"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de septiembre de 2024

ESTAR ABIERTOS

 



Evangelio  Lc 9, 46-50


Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo: "El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande".


Entonces, Juan le dijo: "Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros". Pero Jesús respondió: "No se lo prohiban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes".


PARA TU RATO DE ORACION 


A LOS DISCÍPULOS todavía se les hace difícil entender a Jesús, especialmente cuando habla de la pasión y muerte que le espera. Continúan llenos de visión humana. Sin duda, aman a Cristo, pero todavía no de modo incondicional, sino que proyectan en él sus expectativas terrenas. Pero es innegable que son siempre sinceros, su actitud es la de quien desea aprender. Exponen al Señor, con sencillez y claridad, todo lo que piensan, todo lo que se preguntan en su interior; le cuentan lo que conversan entre ellos y le relatan sus andanzas apostólicas. En una ocasión, «Juan le dijo: –Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: –No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está».


Podemos imaginar la paciencia del Señor al realizar esta corrección. Quizá incluso se divertía un poco con esos primeros pasos de quienes había escogido para que fueran apóstoles. Los discípulos actuaban con buena intención, pero todavía les faltaba comprender mejor las cosas, mirar desde el punto de vista de Dios. Aún veían la realidad de modo muy simple, como en blanco y negro. Jesús, en cambio, les hace notar que esta tiene un riquísimo colorido, y que aquel hombre que hacía el bien en su nombre no era tan ajeno a Cristo como parecía. «¡Qué gran cosa es entender un alma!»1, exclamaba santa Teresa de Jesús. Cualquier persona deseosa de hacer el bien merece nuestro delicado respeto, interés, empatía y cariño. «En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. “Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros”»2.


SAN AGUSTÍN escribía que, así como en la Iglesia Católica «se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la [Iglesia] católica puede haber algo de católico»3. Toda manifestación de bien en el mundo es motivo de alegría para quien ama al origen de todo bien. En el pasaje evangélico que contemplamos, «la actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y la podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia (...). Entonces, no se logra apreciar el bien que los otros hacen»4.


San Josemaría, hablando con una persona que vivía en una zona con pocos católicos, decía: «En tu tierra hay muchos que no son cristianos, pero que pertenecen de algún modo a la Iglesia, por su rectitud y por su bondad. Estoy seguro de que si supieran lo que es la fe católica, querrían ser católicos (...). Nosotros pertenecemos al cuerpo de la Iglesia: somos una parte de ese cuerpo maravilloso. Y ellos, si cumplen la ley natural, tienen como un bautismo de deseo»5.


El espíritu de comunión nos lleva a poner los ojos en todo lo que nos une a los demás, en lugar de hacerlo en lo que nos separa. Jesús invita a sus discípulos «a no pensar según las categorías de “amigo/enemigo”, “nosotros/ellos”, “quien está dentro/quien está fuera”, “mío/tuyo”, sino a ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambientes insólitos e imprevisibles y en personas que forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo bonito y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia de quien lo cumple»6.


EN EL ORDEN NATURAL, Dios ha creado una multitud inmensa de ángeles; muchas galaxias y planetas; especies incontables de animales, vegetales y minerales. No es de extrañar que, en el orden sobrenatural, el Espíritu Santo haya querido suscitar a lo largo de los siglos innumerables carismas que enriquecen de modo maravilloso su Iglesia. Está claro que el Señor ama la pluralidad, probablemente porque esos incontables carismas, como en cierto modo las criaturas materiales, reflejan con diversidad de luces su perfección infinita.


A imagen de Dios, cada uno de los cristianos deberíamos amar con entusiasmo el pluralismo y la multiplicidad. Como en una gran familia, nos alegran y enorgullecen los frutos de santidad de tantas instituciones, muy diversas entre sí, que han dejado un surco ancho y profundo en la historia de la Iglesia, y también han configurado de muchas maneras la sociedad en que vivimos. Es sin duda un don de Dios para el mundo todo el trabajo que han desarrollado y siguen llevando a cabo esas realidades eclesiales, y también el de otras más recientes. Por eso, san Josemaría aconsejaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. –Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia»7.


Podemos pedir a María que nos ayude a estar siempre abiertos al amplio horizonte de la acción del Espíritu Santo, de manera que seamos «capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la “fantasía” infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo»8.




29 de septiembre de 2024

SANTOS ARCANGELES MIGUEL, GABRIEL Y RAFAEL


Evangelio (Mc 9,38-43.45.47-48)


Juan le dijo:

—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.


Jesús contestó:

—No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está. Y cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa.


Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar. Y si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga.



PARA TU RATO DE ORACION 


EL ARCÁNGEL san Miguel es presentado en el Antiguo Testamento como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido de los peligros. Y en el libro del Apocalipsis se narra la guerra que mantuvo con las fuerzas del mal: «Se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo» (Ap 12,7-8). Entre las primeras consecuencias de la victoria de Cristo se encuentra la derrota del diablo. Y corresponde a este arcángel ejecutarla. «Miguel significa: “¿Quién como Dios?” (…). Por esto –escribe san Gregorio Magno–, cuando se trata de alguna misión que requiere un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que solo Dios puede hacer»1. Confiar una misión a san Miguel es tanto como decir que aquello únicamente puede hacerlo el Señor: «San Miguel vence porque es Dios quien actúa en él»2.


Decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino»3. Todos los cristianos formamos parte del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Hoy podemos pedir a este arcángel, príncipe de la milicia celestial, que cuide a todos los hombres y mujeres, que nos defienda en la lucha y nos ampare de las asechanzas del demonio4. Y lo hacemos con la seguridad de la victoria, «porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12,10). Intensificar nuestra relación con san Miguel acrecentará nuestra fe en el poder de Dios, nos hará más humildes, hasta identificarnos cada vez más con su propio nombre: «Todos mis huesos dirán: ¿Quién como Tú, Señor?» (Sal 35, 10).


EL CATECISMO de la Iglesia señala que «con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios»5. Su ser se agota en servir: existen para cooperar gozosamente con los planes del Señor y transmitir a los hombres sus designios. Y, entre todos los mensajeros, no hay otro como Gabriel. Su nombre significa «fuerza de Dios»; fue enviado como embajador del Señor en repetidas ocasiones para comunicar su plan de salvación y para dar ánimo a quienes invita a realizarlos. «Yo soy Gabriel –dice, por ejemplo, el ángel a Zacarías–, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte una buena nueva» (Lc 1,19). También el profeta Daniel escribió sobre el arcángel: «Llegó volando raudo hasta mí, a la hora de la ofrenda vespertina. Él se hizo comprender, habló conmigo y dijo: “Daniel, ahora he salido para infundirte comprensión”» (Dn 9,21-22).


Cuenta san Lucas que cuando la Virgen se sobresaltó al oír el saludo del arcángel, él respondió: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,31). Gabriel alcanza de Dios el consuelo necesario para afrontar las situaciones de manera serena y esperanzada; también cuando lo que comunica parece sobrepasar nuestras propias capacidades, como en el momento de la Anunciación. Él nos recuerda que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37), y siempre puede ser un importante apoyo en nuestras luchas. «Parece que el mundo se te viene encima –escribe san Josemaría–. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. El no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos»6. El arcángel Gabriel anuncia la voluntad de Dios y nos ayuda a comprender que de allí solo puede venir la alegría y la paz.


TOBIT y su mujer sufrían ante la perspectiva de enviar al joven Tobías solo, en un viaje tan lleno de incertidumbres, hasta una lejana ciudad. Ellos solo podían acompañarlo desde la distancia, y no les parecía suficiente. Entonces apareció un joven alegre (cfr. Tb 5,10), dispuesto a acompañarlo: «Soy experto y conozco bien todos los caminos» (Tb 5,6). Se trataba del arcángel san Rafael. Él acompañó a Tobías en su juventud, enseñándole a aprender de los desafíos que se le presentaban (cfr. Tb 6,1-9); le dio ánimo para superar los miedos que le impedían lanzarse a la aventura del matrimonio con Sara (cfr. Tb 6,16.18); le enseñó a querer a la que sería su mujer (cfr. Tb 6,19); y le ayudó a ser la alegría de sus padres (cfr. Tb 11,9-15).


