"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

26 de julio de 2015

QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN


Le seguía mucha gente. Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, pide a los evangelizadores que le hablen de Dios (Pablo VI). Jesús se conmueve ante esa multitud que le busca. Nosotros, que debemos tener en el corazón idénticos deseos que Cristo Jesús (cf Fil 2,5), hemos de sentir la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la revelación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra (C. Vaticano II, A. A.) 

Con qué compraremos panes para que coman estos, dijo Jesús para tantear a sus discípulos aunque bien sabía Él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: Doscientos denarios... Y Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero ¿qué es eso para tantos? 

Todos somos vulnerables a la tentación de que es muy poco lo que puede hacerse frente al olvido del sentido eterno de la vida en un número creciente de personas que viven junto a nosotros. Hoy se escriben libros de bolsillo y se editan revistas, se graban vídeos, se emiten noticias que suprimen cualquier frontera. Si hubo un tiempo en que las ideas o ciertas corrientes de pensamiento quedaban encerradas en el recinto de un reducido grupo de personas, hoy esos planteamientos son asimilados por centenares de millones de criaturas en un programa de radio o televisión, y no una vez ni dos, sino a diario y de un modo tan penetrante como amable: en una comedia de humor, en la entrevista a un famoso del deporte, del arte, de la política, de las ciencias. ¿Qué supone mi palabra ante el poder omnipresente de los medios de difusión? 

¿No se trata de una competencia desigual? Cuando se trata de influir cristianamente en la vida de quienes nos rodean, no podemos juzgar de modo cuantitativo los medios con que contamos, porque ellos, en las manos del Señor, se multiplican de forma maravillosa. Por lo demás, ¿no tenemos los cristianos, junto al auxilio divino, idénticos medios? ¿Quién nos impide propagar la verdad de Jesucristo por los canales actuales de difusión a no ser nuestra desidia o la falta de imaginación? 

Confía tu camino al Señor y Él actuará (S. 37). No ignoramos la resistencia de un ambiente permisivo, ni la débil respuesta que el mensaje cristiano encuentra a veces en nosotros y en quienes nos rodean; o la enorme dificultad de cambiar modos de pensar, comportamientos en las relaciones familiares, sociales, comerciales..., que están en claro contraste con la doctrina cristiana; pero debemos confiar que allí donde no llegan nuestros recursos humanos el Señor suple con creces esa carencia. Aquella muchedumbre, como nos narra el Evangelio de hoy, después de haber saciado su hambre y viendo que había sobrado, quisieron proclamar rey a Jesús. 

Tenemos derecho, fiados en las promesas del Señor, a confiar en una mejora personal y de quienes nos rodean en la vida, persuadidos de que Dios tiene más interés que nosotros en que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf 1 Tim 2,4). 

San Josemaría en Amigos de Dios nos dice: 
"Mezclado entre la multitud, uno de aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas.

Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que El ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así —sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven—, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas.
Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian.
Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que —a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras— te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!
El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.
No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, El no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es —debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos— el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos. Jesucristo, Señor Nuestro, se encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el modelo de todas las virtudes. Aprended de mí, invita, que soy manso y humilde de corazón.
Más tarde, cuando explica a los Apóstoles la señal por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. El es la pureza más sublime, el Cordero inmaculado. Nada podía manchar su santidad perfecta, sin mancilla. Pero tampoco indica: se darán cuenta de que están ante mis discípulos porque sois castos y limpios.
Pasó por este mundo con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra. Siendo Creador y Señor de todo el universo, le faltaba incluso el lugar donde reclinar la cabeza. Sin embargo, no comenta: sabrán que sois de los míos, porque no os habéis apegado a las riquezas. Permanece cuarenta días con sus noches en el desierto, en ayuno riguroso, antes de dedicarse a la predicación del Evangelio. Y, del mismo modo, no asegura a los suyos: comprenderán que servís a Dios, porque no sois comilones ni bebedores.
La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros.

Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios se hayan quedado siempre removidos —como tú y yo, en estos momentos— ante esa insistencia del Maestro. El Señor no establece como prueba de la fidelidad de sus discípulos, los prodigios o los milagros inauditos, aunque les ha conferido el poder de hacerlos, en el Espíritu Santo. ¿Qué les comunica? Conocerán que sois mis discípulos si os amáis recíprocamente