfacer plenamente estas preguntas: el sentido del dolor siempre permanecerá, en buena medida, un misterio. Sin embargo, podemos dirigir nuestra mirada a la Pasión, como aprendemos de los santos. Quizá hubiese sido más lógico que Dios, para redimirnos del pecado, hubiese hecho una demostración de fuerza para acabar con las injusticias y el mal. Sin embargo, lo hizo a través del fracaso de la cruz: «Permite que el mal se ensañe con él y lo carga sobre sí para vencerlo»[1]. Y justo cuando todo parecía perdido, cuando ya habían pasado tres días de su muerte, Dios interviene y resucita a su Hijo. La semilla de la salvación arraiga según los tiempos y los modos de la providencia. «Jesús, que eligió pasar por esta senda, nos llama a seguirlo por su mismo camino de humillación. Cuando en ciertos momentos de la vida no encontramos algún camino de salida para nuestras dificultades, cuando precipitamos en la oscuridad más densa, es el momento de nuestra humillación y despojo total, la hora en la que experimentamos que somos frágiles y pecadores. Es precisamente entonces, en ese momento, que no debemos ocultar nuestro fracaso, sino abrirnos confiados a la esperanza en Dios, como hizo Jesús»[2].


EL ANUNCIO de la Pasión contrasta con los deseos de los apóstoles. Jesús habla de dolor y de derrota. En cambio, Santiago y Juan se acercan a él y le piden: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,35). Sin embargo, el Señor no les reprocha esas aspiraciones. Es más, puede ser comprensible querer imaginar que incluso sintió cierta satisfacción, pues de algún modo los dos hermanos habían entendido que no hay mayor ambición que la de pasar toda la vida junto a él. Pero al mismo tiempo les replica: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?» (Mc 10,38). Jesús tiene paciencia y dialoga con los apóstoles para que vayan entendiendo cada vez mejor la vida que les espera al seguir su camino. No todo va a ser tan sencillo como en aquellos momentos. Ante los constantes milagros y el entusiasmo de la gente, quizá podían pensar que nada malo les podría ocurrir. Por eso el Señor corrige el planteamiento de los discípulos: en un mundo marcado por el pecado y por el influjo de las fuerzas del diablo, no hay gloria sin cruz.


Santiago y Juan contestan sin dudar a la pregunta de Cristo: «Podemos» (Mc 10,39). Probablemente no serían del todo conscientes de lo que acababan de decir. Como un enamorado, se sentirían capaces de realizar las locuras que sean necesarias con tal de alcanzar el amor que daba sentido a sus vidas. Y Jesús, en efecto, reconoce que será así: «Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado» (Mc 10,39). Aunque en algunos momentos los apóstoles no sean fieles, e incluso cedan a las insidias del maligno, al final terminarán bebiendo ese cáliz y darán su vida por el Evangelio. Aunque la oscuridad tenga su hora en la existencia humana, el Señor vence a la muerte y es señor de la historia. «No es presunción afirmar possumus! –decía san Josemaría–. Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto»[3]. Jesús no solo nos da ejemplo, sino que nos acompaña en todo momento y nos da su gracia para que, como los apóstoles, podamos beber el cáliz que nos lleva a acceder a las fuentes de la gloria.


LOS OTROS apóstoles se indignaron ante la pregunta de Santiago y Juan. Tal vez algunos les reprocharon que se preocuparan de buscar la gloria cuando Jesús apenas había anunciado su condena a muerte. Pero es posible que otros sintieran otro tipo de indignación, la de sentir que a otros les vaya mejor, pues quizá también ambicionaban un puesto cercano al Maestro en la gloria, y esos dos se estaban anticipando. Jesús, conociendo estos pensamientos, reunió a todos y les dijo: «Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos» (Mc 10,44).


El Señor rompió así los esquemas de los apóstoles. La grandeza no viene dada por el poder ni por el reconocimiento, sino por el deseo de servir y por su efectiva realización. El criterio por el que alguien es grande a ojos de Dios no es por su capacidad de influir o de dominar, sino por el amor con el que trata a los demás y que se concreta en el servicio. Esta es la lógica que hace de nuestra existencia un signo de la belleza y de la alegría de vivir junto a Jesús: emplear los talentos que él nos ha dado para hacer felices a quienes nos rodean. Por tanto, podemos pensar: ¿en qué medida aquello que realizo es expresión –en la motivación o en el modo de hacerlo– de un gesto de caridad, de servicio?


Don Álvaro del Portillo recordaba en una ocasión un aspecto de la vida de san Josemaría: «¡Cuántas veces he oído decir al Padre: “Mi orgullo es servir!”. Este orgullo de servir a los demás –alma sacerdotal– nos lo ha inculcado el Padre de mil modos diferentes: con su predicación constante, y con innumerables hechos concretos, grandes y pequeños; como el de no dejarse ayudar en las cosas de cada día, repitiendo las palabras de Jesús: “Non veni ministrari, sed ministrare” (no he venido a ser servido, sino a servir); o el de hacer grabar o escribir, en lápidas o en pantallas: “Para servir, servir”»[4]. La Virgen María también tuvo ese orgullo de servir –«He aquí la esclava del Señor»– que le llevó a ser feliz y a conquistar al mismo Dios: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,47-48).

28 de mayo de 2024

DIOS NO SE DEJA GANAR EN GENEROSIDAD

 



Evangelio (Mc 10, 28-31)


Comenzó Pedro a decirle:


—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.


Jesús respondió:


—En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros.



PARA TU RATO DE ORACION 



EL DESENLACE del encuentro con el joven rico quizás dejó tocado el ánimo de los apóstoles. Pero aquel suceso da ocasión a Jesús para exponer el sentido y el valor del desprendimiento. Cristo necesita discípulos ligeros de equipaje para que sean movidos por el Espíritu Santo, discípulos con el corazón dispuesto a dejarse llenar por él; porque, como dice santa Teresa de Calcuta, «ni siquiera Dios puede poner algo en un corazón que ya está lleno»1. La misión apostólica reclama una delicada libertad de corazón.


«En verdad os digo –empezó diciendo Jesús– que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30). Los apóstoles quedaron pensativos al escuchar al Maestro. Han visto, durante el tiempo que llevan con él, lo que supone la pobreza del Señor, que no tiene ni siquiera un lugar «donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Son testigos de que Dios «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).


«La riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura (...). Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo»2.


