"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

16 de septiembre de 2024

Somos una pieza de un inmenso mosaico

 



Evangelio Lc 7, 1-10


En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado. Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: "Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos.


Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y le digo a uno: '¡Ve!', y va; a otro: '¡Ven!', y viene; y a mi criado: '¡Haz esto!', y lo hace".


Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande". Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano.


PARA TU RATO DE ORACION 



UN CENTURIÓN tenía un criado enfermo, a punto de morir. Cuando supo que Jesús había llegado a Cafarnaúm, «le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo» (Lc 7,3). Ellos, al acercarse al Señor, «le rogaban encarecidamente diciendo: “Merece que hagas esto, porque aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha construido la sinagoga”» (Lc 7,4). Probablemente Jesús se sorprendiera gratamente al escuchar estas palabras. No era raro que, al llegar a una ciudad, percibiera un clima de tensión y desconfianza entre el pueblo judío y los soldados romanos. Sin embargo, en esta ocasión nota un ambiente muy diferente. Aquel centurión, en lugar de imponer su autoridad por la fuerza, ha manifestado su aprecio por las personas y las tradiciones judías. Y al mismo tiempo, los judíos han sabido reconocer ese afecto; por eso no dudan en acudir a Jesús en nombre de ese funcionario para pedir por la curación de su criado. Las diferencias entre el pueblo romano y el judío no han impedido que se cree una atmósfera de respeto hacia el otro.


«Cada hombre y cada mujer son como una pieza de un inmenso mosaico, que ya es bella de por sí, pero solo junto a las otras piezas compone una imagen, en la convivencia de las diferencias. Ser cordiales con alguien significa también imaginar y construir un futuro feliz con el otro. La convivencia, de hecho, se hace eco del deseo de comunión que reside en el corazón de cada ser humano, gracias al cual todos pueden hablar entre ellos, se pueden intercambiar proyectos y se puede delinear un futuro juntos»[1]. El deseo de amistad sincera, y el afán de servir a los demás, es el rasgo que marca la relación de un cristiano con todos los hombres, también con aquellos con los que uno no comparte el modo de pensar o de vivir. Y así, «a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica –comentaba san Josemaría–, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina»[2].


ANTE la súplica de los ancianos, Jesús tomó una decisión insólita a ojos de algunos de los presentes: dirigirse al hogar del centurión. Los judíos tenían prohibido entrar en la casa de los gentiles, y si lo hacían tenían que purificarse después. En este caso, era Jesús mismo quien traía vida nueva y, además, enseñaba a poner en primer lugar el bien y la salvación de aquella persona.


San Josemaría se preocupó de que ninguna de las personas que atendía muriera sin recibir los sacramentos, a pesar de las dificultades que pudiera encontrar. En una ocasión, se enteró de que a un joven, que vivía en un lugar donde se ofendía a Dios, le quedaban pocos días de vida. Después de exponer el problema al Vicario General de la diócesis, obtuvo el permiso para ir allí con el fin de proponer al enfermo que se confesara para administrarle la Extremaunción y el Viático. Acompañado por un amigo, se dirigió a ese lugar y, después de haberle preparado, le dio los últimos sacramentos.


«Sigamos el ejemplo de Jesucristo –escribió el fundador del Opus Dei–, no rechacemos a nadie: por salvar un alma, hemos de ir hasta las mismas puertas del infierno. Más allá no, porque más allá no se puede amar a Dios»[3]. El Señor no anunció el Evangelio solamente al pueblo judío, sino que lo ofreció a todo el mundo. «La universalidad de la misión de la Iglesia comporta que nadie queda fuera de su horizonte apostólico»[4]. Podemos pedir a Jesús que encienda en nosotros el deseo, traducido en obras, de que todos los hombres puedan abrazar la salvación que el Señor ofrece. «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él»[5].


EL CENTURIÓN no quería importunar a Jesús, posiblemente porque sabía que si entraba en su hogar, o se acercaba a él, después tendría que purificarse. Por eso, en cuanto supo que se encontraba cerca de su casa, le envió unos amigos para decirle: «No te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de ir a tu encuentro. Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano» (Lc 7,6-7). Al oír estas palabras, el evangelista hace notar que «Jesús se admiró de él, y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo: “Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande”» (Lc 7,9).


La declaración de Jesús es consoladora. Nos muestra hasta qué punto el Señor ve lo bueno que hay en nuestro corazón. En esta ocasión, alaba la fe de una persona que, a ojos del pueblo judío, no tenía fe. Enseñaba así a los allí presentes que también pueden aprender de aquellas personas que, aparentemente, puedan estar lejos de Dios. Al fin y al cabo, él se manifiesta en todas las culturas, «en los pueblos que han caminado por una ruta de la historia de modo diverso, a pueblos que han caminado de otra manera, pero es el mismo Dios. Y ese que es Padre de todos nos lleva a dialogar»[6].


El cristiano sabe que todo lo que ha recibido del Señor no ha sido fruto de su esfuerzo o de su ingenio, «sino palabra de Dios que ha venido a nosotros: no porque fuéramos mejores que los demás o porque estuviéramos más preparados, sino porque el Señor ha querido usarnos como instrumentos suyos»[7]. Por eso no es propietario de la verdad, sino su colaborador (cfr. 3 Jn 1,8). La Virgen María nos podrá ayudar a tener una visión esperanzadora del mundo y un corazón en el que quepan todos nuestros hermanos los hombres.




15 de septiembre de 2024

NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES



EVANGELIO Luc 2, 33-35


El padre y la madre de Jesús estaban admirados por lo que oían decir de él.

Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.»


PARA TU RATO DE ORACION 


El 15 de septiembre se conmemora la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores. Según una antigua tradición, los cristianos recuerdan “los siete dolores de la Virgen”: momentos en que, unida a su Hijo Jesús, compartió de modo singular la profundidad de dolor y de amor de su sacrificio. (Al final del texto de hoy tienes un ejemplo de cómo meditar estos SIETE DOLORES)


LA IGLESIA nos invita a dirigir la mirada hacia esos últimos momentos de la vida del Señor, en los que quiso contar con la compañía de su Madre. Es una escena que, vista desde una perspectiva simplemente humana, parecería desoladora: un condenado a punto de morir, en la presencia de su misma madre. Sin embargo, la fe ilumina este cuadro, y nos ayuda a ver que, más allá de las sombras, hay puntos de luz. Incluso nos atrevemos a exclamar: «Feliz la Virgen María, que, sin morir, mereció la palma del martirio junto a la cruz del Señor»1.


¿Por qué podemos decir que la Virgen fue bienaventurada al estar junto a la cruz de su hijo? Sin duda, esto no se entiende sino a la luz de la Pascua del Señor. El martirio interior de santa María, todo aquel dolor real, fue superado por una participación especial, inmensa, en la alegría de la resurrección de Jesús. Contemplar los dolores de la Virgen nos recuerda que, en Cristo, el sufrimiento no tiene la última palabra: siempre lo podemos asociar a algo más grande, a la obra de la salvación de todos.