Por esta tarea cumplida con Tobías, san Josemaría confió el trabajo apostólico con gente joven al arcángel san Rafael. Veía esta parte del apostolado del Opus Dei como la niña de sus ojos, pues la formación cristiana de la juventud es una prioridad en la Iglesia y en la Obra, ya que las siguientes generaciones también ansían lo mismo que nos ha traído la paz a nosotros. Es una misión a la que estamos llamados todos los cristianos, de forma que seamos sembradores de la alegría del Evangelio. Estamos invitados a ayudar a muchos jóvenes para que «sean –ahora y después a lo largo de su vida– fermento cristiano en las familias, en las profesiones, en todo el campo inmenso de la vida humana en medio del mundo»7.


«En el camino y en las pruebas de la vida no estamos solos, estamos acompañados y sostenidos por los ángeles de Dios, que ofrecen, por decirlo así, sus alas para ayudarnos a superar tantos peligros, para poder volar alto respecto a las realidades que pueden hacer pesada nuestra vida o arrastrarnos hacia abajo»8. Los tres arcángeles nos acompañarán toda la vida hasta el final del camino. Y allí, en el cielo, podremos contemplar a la Virgen, Reina de los ángeles.


APENDICE

Relato del momento en que san Josemaría escogió a los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael como patronos del Opus Dei

El jueves, 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante su retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles; S. Miguel, S. Gabriel y S. Rafael; S. Pedro, S. Pablo y S. Juan. Desde aquel momento los consideró Patronos de los diferentes campos apostólicos que componen el Opus Dei.


Bajo el patrocinio de San Rafael estaría la labor de formación cristiana de la juventud; de ella saldrían vocaciones para la Obra, que colocaría bajo la advocación de San Miguel, al objeto de formarlos espiritual y humanamente. En cuanto a los padres y madres de familia que participasen en las tareas apostólicas, o formasen parte de la Obra, tendrían por patrono a San Gabriel.


Dos días más tarde, el sábado, escribe: — Recé las preces de la Obra de Dios, invocando a los Santos Arcángeles nuestros Patronos: San Miguel, S. Gabriel, S. Rafael... Y ¡qué seguridad tengo de que esta triple llamada, a señores tan altos en el reino de los cielos, ha de ser —es— agradabilísima al Trino y Uno, y ha de apresurar la hora de la Obra!


En otra catalina del 8 de mayo de 1931, fiesta de la "aparición de S. Miguel", se lee: — He encomendado la Obra a San Miguel, el gran batallador, y pienso que me ha oído.


El texto ha sido extraído del libro “El Fundador del Opus Dei” de Andrés Vázquez de Prada (Volumen I, Capítulo VII)



28 de septiembre de 2024

Corazón contemplativo

 



Evangelio (Lc 9, 43b-45)


Entre la admiración general por lo que hacía, dijo a sus discípulos:


«Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo dele hombre va a ser entregado en manos de los hombres».


Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL EVANGELISTA san Lucas hace notar que Jesús gozaba de una «admiración general» (Lc 9,43). No resulta difícil imaginar las causas de esa reputación. Por una parte, el Señor hablaba con una autoridad y un carisma que atraían a las muchedumbres. Además, sus enseñanzas no se reducían a meras palabras, sino que iban acompañadas de obras. Los milagros afirmaban su origen divino, y su forma de vivir reflejaba la misericordia de Dios. Nadie que veía a Jesús podía quedarse indiferente ante la riqueza de su personalidad y el tesoro de sus palabras.


Aquella profunda impresión que Jesús dejaba en sus discípulos la ha dejado también en nosotros; es un sentimiento que, gracias a Dios, se renueva en momentos puntuales, pero quisiéramos que estuviera siempre presente. La admiración consiste en mirar con nuevos ojos lo que se ama, porque no hay amor que no tenga sabor a novedad. Una persona enamorada no se cansa de contemplar al amado; no tanto por un afán de curiosidad, sino por un deseo de seguir apreciando toda su riqueza. Precisamente en eso consiste la vida contemplativa: saber que Jesús está cerca y no cansarnos de entrar en su misterio.


Como toda relación, la vida de oración es un camino en el que se avanza poco a poco. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres»1. El objetivo es abandonarnos en sus manos y dejar que sea él quien nos conquiste: «Se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»2.


NOS PUEDE sorprender la manera en la que Jesús reacciona ante la admiración que despertaba. En lugar de complacerse ante sus miradas atónitas, les habla de la Cruz, como haciendo ver que la verdadera contemplación no puede separarse de una profunda purificación interior: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44).


Cristo deja claro, en innumerables ocasiones, que «no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida»3. Quizá algunos de los que seguían a Jesús lo hacían con el deseo de que les asegurara una existencia un poco más cómoda o simplemente para sentirse parte del grupo guiado por un profeta famoso. Pero este no era el mensaje de Cristo: el amor auténtico va da la mano de la verdad, de la realidad, y no puede desentenderse del dolor. «No olvidéis –escribía san Josemaría– que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza»4.


Contemplar el rostro de Cristo, adentrarnos en el misterio de su amor, significa descubrir los mensajes de sus heridas, abrirse al dolor de su corazón, también en las personas que sufren cerca de nosotros. Por eso, la oración contemplativa, que es «la respiración del alma y de la vida»5, requiere de la mortificación interior: esa lucha serena, pero decidida, por tener todos nuestros sentidos libres para ponerlos en Jesús y experimentar las cosas como las experimenta él. Si nuestra oración nos une a Cristo, nos unirá también a los problemas del mundo y los asumirá desde la perspectiva de Dios.


«PERO ELLOS no entendían este lenguaje. Les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido» (Lc 9,45). La muchedumbre que rodeaba a Jesús se quedó desconcertada al oír sus palabras sobre la Cruz. Les parecía extraño que alguien que había demostrado poseer un poder tan elevado, que era incluso capaz de resucitar a los muertos, les hablara de su doloroso final. No podían comprender que Jesús, en medio de su palpable triunfo, describiera su futura derrota. Sus palabras parecían contradecir el ambiente general de alegría y de esperanza.


Sin embargo, en lugar de comentar sus discrepancias con Jesús, a aquellas personas «les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,45). La admiración que sentían por el Señor resultó ser, muchas veces, una mezcla de conocimiento superficial y reverencia temerosa. Jesús, sin embargo, los invita a que aquella contemplación no sea solo la impresión de un momento pasajero, la emoción de un instante, sino que genere un cambio profundo en sus vidas: les ofrece comprender toda la existencia como un diálogo con Dios.


Esa unión de nuestro corazón con el de Cristo nos permite contemplar con nuevos ojos el mundo. Descubrimos, incluso entre las sombras de la historia y de nuestra propia biografía, un destello de la luz divina. «Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza»6. María, maestra de oración, nos puede alcanzar la gracia de tener un corazón contemplativo como el suyo.




27 de septiembre de 2024

LA NUEVA LOGICA DE LA CRUZ

 



Evangelio (Lc 9,18-21)


Estaba haciendo oración y se encontraban con él los discípulos. Y les preguntó:


—¿Quién dicen las gentes que soy yo?


Ellos respondieron:


—Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas.


Pero él les dijo:


—Y vosotros ¿quién decís que soy yo?


Respondió Pedro:


—El Cristo de Dios.


Pero él les amonestó y les ordenó que no dijeran esto a nadie.



PARA TU RATO DE ORACION 



«¿QUIÉN DICEN las gentes que soy yo?» (Lc 9,18). Parece, en un primer momento, que Jesús quiere conocer, por medio de sus discípulos, la variedad de opiniones sobre su figura. La respuesta no se hace esperar: «Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas» (Lc 9,19). Surgen todas las percepciones que habían llegado hasta sus oídos. Sin embargo, en un segundo momento, el Señor lanza otra pregunta que, esta vez, les deja más pensativos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20).


Se hace silencio. Las miradas se cruzan. Los apóstoles, que segundos antes opinaban todos a la vez, ahora parecen sumergidos en sí mismos, reflexionando. Quizá sienten algo de vértigo al entrar en su propio corazón. Porque esta pregunta exige una respuesta al centro profundo del alma, allí donde habita el Espíritu Santo. Es Pedro el único que responde: «El Cristo de Dios» (Lc 9,20). El «Cristo» significa literalmente el «ungido», el elegido de Dios para cumplir una misión. Y, en este caso, no un ungido más como otros de la historia de Israel, sino el Ungido por excelencia, el Enviado, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).


Se trata de una toma de posición siempre actual en la vida de cada persona. Aún conociendo con mayor o menor profundidad el cristianismo, y viviendo unas prácticas de piedad, podemos plantearnos siempre con novedad la pregunta que los apóstoles se hicieron en su interior: ¿quién es Jesús para mí? «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina»1.