«EL SANTO es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo»3. Podríamos pensar que para Pedro y para varios de los apóstoles, ese «todo» al que han renunciado no eran demasiadas cosas: una barca vieja, una casa sencilla, y poco más. Sin embargo, comenta san Gregorio Magno, «ha dejado mucho el que ha abandonado todo, lo mismo si es poca cosa»4. Además, lo hicieron con prontitud. No se sentaron a calcular los pros y los contras, porque no era lo importante.


Pero, en realidad, dejarlo «todo» supone sobre todo reorientar lo más interior, los propios sentimientos, la voluntad, las decisiones sobre el futuro, los planes e ideas. Eso es lo que verdaderamente cuenta, lo que constituye la verdadera ligereza para caminar con Dios; y eso es lo que hicieron aquellos primeros discípulos. «Porque no lo ha dejado todo el que sigue atado aunque sólo sea a sí mismo. Más aún, de nada sirve haber dejado todo lo demás a excepción de sí mismo, porque no hay carga más pesada para el hombre que su propio yo»5.


Dejarlo todo supone aceptar la invitación de Jesús para llenarnos cada vez más de su vida divina. «La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres»6. Ese abandono no es una negación de nuestras características personales o de nuestros buenos anhelos: es, más bien, llenarnos de Dios, permitir que él toque con su Evangelio cada aspecto de nuestra vida.


EL PREMIO QUE ofrece Cristo a la entrega de los apóstoles –cien veces más y la vida eterna– supera absolutamente lo que ellos podían imaginar. Así lo había anunciado el libro de la Sabiduría: «El Señor dio a los santos la recompensa de sus trabajos, guiándolos por un camino de maravilla, y fue para ellos sombra en el día y luz de estrellas en la noche» (Sab 10,17).


«Este “cien veces más” está hecho de las cosas primero poseídas y luego dejadas, pero que se reencuentran multiplicadas hasta el infinito. Nos privamos de los bienes y recibimos en cambio el gozo del verdadero bien; nos liberamos de la esclavitud de las cosas y ganamos la libertad del servicio por amor; renunciamos a poseer y conseguimos la alegría de dar. Lo que Jesús decía: “Hay más dicha en dar que en recibir” (cf. Hch 20, 35) (...). Sólo acogiendo con humilde gratitud el amor del Señor nos liberamos de la seducción de los ídolos y de la ceguera de nuestras ilusiones. El dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica y luminosa»7.


«Si somos nosotros un poquito generosos –decía san Josemaría–, el Señor nos gana siempre: nos da mucho más de lo que nosotros le damos. Siempre salimos ganando; es una carta que se puede jugar bien»8. Y acudía a la intercesión de santa María: «Pido a la Madre de Dios que nos sepa sonreír, que nos quiera sonreír, y nos sonreirá. Y, además, multiplicará en la tierra vuestra generosidad con el mil por uno. No sólo el ciento por uno: ¡el mil por uno!»9.




27 de mayo de 2024

CAMINO HACIA LA FELICIDAD

 



Evangelio (Mc 10, 17-27)


Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó:


—Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?


Jesús le dijo:


—¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre.


—Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud —respondió él.


Y Jesús fijó en él su mirada y lo amó. Y le dijo:


—Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.


Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas posesiones.


Jesús, mirando a su alrededor, les dijo a sus discípulos:


—¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!


Los discípulos se quedaron impresionados por sus palabras. Y hablándoles de nuevo, dijo:


—Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.


Y ellos se quedaron aún más asombrados diciéndose unos a otros:


—Entonces, ¿quién puede salvarse?


Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo:


—Para los hombres es imposible, pero para Dios no; porque para Dios todo es posible.


PARA TU RATO DE ORACION 


"MAESTRO bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17). Así inicia la conversación entre Jesús y un joven que se acerca. Esta fundamental pregunta, que el joven realiza de rodillas, es la misma que le «han dirigido a Cristo en el decurso de los siglos innumerables generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos (...). Es el interrogante fundamental de todo cristiano»1 y de todo hombre. Lo que este joven anhela es lo que deseamos todos: ser felices en la tierra y después en el cielo.


Hemos escuchado la respuesta de Cristo: «Ya conoces los mandamientos» (Mc 10,19). Ante todo, Jesús le confirma que debe estar atento a los ecos de la ley que Dios ha inscrito en su corazón y que ha revelado a su pueblo. El Señor, «con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena»2. El camino para saciar la sed de sentido que anida en su corazón es preciso: vive de acuerdo a los mandamientos, hazlos vida de tu vida.


Los mandamientos son el camino de felicidad que Dios ha trazado para sus hijos. Aunque algunos vienen formulados en negativo, para establecer fácilmente los límites del bien y del mal, los mandamientos son en realidad un «sí» a Dios, a su amor. Son un «sí» también a los demás hombres, porque el amor al prójimo brota de un corazón dispuesto a entregarse. Son, finalmente, un «sí» a nosotros mismos. Más que una meta, son «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad»3. Con los mandamientos, Dios nos quiere educar en la verdadera libertad: «El Señor nos invita, nos impulsa —¡porque nos ama entrañablemente!— a escoger el bien»4.


EL JOVEN escuchó atentamente a Jesús y le contestó con entusiasmo: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia». En ese momento, el Evangelio subraya que «Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él» (Mc 10,20-21). En esa mirada serena de Cristo se reflejaba el brillo del amor de Dios por los hombres; en ella «está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva»5.


La auténtica felicidad nace al descubrir que Dios nos busca y sale a nuestro encuentro. Dios, «en su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre»6.


«Una cosa te falta –continuó diciendo Jesús al joven–: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). El Señor «no pretende imponerse»7, sencillamente le invita. El Señor no se cansa de mirarnos y, con paciencia, espera nuestra respuesta. Siempre estamos a tiempo de aceptar su invitación. «Yo quiero que vosotros seáis felices –decía san Josemaría en una reunión familiar–, y lo pido al Señor con toda mi alma. Pero si queréis ser felices tenéis que estar dispuestos a seguir al Señor, poniendo los pies donde Él los puso»8.


EN AQUEL MOMENTO, el joven rico lamentablemente no acogió la invitación de Jesús. Se llenó de tristeza y se dió la vuelta para volver a su rutina habitual. Los evangelistas hacen un diagnóstico unánime de la causa del rechazo: el joven «tenía muchas posesiones» (Mc 10,22; cfr. Mt 19,22 y Lc 18,23). Las ataduras a lo que poseía le impidieron dar el paso de amor hacia Jesús. No tuvo la soltura suficiente como para desprenderse de ellas y adquirir un bien mucho más grande. «Cuenta el Evangelio que abiit tristis, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste –predicaba san Josemaría–: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios»9.