La Misa de hoy concluye diciendo: «Te pedimos, Señor, que, al recordar los dolores de la Virgen María, completemos en nosotros, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo»2. Santa María vivió de manera especialísima ese misterio de la unión de sus dolores con la Cruz de Jesús. La Virgen nos muestra que el sufrimiento, las contradicciones grandes o pequeñas, no tienen por qué encerrarnos en nosotros mismos. Sabiendo que se dirigen a la resurrección, pueden ser un camino para estar más cerca de Jesús y de los demás.


SAN JOSEMARÍA, al imaginar el encuentro de Jesús con su Madre camino al Calvario, comenta: «Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor»3. No es poco frecuente que las madres contengan su propio sufrimiento, con el propósito de suavizar el de sus hijos. Lo mismo parece hacer santa María: abre su corazón al dolor, con el propósito de darle a Jesús un poco de alivio.


El arte de todos los siglos ha conservado en nuestra memoria las lágrimas que la Virgen derramó al pie de la Cruz. Pero aquellas lágrimas de María «fueron transformadas por la gracia de Cristo; toda su vida, todo su ser, todo en María se transfigura en perfecta unión con su Hijo, con su misterio de salvación. (…) Por eso, las lágrimas de la Virgen son signo de la compasión de Dios que siempre nos perdona; son signo del dolor de Cristo por nuestros pecados y por el mal que aflige a la humanidad, especialmente a los pequeños e inocentes»4.


En nuestra vida también encontraremos cruces, grandes y pequeñas. La Virgen de los Dolores nos recuerda que nunca estamos solos en el momento de la prueba. Ella cumple el encargo que recibió de los labios de Jesús antes de morir y ejerce su protección materna sobre nosotros. Podemos estar seguros de que siempre hay alguien que no es indiferente a nuestro dolor, sino que se compadece sinceramente de nosotros. En santa María encontramos consuelo y fuerza.


LA FIESTA de hoy nos invita a llenar de compasión también nuestro corazón. Es difícil hacerse cargo del dolor de María y, ante ello, mostrar indiferencia: «¿Cuál hombre no llorara, si a la Madre de Cristo contemplara, en tanto dolor?»5. Estas palabras del Stabat Mater buscan movernos a la conversión. Nos sacude ver el sufrimiento de la madre del hombre injustamente castigado. Ante las consecuencias del mal en la sociedad, los cristianos estamos llamados a no pasar de largo, sino a acogerlas con el mismo corazón de la Virgen.


Cuentan del fundador del Opus Dei que, especialmente en sus últimos años, «rezaba con mucha intensidad mientras veía las noticias de la televisión: encomendaba al Señor los sucesos que se comentaban y pedía por la paz del mundo»6. También nosotros podemos pedir a María que alcancemos esa misma sensibilidad ante el sufrimiento que presenciamos día a día, ya sea en la calle o en los medios de comunicación.


«Hazme contigo llorar –continúa el Stabat Mater– y de veras lastimar de sus penas mientras vivo; porque acompañar deseo en la cruz, donde le veo, a tu corazón compasivo»7. Una actitud compasiva no es una actitud débil. La Virgen, al pie de la Cruz, nos muestra la fuerza de la misericordia, que es capaz de levantar a los afligidos y de sembrar paz a su alrededor. «Admira la reciedumbre de santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza. –Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz»8.



SIETE DOLORES DE LA SANTISINA VIRGEN MARIA



Primer dolor: la profecía de Simeón


Cumplidos los días de su purificación, según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, según lo ordenado en la ley del Señor.


Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu Santo vino al Templo; y al introducir sus padres al niño Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, según tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para revelación de los gentiles y gloria de tu pueblo, Israel”.


Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: “Mira, éste ha sido destinado para ser caída y resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción –y a ti misma una espada te atravesará el alma-, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones”. (Lc 2, 22-35)


Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios.


Es Cristo que pasa, 173


Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón "aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos". La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: "nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos".


Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: "de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo". Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre.


Amigos de Dios, 287


Segundo dolor: la huida a Egipto


Después de haberse marchado, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te avise, porque Herodes va a buscar al niño para acabar con él”. Él se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche y se fue a Egipto. Allí estuvo hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que anunció el Señor por el profeta al decir: “De Egipto llamé a mi hijo” (Mt 2, 13-15).


María cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo. Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.


Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea.


El Santo Evangelio, brevemente, nos facilita el camino para entender el ejemplo de Nuestra Madre: María conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios.


Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Cuenta San Juan que por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.


Amigos de Dios, 284; Amigos de Dios, 285


escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Y él les dijo: “¿Por qué me buscabais? ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio (Lc 2, 41-50).


Tercer dolor: Jesús perdido en el Templo


Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta como era su costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtieran. Pensando que iba en la caravana, anduvieron una jornada buscándolo entre sus parientes y conocidos; pero, al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Y él les dijo: “¿Por qué me buscabais? ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio (Lc 2, 41-50).


El Evangelio de la Santa Misa nos ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén enseñando en el templo. María y José anduvieron la jornada entera, preguntando a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén en su busca. La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más.


Amigos de Dios, 278


¿Dónde está Jesús? —Señora: ¡el Niño!... ¿dónde está?


Llora María. —Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. —José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y yo.


Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé.


Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar.


Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de Israel (Luc., II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial.


Santo Rosario, Quinto misterio gozoso


Cuarto dolor: María encuentra a su Hijo camino del Calvario


Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde El pasa.


Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.


¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam I,12).


Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús.


Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma (Lc II,35).


En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.


De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre.


Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra.


Via Crucis, XIV Estación

El Evangelio de la Santa Misa nos ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén enseñando en el templo. María y José anduvieron la jornada entera, preguntando a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén en su busca. La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más.


Amigos de Dios, 278


¿Dónde está Jesús? —Señora: ¡el Niño!... ¿dónde está?


Llora María. —Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. —José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y yo.


Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé.


Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar.


Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de Israel (Luc., II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial.


Santo Rosario, Quinto misterio gozoso


Cuarto dolor: María encuentra a su Hijo camino del Calvario


Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde El pasa.


Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.


¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam I,12).


Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús.


Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma (Lc II,35).


En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.


De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre.


Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra.


Via Crucis, XIV Estación


Quinto dolor: Jesús muere en la Cruz


Estaban de pie junto a la Cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Viendo Jesús a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la tomó consigo. Después de esto, sabiendo Jesús que todo se había consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí un vaso lleno de vinagre; y atando a una rama de hisopo una esponja empapada en el vinagre, se la acercaron a la boca. Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: “Todo está consumado”. E inclinado la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 25-30).


En el escándalo del Sacrificio de la Cruz, Santa María estaba presente, oyendo con tristeza a los que pasaban por allí, y blasfemaban meneando la cabeza y gritando: ¡Tú, que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo!; si eres el hijo de Dios, desciende de la Cruz. Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso —como una espada afilada— que traspasaba su Corazón puro.


De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo. Es entonces cuando Jesús la mira, dirigiendo después la vista a Juan. Y exclama: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre. En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él.


