"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de agosto de 2016

Ignem veni mittere in terram

— Fe en el amor que Dios nos tiene y nos ha tenido siempre.
— El amor pide amor, y este se demuestra en las obras.
— Encender a otros en el amor a Cristo.
I. El fuego aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor de Dios, que purifica a los hombres de todas sus impurezas1. El amor, como el fuego,nunca dice basta2, tiene la fuerza de las llamas y se enciende en el trato con Dios: Me ardía el corazón en mi interior, se encendía el fuego en mi meditación3, exclama el Salmista... En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo –el Amor divino– se derrama sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego4 que purifican sus corazones, los inflaman y disponen para su misión de extender el Reino de Cristo por todo el mundo.
Jesús nos dice hoy en el Evangelio de la Misa: Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?5. En Cristo alcanza su expresión máxima el amor divino:Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito6. Jesús entrega voluntariamente su vida por nosotros, y nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos7. Por eso nos declara también su impaciencia santa hasta no ver cumplido su Bautismo, su propia muerte en la Cruz por la que nos redime y nos eleva:Tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo!
El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo. Él nos ama a cada uno con amor personal e individual, como si fuera el único objeto de su caridad. En ningún momento ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o en los que cometimos las faltas y pecados más grandes, tanto cuando correspondimos a sus gracias como cuando nos alejamos de Él. Siempre nos mostró el Señor su benevolencia; ahora también. Dios, que es infinito e infinitamente simple, no nos ama a medias, sino con todo su ser, nos ama sin medida. Este misterio de amor se realizó de una manera absolutamente particular en su Madre, Santa María.
La Virgen, Nuestra Madre, es el espejo donde debemos mirarnos nosotros. Ella vivió una vida normal, de tal manera que sus paisanos y familiares nunca pudieron imaginar lo que ocurría en su corazón; ni siquiera José habría sabido nada, si Dios no se lo hubiera manifestado. Ella, la criatura que Dios más amaba, permanecía en la más completa normalidad. En el momento de la Anunciación, cuando se le reveló el modo singular en que era amada por Dios, María creyó y aceptó ser la criatura que Dios había predestinado desde la eternidad como Madre suya. ¡Qué gran fe la de la Virgen, al pensar que en Ella estaba la salvación de Israel, mucho más, sin comparación posible, que en otros momentos de la historia de Israel lo estuvo en Judith o en Esther! Pero Ella no solo creyó en el amor de absoluta predilección divina, sino que creyó sin limitación alguna.
Santa María nos enseña a creer en el amor sin límites de Dios, nos ayuda ahora, teniéndola a Ella delante, a examinar nuestra correspondencia a ese amor, pues «no es razón que amemos con tibieza a un Dios que nos ama con tanto ardor»8. ¿Es una hoguera de lumbre viva nuestro corazón, como el de la Virgen, o solo rescoldo de tibieza, de mediocridad aceptada?
Dios me ama, y esto es lo fundamental de mi existencia. Lo demás apenas tiene importancia.
II. El amor pide amor, y este se demuestra en las obras, en el empeño diario por tratar a Dios y por identificar nuestra voluntad con la suya. La Segunda lectura9 nos anima a esa pelea diaria, sabiendo que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, los santos, que presencian nuestro combate, y quienes tenemos a nuestro lado, a los que tanto podemos ayudar con el ejemplo y con nuestro mismo empeño por estar más cerca de Cristo. Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia -sigue la Lectura-, y continuemos corriendo con perseverancia la carrera emprendida: fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe... En Él tenemos puesta la mirada, como el corredor que, una vez comenzada la carrera, no se deja distraer por nada que le separe de la meta, alejando toda ocasión de pecado con decisión y energía, pues no habéis resistido todavía hasta la sangre al combatir contra el pecado. Hasta eso hemos de llegar si fuera preciso, incluso por no cometer ni siquiera un pecado venial. Vale más morir que ofender a Dios, aunque solo fuera levemente.