Sobre el ambiente alegre que se había creado, se cierne ahora el nubarrón del desaliento. «Sólo nosotros, los hombres, nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana»10. Los santos, por su parte, se han dejado mover por el Espíritu Santo y su libertad se ha engrandecido de ese modo; sin dejarse atar por las cosas de la tierra, se han hecho ligeros para moverse al paso de Dios.


Seguir a Jesús supone imitar su estilo sencillo de vida. La pobreza «acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo»11. María, al ser llena de gracia, era también llena de libertad. A ella le podemos pedir que no nos dejemos llevar por otros bienes que no son el más grande: seguir de cerca a su hijo Jesús.

26 de mayo de 2024

SOLEMNIDAD DE LA Sta TRINIDAD Domingo


Evangelio (Mt 28,16-20)


Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo:


—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.



 PARA TU RATO DE ORACION 



LA SOLEMNIDAD de la Santísima Trinidad recapitula todo lo que se nos ha revelado durante la Pascua: la muerte y resurrección del Señor, su ascensión a la derecha del Padre y la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. En esta fiesta, la liturgia comienza alabando y adorando a la Trinidad, que se nos ha manifestado en Jesucristo: «Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros» (Antífona de entrada). La Trinidad no es únicamente un misterio sobre la identidad de Dios. Es, de manera especial, el misterio de su amor misericordioso hacia el mundo y hacia cada uno de nosotros.


«Yo te bautizo –dijo un sacerdote, mientras derramaba por tres veces el agua sobre nuestra cabeza– en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y comenta san Hilario: «El Señor mandó bautizar (...) en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el que es llamado Don. Uno solo es el Creador de todo, ya que uno solo es Dios Padre, de quien procede todo; y uno solo el Hijo único, nuestro señor Jesucristo, por quien ha sido hecho todo; y uno solo el Espíritu, que a todos nos ha sido dado»1.


La Trinidad nos introdujo en la intimidad divina en calidad de hijos. El agua del bautismo nos dio la capacidad de relacionarnos con las tres Personas. Más aún: fuimos creados para esa relación de amor; para dar gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo. «Me habéis oído decir muchas veces –predicaba san Josemaría– que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, (…) la Trinidad entera: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos. No estamos nunca solos»2.


CADA VEZ que nos santiguamos, recordamos el nombre de Dios en el cual fuimos bautizados. La celebración eucarística comienza y termina con el signo de la cruz. Muchas veces, lo mismo sucede cuando nos ponemos a orar o terminamos de hacerlo. También hay personas que tienen la costumbre de santiguarse al entrar o salir de su casa, y en muchos otros momentos de oración. «En el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo está contenido el anuncio que genera la fe e inspira la oración»3.


San Pablo nos recuerda que caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5, 5). Esta es la «esperanza que no defrauda». En la plenitud de los tiempos, Dios ha querido revelarnos su intimidad divina para hacernos hijos de Dios Padre, por la redención de Dios-Hijo, en virtud de la gracia de Dios-Espíritu Santo. Su amor sigue realizando la obra de nuestra salvación y santificación. Santa Teresa de Calcuta encontró un día a una anciana en una calle, cubierta de llagas, así que empezó a limpiarla. En un momento dado, la otra mujer preguntó: “¿Por qué estás haciendo esto? La gente no hace cosas como esta. ¿Quién te enseñó?” Santa Teresa respondió: “Mi Dios me enseñó”. La anciana replicó: “¿Quién es este Dios?”. Y Teresa de Calcuta dijo con sencillez: “Tú conoces a mi Dios. Mi Dios se llama amor”.


Dios es amor, «no en la singularidad de una sola Persona, sino en la Trinidad de una sola naturaleza» (Prefacio). «No es un amor sentimental, emotivo, sino el amor del Padre que está en el origen de cada vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo»4. Dios no es un ser solitario, que vive alejado e indiferente del destino del hombre; es una familia, una fuente inagotable de vida que se entrega.


EN EL DISCURSO de la última cena, Jesús anuncia y promete el envío del Espíritu Santo: él será consuelo y fuerza para sus discípulos. El Señor lo llama «Espíritu de la verdad» porque nos «guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que oiga y os anunciará lo que va a venir» (Jn 16,13). El Espíritu Santo no añade nada nuevo al Mesías; «recibe de lo mío y os lo anunciará», dice Jesús (Jn 16,14). Del mismo modo que Jesucristo dice solo lo que oye y recibe del Padre, «el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. No nos conduce a otros lugares, lejanos de Cristo, sino que nos conduce cada vez más dentro de la luz de Cristo»5.


En palabras de san Gregorio Nacianceno, «el Antiguo Testamento ha manifestado claramente al Padre, oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento ha revelado al Hijo e insinuado la divinidad del Espíritu. Hoy el Espíritu vive entre nosotros, y se hace ver con claridad»6. El Paráclito «enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada uno es capaz, mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de crecer en aquella caridad que los hace amar lo conocido y desear lo que no conocen»7.


«Con la acción del Espíritu Santo ha irradiado una luz nueva sobre la tierra y en cada corazón humano que le acoge; una luz que revela los rincones oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia»8. Del mismo modo que cuando se rompe un frasco de perfume su olor se difunde por todas partes, al romperse el Cuerpo de Cristo en la cruz, su Espíritu se derramó en los corazones de todos9. Podemos pedir a María, hija, madre y esposa de Dios, que nos enseñe a entrar en la comunión trinitaria, para vivir y dar testimonio del amor que da sentido a nuestra vida.

25 de mayo de 2024

SER COMO NIÑOS



 Evangelio (Mc 10,13-16)


Le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos les reñían. Al verlo Jesús se enfadó y les dijo:


—Dejad que los niños vengan conmigo, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.


Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos.



PARA TU RATO DE ORACION 



EN TIEMPOS de Jesús, era normal que los jefes de la sinagoga bendijeran a los niños; lo mismo sucedía entre padres e hijos, o entre maestros y discípulos. Por eso, a las personas que escuchaban al Señor les pareció natural acercar sus hijos al Maestro para que los tomara en brazos y los bendijera. Sin embargo, a los discípulos les pareció inoportuno ese buen deseo. Quizás pensaron que se trataba de una interrupción que se debía evitar, así que decidieron reñir a quienes intentaban aproximarse a Cristo. El Evangelio nos dice que, «al verlo, Jesús se enfadó. Y les dijo: “Dejad que los niños vengan conmigo y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él”» (Mc 10,13-15).


Hay que tener en cuenta la consideración que se tenía con los niños en la antigüedad: lo cierto es que apenas contaban, a nadie se le habría ocurrido que se pudiera aprender de un pequeño. En cambio, «¡qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el “Evangelio del niño”. En efecto, ¿qué quiere decir: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos”? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros»1.