Felix culpa, canta la Iglesia, feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa, podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María. Ya estamos seguros, ya nada debe preocuparnos: porque Nuestra Señora, coronada Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre.


Amigos de Dios, 288


Sexto dolor: Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre


Al atardecer, como era la parasceve, esto es, la víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, que esperaba también el reino de Dios; y con valentía se llegó hasta Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si ya había muerto. Al asegurarse por el centurión, entregó el cuerpo a José. Este compró una sábana; lo bajó y lo envolvió en la sábana, lo puso en un sepulcro que estaba excavado en la roca y rodó una piedra a la puerta del sepulcro (Mc 15, 42-46).


Ahora, situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo.


Es Cristo que pasa, 96


Es la hora de que acudas a tu Madre bendita del Cielo, para que te acoja en sus brazos y te consiga de su Hijo una mirada de misericordia. Y procura enseguida sacar propósitos concretos: corta de una vez, aunque duela, ese detalle que estorba, y que Dios y tú conocéis bien. La soberbia, la sensualidad, la falta de sentido sobrenatural se aliarán para susurrarte: ¿eso? ¡Pero si se trata de una circunstancia tonta, insignificante! Tú responde, sin dialogar más con la tentación: ¡me entregaré también en esa exigencia divina! Y no te faltará razón: el amor se demuestra de modo especial en pequeñeces. Ordinariamente, los sacrificios que nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan continuos y valiosos como el latir del corazón.


Amigos de Dios, 134


Séptimo dolor: dan sepultura al cuerpo de Jesús


Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por temor a los judíos, pidió a Pilato permiso para retirar el Cuerpo de Jesús. Pilato lo concedió. Fue, pues, y retiró el cuerpo de Jesús. Llegó también Nicodemo –el que antes había ido a él de noche- trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron con lienzos y aromas, como acostumbran a sepultar los judíos. Había un huerto en el lugar donde fue crucificado, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que todavía nadie había sido sepultado. Como era la Preparación de los judíos, y por la proximidad del sepulcro, pusieron allí a Jesús (Jn 19, 38-42).


Vamos a pedir ahora al Señor, para terminar este rato de conversación con El, que nos conceda repetir con San Pablo que "triunfamos por virtud de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni cualquier otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor".


De este amor la Escritura canta también con palabras encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos arrastrarla. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores detalles —no tienen vino-, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor.


Amigos de Dios, 237

14 de septiembre de 2024

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

 


Evangelio (Jn 3,13-17)


Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.


Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.


PARA TU RATO DE ORACION


«NOSOTROS hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección; él nos ha salvado y libertado»1. La Iglesia hace suyas estas palabras de san Pablo en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Hoy podemos mirar con especial devoción esos travesaños que, aunque siglos atrás hablaban de muerte, hoy nos hablan de vida y libertad. Para los cristianos, la Cruz del Señor no es una tragedia, sino fuente de salvación.

Los enamorados miran con especial cariño los lugares u objetos relacionados con la persona amada: el sitio donde se conocieron, la foto de un momento especial, el regalo que acompañó una declaración de amor… Todo eso guarda un valor especial. La Cruz es el lugar donde Jesús ha venido a buscar con suma misericordia a la humanidad extraviada. Ahí el hijo de Dios se hizo solidario con todos los hombres, especialmente con los que sufren y con los que aparentemente han perdido toda esperanza. La Cruz nos habla de esa relación particular que Cristo tiene con cada persona que se abre a su consuelo y a su perdón.

Durante la peregrinación por el desierto, el pueblo de Israel miraba a una serpiente de bronce colgada en un estandarte para conseguir la curación (cfr. Núm 21,4-9). Jesús anuncia a Nicodemo que, en los tiempos mesiánicos, «lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Al dirigir nuestra mirada a la Cruz, podemos recordar todo lo que Cristo ha hecho por nosotros, empezando por el sacrificio que nos permitió recuperar la vida.


COMPRENDER el sentido auténtico de la Cruz no es sencillo. San Pedro amaba sinceramente al Señor, pero en un primer momento no entendió qué quería decir con el anuncio de su Pasión, y Jesús tuvo que reprenderlo cuando intentó disuadirlo de dar su vida (cfr. Mt 16,21-23). Sin embargo, años más tarde el apóstol captaría más plenamente su significado, hasta el punto de estar también dispuesto a morir en un madero.

San Josemaría animaba a descubrir en la Cruz una llamada a identificarse con Cristo; es decir, a no ver en el madero simplemente un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino una invitación a descubrir que es un suceso actual, presente en nuestra propia vida. «Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? –Y copio de una carta: “Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. (...) La Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella”»2.

Para algunos, la Cruz está como muda, parece que anuncia solo dolor. Sin embargo, para los cristianos es una invitación a ser generosos, a unirnos a Jesús que nos espera para concedernos la misma capacidad para vivir siempre con amor y no dar espacio a las consecuencias del pecado. En la Cruz el Señor restaura la naturaleza herida del hombre: ante la mayor injusticia, Jesús no permite que en su corazón humano nazcan el resentimiento, la desobediencia, el odio, etc. Solo alguien con la fuerza de Dios podría hacerlo. Cristo crucificado está recreando el hombre y aquella nueva vida nos la entrega en los sacramentos. Por eso, cargar con la Cruz no consiste solamente en «soportar con paciencia las tribulaciones cotidianas, sino en llevar con fe y responsabilidad esta parte de cansancio y de sufrimiento que la lucha contra el mal conlleva. (…) Así el compromiso de “tomar la cruz” se convierte en participación con Cristo en la salvación del mundo»3.


«PARA UN CRISTIANO, exaltar la cruz quiere decir entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre»4. Abrazar la cruz es un acto de fe por el que deseamos vivir solamente del amor que nos ofrece Cristo. De ahí que san Juan Crisóstomo nos recuerde que la Cruz acompaña la vida cristiana, y esto es una fuente de gozo: «Que nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser»5.

El Señor sigue atrayendo a una multitud de hombres y mujeres desde la Cruz: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es fácil imaginar la pasión y convicción con la que Jesús habría pronunciado estas palabras, mientras se acercaba el momento en el que daría su vida. Para él, la Cruz es el momento del triunfo definitivo, el camino para conquistar los corazones que tanto ama. Es el trono desde el que él reina y que simboliza «la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división»6.

Podemos acudir a la Virgen, quien supo estar al pie de la Cruz acompañando a su hijo. «Invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos –aconsejaba san Josemaría–. Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada»7.


13 de septiembre de 2024

La mota que hay en tu ojo

 



Evangelio (Lc 6, 39-42)

Les dijo también una parábola:

— ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?

No está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro.

¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.


PARA TU RATO DE ORACION 


«YO SOY la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo» (Jn 12,46-47). Jesús se expresa así durante los días anteriores a la Pascua, cuando la presión de algunos judíos se había hecho ya insostenible. Las autoridades del pueblo, que le rodean y le acosan sin disimulo, critican todas sus palabras, emiten juicios sobre sus intenciones y le acusan incluso cuando obra milagros. Nada de lo que Jesús hace o dice les deja satisfechos. Sin embargo, en contraste con aquel ambiente, el Maestro recuerda que él ha venido al mundo para salvar, no para condenar; él siempre tiende la mano a quien lo necesita, sin juicios ni condiciones.