DESPUÉS DE la confesión de fe de Pedro, la conversación se dirige hacia terrenos que debieron de ser muy sorprendentes para los apóstoles. Era una de las primeras veces que alguien proclamaba públicamente que Cristo era el Hijo de Dios, el Mesías esperado. Y Jesús no lo niega, pero les pide, por el momento, guardar silencio sobre esto; y, a continuación, anuncia a sus discípulos el modo en que iba a llevar a cabo su misión salvadora. Les revela que «el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).


Cristo revela que la salvación no se hará por la fuerza. El Mesías no será un dominador al modo humano. Reinará, pero desde la cruz, que hasta entonces solo había sido el patíbulo donde se ejecutaba a los malhechores. Nos salvará, pero a través de la donación total de sí mismo en la Pasión. Jesús anuncia una lógica nueva, que no es de este mundo: la lógica del don y de la cruz. La cruz es cátedra de una nueva sabiduría, ante la que habremos de tomar partido: unos la rechazarán como absurda o escandalosa; otros la amarán y llegarán a abrazarla, pues entenderán que la cruz es la «fuerza de Dios» (1 Co 1,18) que libera del pecado y de la muerte.


Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Necesitamos que Jesucristo cure definitivamente nuestra propia libertad; y es en la Cruz donde nos ha conseguido la liberación más profunda: la liberación del pecado, que nos purifica el alma para que podamos descubrir nuestra verdadera identidad de hijos de Dios»2. La paradoja de la Cruz marca la vida cotidiana del cristiano, la llena de esa lógica superior, hecha de humildad y de entrega. «¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! (…). Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él»3.


«LOS JUDÍOS piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 22-23). Este pasaje, de la Primera carta de san Pablo a los corintios, fue incluido por san Josemaría en un elenco manuscrito de 122 textos que solía meditar asiduamente a comienzos de los años treinta. Ya en esos momentos transmitía a los primeros que se iban acercando al Opus Dei que no es posible seguir a Jesucristo, querer colaborar con él en su obra salvadora, sin abrazar la Cruz. Al pensar en una cruz grande de madera que tenía en una habitación de la Academia DYA, la primera residencia del Opus Dei, escribió: «Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú»4.


La Cruz, paradójicamente, al estar unida a la vida de Cristo, es fuente de alegría; cuando la abrazamos dejamos que obre en nosotros la omnipotencia de Dios. «¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte! ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»5. Y esto lo podemos hacer no solo en momentos extraordinarios, con motivo de una enfermedad, de persecuciones o de una contrariedad grave, sino en cada momento de nuestra vida ordinaria: ser felices con las pequeñas cruces diarias. Poco antes de que culminara la Pasión, Jesús nos entregó a María como Madre. «Cor Mariae perdolentis, miserere nobis! Invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de todos los hombres de todos los tiempos»6.




26 de septiembre de 2024

SANTIDAD ES APOSTOLADO




 Evangelio (Lc 9,7-9)


Herodes el tetrarca oyó todo lo que ocurría y dudaba, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos, otros que Elías había aparecido, otros que había resucitado alguno de los antiguos profetas. Y dijo Herodes:


—A Juan lo he decapitado yo, ¿quién es, entonces, éste del que oigo tales cosas?


Y deseaba verlo.


PARA TU RATO DE ORACION


LOS EVANGELIOS nos hablan de muchas personas, muy distintas entre sí, que quieren ver a Jesús. Uno de ellos es Herodes quien, al enterarse de los milagros que realizaba, «estaba perplejo». El motivo de semejante sorpresa era que «unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos». Pero a Herodes le costaba creer esa posibilidad, pues él mismo había acabado con la vida de Juan, instigado por Herodías, la mujer de su hermano. «A Juan lo he decapitado yo –decía–, ¿quién es, entonces, este del que oigo tales cosas?» (Lc 9,7-9). San Lucas hace notar que Herodes «deseaba verlo» (Lc 23,8). Sin embargo, cuando finalmente se encuentra con Jesús durante la Pasión, el Señor calla. El rey esperaba verle realizar algún milagro y le hacía preguntas con mucha locuacidad, pero Jesús no respondió nada. Entonces Herodes, junto con sus soldados, le despreció y se burló de él delante de todos (cfr. Lc 23,6-12).


Sin embargo, san Lucas también habla de otra persona que llevaba tiempo deseando ver a Jesús. Se trata del anciano Simeón, «un hombre justo y temeroso de Dios. (...) Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver a Cristo» (Lc 2,25-26). Cuando lo encontró en el Templo, aún siendo Jesús todavía un niño, «lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”» (Lc 2,28-29). Ambos, Simeón y Herodes, querían ver a Jesús, pero el segundo fue incapaz de valorar adecuadamente su presencia, no pudo reconocer su divinidad. Su afán de satisfacción personal y su curiosidad por ver prodigios le impidió darse cuenta de que delante tenía al Mesías. En cambio, el ejemplo de Simeón «nos enseña que la fidelidad en la espera afina los sentidos espirituales y nos hace más sensibles para reconocer los signos de Dios»1. Él, dueño de una finura que podemos pedir a Dios, se conformaba con tener a Jesús entre sus manos.


LA LECTURA y meditación frecuente del Evangelio nos ayuda a ganar en intimidad con Cristo; nos ayuda a conformar nuestra vida con la suya, de forma que nuestro corazón sintonice con su ejemplo y sus palabras. Como decía san Josemaría: «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el evangelio en tu vida»2. De este modo, comprenderemos que la santidad no consiste solamente en evitar el pecado o en cumplir una serie de preceptos, sino en identificarnos cada vez más con Jesús.


«Cristo te ha dado el poder de ser como él según tus fuerzas. No te asustes de oír esto. Lo que debe espantarte es no ser como él»3, decía san Juan Crisóstomo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, en nuestra vida se irá plasmando la imagen del Señor, el semblante de los hijos de Dios. Y esto, en primer lugar, se refleja en la vida corriente, convirtiendo «la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico»4.


El deseo de identificarnos con Cristo cambia nuestra vida ordinaria: la familia, el trabajo, nuestras relaciones de amistad… «Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»5.


EL EMPEÑO sincero por conocer a Cristo e identificarnos con él nos llevará «a darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que el de entregarnos al servicio de los demás»6. Un cristiano no vive para sí mismo, sino para todas las personas que le rodean. Incluso lo que parece más personal e íntimo –nuestra vida interior, nuestro esfuerzo por mejorar en las virtudes–, tiene siempre una dimensión apostólica: el apostolado es inseparable de la propia santificación, y viceversa.


«Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad»7. Como escribe san Pablo a los tesalonicenses: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Y esta llamada del Señor no entra en conflicto con las demás ilusiones de la vida, sino todo lo contrario. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Todos los deseos, todos los proyectos, todos los amores pueden formar parte de los planes de Dios»8.


En este camino de santificación y apostolado nos acompaña la Virgen. «Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre. (...) Nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres»9.

25 de septiembre de 2024

LA EXPERIENCIA DEL FRACASO

 



Evangelio (Lc 9,1-6)


Convocó a los doce y les dio poder y potestad sobre todos los demonios, y para curar enfermedades. Los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos. Y les dijo:


— No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas. En cualquier casa que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos. Se marcharon y pasaban por las aldeas evangelizando y curando por todas partes.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS convocó a los doce y los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, dándoles poder y potestad sobre todos los demonios y para curar enfermedades (cfr. Lc 9,1-2). Estas breves frases, y los consejos que el Señor les dará sobre el modo en que deberán desempeñar esta misión, nos revelan algunas características del apostolado cristiano.


La primera es la prioridad de la vocación personal. Los apóstoles son escogidos uno a uno para la misión que se les encomendará. Su elección forma parte del misterio divino, pues no se ajusta a criterios humanos como la capacitación o la eficacia. La mayoría eran pescadores sin una gran cultura; el único que quizá tenía más medios humanos y una mejor instrucción era Mateo, pero por su condición de publicano muchos lo consideraban un traidor. Además, con frecuencia los apóstoles tampoco brillaban por su heroísmo moral: como vemos en los evangelios, son ambiciosos, rivalizan entre sí y se comparan de continuo, poseen una fuerte visión humana y les cuesta razonar en términos sobrenaturales. La experiencia de los apóstoles nos recuerda que «todo depende de una llamada gratuita de Dios; Dios nos elige también para servicios que a veces parecen sobrepasar nuestras capacidades o no corresponder a nuestras expectativas; a la llamada recibida como don gratuito es necesario responder gratuitamente»[1].