«No quieras ser mayor. —Niño, niño siempre», aconsejaba san Josemaría. «Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti si no fueras cada vez más niño? No quieras ser mayor. —Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano tu Padre-Dios»2.


«ESTAMOS EN UN SIGLO de inventos –escribía santa Teresa de Lisieux, a finales del siglo XIX–. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los libros sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: “El que sea pequeño, que venga a mí” (Pr 9,4)»3.


Hacerse pequeños: Dios hizo descubrir a santa Teresa del niño Jesús esta vía para acceder a la santidad. «Yo siempre he deseado ser santa –escribía en otra ocasión–. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña, cuya cumbre se pierde en el cielo, y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad»4.


También san Josemaría tuvo en su propia vida experiencias análogas, aunque con matices y acentos distintos. En Camino dedica todo un capítulo a numerosas consideraciones bajo el título «Infancia espiritual». El fundador del Opus Dei siempre se vio ante Dios como un niño, como un instrumento inadecuado que, sin embargo, se sentía seguro en los brazos de su Padre del cielo: «Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres»5. Y aconsejaba también: «¡Qué seáis muy niños! Y cuanto más, mejor (…). Fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina»6.


«CAMINO DE INFANCIA. –Abandono. –Niñez espiritual. –Todo esto no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana»7. Hacerse como niños ante Dios nada tiene que ver con el sentimentalismo o la puerilidad, sino que «exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto»8. La vida de infancia «supone una viva fe en la existencia de Dios, un rendimiento práctico a su poder y a su misericordia, un acudir confiado a la Providencia de Aquel que nos da su gracia para evitar todo mal y conseguir todo bien»9.


La persona que emprende este camino deberá adecuar su corazón para acoger los dones de Dios y adquirir las virtudes del niño, que solo se alcanzan a cambio de «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños»10.


«Y todo eso lo aprendemos tratando a María. La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor (…). Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos»11.





24 de mayo de 2024

LOS ESPOSOS REFLEJAN EL AMOR DE DIOS




Evangelio (Mc 9,41-50)

Jesús dijo a sus discípulos, cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa. “Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar. Y si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde ‘su gusano no muere y el fuego no se apaga’. Porque todos serán salados con fuego. La sal es buena; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened en vosotros sal y tened paz unos con otros.”


PARA TU RATO DE ORACION 


MIENTRAS MARCHA hacia Jerusalén, Jesús se detiene en algún lugar de Judea. Las multitudes se congregan para escucharle. También unos fariseos se acercan, pero su actitud contrasta con la sencillez de los demás. Aquellos le hacen una pregunta comprometida, «para tentarle» (Mc 10,2): quieren saber si para el marido es lícito repudiar a su mujer. Las escuelas rabínicas discutían sobre cuáles eran los motivos suficientes para el repudio, con posiciones que iban desde admitirlo por razones muy banales hasta reservarlo solo para casos graves. La casuística era intrincada y el propósito oculto de los fariseos era enredar a Jesús. Por eso, quizás se sorprendieron al escuchar su respuesta, que achaca las concesiones de la ley de Moisés a la dureza del corazón humano. Cristo reafirma el designio originario de Dios, quien «al principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso –dice Jesús– dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mc 10,6-9).

El Señor recuerda una verdad que el pecado había oscurecido: que el matrimonio es una realidad natural, creada por Dios desde el principio y, por tanto, buena y santa. Tiene como característica propia la total entrega mutua entre varón y mujer para, así, crear el espacio idóneo para el amor. «Quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser solo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no solo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad»1.

EL CATECISMO de la Iglesia señala que los sacramentos son «como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (...), son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza»2. También explica que los sacramentos son «signos eficaces de la gracia»3. Esto puede ayudarnos a comprender el valor inmenso del sacramento del matrimonio: el compromiso de los esposos es tomado por Dios para manifestar allí, a través de ese vínculo, su amor divino. «Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»4. «Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio»5, continúa diciendo el Catecismo.

«Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia»6.

Por eso, san Josemaría enseñaba que el matrimonio es «signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión»7. Cada rincón de la vida familiar pasa a ser parte de esa transformación obrada por Dios: desde la relación entre los esposos hasta los esfuerzos económicos por sacar adelante a los hijos; pasando por la educación, las tareas domésticas, la apertura a otras familias, el descanso, etc.

AL MISMO TIEMPO que conocemos la grandeza del sacramento del matrimonio, no se nos ocultan las dificultades que aparecen en la vida matrimonial. Somos conscientes de que los problemas, en algunas ocasiones, pueden llevar a la ruptura de aquella comunión. Quizás sucede que «hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más»8.

Ciertamente, no faltarán las crisis en la historia de un matrimonio y, en realidad, de toda comunidad humana. Es importante saber que, en aquellos momentos, Dios no está ausente ni se ha olvidado de nosotros. Al contrario, son precisamente ocasiones de descubrir con mayor madurez su cercanía, son oportunidades de hacer más fuerte nuestra fe y nuestro amor hacia las demás personas. «En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación (...). A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles»9. Sin embargo, no existen recetas aplicables a todos los matrimonios: Dios llama a la santidad a cada persona, a cada matrimonio, y los caminos que nos llevan hacia él son siempre diversos.

Podemos pedir a santa María, reina de la familia, que nos abramos a recibir de Dios una caridad cada vez más grande, madurada en las inevitables dificultades; que nos ayude, siguiendo los consejos de san Josemaría, a «compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende»10.


 





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23 de mayo de 2024

SER TESTIMONIO


 Evangelio (Mc 9,41-50)


Jesús dijo a sus discípulos, cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa. “Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar. Y si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. 

Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde ‘su gusano no muere y el fuego no se apaga’. Porque todos serán salados con fuego. La sal es buena; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened en vosotros sal y tened paz unos con otros.”


PARA TU RATO DE ORACION 



«CUALQUIERA QUE os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mc 9,41). Un vaso de agua no parece una gran cosa, aunque puede ser importante tras haber estado caminando bajo el ardiente sol de Judea. Pero a Jesús no le interesa tanto el valor material del gesto como su significado: dar un vaso de agua a uno de sus discípulos es una señal de apertura, de acogida. Mientras recorría los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios, Jesús agradecería las muestras de hospitalidad y cariño que recibía de sus amigos, tanto en Betania –en la casa de Marta, María y Lázaro– como en otros lugares. Quizá nos gustaría haber sido uno de esos personajes del Evangelio: amigos de Jesús, personas que tuvieron la suerte de recibirlo en sus hogares, de ofrecerle algo con sencillez pero con genuino afecto. Muchos de ellos le abrieron las puertas de sus casas, pero, sobre todo, las puertas de sus corazones.