Esta actitud de Jesús es atractiva y entusiasmante, y en nuestro intento por dejar que Cristo viva en nosotros es normal que busquemos este mismo acercamiento hacia todas las personas. Si ni siquiera el hijo de Dios mira al prójimo con intención de juzgar, nosotros con mucha menos razón. Cuando condenamos a los demás, es nuestro propio corazón el que se ve afectado por una espiral de egoísmo. Por eso, podemos pedir ayuda al mismo Jesucristo para que moldee nuestro interior a imagen suya. «De una manera gráfica y bromeando –escribía san Josemaría–, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía –y perdonadme, porque es muy gráfico– que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! (...). Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores!»[1].


EN UNA de las parábolas de san Lucas, el Señor propone a sus discípulos la siguiente imagen: «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo”, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?» (Lc 6,41-43). Todos tenemos la tendencia a juzgar más rápidamente los comportamientos de los demás antes que los nuestros propios. Sin embargo, el Señor es claro e insiste en esto: si queremos mejorar el ambiente y a las personas que nos rodean, el camino es mejorar nosotros, limpiar primero los propios ojos, dejarnos alcanzar por la misericordia de Dios.


Comenta san Cirilo de Alejandría: «¿Por qué juzgas cuando el Maestro todavía no ha juzgado? Si yo no juzgo, dice, tampoco juzgues tú que eres mi discípulo. Es posible que tú seas culpable de aquel a quien juzgas»[2]. Antes de considerar el comportamiento de nuestros hermanos, Jesús nos anima a mirar con sinceridad el interior de nuestro corazón. Solo entonces, desde la humildad personal, estaremos en condiciones de ver con algo más de claridad lo que nos rodea. El sincero examen personal, que lleva al conocimiento propio, es el primer paso antes de corregir a alguien. Al descubrir la viga en el interior del propio ojo es posible que las motas de los demás adquieran otro relieve u otra dimensión: nos llenamos de esperanza porque sabemos que quien nos mira es un Dios lleno de misericordia.


«Cuando estamos obligados a corregir o a reprender –escribía san Agustín comentando también este pasaje–, prestemos atención escrupulosa a la siguiente pregunta: ¿No hemos caído nunca en esta falta? ¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella. Si, por el contrario, la hemos cometido en el pasado, acordémonos de nuestra fragilidad para que la benevolencia nos guíe en la corrección»[3].


JESÚS pide, una y otra vez, que desarrollemos «una mirada que no se detenga en lo exterior, sino que vaya al corazón»[4]. Al respetar la manera de ser de los demás queda claro que no pretendemos moldearlos según nuestros criterios o preferencias. Así, quienes nos rodean se sentirán verdaderamente libres y se darán cuenta de que lo único que nos interesa es que sean felices y santos. San Josemaría decía que quería dejar como herencia a sus hijos «el amor a la libertad y el buen humor»[5]. Estas dos realidades nos llevarán a dirigir una mirada a nuestros hermanos que se fije siempre en el lado positivo, e incluso divertido, de cada uno, defendiendo siempre su libertad.


Entonces, los posibles defectos de los demás no supondrán barreras insalvables, sino que serán ocasiones para orar por esa persona y para mostrarle un cariño auténtico que no entiende de condiciones. Incluso cuando deseemos ayudar a alguien para que se corrija, podremos hablar con franqueza y transmitir lo que veamos, para que en la presencia de Dios se pueda examinar y tomar una resolución; de todos modos, esto no lleva a una actitud de reproche, de tomar distancia o de juicio de sus intenciones. «Si queremos ir por el camino de Jesús, más que acusadores, debemos ser defensores de los demás ante el Padre. Cuando veas algo feo en otro ve a rezar y defiéndelo ante el Padre, como hace Jesús. Reza por él, ¡pero no lo juzgues!»[6]. Afortunadamente solo Dios, que conoce la profundidad de los corazones, sabe dar el peso adecuado a los sucesos de la vida de cada uno.


La Virgen es la primera que nos defiende; ella mira nuestros talentos y nuestros defectos con corazón de madre. Podemos pedirle que nos ayude delicadamente a descubrir la viga en nuestros ojos para que, después, como ella, también nosotros sepamos reaccionar con oración y cariño ante las pequeñas motas que vemos en los ojos de nuestros hermanos.


12 de septiembre de 2024

Dulce nombre de María

 



Evangelio (Lc 1, 39-47)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:- Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, qué has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.

María exclamó:

- Proclama mi alma las grandezas del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.



PARA TU RATO DE ORACION 


LA SORPRESA de santa Isabel debió de ser grande cuando, en medio de su embarazo, recibió la visita de su prima. «Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre –dijo Isabel–. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,41-43). La cercanía de María hace que la esposa de Zacarías se sienta desbordada de alegría. Meses antes había recibido con gozo la noticia de que daría a luz; y ahora el Señor le da una nueva gracia, enviándole a su prima para que la acompañe en ese momento tan especial.

Este estupor de santa Isabel se repite en el corazón de los cristianos cuando descubren la cercanía de María en sus vidas y, por tanto, la del Señor. Jesucristo se introduce en el tiempo no de una manera extraña, sino en las entrañas de su Madre. Y precisamente ella es la primera que viene a nuestro encuentro, como lo hizo con su prima. La fiesta del Dulce Nombre de María nos recuerda que tenemos una madre cercana, a la que podemos llamar con la certeza de ser escuchados. «De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón»[1].

Nuestra fe y esperanza se encienden cuando pronunciamos el nombre de la Madre de Jesús. No es difícil dirigirse a ella: basta que la llamemos con la naturalidad de hijos. Como repetía san Josemaría: «La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María»[2].


«EN CUANTO llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno» (Lc 1,44). Las palabras de María hacen que Juan se mueva en el seno de su madre. Detrás de la alegría de su hijo, santa Isabel percibe que la Virgen lleva consigo la esperanza de Israel. Por eso no se ahorra las alabanzas al dirigirse a ella: «Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. (…) Bienaventurada la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor» (Lc 1,42.45).

Al igual que santa Isabel, también nosotros podemos alabar a nuestra Madre porque ha dejado obrar a Dios en su vida y, así, el mundo ha sido alcanzado por la paz. Esto nos puede llenar de esperanza en medio de nuestras luchas cotidianas. En efecto, muchos santos han aconsejado dirigirse a santa María en medio de las tribulaciones para encontrar optimismo y serenidad. «En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María –escribía san Bernardo–. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón»[3].

