Evangelio (Jn 6, 41-51)
Los judíos, entonces, comenzaron a murmurar de él por haber dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Y decían:
-¿No es éste Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que ahora dice: «He bajado del cielo»?
Respondió Jesús y les dijo:
-No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
PARA TU RATO DE ORACIÓN
EL HILO conductor de la liturgia de este domingo es la Eucaristía. La primera lectura nos presenta al profeta Elías huyendo de quienes deseaban darle muerte. Después de una jornada caminando por el desierto se quedó sin fuerzas y, dirigiéndose a Dios, exclamó: «Ya es demasiado, Señor, toma mi vida pues yo no soy mejor que mis padres». Exhausto, se quedó dormido debajo de una retama hasta que un ángel le despertó y le dijo: «Levántate y come». Elías vio que en su cabecera «había una torta asada y un jarro de agua. Él comió y bebió; luego se volvió a echar. El ángel del Señor volvió a tocarle por segunda vez y le dijo: “Levántate y come porque te queda un camino demasiado largo”. Se levantó, comió y bebió; y con las fuerzas de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (1R 19,4-8).
La experiencia de Elías se asemeja a la del pueblo de Israel cuando salió de Egipto perseguido por el faraón. El alimento que recibe del ángel se ha visto en la tradición de la Iglesia como una figura de la Eucaristía. «Los fieles, mientras viven en este mundo, por la gracia de este sacramento disfrutan de suma paz y tranquilidad de conciencia; reanimados después con su virtud suben a la gloria y bienaventuranza eterna, a la manera de Elías, quien, fortalecido con el pan cocido debajo de la ceniza, anduvo (cuarenta días y cuarenta noches) hasta llegar al Horeb, monte de Dios, cuando se le acercó el tiempo de salir de esta vida»[1].
Al igual que Elías, durante nuestra vida atravesamos momentos en los que nos sentimos sin fuerzas. Temporadas en las que al desgaste físico se le une también un cansancio psíquico y también del alma. Entonces quizá no percibimos muy bien el sentido por el que caminamos en el desierto y, como al profeta, nos puede asaltar la desesperanza y el deseo de rendirnos. Dios no permanece indiferente a esa situación. Por eso «ha decidido permanecer en el sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo»[2]. Cuando recibimos al Señor en la Comunión, o cuando hacemos un rato de oración delante de él, podemos confiarle todo aquello que nos hace sufrir: miedos, dudas, cansancio, preocupaciones… De ordinario, Dios no resolverá nuestros problemas de un día para otro, pero nos ayudará, como a Elías, a caminar por ese desierto con fortaleza, confianza y serenidad.
EN EL EVANGELIO de hoy Jesús se presenta como el pan de vida. «Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,49-51). El maná que comieron los israelitas en el desierto les dio fuerzas para llegar a la tierra prometida. Pero «ahora Jesús habla de sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, capaz de mantener en vida no por un momento o por un tramo de camino, sino para siempre. Él es el alimento que da la vida eterna, porque es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre y vino para dar al hombre la vida en plenitud, para introducir al hombre en la vida misma de Dios»[3].
Muchas realidades terrenas ciertamente nos ayudan a recuperar las fuerzas: un plan en familia, una buena comida, un rato de deporte… De hecho, muchas preocupaciones desaparecen o adquieren otra dimensión cuando hemos sabido descansar. Todo esto es necesario y, además, forma parte del camino a la santidad: también ahí estamos llamados a encontrar a Dios. Pero, al mismo tiempo, experimentamos los límites de esos bienes. Fundamentar la propia vida únicamente en torno a estos panes produce frustración, pues no logran dar respuesta a los anhelos más auténticos del hombre. Quien los come quizá queda saciado por un tiempo, pero rápidamente demanda más.
Jesús nos ofrece un alimento único. «No un pan entre muchos otros, sino el pan de la vida. En otras palabras, nosotros, sin él, más que vivir, sobrevivimos: porque solo él nos nutre el alma, solo él nos perdona de ese mal que solos no conseguimos superar, solo él nos hace sentir amados aunque todos nos decepcionen, solo él nos da la fuerza de amar, solo él nos da la fuerza de perdonar en las dificultades, solo él da al corazón esa paz que busca, solo él da la vida para siempre cuando la vida aquí en la tierra se acaba»[4]. Cada vez que comemos ese pan Dios viene a nuestra alma y nos alimenta en nuestro caminar terreno hacia la meta del cielo.
ALGUNOS judíos, después de escuchar el discurso del pan de vida de Jesús, se pusieron a murmurar entre sí: «¿No es este Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que ahora dice: “He bajado del cielo”?» (Jn 6,42). La primera reacción a la promesa de la Eucaristía es el escándalo. Probablemente muchos de los allí presentes sabían bien quién era Jesús desde hacía años. Por eso, no lograban entender que aquel que les resultaba tan familiar pudiese ser Dios. Y mucho menos que fuese necesario comer su carne para alcanzar la vida eterna. Quizá tenían en mente una idea de un Dios lejano, ajeno a los asuntos de los hombres. O tal vez no podían imaginar un Dios tan cercano que se mezclara con los hombres de ese modo. En cualquier caso, Dios asumió la naturaleza humana «por mí, por ti, por todos nosotros, para entrar en nuestra vida. Y le interesa todo de nuestra vida. Podemos hablarle de los afectos, del trabajo, de la jornada, de los dolores y las angustias, de muchas cosas. Le podemos decir todo porque Jesús desea esta intimidad con nosotros. ¿Qué es lo que no desea? Ser relegado a segundo plano –él que es el pan–, ser ignorado y dejado de lado, o llamado solo cuando tenemos necesidad»[5].
A san Josemaría le gustaba considerar que Cristo, al quedarse en la Eucaristía, nos demuestra su amor de una manera humana y divina a la vez. Ponía el ejemplo de dos personas que «desearían estar siempre juntas, pero el deber –el que sea– les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda él mismo»[6]. La Eucaristía es un misterio ante el cual solo podemos maravillarnos. Es la prueba definitiva del amor de Dios y de su deseo de que lleguemos a la vida eterna. Y se trata de un don que fue posible gracias a una persona. «¿De quién tomó el Hijo de Dios esta “carne” suya, su humanidad concreta y terrena? La tomó de la Virgen María. Dios asumió de ella el cuerpo humano para entrar en nuestra condición mortal»[7]. A ella le podemos pedir que sepamos poner la Eucaristía, «locura de Amor»[8], en el centro de nuestra vida.