Jesús sigue llamando a nuestra puerta. Se nos hace cercano en los sacramentos, en la Sagrada Escritura, en las personas necesitadas que nos rodean… De seguro tampoco falta en nuestra vida el buen ejemplo de personas que, como los discípulos, o como la gente que acogía a los discípulos, nos encaminan hacia Cristo. Posiblemente las encontramos en nuestra familia, entre nuestros amigos, en un profesor del colegio, en una catequista… Existen en nuestra vida personas que han sido muy significativas precisamente porque eran mujeres y hombres de Dios. Eso es lo que todo discípulo de Jesús está llamado a ser: alguien que es de Cristo y que, por eso, puede ser recibido en su nombre. «Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente»1.


TRAS HABER subrayado el grandísimo valor que tiene llevar su nombre y su presencia a los demás, el Señor también advierte de la enorme gravedad de lo contrario: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar» (Mc 9,42). Si un cristiano se profesa como tal, pero luego no piensa, no siente y no actúa como alguien que está en camino hacia Dios, cae en la incoherencia y dificulta que los demás se acerquen a Cristo; deforma su amabilísimo rostro y crea como un muro, en lugar de tender puentes que lleven a la salvación. El Concilio Vaticano II afirma con claridad que muchas veces los cristianos «han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»2.


Es grande la fuerza negativa de la incoherencia. Todos hemos encontrado personas que se han alejado de la Iglesia porque han percibido una doble vida en algunos cristianos, porque se han sentido tratadas duramente o con excesiva rigidez, porque han sido víctimas de injusticias en el ámbito personal, laboral o social. Es verdad que, por el pecado, todos somos débiles y tendemos, en cierta medida, a comportarnos de modo contradictorio. Por eso, «para vivir con coherencia cristiana es necesaria la oración, porque la coherencia cristiana es un don de Dios. (...). Señor, que yo sea coherente –podemos suplicar–. Señor, que no escandalice nunca. Que sea una persona que piense como cristiano, que sienta como cristiano, que actúe como cristiano»3. Porque, así como la incoherencia hace mucho mal, la coherencia cristiana hace un gran bien. El testimonio cristiano remueve silenciosamente los corazones. Siembra una inquietud santa en los demás, a partir de la cual el Espíritu Santo comienza a hacer su trabajo.


«SI TU MANO te escandaliza, córtatela –dice Jesús–. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9, 43.45.47-48). Después de haber alertado sobre la gravedad de la incoherencia de vida, que aleja de la salvación a los demás, el Señor usa ejemplos gráficos para persuadirnos a mirar con ojos de eternidad nuestra vida presente. Porque el requisito previo para poner en práctica aquellas palabras, lo que Jesús asume al pronunciarlas, es nuestro gran deseo de ser felices con Dios: ese anhelo de «entrar en la vida» o de «entrar en el Reino».


El Señor quiere que apartemos el pecado de nosotros, lo que incluye evitar cualquier ocasión próxima de ofender a Dios, porque sabe que eso no llenará nuestro corazón. Si experimentamos que «nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios»4, querremos poner los medios necesarios para alejar de nosotros todo lo que nos pueda apartar del Señor, con humildad y fortaleza. San Josemaría nos animaba a no desanimarnos nunca al descubrir la inclinación al mal dentro de nosotros. «No te avergüences –decía–, porque el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado. Empléalos con perseverancia, dispuesto a comenzar y recomenzar»5.


María nos ayuda en el camino hacia la verdadera felicidad. «En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida, pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”»6.

22 de mayo de 2024

Amar el pluralismo y la multiplicidad


Evangelio (Mc 9,38-40)


Juan le dijo:


—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.


Jesús contestó:


—No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está.



PARA TU RATO DE ORACION 


A LOS DISCÍPULOS todavía se les hace difícil entender a Jesús, especialmente cuando habla de la pasión y muerte que le espera. Continúan llenos de visión humana. Sin duda, aman a Cristo, pero todavía no de modo incondicional, sino que proyectan en él sus expectativas terrenas. Pero es innegable que son siempre sinceros, su actitud es la de quien desea aprender. Exponen al Señor, con sencillez y claridad, todo lo que piensan, todo lo que se preguntan en su interior; le cuentan lo que conversan entre ellos y le relatan sus andanzas apostólicas. En una ocasión, «Juan le dijo: –Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: –No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está» (Mc 9,38-39).


Podemos imaginar la paciencia del Señor al realizar esta corrección. Quizá incluso se divertía un poco con esos primeros pasos de quienes había escogido para que fueran apóstoles. Los discípulos actuaban con buena intención, pero todavía les faltaba comprender mejor las cosas, mirar desde el punto de vista de Dios. Aún veían la realidad de modo muy simple, como en blanco y negro. Jesús, en cambio, les hace notar que esta tiene un riquísimo colorido, y que aquel hombre que hacía el bien en su nombre no era tan ajeno a Cristo como parecía. «¡Qué gran cosa es entender un alma!»1, exclamaba santa Teresa de Jesús. Cualquier persona deseosa de hacer el bien merece nuestro delicado respeto, interés, empatía y cariño. «En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. “Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros”»2.


SAN AGUSTÍN escribía que, así como en la Iglesia Católica «se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la [Iglesia] católica puede haber algo de católico»3. Toda manifestación de bien en el mundo es motivo de alegría para quien ama al origen de todo bien. En el pasaje evangélico que contemplamos, «la actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y la podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia (...). Entonces, no se logra apreciar el bien que los otros hacen»4.


San Josemaría, hablando con una persona que vivía en una zona con pocos católicos, decía: «En tu tierra hay muchos que no son cristianos, pero que pertenecen de algún modo a la Iglesia, por su rectitud y por su bondad. Estoy seguro de que si supieran lo que es la fe católica, querrían ser católicos (...). Nosotros pertenecemos al cuerpo de la Iglesia: somos una parte de ese cuerpo maravilloso. Y ellos, si cumplen la ley natural, tienen como un bautismo de deseo»5.


El espíritu de comunión nos lleva a poner los ojos en todo lo que nos une a los demás, en lugar de hacerlo en lo que nos separa. Jesús invita a sus discípulos «a no pensar según las categorías de “amigo/enemigo”, “nosotros/ellos”, “quien está dentro/quien está fuera”, “mío/tuyo”, sino a ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambientes insólitos e imprevisibles y en personas que forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo bonito y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia de quien lo cumple»6.