No importa que, en ocasiones, nuestra vida parezca un mar agitado por las debilidades: llamar a santa María nos llena de seguridad. «En la tradición occidental el nombre “María” se ha traducido como “Estrella del Mar”. Así se expresa precisamente esta experiencia: ¡cuántas veces la historia en la que vivimos aparece como un mar oscuro que azota amenazadoramente con sus olas la barca de nuestra vida! A veces la noche parece impenetrable. (…) A menudo entrevemos solo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: “He aquí la sierva del Señor”. Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella»[4].


LA VIRGEN recibe con sencillez las alabanzas de santa Isabel: «Engrandece mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46-47). La verdadera devoción hacia santa María nos hace dirigirnos espontáneamente hacia Dios, la fuente de todas las gracias. Si ella exclama que «desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), es porque la potencia del Señor se ha hecho presente en su vida.

María ocupa en la oración del cristiano «un lugar privilegiado, porque es la Madre de Jesús. Las Iglesias de Oriente la han representado a menudo como la Odighitria, aquella que “indica el camino”, es decir, el Hijo Jesucristo (…) En la iconografía cristiana su presencia está en todas partes, y a veces con gran protagonismo, pero siempre en relación al Hijo y en función de él. Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús. María está totalmente dirigida a él»[5].

Al celebrar el dulce nombre de María, podemos pedirle que nos siga indicando el camino hacia su Hijo. La oración que dirigimos a ella nos une espontáneamente hacia Jesús. En el avemaría la aclamamos como «bendita entre todas las mujeres», e inmediatamente después añadimos: «Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Cuando en ocasiones no sepamos cómo dirigirnos al Señor, nuestra Madre nos ofrece una ruta segura para llegar a él, pues «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»[6].

11 de septiembre de 2024

PENAS Y ALEGRIAS

 




Evangelio (Lc 6, 20-26)


Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, comenzó a decir:


­­– Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.


» Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.


» Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.


» Bienaventurados cuando los hombres os odien, cuando os expulsen os injurien y proscriban vuestro nombre como maldito, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos en aquel día y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo; pues de este modo se comportaban sus padres con los profetas.


» Pero ¡ay de vosotros ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!


» ¡Ay de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre!


» ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!


» ¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros, pues de este modo se comportaban sus padres con los falsos profetas!



PARA TU RATO DE ORACION 


«EN LAS bienaventuranzas, Jesucristo nos ofrece las llaves que nos abren las puertas del cielo… y de la felicidad en esta tierra»[1]. Sin embargo, a nuestro corazón le cuesta creer que encontrará gozo en la pobreza, en el hambre, en el llanto o en la persecución. El Señor insiste al emplear dos verbos muy expresivos para indicar la meta de ese trayecto: «alegraos» y «regocijaos» (Lc 6,23).


Estas aparentes contradicciones nos invitan «a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad (...). Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos!»[2].


«Dios quiere abrirnos –comenta el prelado del Opus Dei– un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizás a nuestros ojos. Es necesario confiar en él, dar un paso hacia su encuentro, y quitarnos el miedo de pensar que, si lo hacemos, perderemos muchas cosas buenas de la vida. La capacidad que tiene de sorprendernos es mucho mayor que cualquiera de nuestras expectativas»[3]. Esto no quiere decir que la vida cristiana consista en acumular sufrimiento en la tierra para poder gozar después del cielo; Jesús nos quiere felices también aquí, pero no desea que nuestra felicidad dependa de lo efímero, de lo que rápidamente pasa, sino de lo realmente verdadero, de lo único que es capaz de saciar nuestra sed de infinito.


SI RECORDAMOS el anuncio del arcángel Gabriel a María, «podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría: “alégrate”, “regocíjate”. El Nuevo Testamento es realmente “Evangelio”, “buena noticia” que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros»[4]. Esta irrupción de una nueva alegría en el mundo recorre todo el Evangelio y encuentra un punto revelador en las Bienaventuranzas. Jesús es quien mejor comprende la novedad de lo que está diciendo. Por eso, si hacemos memoria de los momentos que nos han hecho felices de verdad, quizás podremos descubrir que no siempre están fundados en la riqueza, el placer o la comodidad.


«La alegría no es la emoción de un momento: ¡es otra cosa! La verdadera alegría no viene de las cosas, de tener, nace del encuentro, de la relación con los demás; nace de sentirse aceptados, comprendidos, amados y de aceptar, comprender y amar»[5]. Es lógico que a veces identifiquemos aquella alegría que nos promete Jesús como algo que sucederá en el futuro. Sin embargo, sus palabras son eficaces también en el hoy de nuestra vida cotidiana. Quien se fía de Dios está más preparado para dejarse querer. Quien se fía de Dios está mejor dispuesto a que las contrariedades sean un continuo recuerdo de que la verdadera felicidad solo la encontramos en la compañía divina.


Como hijos de Dios, creados a su imagen, no aspiramos a una felicidad finita, sino a participar de la misma felicidad de nuestro Padre del cielo. Jesús nos ha prometido que su único interés es que su alegría esté en nosotros para que nuestra alegría sea completa (cfr. Jn 15,11). Por eso, el primero que está empeñado en nuestra propia felicidad es el mismo Dios, y eso nos llena de consuelo.


¿CUÁL ES el principal obstáculo de nuestra alegría? Con la fe podemos afirmar que el único mal que nos puede llevar a la tristeza es el pecado. Las demás desdichas lo son en la medida en que todavía no juzgamos las cosas desde el punto de vista de Dios. «El Señor nos quiere felices –decía san Josemaría–. Yo veo a mis hijos siempre alegres, con una alegría sobrenatural, con algo tan íntimo que es compatible con los dolores y con las contradicciones de esta vida nuestra en la tierra»[6]. Como señala también san Juan Crisóstomo: «En la tierra hasta la alegría suele parar en tristeza; pero para quien vive según Cristo, incluso las penas se truecan en gozo»[7].


Quizá podríamos pensar alguna vez que merecemos algo de tristeza, por nuestra falta de correspondencia. No obstante, este planteamiento asume que solo podemos ser felices si hemos cumplido a la perfección todo lo que nos hemos propuesto. Mientras estamos en camino de identificarnos con Jesucristo, la alegría a la que nos llama el Señor «no se apoya en nuestras virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana. Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, puede y debe dar paso a la alegría»[8]. Como repetía el fundador del Opus Dei: «Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos»[9].


La alegría verdadera solo puede encontrarse en el amor infinito e inmerecido que Dios nos ofrece. Y nuestra madre María acogió incondicionalmente en su seno al Señor. Por eso, es capaz de afirmar, llena de humildad, que la «llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). A ella le podemos pedir que nos haga percibir y disfrutar de esa misma alegría.

10 de septiembre de 2024

PRIORIDAD DE LA ORACION

 



Evangelio (Lc 6, 12-19)


Sucedió que por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles.


A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.


Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.


PARA TU RATO DE ORACION 


SAN LUCAS nos narra que Jesús pasó la noche entera en oración antes de elegir a sus apóstoles. En los momentos previos a varios sucesos importantes, vemos al Señor acudir a ese diálogo personal con su Padre. Lo hará también, por ejemplo, años después, en el huerto de los olivos: ante la inminencia de la Pasión, Jesús pide fuerza para cumplir siempre la voluntad de Dios.