Los doce partirán a predicar el Reino de Dios no porque sean sabios ni santos, sino porque se saben llamados por Cristo y porque aceptan libremente ser enviados por él. Esa es la convicción que, desde los primeros siglos hasta hoy, ha impulsado a la Iglesia a difundir el Evangelio por el mundo entero: los cristianos se sabían continuadores de la misión de Cristo, llamados y enviados para llevar la salvación a todos los hombres. Por eso el apostolado es algo radicado en la misma identidad del cristiano: por el bautismo, nuestra vida tiene un sentido de misión. No hacemos apostolado como quien cumple un encargo sobreañadido a nuestra condición de cristianos, sino que nuestra identidad más profunda consiste en que «somos apóstoles»[2]: como los primeros doce, hemos sido elegidos para ser enviados.


TRAS HABER manifestado a los doce cuál será su misión, el Señor les da algunos consejos sobre el modo de cumplirla: «No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas» (Lc 9,3). Jesús pide a los que envía a la misión apostólica una pobreza tan radical como significativa: la renuncia a una serie de cosas buenas en sí, pero no para ellos en este momento, porque podrían ralentizar o impedir la misión recibida. Esto es lo que caracteriza a la pobreza: una virtud que nos permite centrar nuestra mente y nuestro corazón en lo que es verdaderamente valioso e importante, sin distraernos con lo aparente, vano o accesorio.


En el caso del apostolado, lo verdaderamente esencial es la centralidad de Dios: el Señor nos envía y él actúa en las personas. Nosotros somos instrumentos. Ciertamente, también nuestro papel es importante, pero no lo más central ni lo más decisivo. A diferencia de un instrumento material no somos inertes o pasivos, sino que ponemos en juego libremente todas las cualidades y capacidades que tenemos, así como todos los medios humanos con los que contamos, y el Señor cuenta con que así lo haremos. Pero lo que Jesús subraya con fuerza en el Evangelio es que todo eso, lo que tenemos –sean medios materiales o cualidades humanas–, ocupa un lugar secundario en comparación con nuestra identidad: somos llamados por él y enviados a las almas.


Esta es la convicción que llena el corazón del apóstol, como recordaba san Josemaría a sus hijos en los primeros años del Opus Dei: «No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas para hacer una cosa buena. Eso es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»[3]. Precisamente porque pone su confianza en Dios, que es quien lo ha elegido y enviado, el apóstol puede cumplir este mandato divino con libertad personal, con generosidad y con alegría, dispuesto a cualquier sacrificio y moviéndose con esperanza y audacia.


«EN CUALQUIER CASA que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos» (Lc 9,4-5). Así concluye el Señor sus consejos para la misión apostólica. Jesús hace ver que, en ocasiones, el testimonio apostólico de sus enviados será bien acogido y, en cambio, otras veces no lo será. Para este último caso, recomienda a los doce que sacudan el polvo de sus pies: era un gesto gráfico en la cultura semita para mostrar que uno no quería conservar nada, ni siquiera un poco de tierra, del lugar donde le habían rechazado. En nuestro caso, nos ayuda a recordar que no deberíamos dejar que los fracasos o las negativas que cosecharemos al ser apóstoles queden como un peso en nuestro corazón, apagando poco a poco el entusiasmo sobrenatural que nos mueve.


«¿No te comprenden?... –escribía san Josemaría– Él era la Verdad y la Luz, pero tampoco los suyos le comprendieron. –Como tantas veces te he hecho considerar, acuérdate de las palabras del Señor: “no es el discípulo más que el Maestro”»[4]. Jesús es muy realista en su descripción de la vida apostólica. No oculta que esta exige renuncias –para no perder de vista la búsqueda de lo realmente valioso– y que no siempre se ve coronada por el éxito: a sus apóstoles no les faltarán dificultades, tribulaciones e incluso persecuciones (cfr. Lc 28,12-19); no irán por la vida logrando una victoria tras otra, y por eso no deben cifrar su alegría en los resultados inmediatos, sino en la fecundidad sobrenatural de su entrega. Recibirán el ciento por uno y la vida eterna (Mt 19,29) porque, de su testimonio de vida cristiana, de su fidelidad sin reservas a la misión apostólica, el Señor hará surgir una gran cantidad de frutos sobrenaturales, una abundancia que en muchos casos será inconmensurable para las estimaciones solamente humanas.


Podemos pedir a la Virgen María que avive en nuestros corazones un sentido de misión que nos haga ser y comportarnos como los primeros doce, sintiéndonos enviados del Señor y confiando en que él hará fructificar nuestro celo apostólico: «Tú y yo, hijos de Dios, cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma –hemos de decirnos– que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay que convivir; un alma que hay que salvar»[5].




24 de septiembre de 2024

San Josemaría y la Virgen de la Merced

 


Evangelio (Lc 8,19-21)


Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron:


— Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.


Él, en respuesta, les dijo:


— Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.



PARA TU RATO DE ORACION 


San Josemaría y la Virgen de la Merced

La devoción a la Virgen María es una referencia constante a lo largo de la vida de San Josemaría Escrivá. Todas las advocaciones que conoció encontraron un lugar en su corazón, y algunas cobraron especial relevancia en momentos concretos de su vida: la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona, fue una de ellas.

La devoción a la Virgen María es una referencia constante a lo largo de la vida de San Josemaría Escrivá. Todas las advocaciones que conoció encontraron un lugar en su corazón, y algunas cobraron especial relevancia en momentos concretos de su vida: la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona, fue una de ellas.


Sus escritos y su piedad llevan una fuerte impronta mariana, como también la lleva el Opus Dei, el camino de santificación en la vida ordinaria que la providencia divina abrió el 2 de octubre de 1928. El fundador del Opus Dei procuraba poner a María en todo, y recurrir a Ella para cualquier necesidad.


Es posible que Josemaría Escrivá de Balaguer –siendo natural de Barbastro- conociera ya desde pequeño la Virgen de la Merced, al ser ésta muy venerada en las tierras de la antigua Corona de Aragón. Una tía suya a quien quería especialmente se llamaba, de hecho, Mercedes. A pesar de todo, no se tiene constancia de que durante la niñez o los años de estudiante visitara a la Virgen en la Basílica de Barcelona. Quizá la primera vez fue en 1924, antes de recibir el diaconado, aprovechando una breve visita que hizo a Barcelona, donde llegó en un tren que paraba en la estación de Francia.


Un viaje en plena guerra


El siguiente viaje a Barcelona del que hay noticia fue en 1937, en circunstancias bien distintas. En plena guerra civil San Josemaría y algunos de los primeros fieles del Opus Dei se disponían a pasar, por los Pirineos, hacia el otro lado del frente, con el objetivo de poder continuar la tarea apostólica que Dios le pedía. Durante esta breve estancia en la capital catalana, del 10 octubre hasta el 19 de noviembre, recorrió la ciudad de un extremo a otro, siguiendo un programa de entrenamiento en previsión de las largas caminatas que les esperaban si querían atravesar los Pirineos. Tenemos constancia de cómo san Josemaría recomendaba a sus acompañantes que al pasar por delante de un templo rezaran haciendo interiormente actos de desagravio y comuniones espirituales. La Basílica de la Merced bien pudo ser objeto de estas íntimas plegarias, que él mismo procuraba hacer con frecuencia.


Acabado el conflicto bélico, los últimos días de diciembre de 1939, Josemaría Escrivá vuelve a Barcelona con quien sería su primer sucesor, Álvaro del Portillo. El objeto de este viaje es ayudar en el inicio estable de la tarea apostólica de modo estable en la capital catalana. En 1940 realizó tres viajes a Barcelona, y visitó la Basílica de la Merced al menos en una ocasión, el 2 de abril. Como siempre hizo, es posible que aprovechara la ocasión para poner a los pies de la Virgen María las intenciones que llevaba en el corazón: la Iglesia, la Obra y el mundo


A la Merced a dar gracias


El 1941, cuando el Opus Dei recibió su primera aprobación, la reacción de San Josemaría fue dar gracias a la Virgen María, y quiso enviar un telegrama a sus hijos de Barcelona donde les pedía que fueran a la Merced a dar las gracias a la Virgen por los continuos cuidados maternos que procuraba a la Obra. San Josemaría vuelve a la Ciudad Condal y a la Merced en 1942 y en 1943. Para la Obra, aun contando con la aprobación de los obispos de los lugares donde trabajaba, eran años de fuertes incomprensiones, fundamentalmente por la novedad del mensaje de la santificación del trabajo que el Opus Dei proponía. Dios permitió que estas contradicciones resultaran especialmente duras en Barcelona. Para confortarles, Josemaría Escrivá decía, a los primeros hijos catalanes del Opus Dei, que estaba seguro de que el Señor, con la mediación de la Virgen de la Merced, bendeciría la tarea apostólica de la Obra en la capital catalana con muchos frutos.