EN EL ORDEN NATURAL, Dios ha creado una multitud inmensa de ángeles; muchas galaxias y planetas; especies incontables de animales, vegetales y minerales. No es de extrañar que, en el orden sobrenatural, el Espíritu Santo haya querido suscitar a lo largo de los siglos innumerables carismas que enriquecen de modo maravilloso su Iglesia. Está claro que el Señor ama la pluralidad, probablemente porque esos incontables carismas, como en cierto modo las criaturas materiales, reflejan con diversidad de luces su perfección infinita.


A imagen de Dios, cada uno de los cristianos deberíamos amar con entusiasmo el pluralismo y la multiplicidad. Como en una gran familia, nos alegran y enorgullecen los frutos de santidad de tantas instituciones, muy diversas entre sí, que han dejado un surco ancho y profundo en la historia de la Iglesia, y también han configurado de muchas maneras la sociedad en que vivimos. Es sin duda un don de Dios para el mundo todo el trabajo que han desarrollado y siguen llevando a cabo esas realidades eclesiales, y también el de otras más recientes. Por eso, san Josemaría aconsejaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. –Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia»7.


Podemos pedir a María que nos ayude a estar siempre abiertos al amplio horizonte de la acción del Espíritu Santo, de manera que seamos «capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la “fantasía” infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo»8.

21 de mayo de 2024

Ancilla Domini

 



Evangelio (Mc 9, 30-37)


Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:


—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.


Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:


—¿De qué hablabais por el camino?


Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:


—Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.


Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:


—El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN EL IMAGINARIO popular de los israelitas en tiempos de Jesús, el Mesías esperado sería un líder llamado a conducir al pueblo hacia la liberación del dominio extranjero para, después, instaurar un nuevo orden político. Por eso, es fácil imaginar el desconcierto de los apóstoles cuando el Señor les anuncia su Pasión: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán» (Mc 9,31). El Mesías no va a ser un triunfador, humanamente hablando. A pesar de que Jesús añade también la luminosa profecía de su resurrección –«y después de muerto resucitará a los tres días» (Mc 9,31)–, los discípulos todavía no están preparados para acoger este evento y asimilar su significado profundo. El evangelista comenta que «ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle» (Mc 9,32).


Muchas veces nos puede ocurrir que tengamos una idea preconcebida de la realidad. Y esa concepción, aunque sepamos que es imperfecta o apresurada, no siempre resulta fácil cambiarla. En el fondo de esta actitud se puede esconder un cierto miedo a que la verdad contradiga nuestros deseos o nuestros planes, y ponga el foco en aspectos de nuestra vida que reclaman una conversión. El examen de conciencia es un buen momento para «releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón»[1].


«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma»[2]: así rezaba san Josemaría, sobre todo en los últimos años de su vida. Podemos pedir al Señor la valentía de querer siempre convertirnos, y que en esos momentos de examen purifique nuestro corazón para encontrar al auténtico Mesías en nuestra vida ordinaria.


LA IDEA de un Mesías terrenal estaba tan arraigada en los apóstoles que ignoraron las palabras del Señor y se pusieron a comentar un asunto que realmente les preocupaba: dónde estaría situado cada uno en el futuro reino y a quién otorgaría Jesús mayor autoridad. Se entretuvieron en estas conversaciones mientras recorrían los caminos de Galilea. Una vez llegados a Cafarnaún, el Señor les preguntó acerca de lo que habían estado hablando durante el itinerario. Ellos se quedaron en silencio, tal vez avergonzados por haber razonado de espaldas a él con una lógica diversa a aquella de las enseñanzas del Maestro.


Jesús decidió entonces, con paciencia, compartir y enseñar su modo de pensar: «Llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos”. Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”» (Mc 9,35-37).


El Señor pone en el centro a un niño para que podamos comprender que, para entrar en el Reino, es necesario ser menos calculadores y más ligeros de corazón, hacerse pequeños y sencillos; que debemos abandonar las ambiciones y afanes en las manos de Dios. La verdadera autoridad no está en dominar a los otros, sino en servir a todos. Cristo no nos enseña a resignarnos a una especie de mediocridad o negar los propios talentos; lo que nos recuerda es la necesidad de orientar nuestros pensamientos, deseos y esfuerzos hacia lo más importante: el amor a él y a los demás, que se manifiesta en el servicio. Con san Josemaría, podemos repetir: «Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor»[3].


CRISTO se presenta como servidor de todos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). También nosotros podemos convertir nuestra vida en una continuación de ese servicio de Cristo a los demás: mientras realizamos nuestro trabajo, en la vida familiar y en nuestras relaciones de amistad.


La caridad, que es lo que mueve el servicio auténtico, puede concretarse en los esfuerzos de cada día por hacer la vida un poco más agradable a quienes nos rodean. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia –escribe el prelado del Opus Dei– es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[4]. El mismo Jesucristo manifestó así su deseo de servir a todos los hombres: escuchando a las personas que se acercaban a él, explicando pacientemente sus enseñanzas a las gentes, lavando los pies de los apóstoles, compadeciéndose de las necesidades de los que le seguían…


«He repetido muchas veces –decía san Josemaría– que quiero ser ut iumentum, como un borriquillo delante de Dios–. Y esa ha de ser tu posición y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam! cada día? ¿Es solo una palabra o es un grito que sale del fondo del alma?»[5]. En el trabajo y en el resto de ocupaciones podemos ejercitar esas virtudes que nos llevan a alegrar el día a los demás, haciéndoles partícipes del amor de Dios que nos mueve.



20 de mayo de 2024

SANTA MARÍA MADRE DE LA IGLESIA


Evangelio (Jn 19, 25-34)


“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:


—Mujer, aquí tienes a tu hijo.


Después le dice al discípulo:


—Aquí tienes a tu madre.


Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.


Después de esto, como Jesús sabía que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo:


—Tengo sed.


Había por allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo:


—Todo está consumado.


E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.


Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les rompieran las piernas y los retirasen. Vinieron los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua”.




 PARA TU RATO DE ORACION 


DESPUÉS de la Ascensión de Jesús, los Hechos nos muestran a los apóstoles reunidos en el Cenáculo. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús» (Hch 1,14). La Tradición ha considerado en esta escena la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la Iglesia. Ella es la persona que une dos momentos clave en la historia de la salvación: la encarnación del Verbo y el nacimiento de la Iglesia. «La que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace (...) presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue teniendo una presencia materna»[1].