Evidentemente, es difícil que, de ordinario, sea posible pasar noches enteras velando. Pero la actitud del Señor nos muestra la necesidad que tuvo el mismo Cristo de sintonizar intensamente con su Padre Dios, sobre todo ante una situación importante en la que es preciso mucha luz, consuelo e impulso. Como decía san Josemaría, gracias a la oración podemos convertir toda nuestra jornada en «una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones!»[1].


A un padre le interesan hasta las cosas más pequeñas de la vida de su hijo. Y, aunque las haya escuchado cientos de veces, es capaz de mostrar un afecto y una ilusión siempre nuevas. Por eso, podemos tener esta misma actitud con nuestro Padre del cielo. Cuando le ofrecemos hasta las cosas más pequeñas de nuestro día, él las hace suyas, y entonces adquieren el valor infinito que tiene el sacrificio de su Hijo. «Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus palabras en la cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros»[2].


NO SABEMOS con exactitud el contenido de esa noche de oración de Jesús. Pero es fácil suponer que pensaría en cada uno de los apóstoles que iba a elegir al día siguiente. Los contemplaría con sus virtudes y defectos, sería grande el deseo de que fueran muy fecundos y felices al propagar la buena noticia de la salvación. «La elección de los discípulos es un acontecimiento de oración; ellos son, por así decirlo, engendrados en la oración, en la familiaridad con el Padre. (...) También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús: “Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,38): a quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por él mismo para este servicio»[3].


La vida de una persona nunca es aislada, sino que necesita de las relaciones con los demás. Por eso, es lógico que también en la oración surjan nombres y rostros, principalmente de los más cercanos, de personas que forman parte de nuestro día a día y a las que queremos felices. De este modo, las relaciones sabrán abrirse a la acción divina, Dios estará invitado a habitar más claramente en medio de esos lazos. Se experimenta así una alegría que no es «casual ni fortuita», sino «fruto de la armonía profunda entre las personas, que hace gustar la belleza de estar juntos, de sostenernos mutuamente en el camino de la vida»[4].


Es normal que con algunas personas tengamos más facilidad en la relación, ya sea por compartir un carácter similar o por coincidir en aficiones y gustos. Pero sabernos hijos de un mismo Padre «nos llevará a profundizar en las relaciones con nuestros hermanos; a no dejarnos llevar solo por las cosas en común y a superar también las posibles barreras humanas que podamos tener, sabiendo ver en cada uno al mismo Cristo»[5].


CUANDO RECIBIMOS a Jesús en la comunión eucarística, nos situamos en la mejor posición para interceder por cualquier intención ante Dios, en nombre de su Hijo. Podemos experimentar, en primera persona, lo que narra san Lucas: «Toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19). Ese puede ser un momento para recordar, como hacía Jesús, a las personas a quienes deseamos ayudar; también para que se nos llene el corazón de acciones de gracias porque ha querido contar con nosotros, e incluso por el mismo hecho de poder estar orando: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado» (Jn 11,41). Es posible también que experimentemos nuestra indignidad o el límite de nuestras posibilidades, del mismo modo en que lo hizo aquel centurión que deseaba curar a su criado: «Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8).


Cuando vamos a ser recibidos por alguien importante, generalmente preparamos lo que vamos a decir para, quizás por la emoción, no olvidarlo en ese momento. De la misma manera, podemos procurar hacer algo similar cuando nos disponemos a recibir al Señor en la Eucaristía, podemos ir recogiendo intenciones a lo largo del día. «¿Has pensado alguna vez cómo te prepararías para recibirle si se pudiera comulgar solo una vez en la vida?»[6], preguntaba san Josemaría. Y en otro momento, añadía: «Hemos de recibirle como a los grandes de la tierra: con adornos, luces, trajes nuevos. Y si preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma»[7].


Santa María fue la primera en recibir a Jesús. A ella le podemos pedir que nos alcance la gracia de acoger el amor de su hijo con la misma pureza, humildad y devoción con que ella lo hizo.



9 de septiembre de 2024

LOS DEMÁS SON LO PRIMERO

 



Evangelio (Lc 6, 6-11)


Otro sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y los fariseos le observaban a ver si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle. Pero él conocía sus pensamientos y le dijo al hombre que tenía la mano seca:


- Levántate y ponte en medio.


Y se levantó y se puso en medio. Entonces Jesús les dijo:


- Yo os pregunto: ¿es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o perderla?


Entonces, mirando a todos los que estaban a su alrededor, le dijo al que tenía la mano seca:


- Extiende tu mano.


Él lo hizo, y su mano quedó curada. Ellos se llenaron de rabia y comenzaron a discutir entre sí qué harían contra Jesús.




PARA TU RATO DE ORACION 


UN SÁBADO, Jesús «entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y los fariseos le observaban a ver si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle» (Lc 6,6-7). Esta escena del evangelio pone de relieve el motivo por el que algunas autoridades judías siguen a Jesús. No les interesan sus enseñanzas, ni tampoco se alegran cuando presencian algún milagro. Más bien buscan la excusa perfecta para poder desprestigiarle. «¡Oh fariseo! –dice san Cirilo de Alejandría–, ves al que hace cosas prodigiosas y cura a los enfermos en virtud de un poder superior, y tú proyectas su muerte por envidia»[1].


Quienes juzgan al Señor en esa escena, demuestran que no les preocupa aquel hombre con la mano seca. Su prioridad no es compadecerse de la enfermedad de esta persona y, si es posible, liberarla, sino que se fijan únicamente en el cumplimiento estricto de la ley del sábado; lo único que les preocupa es acusar a quien no lo respetaba que, en este caso, es Jesús, el mismo autor de la ley. Con su formalismo, aquellos fariseos «no dejan lugar a la gracia de Dios» y se detienen «en sí mismos, en sus tristezas, en sus resentimientos», siendo así incapaces «de llevar la salvación, porque le cierran la puerta»[2].


En el fondo, estas personas han convertido la amplia vía de la misericordia de Dios en un angosto sendero de legalismos; en vez de ser ayuda alentadora en ese caminar, son obstáculo; en donde existen personas, ven solo desviaciones a la norma. De frente a esta manera de juzgar al prójimo, nos advierte san Josemaría: «No se pueden ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos, para acercar las almas a Cristo. El encuentro de Dios con cada hombre es inefable e irrepetible, y nosotros debemos colaborar con el Señor para hallar –en cada caso– la palabra y el modo oportunos, siendo dóciles y no intentando poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»[3].


SAN LUCAS señala que Jesús conoce los pensamientos de estos escribas y fariseos (cfr. Lc 6,8). El Señor sabe perfectamente que no se encuentran ahí para escucharle con humildad y después seguir sus enseñanzas. Aunque exteriormente se comportan como los demás, su interior contrasta con la sencillez del resto de oyentes. No acompañan al Señor con el deseo de cambiar sus vidas y de agradar a Dios, sino con el propósito de encontrar algo de qué acusarle.


