— La vocación de Pedro.
— El primero de los discípulos de Jesús.
— Su fidelidad hasta el martirio.
I. Simón Pedro, como la mayor parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia. Conoció a Jesús a través de su hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su compañía. Andrés no guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, «sino que lleno de alegría corrió a contar a su hermano el bien que había recibido»1.
Llegó Pedro ante el Maestro. Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera gustado contemplar esa mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso y entrañable. Más allá de este pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y también conoce su porvenir:Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino de Pedro, su quehacer en el mundo.
Desde los comienzos, «la situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un edificio»2. La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene como piedra angular, como fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión con el Romano Pontífice; «en Pedro se robustece la fortaleza de todos»3, enseña San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca4, la roca que, con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de Galilea, y quienes después habían de sucederle.
El encuentro de Pedro con Jesús debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados con las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del primer Patriarca: Te llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre5. También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir, Fuerte ante Dios6. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. «Yo tengo otros designios sobre ti», viene a decirle Jesús.
Cambiar el nombre equivalía a tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión divina en el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para indicar la función de Vicario suyo, que te será revelada más adelante con plenitud7. Nosotros podemos examinar hoy en la oración cómo es nuestro amor con obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él, si difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos con prontitud en su defensa cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su Vicario aquí en la tierra!
II. Este primer encuentro con el Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su oficio de pescador, escucha las enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo probable que asistiera al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una pesca excepcional y milagrosa, Jesús le invitó a seguirle definitivamente8. Pedro obedeció inmediatamente –su corazón ha sido preparado poco a poco por la gracia– y, dejándolo todo –relictis omnibus–, siguió a Cristo, como el discípulo que está dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.
Un día, en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos:Vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo9. A continuación, Cristo le promete solemnemente el primado sobre toda la Iglesia10. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de Jesús unos años antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás Cefas...!
Pedro no cambió tan rápidamente como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en Pedro un carácter a veces vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para Él motivo de escándalo11. Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con la buena voluntad de estos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si somos dóciles a la gracia, nos iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha encomendado. Hasta los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y vacilaciones, si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos el corazón en la dirección espiritual, todo nos ayudará a estar más cerca de Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en momentos difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?12. Y veremos junto a nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.
III. El Maestro tuvo con Pedro particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando Jesús más le necesitaba, en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él, que estaba solo y abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros discípulos han vuelto a su antiguo oficio de pescadores, Jesús va especialmente en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa, que recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó definitivamente a seguirle y le prometió que sería pescador de hombres.
Jesús les espera ahora en la orilla y usa los medios materiales –las brasas, el pez...– que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?...13.
Después, el Señor anunció a Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras14. Cuando escribe San Juan su Evangelio esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el Evangelista: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de aquel mismo lago, cambiaron para siempre la vida de Simón: Sígueme.
Una piadosa tradición cuenta que, durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la misma comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la ciudad se encontró a Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro: «¿A dónde vas, Señor?» (Quo vadis, Domine?), le contestó el Maestro: «A Roma, a dejarme crucificar de nuevo». Pedro entendió la lección y volvió a la ciudad, donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella protesta de Pedro contra la cruz la primera vez que Jesús le anunció su Pasión15. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador antiguo refiere que pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su Maestro, con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente, sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia romana16. Al menos desde el siglo iii, la Iglesia conmemora en este día 29 de junio, el martirio de Pedro y de Pablo17, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y Maestro.
Pedro, a pesar de sus debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le pedimos nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las contrariedades y de todo lo que nos sea adverso por el hecho de ser cristianos. Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide18, como el mismo Pedro pedía a los primeros cristianos de su generación. «¿Qué podríamos nosotros pedir a Pedro para provecho nuestro, qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra promesa, por él exigida, de ser fuertes en la fe?»19.
Esta fortaleza es la que pedimos también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin ambigüedades, con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.