Una madre se desvive por su hijo desde el seno materno. Suya es la responsabilidad de sacar adelante ese don que Dios le ha concedido. Cuando nace, es evidente que la criatura sigue necesitando su protección, y conforme va creciendo le ayuda a desenvolverse en la vida. El Evangelio nos muestra algunos rasgos de ese cuidado de la Virgen con Jesús. Y en los Hechos observamos esa misma actitud con la Iglesia naciente, velando por los apóstoles y los primeros cristianos. Era un tiempo de gestación, entre persecuciones y dificultades, en el que necesitaban especialmente su ayuda. Ella es «la protagonista, humilde y discreta, de los primeros pasos de la comunidad cristiana: María está en el corazón espiritual, porque su misma presencia entre los discípulos es memoria viviente del Señor Jesús y signo del don de su Espíritu»[2].


También hoy la Virgen se sigue desviviendo por cada uno de sus hijos que forman la Iglesia. Sentirnos parte de un pueblo que tiene una misma Madre nos ayudará a unirnos a cada uno de los fieles que lo componemos, al igual que los primeros cristianos. «Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, –decía san Josemaría– los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: “Multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una” –la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma»[3].


CUANDO el Señor se dirigió a Juan desde lo alto de la cruz, le regaló algo de lo que no había querido privarse hasta el último momento: el cariño de su madre. Jesús no quiso prescindir de su ayuda en los momentos más difíciles de su vida. Era Dios, pero necesitaba su apoyo y cercanía para salvarnos. Y cuando ya estaba todo cumplido, nos entregó lo único que le quedaba pronunciando aquellas palabras: «Mujer, aquí tienes a tu hijo. (...) Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).


La Virgen nos ayuda a perseverar cuando el camino se hace más costoso. El claroscuro de la fe no se le ahorró a nuestra Madre. Nadie como ella nos puede acompañar en esos momentos para que suponga un tiempo de crecimiento y madurez. «Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es Madre nuestra? ¿O la creemos lejana, muy diferente a nosotros? En tiempos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la vemos a ella como un modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solamente nuestro bien?»[4].


Con esas palabras Jesús invita a todos los cristianos a acoger a María en sus vidas. Quiere que nos acerquemos a ella con confianza. «Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible»[5].


APENAS María tuvo noticia de que su prima estaba embarazada, «marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39). Más allá de la ayuda material que le pudo prestar en esos días, sobre todo le llevó a Jesús y, con él, la alegría plena. Tanto Isabel como Zacarías estarían ya contentos por aquel embarazo que parecía ya imposible. Pero es María quien les hace presente el gozo completo que nace del encuentro con Jesús y el Espíritu Santo.


«Nuestra Señora quiere traernos a todos el gran regalo que es Jesús; y con él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así, la Iglesia es como María (...), tiene que llevar a todos hacia Cristo y su Evangelio»[6]. Este es el centro de la vida de la Iglesia y de cada uno de los cristianos: llevar el amor de Jesús a todas las almas como hizo la Virgen con Isabel. La Iglesia recuerda que la verdadera felicidad no depende del éxito, la riqueza o el placer, sino de acoger a Cristo: solo él puede ofrecer la alegría más profunda.


A través del esfuerzo por identificarnos con la Virgen, Jesús podrá nacer, por la gracia, en el alma de las personas que nos rodean. «Si imitamos a María –decía el fundador del Opus Dei– , de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios»[7].

19 de mayo de 2024

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO


 Evangelio (Jn 20, 19-23)


Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

 Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


PARA TU RATO DE ORACION 


EN LA FIESTA de Pentecostés se podría decir que termina la misión de Jesús en la tierra y comienza la nuestra, alentados, impulsados y sostenidos por su mismo Espíritu. Recibimos su misma misión, la que el Padre ha encomendado a su Hijo. «La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo» (Jn 20,21). Nos llenamos de agradecimiento por semejante don y deseamos que el fuego que ardía en el corazón de Jesucristo no se extinga, sino que provoque en nosotros el incendio que él ha soñado y querido. Esas pequeñas llamas que han aparecido en las cabezas de los apóstoles, y en nuestras almas, queremos que se propaguen hasta el último rincón de la tierra. Nos ilusiona ser cooperadores de los planes divinos para llenar el mundo del calor que el Salvador vino a regalarnos.


Para esa misión no estamos solos, contamos con una ayuda insuperable. Jesús nos lo había prometido diciendo que no nos dejaría huérfanos y lo ha cumplido (Jn 14,18). «El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador»[1].


Puede ser que algunas veces sintamos esa orfandad, pero no queremos que nos paralice, sabemos que es parte de la cizaña que el diablo intenta sembrar entre el trigo bueno del amor al que somos llamados. Sentirla y percibirla no significa pactar con ella, sino que puede ser precisamente el estímulo para volver a considerar, con la ayuda del Espíritu Santo, que somos hijos muy queridos. Con san Josemaría queremos introducirnos en esta fuente interminable de gracia: «La gloria, para mí, es el amor, es Jesús, y, con él, el Padre –mi Padre– y el Espíritu Santo –mi Santificador–»[2]. En esa intimidad acompañada de la Trinidad tienen cabida y solución nuestros temores y angustias.


LA PRIMERA vez que echamos a andar solos, quizá desde los brazos de nuestro padre a los de nuestra madre, no sabíamos cómo acabaría todo, ni lo habíamos hecho nunca antes. Tenerlos cerca, delante y detrás, era suficiente. Cuando recibimos el abrazo de ambos como premio a nuestra hazaña, nos dimos cuenta de que arriesgarse era maravilloso. Podemos pedir que el Espíritu sea capaz de inflamar nuestra voluntad para que, de una manera similar, vibremos con los deseos divinos de sembrar el mundo de paz y de alegría. La oración es el lugar privilegiado para escuchar su voz y hacerle caso lanzándonos a esa andadura divina. La oración «es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8,15; Gal 4,6); y esto no es solo un “modo de decir”, sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8,14)»[3].


A veces podemos tener la tentación, tal vez inconsciente, de vivir como si Dios se alejara de nosotros por nuestros pecados o nuestras traiciones. Sin embargo, él nos sorprende una y mil veces con su reacción ante nuestra fragilidad. «Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia»[4].


EL ESPÍRITU Santo quiere llenarnos de fuerza para que podamos disfrutar de la misión que nos encomienda. San Josemaría nos muestra lo dañino que puede ser no tener los cimientos sólidos de esta gracia divina: «El ataque a la fe tira el edificio espiritual. Desconcierta la tentación contra la esperanza. Pero esa malvada seguridad de que Dios no me ama y que no le amo es la que aniquila y, aun fisiológicamente, deja vacío el corazón»[5].