«La rectitud de intención –decía san Josemaría– está en buscar “solo y en todo” la gloria de Dios»[4], por encima de nuestra gloria personal o del apego a los criterios con los que juzgamos la realidad. La vida cristiana no se reduce a “cumplir” ciertos estándares o reglamentos morales o religiosos: aquellos fariseos, de hecho, eran celosos cumplidores de la ley, daban limosnas, pasaban horas en el templo, ayunaban… Pero Jesús sabía que no lo hacían para dar gloria a su Padre y, por lo tanto, eso no les acercaba a los demás ni a la auténtica felicidad. «Este pueblo –les diría el Señor en otra ocasión, citando al profeta Isaías– me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15,8).


La vida cristiana va siempre acompañada de obras externas. Sin embargo, es decisivo que aquellas obras estén animadas por el espíritu de bondad y de santidad que vemos en la vida del Señor, de los apóstoles y de los santos. De este modo, el cristiano puede convertir «en oro puro, como hacía el rey Midas, todo lo que toque, por la rectitud de intención que, con la gracia de Dios, le lleva a hacer –de lo que es indiferente– una cosa santa»[5].


DESPUÉS de haber pedido al hombre de la mano seca que se pusiera en medio, Jesús lanzó esta pregunta a los escribas y fariseos: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o perderla?» (Lc 6,9). Sin esperar respuesta, el Señor obró el milagro y la mano del hombre quedó curada.


Jesús no entendía de cálculos a la hora de hacer el bien. Había venido al mundo para salvar a los hombres y dedicó toda su vida a este propósito. Por eso hacía milagros también en sábado, pues quería mostrar que en primer lugar se encuentra siempre el bien de la persona. Cuando se trataba de salvar a alguien, no dudaba en rodearse de pecadores públicos (cfr. Mc 2,16), en recorrer cuantas ciudades fuesen necesarias (cfr. Lc 4,43), o en entrar en casas de gentiles (cfr. Mt 8,7). En definitiva, su misión redentora no tenía horarios ni distinciones de ningún tipo: Jesús se mostraba siempre disponible.


La tarea de dar a conocer a Dios también, en ese sentido, nos saca de nuestros esquemas y seguridades. El sentido de misión propio del apóstol nos lleva a experimentar «el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros»[6]. Esta es la apertura de corazón que vivió santa María. En sus años en la tierra puso siempre en primer lugar el bien de Jesús. Y ahora muestra esa misma disponibilidad a todos los que se acercan, como buenos hijos, a pedir su ayuda materna.

8 de septiembre de 2024

COMPRENSION

 



Evangelio (Mc 7,31-37)


En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.


Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effeta” (esto es, “Ábrete”) Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.


Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



PARA TU RATO DE ORACION



EN LA SEGUNDA lectura de la Misa de este domingo, el apóstol Santiago encarece a los cristianos a no hacer acepción de personas. Por lo que señala, parece ser que si uno llegaba a una asamblea «con anillo de oro y vestido espléndido», se le dedicaban grandes atenciones y se le dejaba el mejor sitio. En cambio, si entraba «un pobre mal vestido», era ignorado o, incluso, se le decía: «Siéntate en el suelo, a mis pies». El apóstol recuerda que semejante manera de actuar es totalmente opuesta al mensaje cristiano. «¿Acaso no escogió Dios a los pobres según el mundo, para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman?» (St 2,1-5).


A veces puede ocurrir que nuestro enfoque de la realidad esté marcada por los prejuicios. Tenemos ya unos esquemas preconcebidos que nos permiten clasificar positiva o negativamente las personas y los hechos. En ocasiones pueden estar fundados en experiencias pasadas, pero en otras simplemente es fruto de una impresión a primera vista o de una opinión que hemos oído. Aunque puede darse que tengamos motivos para desarrollar un juicio negativo, podemos fijarnos en la mirada de Cristo, que no se detiene en los errores y en los pecados. «Mira a tu alrededor: verás que muchas personas que viven cerca de ti se sienten heridas y solas, necesitan sentirse amadas: da el paso. Jesús te pide una mirada que no se quede en las apariencias, sino que llegue al corazón; (...) que no juzgue sino que acoja»[1].


En este sentido, el prelado del Opus Dei señala que «la comprensión, fruto del amor fraterno, conduce también a evitar discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias»[2]. De este modo, lo que nos distingue de los demás no se percibirá como un obstáculo, sino como una oportunidad para ensanchar el corazón y ofrecer nuestro amor sin barreras de ningún tipo. «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad –comentaba san Josemaría–, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


EL EVANGELIO de hoy cuenta el milagro de la curación de un sordomudo. Cuando se lo presentaron, Jesús lo apartó de la muchedumbre, «le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua; y mirando al cielo, suspiró, y le dijo: “Effetha” –que significa: “Ábrete”. Y se le abrieron los oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y empezó a hablar correctamente» (Mc 7,33-35). Muchos de los milagros de Jesús están relacionados con los sentidos. Gracias a esas curaciones, las personas pudieron contemplar la realidad en todo su esplendor: escuchar la voz de los seres queridos, deleitarse en un buen paisaje, expresarse sin problema, moverse sin limitaciones… Para la mayoría de la gente se trataba de algo que daban por descontado, pero no para ellos: el hecho de haberse visto privados de esas sensaciones les haría apreciarlas de una manera única.


Podemos aprender de las personas que fueron curadas por Jesús a maravillarnos ante lo que la vida nos ofrece. En ocasiones puede suceder que la realidad que tenemos delante no nos resulte demasiado emocionante. Esto provoca que busquemos refugio en estímulos que sabemos que nos van a interesar, o en actividades que se ajustan a nuestras expectativas. Sin embargo, esta actitud dificulta que podamos conectar con los demás y disfrutar de los pequeños placeres que la vida ordinaria nos ofrece: la satisfacción por el trabajo bien hecho, una conversación entre amigos, una cena sencilla en familia, un rato de lectura o de deporte…


En esta línea, san Josemaría aconsejaba vivir la mortificación de los sentidos: pequeños sacrificios que nos permiten vivir con autenticidad lo que tenemos entre manos, rechazando los primeros impulsos que nos sugiera la imaginación[4]. De esta manera, podemos desarrollar «una actitud del corazón que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido»[5]. Detalles como bendecir la mesa antes de comer o interesarnos por las cosas de los demás en lugar de acudir al móvil nos permite en cierto modo sanar nuestros sentidos: son momentos en los que frenamos el impulso inicial de saciarnos o distraernos para contemplar a Dios y a nuestros hermanos.


DESPUÉS de la curación, Jesús pidió a los allí presentes que no se lo dijeran a nadie. Sin embargo, el evangelista señala que cuanto más lo mandaba «más lo proclamaban; y estaban tan maravillados que decían: “Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos”» (Mc 7,36-37). Quizá puede sorprender esa desobediencia, pero san Juan Crisóstomo explica su actitud como un no poder contenerse y comenta: «Lo que Él nos quiere enseñar es que jamás hablemos de nosotros mismos ni consintamos que otros nos elogien; mas, si la gloria ha de referirse a Dios, no solo no hemos de impedirlo, sino que podemos mandarlo»[6].