El 16 de mayo del 1945, tras dejar el Santísimo reservado en uno de los primeros centros del Opus Dei en la ciudad, tiene ocasión de rezar ante la imagen de la Virgen María antes de marchar al Monasterio de Montserrat, probablemente para ver al Abad y rogar a la patrona de Cataluña.


Mientras se extiende la tarea evangelizadora, las dificultades y las incomprensiones no amainan sino que continúan con más énfasis. Por otra parte, se hacía necesario un reconocimiento jurídico por parte del Santo Padre, que permitiera trabajar también en otros países. Con este propósito, Álvaro del Portillo viaja a Roma, el 25 de febrero de 1946. Él mismo recordará, años más tarde, la primera respuesta que obtuvo: "Me dijeron, entre otras muchas cosas, que no era posible aún obtener la aprobación del Opus Dei: habíamos nacido –esta fue la expresión literal- con un siglo de anticipación. Las dificultades eran tan grandes, aparentemente insuperables, que decidí escribir al Padre para manifestarle la necesidad de su presencia en Roma". Así lo hizo. San Josemaría padecía en aquél tiempo una diabetes muy grave, hasta el punto de que el médico que le atendía había declinado toda responsabilidad sobre su vida si emprendía ese viaje. Sin embargo decidió hacerlo, vía mar, embarcando en el puerto de Barcelona rumbo Génova.


Dejó Madrid en el mes de junio y, de camino a Barcelona, hizo parada en el Pilar de Zaragoza y en Montserrat. Llegó a la capital catalana el 21, y en seguida quiso reunirse con sus hijos en el centro del Opus Dei que había en la calle Muntaner. Todos los presentes recordarán, pasados los años, la plegaria que san Josemaría hizo en voz alta en el oratorio de Muntaner: "¿Señor, tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas? ¡Si todo lo he hecho para Tu gloria y a sabiendas de que es Tu Voluntad!". Y hacía suyas las palabras que san Pedro dirige al Señor: "He aquí que lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué será de nosotros? (Mateo, 19, 27)". San Josemaría acudió a la intercesión de María varias veces a lo largo de su oración, y, al acabar, se dirigió a la Merced para ponerse, él mismo y todas sus intenciones, bajo la protección maternal de la Virgen. "Vine a Roma con el alma puesta en mi Madre la Virgen Santísima, y con una fe encendida en Dios nuestro Señor, a quien confiadamente invocaba, diciéndole: ‘ecce nos reliquimus omnia te secuti sumus te: quid ergo erit nobis’? ¿Qué será de nosotros, Padre mío?", recordaría más tarde.


Una vez en la ciudad eterna, después de un viaje muy convulso en el barco J. J. Sister, la aprobación jurídica se fue resolviendo dando diversos pasos. La Santa Sede concedió el Breve "Cum societatis", expreso asentimiento a la tarea pastoral, y la carta "Brevis sano", de alabanza de los fines del Opus Dei, previa al "Decretum laudis", que fue concedido el 24 de febrero de 1947. San Josemaría entendió que había sido la Virgen de la Merced quien había facilitado esta aprobación, y encargó, en recuerdo del viaje, que en el oratorio de Muntaner se pusiera un retablo con la imagen de la Merced, donde se grabaran aquellas palabras de san Pedro: "He aquí...". Más adelante haría poner también una imagen en un oratorio de la sede central del Opus Dei en Roma.


San Josemaría quiso volver


El 21 de octubre de 1946 quiso volver a Barcelona para agradecer personalmente a la Virgen de la Merced su solícita intercesión en el camino jurídico de la Obra. Esta advocación de la Virgen permaneció definitivamente en el recuerdo de san Josemaría, ocupando así un lugar de especial en su corazón, junto con la Virgen del Pilar de Zaragoza, ciudad donde fue ordenado sacerdote, Torreciudad, Sonsoles, Loreto y Guadalupe, entre otras.


A partir de aquel momento, las visitas a La Merced serían habituales, y han sido continuadas después por sus sucesores y por muchos miembros del Opus Dei. Como un hijo necesitado que pide ayuda a su Madre, volvió a la Merced a finales de los años 60, cuando el fundador del Opus Dei visitó numerosos santuarios marianos para rogar por la situación de la Iglesia. Volvió en otras ocasiones, como un enamorado que no pierde ocasión para tener un detalle con quien ama. Casi hasta el final de su vida, como por ejemplo el 28 de noviembre de 1972, acudía a un santuario para agradecer las mercedes que recibía de sus manos, y de forma especialísima la ayuda en su primer viaje a Roma. Con esta disposición afirmaba, en el discurso pronunciado con ocasión de su nombramiento como hijo adoptivo de la ciudad, el 7 de octubre de 1966: "Cuando, pasado el tiempo, se escriba la historia del Opus Dei, habrá en sus páginas –¡cuántos acontecimientos llegan ahora a mi memoria!- hechos que vieron la luz en esta ciudad condal, entre vosotros y bajo la mirada de la Virgen de la Merced".



23 de septiembre de 2024

LA LUZ DE NUESTRAS VIDAS

 




EVANGELIO Luc 8, 1-3


En aquel tiempo, Jesús comenzó a recorrer ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades. 

Entre ellas iban María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que los ayudaban con sus propios bienes.



PARA TU RATO DE ORACION 



EN LA SAGRADA ESCRITURA son frecuentes las referencias a la luz. El libro del Génesis nos recuerda que Dios, después de crear el cielo y la tierra, crea la luz (cfr. Gen 1,3). Por su parte, las profecías del pueblo de Israel expresan de este modo la llegada del Mesías: «El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz» (Is 9,2). San Juan, finalmente, escribe en el prólogo de su evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9).


Pensar en una existencia sin luz, entre penumbras, nos genera tristeza, pues supondría no disfrutar de lo creado. Por eso, en la tradición cristiana la vida en tinieblas está identificada con el mal. La ausencia de luz nos lleva a la confusión, a ir sin un rumbo claro. Pero aun en la noche más profunda bastan las pequeñas luces de las estrellas para, al menos, contar con unas referencias que marcan una ruta certera. Cristo orienta nuestra vida, nos ayuda a despejar nuestras dudas: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Salmo 119, 105), dice el salmista, refiriéndose a la ley de Dios.


La luz de Cristo nos ayuda a afrontar las dificultades del camino con esperanza. Ciertamente, creer en él no significa ahorrarse sufrimientos, como si fuera un analgésico para los momentos de dolor. Más bien, el cristiano que se fía del Señor sabe que «tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia. Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»1.


«NADIE que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz» (Lc 8,16). Antiguamente, cuando no existía la luz eléctrica, costaba mucho mantener un fuego encendido. Esa experiencia da pie al Señor para algunas de sus enseñanzas. La luz es necesaria para la vida de los hombres. Por eso, cuando llega la noche, esas lámparas deben estar listas para alumbrar, como las de las vírgenes que esperaban al novio (cfr. Mt 25,1-13). Jesús, cuando se refiere al papel de sus discípulos en medio del mundo, los compara con la luz y con la sal. Así como la sal da sabor a los alimentos, la luz ayuda al hombre a no tropezar, le permite ver lo que le rodea y le orienta en su camino. Cristo quiere mostrarnos en esta parábola la tarea a la que nos invita: «Llenar de luz el mundo, ser sal y luz: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios»2.


La parábola supone que la lámpara está encendida. ¿Quién ha encendido ese fuego que hace alumbrar la lámpara? La Iglesia tiene confiada esa misión de ser esa luz, desea iluminar a todos los hombres anunciando el Evangelio con la alegría de Cristo. Quienes hemos recibido el Bautismo formamos parte de ese conjunto de hombres y mujeres a los que el Señor ha convocado para tratar de iluminar el mundo. San Ambrosio expresaba esta vocación de los cristianos y de la Iglesia como mysterium lunae, el misterio de la luna: «La Iglesia, como la luna, no brilla con luz propia, sino con la de Cristo»3. Quien nos enciende es Cristo: lo que podemos hacer nosotros es disponernos para recibir su reflejo. «Para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino, la misión es su vocación, hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre»4.


«MIRAD, PUES, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (Lc 8,17-18). El Señor, al final de la parábola, habla sobre la responsabilidad que supone haber recibido su luz, haber sido destinatario de algún don de Dios. Y esa llamada nos puede llevar a considerar nuestra debilidad y la poca consistencia que en ocasiones tiene nuestro fuego. Tomando en cuenta que también una pequeña luz hace mucho bien en la oscuridad, la consideración de nuestra pequeñez nos puede llevar a cultivar una disposición humilde para seguir recibiendo el fuego de Dios.