Afortunadamente, la solución está al alcance de todos: «En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios; es él que, como profesamos en el “Credo”, “da la vida”. Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”»[6].


Santa Teresita de Lisieux relataba el día de su Confirmación: «¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo... (...). Por fin, llegó el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb»[7]. Nosotros también queremos tener el oído atento para que el Consolador nos cuente las maravillas a las que nos llama y para las que hemos sido creados.


«“No os dejaré huérfanos”. Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de 




18 de mayo de 2024

18 de mayo: beata Guadalupe Ortiz de Landázuri


 Evangelio (Jn 21,20-25)


En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga».


Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.


PARA TU RATO DE ORACION 


«LA VIDA es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[1]. En el día de su fiesta, miramos a Guadalupe Ortiz de Landázuri para alegrarnos: ella nos muestra hasta qué punto Dios desea hacernos partícipes de su santidad aquí en la tierra en lo ordinario; por esto, su vida supone una luz especialmente cercana para nosotros.


«Guadalupe Ortiz de Landázuri es el primer fiel laico del Opus Dei propuesto por la Iglesia como modelo de santidad. Antes ya lo habían sido su fundador, san Josemaría, y su primer sucesor, el beato Álvaro. Esto nos recuerda especialmente la llamada que Dios nos hace a todos para que seamos santos, como predicó san Josemaría desde 1928 y constituye una de las principales enseñanzas del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen Gentium, cap. V). Esto es lo que la nueva beata procuró llevar a las personas que le rodeaban: la convicción de que la unión con Dios está, con la gracia divina, al alcance de todos, en las circunstancias de la vida ordinaria»[2].


El Señor no quiere que vayamos solos por la senda que nos conduce a la felicidad. Él «nunca abandona a su Iglesia (...), sigue suscitando en ella ejemplos de santidad que embellecen su rostro, nos llenan de esperanza y nos señalan con claridad el camino que hemos de recorrer»[3]. De Guadalupe aprendemos que «la santidad supone abrir el corazón a Dios y dejar que nos transforme con su amor»[4]. La felicidad tiene mucho que ver con esa capacidad de dejar entrar a la novedad y el impulso de Dios. ¿Qué hay más seguro que dejar la propia vida en sus manos? Esto no significa desentenderse de las cosas, sino todo lo contrario: ir al fondo de las personas y los sucesos porque allí está el Señor.


«A SUS TREINTA y siete años, desde México, Guadalupe explicaba en una carta al fundador del Opus Dei: “Quiero ser fiel, quiero ser útil y quiero ser santa. La realidad es que todavía me falta mucho (…). Pero no me desanimo, y con la ayuda de Dios y el apoyo de usted y de todos, espero que llegue a vencer” (Carta, 1-II-1954). Ese breve apunte, “Quiero ser santa”, es el desafío que aceptó Guadalupe para su vida y que la llenó de felicidad. Y para conseguirlo no tuvo que hacer cosas extraordinarias. A los ojos de las personas que le rodeaban era una persona común: preocupada por su familia, yendo de aquí para allá, terminando una tarea para empezar otra, tratando de corregir poco a poco sus defectos. Allí, en esas batallas que parecen pequeñas, Dios realiza grandes hazañas. También las quiere realizar en la vida de cada una y cada uno de nosotros»[5].


San Pablo dice a los de Corinto: «Que cada uno dé según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia, para que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo necesario, tengáis abundancia en toda obra buena» (2 Co 9,7-8). Al considerar la vida de Guadalupe, qué atractiva es su decisión por cumplir las insinuaciones del Señor, su valentía para darse a los demás, su optimismo sobrenatural. Esa inmensa alegría brotaba de un corazón enamorado y en vela constante.


«Las hazañas de Dios no han terminado; su poder se sigue manifestando en la historia. A san Josemaría le gustaba recordar, con las palabras del profeta Isaías: Non est abbreviata manus Domini (Is 59,1): “No se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas” (Es Cristo que pasa, n. 130). El mismo Señor quiere seguir manifestándose de muchos modos; también a través de los santos. Cada santo es una hazaña de Dios; una manera de hacerse presente en nuestro mundo; es “el rostro más bello de la Iglesia” (Gaudete et exultate, n. 9)»[6] y que estamos llamados a reflejar también en nuestra propia vida.


«GUADALUPE estaba siempre alegre porque dejó que Jesús la guiara y que él se encargara de llenar su corazón. Desde el momento en que vio que Dios le llamaba a santificarse en el camino del Opus Dei, fue consciente de que esa misión no era simplemente un nuevo plan terreno, ciertamente ilusionante. Se dio cuenta de que era algo sobrenatural, preparado por Dios desde siempre para ella. Y, dejándose llevar por esta certeza de fe, Dios la premió con una fecundidad que no podía siquiera sospechar y con una felicidad –el ciento por uno, que prometió Jesús a sus discípulos– que podemos percibir en sus cartas (...).


Buscar en todo los propios gustos y la propia comodidad podría parecer la clave para estar alegres. Sin embargo, no es así. Jesucristo señala que quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (cfr. Mc 9,35); que él mismo había venido a la tierra para servir (cfr. Mt 20, 28); e insistió, en otro momento, en que su lugar entre los hombres es “como el que sirve” (Lc 22, 27). Y en la Última Cena, se arrodilló ante sus apóstoles y lavó los pies de cada uno, y les dijo después: “Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. (…). Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados” (Jn 13,14-17). Guadalupe pudo alcanzar esa alegría que se desprende de sus escritos y de su vida, también porque cada mañana, al despertarse, su primera palabra, dirigida al Señor, era: ¡Serviam! ¡Serviré! Y se trataba de un propósito que quería vivir en cada momento del día. La alegría de Guadalupe estaba en la unión con Jesucristo, que le llevaba a olvidarse de sí misma, procurando comprender a cada persona»[7].


Queremos nosotros también seguir así al Señor. Guadalupe va de un lado a otro, de una ocupación a otra, de modo resuelto, como si escuchase, de nuevo cada vez, en el fondo de su alma, aquel sígueme de la vocación. «Cuando descubrimos, por la fe, la grandeza del querer de Dios, “recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro” (Lumen fidei, n. 4). Guadalupe, recordando el momento en que se encontró por primera vez con san Josemaría, escribía: “Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote. (…). Sentí una fe grande, fuerte reflejo de la suya”. Pidámosle al Señor, por intercesión de Guadalupe, que nos dé y nos perfeccione esos ojos nuevos de la fe, para poder mirar nuestro futuro tal como él lo hace»[8].