Lo que le ocurrió al que era sordomudo es una reacción natural. Si a cualquiera de nosotros nos sucede algo extraordinario, lo normal es compartirlo con los demás. La transmisión del Evangelio sigue esta misma lógica: hemos encontrado en el Señor un amor que responde a las necesidades más profundas del corazón humano. «Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie»[7].


Por este motivo, san Josemaría decía que la primera piedra de la evangelización es cuidar la propia relación con el Señor, pues solo así la siembra será eficaz: «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a estar muy unidos a su Hijo, para poder darlo a conocer a las personas que nos rodean.




7 de septiembre de 2024

QUE QUIERE DIOS..

 



Evangelio (Lc 6, 1-5)


Un sábado pasaba él por entre unos sembrados, y sus discípulos arrancaban espigas, las desgranaban con las manos y se las comían. Algunos fariseos les dijeron:


—¿Por qué hacéis en sábado lo que no es lícito?


Y Jesús respondiéndoles dijo:


—¿No habéis leído lo que hizo David, cuando tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios, tomó los panes de la proposición y comió y dio a los que le acompañaban, a pesar de que sólo a los sacerdotes les es lícito comerlos?


Y les decía:


—El Hijo del Hombre es señor del sábado.



PARA TU RATO DE ORACION 



LOS APÓSTOLES no pueden soportar el hambre. Probablemente llevan varios días sin apenas probar bocado. Por eso, en cuanto pasan entre unos sembrados, arrancan unas espigas, las desgranan con las manos y se las comen. El gesto en sí no parece que tenga nada de problemático, pero es sábado. Y la ley dice que en ese día no se puede recoger la siembra. De ahí que algunos fariseos, al observar el descuido de esos discípulos, busquen explicaciones: «¿Por qué hacéis en sábado lo que no es lícito?» (Lc 6,2). No son los apóstoles quienes responden, sino Jesús: «¿No habéis leído lo que hizo David, cuando tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios, tomó los panes de la proposición y comió y dio a los que le acompañaban, a pesar de que solo a los sacerdotes les es lícito comerlos?» (Lc 6,3-4).


Con frecuencia, el Señor descuidó algunas prácticas habituales en el pueblo judío. Ciertos escribas y fariseos le echaron en cara que sus discípulos no se lavaran las manos antes de comer, por no hablar de las denuncias que suscitó el hecho de que obrara milagros el sábado. ¿Y por qué lo hizo? Para llevar la fe al centro de la práctica religiosa, «y evitar un peligro, que vale tanto para esos escribas como para nosotros: el de observar las formalidades externas dejando en un segundo plano el corazón de la fe. Nosotros también muchas veces nos “maquillamos” el alma. (...) Es el riesgo de una religiosidad de la apariencia: aparentar ser bueno por fuera, descuidando purificar el corazón. Siempre existe la tentación de “reducir nuestra relación con Dios” a alguna devoción externa, pero Jesús no está satisfecho con este culto. Jesús no quiere exterioridad, quiere una fe que llegue al corazón»[1].


Ciertamente, esto no significa que las obras externas carezcan de importancia. De hecho, en el día a día del Señor están presentes muchas de las tradiciones de cualquier judío de la época: recita las oraciones acostumbradas, va a la sinagoga con frecuencia, celebra las fiestas… Pero todo eso no lo realizaría por el simple afán de aparentar, o como manera de ganarse el respeto de Dios Padre o de los demás, sino que era expresión del amor que llenaba su corazón. De este modo, «nos recuerda que la vida cristiana es un camino por recorrer, que no consiste tanto en una ley que debemos observar, sino en la persona misma de Cristo, a quien hemos de encontrar, acoger y seguir»[2].


JESÚS no critica tanto el celo que tenían algunos escribas y fariseos por cumplir la ley sino su falta de amor. Muchos de ellos dedicaban un tiempo considerable a la oración y al ayuno, pero a cambio descuidaban los deberes más elementales de caridad hacia el prójimo. Así, no dudaban en criticar al que no seguía su estándares de vida, o les importaba más el cumplimiento de unos preceptos que alegrarse por la curación de una persona. En realidad, no hay nada más opuesto como contraponer el seguimiento de la ley divina con el deseo de querer el bien de los demás. «Prefiero las virtudes a las austeridades, dice con otras palabras Yavé al pueblo escogido, que se engaña con ciertas formalidades externas. –Por eso, hemos de cultivar la penitencia y la mortificación, como muestras verdaderas de amor a Dios y al prójimo»[3].


San Gregorio Magno comentaba que el ayuno es santo cuando va acompañado de otros actos de virtud, en especial de la generosidad[4]. En este sentido, san Josemaría animaba a practicar «mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos». Y añadía: «Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos»[5].


Cada día nos ofrece muchas oportunidades de agradar a Dios buscando el bien de las personas que nos rodean: sonreír cuando estamos cansados, ofrecernos a realizar una tarea más costosa, perdonar los pequeños roces de la convivencia, compartir nuestro tiempo con quien más lo necesita… A través de estos gestos estamos cumpliendo los principales mandamientos de la ley: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).


A VECES los formalismos pueden dar una cierta sensación de seguridad. En general, todos necesitamos indicaciones precisas para saber si estamos realizando bien algo. Si aplicamos este planteamiento a la vida cristiana, la relación con Dios puede acabar convirtiéndose como la de aquellos fariseos que Jesús denunció: llena de obras externas buenas, pero con un corazón que no vibra con lo que vive. En cambio, cuando cumplimos los mandamientos involucrando nuestras potencias –voluntad, afectos e intelecto–, descubrimos una alegría profunda, serena, porque saboreamos con los sentidos espirituales su amor en cada uno de sus preceptos y en cada una de las circunstancias de la vida. El prelado del Opus Dei expresa: «Saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra existencia, sino en cada instante, porque Él es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, nos llena de seguridad»[6].


Fundamentar la lucha cristiana en la filiación divina nos llena de optimismo. Hoy en día se dice que las expresiones de afecto que recibe un niño de sus padres pueden tener una importancia decisiva en su futuro. Si desde pequeño se siente querido y reconocido, cuando sea mayor tendrá una base sólida sobre la que construir el resto de relaciones. Pues bien, algo similar sucede en nuestro trato con Dios. «Saber que tenemos un Padre que nos ama infinitamente nos permite llevar una vida alegre y plena, y nos lleva también a iluminar todos los ámbitos de nuestra existencia desde ese amor, confianza y sencillez, incluso en medio de las dificultades o cuando experimentamos con más fuerza nuestros defectos»[7]. La filiación divina da también otra perspectiva al cumplimiento de la ley: no somos súbditos tratando de acontentar a un rey, sino hijos que se esfuerzan en agradar a su padre… aunque no siempre lo consigan. Podemos pedir a la Virgen María que sepamos sentirnos siempre hijos queridos por Dios.