San Juan nos relata su experiencia de ser portador del Evangelio: «La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Todos tenemos experiencia personal de las tinieblas; cuando nos adentramos en ellas, perdemos el sentido del bien y del mal, los ojos del alma poco a poco se acostumbran a la oscuridad e ignoran la luz. El prelado del Opus Dei nos recuerda que, en esos momentos, «la fidelidad consiste en recorrer –con la gracia de Dios– el camino del hijo pródigo»5. Reconocemos que no vale la pena vivir en la oscuridad, recordamos que estamos llamados a ser resplandor de Dios.


El gozo de la vida de un cristiano es compartir la misión con Jesús. Entonces descubrimos con profundidad quiénes somos. «El pecado es como un velo oscuro que cubre nuestro rostro y nos impide vernos claramente a nosotros mismos y al mundo; el perdón del Señor nos quita este manto de sombra y de tinieblas y nos da nueva luz»6. «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz!» (Is 60,1), dice Isaías. María protege siempre la lámpara de nuestra alma. Y si alguna vez se debilita, la enciende nuevamente con el fuego de su Hijo para que alumbre a los que necesitan su luz.



22 de septiembre de 2024

CRECER ANTE LAS DIFICULTADES

 



Evangelio (Mc 9,30-37)

Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:

– El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.

Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle.

Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:

– ¿De qué hablabais por el camino?

Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:

– Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.

Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:

– El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.


PARA TU RATO DE ORACION 


DURANTE su vida en la tierra Jesucristo se encuentra con muchas personas sencillas y de buen corazón. Se acercan a él porque sus gestos y palabras conmueven. El Señor les ilusiona con una vida más plena y exigente, a la vez que más humana y conforme con la voluntad de Dios. Muchos se dejan transformar por esa novedad que ilumina la existencia. Pero también algunos dudan y se acercan a él con la intención de probarle: «¿Nos es lícito dar tributo al César, o no?» (Lc 20,22); «¿le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?» (Mt 19,2).


Hasta cierto punto es normal que exista un deseo de comprobar la coherencia de un nuevo mensaje con el comportamiento de quien lo transmite. Es algo que hacen los niños en relación con sus padres y con sus educadores. Sin embargo, tras ese deseo de comprobación crítica en ocasiones también se puede esconder una raíz maliciosa. Así lo recoge hoy el libro de la Sabiduría en la primera lectura: «Preparemos trampas para el justo. Veamos si son veraces sus palabras, pongamos a prueba cómo es su salida» (Sb 2,12.17).


En ese sentido, quienes queremos seguir a Cristo de cerca veremos probada nuestra autenticidad por las circunstancias y las personas: periodos particularmente intensos de trabajo, imprevistos económicos, un pariente o un colega con el que no logramos congeniar… En esos momentos necesitamos más que nunca buscar apoyo en Dios. Él nos ayudará a abrazar esas situaciones con esperanza, sabiendo que se tratan de pruebas con las que el Señor acrisola nuestra fe. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42,2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente»[1].


UNA FE madura da coherencia y consistencia a la persona que la vive. Le permite tomar decisiones razonadas desde la escucha atenta al Espíritu Santo; y le ayuda a mantenerlas en el tiempo sin que las adversidades o las contrariedades las desbaraten. Esa fe da una unidad de vida que no solo resiste a las pruebas –como la roca resiste al viento–, sino que se sirve de las adversidades para volar más alto –como las aves aprovechan el viento–.


Mientras que los agentes climáticos externos como el agua o el sol degradan las estructuras inertes o artificiales, esos mismos agentes ayudan al desarrollo de lo vivo. Lo inerte se deshace, se corroe. Sin embargo, el principio de vida encerrado en una semilla no sedimenta, sino que al enterrarse se desarrolla y crece cuando queda oculta. Por eso, ante la adversidad, podemos rezar como el salmista: aunque «se alzan contra mí los soberbios, el Señor es el que sostiene mi vida» (Sal 54,5.6). Construimos así una vida capaz de asimilar las dificultades en favor de su desarrollo, porque Jesuscristo tomó sobre sí nuestros pecados y nos hizo capaces de esa existencia nueva donada por Dios.


Es normal que, en nuestro caminar con el Señor, encontremos obstáculos de diverso tipo. Temporadas en las que nos sintamos fríos a la hora de rezar y acudir a los sacramentos. Gente que no comprende nuestra fe. Dificultad para entender algún aspecto de la doctrina cristiana. Todas esas circunstancias pueden ayudarnos a plantearnos qué queremos realmente y a crecer en nuestro deseo por vivir junto a Dios. «Pensemos, un deseo sincero sabe tocar en profundidad las cuerdas de nuestro ser, por eso no se apaga frente a las dificultades o a los contratiempos. Es como cuando tenemos sed: si no encontramos algo para beber, esto no significa que renunciemos, es más, la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos y nuestras acciones, hasta que estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio para apaciguarlo, casi obsesionados. Obstáculos y fracasos no sofocan el deseo, no, al contrario, lo hacen todavía más vivo en nosotros»[2].


LA VIRTUD de la fortaleza es aquella que «asegura la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la decisión de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral»[3]. Esas dificultades pueden ser externas, ante las cuales la persona a veces poco puede hacer para cambiarlas; sin embargo, en muchas ocasiones se trata de enemigos internos «que responden al nombre de ansiedad, angustia, miedo, culpa: son todas fuerzas que se agitan en lo más íntimo de nosotros mismos y que en alguna situación nos paralizan. (...) La mayoría de los miedos que surgen en nuestro interior son irreales, no se hacen realidad en absoluto. Mejor entonces invocar al Espíritu Santo y afrontarlo todo con paciente fortaleza: un problema detrás de otro, según nuestras posibilidades, ¡pero no solos! El Señor está con nosotros si confiamos en él y buscamos sinceramente el bien. Entonces, en cada situación, podemos contar con la Providencia de Dios, que será nuestro escudo y nuestra armadura»[4].


Quizá tenemos la experiencia de sufrir por algo que podría suceder: un posible suspenso en un examen, un proyecto que tal vez puede ir mal, una problema de salud nuestro o de una persona a la que amamos que podría cambiar radicalmente la vida… En algunos casos esa tensión nos permite actuar y prevenir una situación desastrosa. Al mismo tiempo, en otras ocasiones ese dolor no nos ayuda mucho, pues nos impide lidiar con las situaciones más reales que cada jornada nos presenta y nos fuerza a concentrarnos en hipótesis que con frecuencia sabemos que no se acaban cumpliendo.


Podemos pedir al Señor luz y fuerza para obtener claridad y fortaleza en nuestro interior, para valorar si el sufrimiento nos ayuda a afrontar el presente o nos lo roba inútilmente. «Hay almas que parecen empeñadas en inventarse sufrimientos, torturándose con la imaginación –escribe san Josemaría–. Después, cuando llegan penas y contradicciones objetivas, no saben estar como la Santísima Virgen, al pie de la Cruz, con la mirada pendiente de su Hijo»[5]. Podemos acabar este rato de oración pidiendo a nuestra Madre que nos ayude a vivir en el presente, acogiendo las dificultades de cada día con el deseo de unirnos al sacrificio de Jesús.

21 de septiembre de 2024

SAN MATEO APOSTOL

 



Evangelio (Mt 9, 9-13)


Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.


Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos.


Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?».


Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores».



PARA TU RATO DE ORACION 



«JESÚS VIO al publicano y, porque lo amó, lo eligió»1. Estas palabras de san Beda condensan los rasgos esenciales de cualquier vocación. En toda llamada la iniciativa parte siempre de Dios, que piensa en nosotros desde la eternidad y nos acompaña en cada uno de nuestros pasos. En el caso de Mateo, es Jesús quien pasa junto al lugar donde estaba recaudando impuestos. Y, al verle, decide llamarle sin más preámbulos. Es el misterio de la vocación. Mateo podía haberse planteado preguntas como: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿tengo las cualidades necesarias?, ¿dónde me llevará esta elección? Él era un publicano, considerado socialmente como un pecador público. Pero su historia demuestra que ninguna de esas cuestiones son decisivas. Lo realmente importante, en el caso de Mateo y en el de cualquier vocación, es que se ha producido un encuentro personal con Cristo y es él quien nos invita a colaborar en su plan de salvación.