Muchas veces hemos de decir  al Amor; una respuesta afirmativa que Él mismo nos pide a través de mil pequeños acontecimientos diarios: al negarnos a nosotros mismos para servir a quienes conviven o trabajan con nosotros en cosas muchas veces menudas; en la mortificación pequeña, que nos ayuda a guardar la templanza y la sobriedad; en la puntualidad a la hora de comenzar nuestros deberes; en el orden en que dejamos la ropa, los libros o los instrumentos de trabajo; en el esfuerzo que frecuentemente supone hacer bien el rato de meditación, diciéndole al Señor muchas veces que le amamos, luchando con las distracciones; en la aceptación alegre de la voluntad de Dios, cuando no sigue los propios planes o nuestro querer... Así se forjan las pequeñas victorias que todos los días espera Dios de quien le ama. También por amor hemos de decir no muchas veces: en la guarda de la vista; al cuerpo que pide más comodidades, más confort y menos sacrificio; al deseo de dejar el trabajo antes de la hora... Son muchas las sugerencias, las mociones del Espíritu Santo para corresponder a ese Amor infinito con que Jesús nos ama.
El amor se expresa en el dolor de los pecados, en la contrición, pues tantas veces –casi sin darnos cuenta– decimos no al amor... Son ocasiones para hacer un acto de dolor más profundo por aquello en lo que no hemos sabido corresponder, deseando mucho esa Confesión frecuente en la que encontramos siempre la Misericordia divina y el remedio de nuestros males. «Quien no se arrepiente de verdad, no ama de veras; es evidente que cuanto más queremos a una persona, tanto más nos duele haberla ofendido. Es, pues, este uno más de los efectos del amor»10.
Y voló hacia mí uno de los serafines -reza la Liturgia de las Horas- con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas, la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado11. Le pedimos al Señor que el fuego de su amor purifique nuestra alma, ¡tanta suciedad!, y nos inunde por completo: «¡Oh Jesús..., fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste»12.
III. Los cristianos hemos de ser fuego que encienda, como Jesús encendió a sus discípulos. Nadie que nos haya conocido deberá quedar indiferente; nuestro amor debe ser lumbre viva que convierte en puntos de ignición, otras fuentes de amor y de apostolado, a quienes tratamos. El Espíritu Santo soplará, a través de nosotros, en muchos que parecían apagados, y de su rescoldo de vida cristiana saldrán llamas que se propagarán a otros ambientes que de no ser por ellos hubieran permanecido fríos y muertos. No importa que nos parezca que somos poca cosa, que apenas podemos hacer nada, que no sabemos, que nos falta formación. El Señor solo quiere poder contar del todo con cada uno. No olvidemos que una chispa pequeña puede dar lugar a un gran fuego. ¡Qué grato le es al Señor el que, en la intimidad de nuestra alma, le digamos que somos todo de Él, que puede contar con lo poco que somos! «Escribías: “yo te oigo clamar, Rey mío, con viva voz, que aún vibra: ‘ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?’ —he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?”.
»Después añadías: “Señor, te respondo –todo yo– con mis sentidos y potencias: ‘ecce ego quia vocasti me!’ —¡aquí me tienes porque me has llamado!”.
»—Que sea esta respuesta tuya una realidad cotidiana»13.
El amor verdadero a Dios se manifiesta enseguida en apostolado, en deseos de que otros conozcan y amen a Jesucristo. «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sal 38, 4). ¿Qué fuego es ese sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc 12, 49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración (...)»14, en el trato íntimo con Cristo.
Allí se alimenta el afán apostólico. Junto al Sagrario tendremos luz y fuerzas; hablaremos a Jesús de los hijos, de los padres, de los hermanos, de los amigos, de aquella persona que acabamos de conocer, de las que encontraremos ese día por motivos profesionales o en los menudos incidentes de la vida diaria. Ninguna se deberá marchar vacía; a todas, de un modo u otro, con la palabra, con el ejemplo, con la oración, hemos de anunciarles a Cristo que las busca, que las espera, y que se sirve de nosotros como instrumentos. «Aún resuena en el mundo aquel grito divino: “Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?”. —Y ya ves: casi todo está apagado...
»¿No te animas a propagar el incendio?»15.
Le decimos a Jesús que cuente con nosotros, con nuestras pocas fuerzas y nuestros escasos talentos: ecce ego quia vocasti me, aquí estoy porque me has llamado. Y le pedimos a Santa María, Regina Apostolorum, que sepamos ser audaces en esta tarea de dar a conocer a Cristo.