"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

22 de julio de 2024

Santa María Magdalena

 


Evangelio (Jn 20, 1-2; 11-18)


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo: -Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.


María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:


-Mujer, ¿por qué lloras?


-Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto -les respondió.


Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:


-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?


Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:


-Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.


Jesús le dijo:


-¡María!


Ella, volviéndose, exclamó en hebreo:


-¡”Rabbuni”! -que quiere decir: «Maestro».


Jesús le dijo:


-Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».


Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:


-¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.



PARA TU RATO DE ORACION 



UN NUMEROSO grupo de mujeres acompañaba al Señor y a los apóstoles (cfr. Lc 8,3). Con su servicio, cooperaban en la tarea apostólica de la predicación del Reino de Dios (Lc 8,1). Sin embargo, las mujeres, a diferencia de la mayoría de los discípulos, no abandonaron a Jesús en la Pasión: fueron su consuelo permaneciendo junto a él al pie de la cruz. Son también «las primeras en estar junto al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras en oír: “No está aquí: ha resucitado, como había dicho”. Son las primeras en abrazar sus pies. También son las primeras llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles»[1]. Al contemplar el comportamiento de estas santas mujeres, san Josemaría exclamaba: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!»[2].


Esta misma fidelidad y fortaleza se renuevan con el pasar de los siglos, de generación en generación, como lo manifiesta la historia de la Iglesia. La mujer ha tenido «un papel activo e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la construcción, desde sus fundamentos, de la primera comunidad cristiana y de las comunidades posteriores, gracias a sus carismas y a sus múltiples maneras de servir»[3]. Sin duda, «la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres»[4]. También hoy, en nuestros días, «la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que solo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad»[5].


ENTRE aquellas mujeres que seguían a Cristo destaca, de manera particular, «María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios» (Lc 8,2). Ella acompañó a la Virgen en el camino de la cruz. Junto con la Madre de Dios y el discípulo amado, recogió el último suspiro del Señor y contempló su costado traspasado. En la madrugada del día de Pascua fue la primera que se encontró con el Señor (cfr. Mc 16,9). Posteriormente, fue ante los apóstoles testigo ocular de Cristo resucitado.


Jesús le encargó de manera especial a María Magdalena la tarea de anunciarles su gloriosa Resurrección: «Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. Ella fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”» (Jn 20,17). Por este motivo, santo Tomás de Aquino reserva para ella el calificativo único de «apóstol de los apóstoles», y añade: «Así como una mujer anunció al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer anunció a los apóstoles palabras de vida»[6].


Siguiendo el ejemplo de María Magdalena, los cristianos tenemos la misión de «proclamar a Cristo vivo»[7], dando con ilusión testimonio de su reinado por toda la tierra. Ella se llenó de alegría cuando descubrió, en la puerta del sepulcro, que aquel a quien buscaba muerto estaba vivo, y de nuevo la llamaba por su nombre. «¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado (...) sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre. (...) Cada hombre es una historia de amor que Dios escribe en esta tierra»[8]. Por medio de nuestro testimonio y de nuestras palabras, podemos anunciar que el Señor ha resucitado: él vive entre nosotros, nos llama por nuestro nombre y nos trae la salvación.


ANTES de encontrarse con Cristo, la Magdalena había tenido una vida llena de problemas: el Señor había expulsado siete demonios de ella. A partir de su curación, comenzó a seguir al Maestro, movida sin duda por amor y agradecimiento. En la Pasión no se separó de su lado, y acompañó a los discípulos que llevaban su cuerpo hasta el sepulcro. El domingo, antes de que amaneciera, corrió para terminar de embalsamar a su Maestro. Aún creyendo que estaba muerto, ardía en deseos de Cristo.


Desde aquel milagro, el más grande de todos, el corazón de la Magdalena latía de una manera especial. Sus debilidades habían sido muchas, pero no dejó que el pecado guiase más su vida: había descubierto un amor que daba sentido a su existencia. Por eso fue la primera en ir al sepulcro. Y aunque en un primer momento no dio con Jesús, «perseveró luego en la búsqueda, y así fue como lo encontró; con la dilación, iba aumentando su deseo, y este deseo aumentado le valió hallar lo que buscaba»[9].


María Magdalena nos muestra que la vida cristiana se arraiga en nuestra experiencia personal con Cristo. A partir de nuestro encuentro con Jesús, nace el deseo de llevar una nueva vida, centrada en el Señor. En compañía de las santas mujeres, seguramente la Magdalena forjó una estrecha amistad con la Madre de Jesús. Podemos pedirles a ambas que nos den aquel amor perseverante con el que se mantuvieron unidas al Señor al pie de la cruz.