Jesús dirige una palabra a Mateo: «Sígueme». No se trata solamente de una invitación a acompañarle. También «quiere decir: “Imítame”. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él»2. Y así fue cómo la vida de Mateo encontró su pleno cumplimiento. Vería toda su existencia con ojos nuevos, con una luz que también es calor e impulso para dar una respuesta generosa: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación»3.


MATEO responde inmediatamente a la llamada. El Evangelio dice con toda sencillez que «se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Los datos son escuetos. No sabemos si antes había escuchado ya al Maestro o si había conversado con él en Cafarnaún, donde vivía y trabajaba. Lo que el texto destaca, en su concisión, es la prontitud con la que sigue al Señor cuando recibe la llamada a compartir su vida. Algo muy similar encontramos en el caso de otros apóstoles, como Andrés y Pedro, Felipe y Natanael, o Santiago y Juan (cfr. Jn 1,40-50; Mt 4,18-22).


¿Qué fue lo que movió a aquellos sencillos pescadores y al publicano Mateo a seguir sin demora a Cristo? No es del todo fácil dar una respuesta. Sabemos poco de quiénes eran, cómo pensaban, cuáles eran sus anhelos y esperanzas. Pero sí percibimos en los evangelios que Jesús se metió en sus corazones. Les hizo experimentar vivamente el amor que traía a la tierra. Y este descubrimiento los llenó de una irresistible alegría. «Cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, también a través de pruebas y dificultades, a un encuentro cada vez más pleno»4.


Mateo dejó que su corazón fuera conquistado por Jesús. Experimentó que estar con él dona una felicidad que el mundo no puede dar. Posiblemente, a las pocas semanas de estar junto a Jesús, no se le ocultaba que habría dificultades, pues no todos recibían al Maestro con la misma apertura de corazón. Quizá también percibiría sus propios límites y miserias, en contraste con la misión que Jesús emprendía. Pero Mateo prefirió la esperanza, rechazando el pesimismo; confió en que podría custodiar su amor a Jesús, quizá purificándolo y renovándolo muchas veces. «Enamorados de Jesús. Claro que hay pruebas en la vida, hay momentos en los que hace falta ir hacia delante a pesar del frío y los vientos contrarios, a pesar de tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel fuego sacro que les ha encendido una vez para siempre. (...) Cultivemos sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como él y con él, mientras caminamos bien atentos a la realidad»5.


DESPUÉS del encuentro en el telonio, Mateo decidió organizar una fiesta en su propia casa. Quiso celebrar la nueva vida que iba a comenzar invitando a sus amigos para que conocieran también a Jesús. Muchos de ellos, como el mismo Mateo, eran considerados pecadores por su colaboración con el imperio romano. Por eso, «los fariseos, al ver esto, empezaron a decir a sus discípulos: “¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”». Pero Jesús, al escuchar estas palabras, deja claro el sentido de su venida al mundo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: “Misericordia quiero y no sacrificio”; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,10-13).


El que se considera justo está cerrando las puertas a Dios. En cambio, el que se reconoce pecador deja que Cristo se acerque para curarle. Él no nos pide una vida impoluta y sin errores, sino un corazón contrito y humillado: este es el mejor sacrificio que podemos ofrecerle (cfr. Sal 51,19). «Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos»6. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos ayude a experimentar en nuestra vida la fuerza sanadora de la misericordia de Dios. Especialmente en la Confesión y en la Eucaristía recibimos la gracia que nos impulsa a ser testigos del amor que Dios nos tiene.



20 de septiembre de 2024

Un amor sin ingenuidades



 Evangelio (Lc 8, 1-3)


Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.



PARA TU RATO DE ORACION 



«JESÚS iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena noticia del reino de Dios» (Lc 8,1). Y la Sagrada Escritura nos dice que los primeros en recibir la palabra de Cristo fueron «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,7). De entre todos los lugares donde podía comenzar este anuncio, Jesús eligió Galilea, zona periférica con respecto a Judea, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido» (Mt 4,15-16). Las tribus de Zabulón y Neftalí no habían sido fieles a Dios; los profetas habían denunciado su mundanidad y su desapego a la tradición. Era un territorio limítrofe en el que se mezclaban las razas y en donde se asentaban también numerosos gentiles: de ahí la poca fama que tenía entre algunos judíos.


Sin embargo, desde el comienzo de su predicación, el mensaje del Mesías está destinado a acoger a mujeres y hombres de todas las naciones (cfr. Mt 8,11;28,19). De hecho, Jesús muchas veces se mostraba contrario a preceptos que, con el pasar del tiempo, se habían ido añadiendo a lo principal de la Ley. Es siempre actual la tarea de encontrar los aspectos esenciales del mensaje de Cristo para que pueda llegar a todas las almas, también a quienes se encuentran más lejos. «La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable»1.


EL SEÑOR, mientras atravesaba aquellas tierras de la ribera del lago de Genesaret, se hizo acompañar de muchas personas que iba encontrando en el camino. No era un territorio en el que abundaban los grandes hombres de estado o de cultura; más bien abundaba la gente sencilla. Parece que Jesús quiso desde el principio poner en práctica lo que después señalaría en la parábola del banquete de las bodas: «Id, por tanto, a las salidas de los caminos, e invitad a las bodas a cuantos encontréis. Y aquellos siervos salieron por los caminos, y reunieron a todos los que encontraron, tanto malos como buenos; y el salón de bodas se llenó de comensales» (Mt 22,9). ¿Cómo pudo aquel pequeño puñado de hombres entusiasmar a tanta gente con el mensaje de Cristo?


«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –hacía considerar san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gá 2,9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres»2.


La fuerza de estos discípulos no residía principalmente en sus cualidades, sino en la experiencia de haber recibido el amor de Dios. Les sostendrá constantemente la conciencia de aquel encuentro que les llevó a proclamar: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). «El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar (...). Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar»3. Sabernos portadores de este tesoro, no dejar que caiga en el olvido, nos llevará a fijarnos menos en nuestras propias capacidades y más en mantener vivo aquel encuentro, a través del cual Dios quiere alcanzar muchas más personas.


ADEMÁS de los apóstoles, el Evangelio enumera a varias mujeres que acompañaban a Jesús: «María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras mujeres» (Lc 8,2-3). Podemos ver, nuevamente, que no se trataba de las mujeres más importantes de la ciudad; más bien, eran quienes habían acudido a Cristo para ser liberadas de males físicos y espirituales.


Estas mujeres acompañaron al Señor durante su predicación. Y sabemos que lo hicieron hasta el último momento de su vida, incluso cuando había sido abandonado por casi todos sus apóstoles: «Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mt 27,55). El amor hizo que no dejasen al Señor en aquellos instantes; pero se trataba de un amor sin ingenuidades, fuerte, compatible con el dolor. A ellas no les importaba ni la honra, ni el prestigio, ni el supuesto éxito mundano: solamente querían estar con aquel que había transformado radicalmente sus vidas. Se sentían en deuda con Jesús porque les había liberado gratuitamente de su sufrimiento, no les había pedido nada a cambio.


Las mujeres, en aquellos momentos, mantuvieron una actitud esperanzada, fundada en el amor, y lo siguen haciendo hoy en la Iglesia. Solo así se explica que María Magdalena y Juana fueran de nuevo al sepulcro de mañana, cuando todos pensaban que la aventura de Cristo había terminado. La seguridad en la resurrección nos impulsará a vivir de esa esperanza y de ese amor del que también estaba llena nuestra Madre.

19 de septiembre de 2024

¡Amor!

 



Evangelio (Lc 7, 36-50)


Un fariseo le rogaba que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa.


En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.


Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora».


Jesús respondió y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él contestó: «Dímelo, Maestro».


«Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?».


Respondió Simón y dijo: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Y él le dijo: «Has juzgado rectamente».


Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos.


Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies.


Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume.


Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco».


Y a ella le dijo: «Han quedado perdonados tus pecados».


Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?».


Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS se encuentra en casa de un fariseo. Por lo que cuenta san Lucas, parece ser que el anfitrión tiene mucho interés en comer con aquel hombre que hace grandes prodigios. Por fin puede recibirlo bajo su techo. Pero justo cuando están alrededor de la mesa, una mujer irrumpe en la escena. Y no se trata de una persona cualquiera: es una pecadora. Probablemente el fariseo se escandalizara. No soportaría que alguien así entrara en su casa, y menos en un momento tan delicado como aquella comida. La aparición de esa mujer, sin embargo, fue lo menos sorprendente. Con gran atrevimiento, se puso a llorar los pies de Jesús, los bañó «con sus lágrimas, y los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume» (Lc 7,38) que llevaba en un frasco de alabastro.


Aquella mujer no estaba dispuesta a que sus pecados definieran su vida. Sabía que se había equivocado muchas veces. Por eso quiso demostrar su arrepentimiento con un gesto de amor humilde y, al mismo tiempo, audaz. Si sus faltas le habían llevado a alejarse del Señor y de los demás, ahora el reconocimiento de su culpa le empuja a encontrarse con el Hijo de Dios, a pesar de que se encuentre reunido en el hogar otra persona. Y Cristo, que ha sabido leer sus deseos de cambiar de vida, le concede lo que tanto buscaba: la paz de espíritu y el perdón de los pecados (cfr. Lc 7,50). «Pide a Jesús –comentaba san Josemaría– que te conceda un Amor como hoguera de purificación, donde tu pobre carne –tu pobre corazón– se consuma, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, vacío de ti mismo, se colme de él. Pídele que te conceda una radical aversión a lo mundano: que solo te sostenga el Amor»[1].


EL RELATO evangélico nos ofrece al menos dos maneras de ver el gesto de aquella mujer. Por un lado, la del fariseo. El anfitrión reflexiona para sí mismo: «Si este fuera profeta, sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora» (Lc 7,39). Además de dudar del poder de Jesús y de despreciar a la mujer, podemos decir que el fariseo comete otro error de planteamiento: el de ignorar su propio pecado. Al etiquetar a esa persona como pecadora, en cierto modo él se considera justo y, por tanto, cree que no tiene necesidad de recibir el perdón divino.


Por otro lado, el Evangelio nos propone la visión de Jesús, que está marcada por la misericordia. El Señor valora la audacia de aquella mujer que no teme entrar en una casa ajena. Aprecia su humildad para echarse a sus pies. Se emociona cuando la ve llorar. No ve a una pecadora, sino a una mujer que trata de conquistar el corazón de Dios con su amor. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! –Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona»[2].


Esta escena pone de relieve que «quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón»[3]. Por eso, podemos pedir al Señor que, como la mujer de este pasaje, sepamos acudir a él con humildad cuando notemos la presencia del pecado en nuestra vida. «Sí, tienes razón: ¡qué hondura, la de tu miseria! Por ti, ¿dónde estarías ahora, hasta dónde habrías llegado?… “Solamente un Amor lleno de misericordia puede seguir amándome”, reconocías. Consuélate: él no te negará ni su Amor ni su Misericordia, si le buscas»[4].


El FARISEO está incómodo. Jesús ha leído que en su corazón ha despreciado el gesto de la mujer. Por eso, el Señor le hace ver que, en realidad, ella ha sido mucho mejor anfitriona que él. En cierto sentido, el corazón de esa mujer es un hogar más preparado para recibir a Jesús. «Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella en cambio me ha bañado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso. Pero ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con aceite. Ella en cambio ha ungido mis pies con perfume» (Lc 7,44-46).


Cristo reconoce los detalles de cariño que tenemos con él: la piedad externa que manifestamos cuando estamos en una iglesia, los sacrificios escondidos que hacemos por él en el día a día, la oración breve y silenciosa en nuestro lugar de trabajo… Con cada uno de estos gestos manifestamos, como la mujer, el amor que tenemos por el Señor. «El que ama no pierde un detalle –escribe san Josemaría–. Lo he visto en tantas almas: esas pequeñeces son una cosa muy grande: ¡Amor!»[5].


Podemos suponer que Jesús no desea recriminarnos si descuidamos u omitimos alguna de estas prácticas, como tampoco hizo en un primer momento con el fariseo. No obstante, si nuestra mirada juzga con dureza a los demás y es condescendiente con uno mismo, el Señor también desvelará nuestra incoherencia. «Con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá» (Mt 7,2). Por eso, podemos pedir a la Virgen María una mirada materna con nuestros hermanos, que sepa relativizar sus errores y apreciar sus cualidades.



18 de septiembre de 2024

EL JUEGO DIVINO



 Evangelio (Lc 7, 31-35)


Así pues, ¿con quién voy a comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice:


«Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado».


» Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: «Tiene un demonio». Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: «Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores».


»Pero la sabiduría queda acreditada por todos sus hijos.



PARA TU RATO DE ORACION 



TRAS haber mostrado a la embajada de Juan el Bautista con obras y palabras que él es el Mesías, el Señor lo alaba delante de la multitud que se ha reunido a su alrededor. A continuación, dirige un duro reproche a los fariseos y doctores de la Ley y una advertencia en forma de comparación para todos aquellos que lo escuchan: «¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice: “Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado”» (Lc 7,31-32).


Los juegos de los niños suelen seguir unas reglas aceptadas por todos que permiten disfrutar la actividad. Si uno no las cumple, prefiriendo jugar de otro modo, es lógico que los compañeros se lamenten, pues se está alterando el sentido del juego. Con esta imagen, Jesús enseña que Dios tiene un camino para salvarnos y hacernos felices. Algunos fariseos y doctores, en cambio, preferían una alternativa basada en sus esquemas y seguridades, basando la salvación en el cumplimiento de las reglas que, de hecho, ellos mismos habían establecido y que se alejaban de la voluntad original de Dios. De este modo, no solamente se negaban a acoger la salvación que Cristo les ofrecía, sino que impedían que los demás pudieran disfrutar del juego que el Señor les tenía preparado, pues enseñaban al pueblo sus propias normas, no las divinas.


«¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo? ¿Al modo de una espiritualidad que es buena, que me hace bien, pero que está fija, tiene todo claro y no hay riesgo? ¿O al modo divino, es decir, siguiendo el camino de Jesús, que siempre nos sorprende, que siempre nos abre las puertas al misterio de la omnipotencia de Dios, que es la misericordia y el perdón?»[1]. Las reglas del juego divino forman parte de una sabiduría que busca saciar nuestros anhelos más profundos: no hay nadie más interesado en nuestra felicidad que el propio Dios. Él nos ofrece, por decirlo de algún modo, bailar al ritmo de una melodía que nos llevará a ser dichosos en la tierra y en el cielo.


EL MISMO Jesús hace explícito el sentido de su comparación: «Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”. Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: “Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores”» (Lc 7,33-34). Cualquier gesto del Señor era fácilmente malinterpretado por algunas autoridades judías. En lugar de tratar de comprender el sentido de la propuesta del Señor, que era el Mesías que tanto esperaban, preferían aferrarse a la imagen de Dios que ellos se habían moldeado a partir de sus propias normas.


Al leer el Evangelio podemos entrever que Jesús no actuaba en función de unos estándares sociales, ni se dejaba influenciar por lo que los demás podían pensar o esperar de él. Cristo se movía con una auténtica libertad: todas sus obras eran fruto del amor a su Padre y a los hombres. Si comía con publicanos y pecadores era porque consideraba que precisamente aquellas personas tenían más necesidad de su amistad para que aceptaran la salvación que él venía a ofrecer.


Jesús rechaza el pecado, pero no cierra las puertas a las almas necesitadas de perdón. La misericordia es uno de los rasgos que forman la auténtica imagen divina, aunque no todos los fariseos lo lograran percibir. Por eso el Señor nos invita a no juzgar a los demás con nuestros propios criterios, sino a ofrecerles la alegría y la salvación que proviene de dejar entrar a Cristo en la propia casa. «Saber que Dios nos espera en cada persona (cfr. Mt 25,40), y que quiere hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido»[2].


EL SEÑOR termina su discurso dando una clave para entender las reglas del juego divino y de su modo de obrar: «La sabiduría queda acreditada por todos sus hijos» (Lc 7,35). Es decir, que todos aquellos que han abrazado la nueva vida que les ha ofrecido Cristo confirman que es un camino de alegría que llena las aspiraciones del corazón humano. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es «fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza»[3].


San Josemaría comentaba que cuando uno busca sinceramente la santidad, alcanza una paz y una alegría que acaba extendiéndose a las personas que le rodean. «El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre»[4]. Esta alegría es el testimonio más auténtico que acredita la sabiduría de las palabras del Señor y hace que su mensaje llegue a todas las personas de manera amable y atractiva, siguiendo el consejo de san Pablo: «Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis responder a cada uno como conviene» (Col 4,6).


La Virgen María confió en los planes divinos y encontró una felicidad que inspira a los cristianos con el pasar de los siglos. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), clamó en el Magníficat. No se trata, por tanto, de un testimonio que solamente iluminó a las personas de su época, sino que también se extiende a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos. Podemos acudir a ella para que en nuestra vida reflejemos la alegría de decir que sí a la voluntad de Dios.