Nuevo texto de la serie centrada
en la formación de la personalidad. En esta ocasión, se reflexiona sobre el
conocimiento de uno mismo, con virtudes y defectos, necesario para ser feliz.
Habéis sido rescatados (…) no con
bienes corruptibles, plata u oro, sino con la sangre preciosa de Cristo[1]. San
Pedro recuerda a los primeros cristianos que su existencia tiene un valor
inconmensurable, pues han sido objeto del abundante amor del Señor, que los ha
redimido. Cristo, con el don de la filiación divina, llena de seguridad
nuestros pasos por el mundo. Así lo manifestaba con espontaneidad a san
Josemaría un chico: "Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de
él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo ¡que soy
hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio
por dentro ¡hijo de Dios!" Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la
"soberbia"[2].
Conocer la grandeza de nuestra
condición
¿Cómo entender ese fomentar la
"soberbia"? Ciertamente, no se trata de imaginar virtudes que uno no
tiene, ni de vivir con un sentido de autosuficiencia que tarde o temprano
traiciona. Consiste más bien en conocer la grandeza de nuestra condición: el
ser humano es la «única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí
mismo»[3]; creado a su imagen y semejanza, está llamado a llevar a plenitud
esta imagen al identificarse cada vez más con Cristo por la acción de la
gracia.
Esta vocación sublime funda el
recto amor de sí mismo, que está presente en la fe cristiana. A la luz de esa
fe, podemos juzgar nuestros logros y fracasos. La aceptación serena de la
propia identidad condiciona nuestra forma de estar en el mundo y de actuar en
él. Además, contribuye a la confianza personal que disminuye los miedos,
precipitaciones y retraimientos, facilita la apertura a los demás y a las
nuevas situaciones y fomenta el optimismo y la alegría.
La idea positiva o negativa que
tenemos de nosotros depende del conocimiento propio y del cumplimiento de las
metas que cada uno se propone. Estas parten, en buena medida, de los modelos de
hombre o mujer que deseamos alcanzar y que se nos presentan de modos muy
diversos, por ejemplo, a través de la educación recibida en el hogar, los
comentarios de amigos o conocidos, las ideas predominantes en una determinada
sociedad. Por eso, es importante definir cuáles son nuestros puntos de
referencia, ya que si son altos y nobles, contribuirán a una adecuada
autoestima. Y conviene identificar cuáles son los modelos que circulan en
nuestra cultura porque, más o menos conscientemente, influyen en cómo nos
valoramos.
Preguntarse por los modelos
Sucede, en ocasiones, que
formulamos un juicio distorsionado sobre nosotros al haber admitido unos criterios
de éxito que, de hecho, pueden ser poco realistas e incluso nocivos: la
eficacia profesional a costa de cualquier precio, relaciones afectivas
egocéntricas, estilos de vida marcados por el hedonismo. Nos podemos
sobrevalorar después de algunos logros, que nos parecen reconocidos por los
demás; también nos puede suceder lo contrario: infravalorarnos, al no haber
alcanzado determinados objetivos o no sentirnos considerados en ciertos
ambientes. Estas valoraciones equivocadas son, en gran medida, la consecuencia
de mirar demasiado a quienes califican la trayectoria personal exclusivamente
en función de lo que se logra, tiene o posee.
Para evitar los riesgos
anteriores, vale la pena preguntarse cuáles son nuestros puntos de referencia
en la vida profesional, familiar, social y si estos son compatibles con una
perspectiva cristiana de la existencia. Sabemos, además, que en último término
el modelo más perfecto, completo y plenamente coherente es Jesucristo Ver
nuestra vida a la luz de la suya es el mejor modo de valorarnos, pues sabemos
que Jesús es un ejemplo cercano, con el que tenemos una relación personal -de
un yo con un Tú-a través del amor.
Autoconocimiento: con la luz de
Dios
Para juzgarse con verdad, es
imprescindible conocerse. Esta tarea es compleja y requiere un aprendizaje que,
en cierto sentido, no termina nunca. Empieza por superar una perspectiva
exclusivamente subjetiva -"según yo", "según mi opinión",
"a mí me parece"….- para tener en consideración otros pareceres. Si
ni siquiera sabemos con exactitud cómo es nuestra voz o apariencia física, y
hemos de acudir a herramientas como una grabación o el espejo, ¡cuánto más será
indispensable admitir que no somos los mejores jueces para valorar nuestra
propia personalidad!
Además de la reflexión personal,
conocerse a sí mismo es fruto de lo que nos enseñan los demás sobre nosotros.
Esto se consigue cuando sabemos abrirnos a quienes nos pueden ayudar -¡qué gran
recurso tenemos en la dirección espiritual personal!-, admitiendo sus opiniones
y considerándolas en relación a un buen ideal de vida. En este ámbito también
influyen la interacción con quienes nos rodean, las modas y costumbres de la
sociedad. Un entorno que promueve la reflexión favorece el desarrollo de los
recursos de introspección; mientras que un ambiente con estilo de vida
superficial, limita ese desarrollo.
Conviene, por lo tanto, fomentar
hábitos de reflexión y preguntarnos cómo nos ve Dios. La oración es el tiempo
oportuno, pues al mismo tiempo que conocemos al Señor nos conocemos a nosotros
mismos con su luz. Entre otras cosas, buscaremos comprender los comentarios y
consejos que podemos recibir de los demás. En algún caso, nos sabremos
distanciar de los juicios de otras personas cuando notamos que los realizan
sobre fundamentos poco objetivos, o quizá de una manera poco reflexiva, y sobre
todo si juzgan según unos criterios que no son compatibles con el querer de
Dios. Hay que saber elegir a quién prestar más atención, pues como dice la
Escritura: Más vale oír reproche de sabio que escuchar alabanza de necio[4].
Por otro lado, como todos somos
en parte responsable de la autoestima de quienes nos rodean, hemos de
esmerarnos para que en nuestras palabras se refleje la consideración por cada
uno, que es hijo de Dios. Especialmente si tenemos una posición de autoridad o
de guía (en la relación padre-hijo, profesor-alumno, etc.) los consejos e
indicaciones contribuirán a reafirmar en los demás la convicción del propio
valer, incluso cuando es preciso corregir con claridad. Este es el punto de
partida, el oxígeno para que la persona crezca respirando por sí misma, con
esperanza.
Aceptación personal: así nos
quiere el Señor
Al considerar el propio modo de
ser a la luz de Dios, estamos en condiciones de aceptarnos como somos: con
talentos y virtudes, pero también con defectos que admitimos humildemente. La
verdadera autoestima implica reconocer que no todos somos iguales y aceptar que
otras personas pueden ser más inteligentes, tocar mejor un instrumento musical,
ser más atléticos... Todos tenemos buenas cualidades que podemos desarrollar y,
más importante aún, todos somos hijos de Dios. En esto consiste la genuina
auto-aceptación, el sentido positivo del amor propio del cristiano que quiere
servir a Dios y a los demás, desechando las comparaciones excesivas que podrían
conducir a la tristeza.
En último término, nos
aceptaremos como somos si no perdemos de vista que Dios nos ama con nuestros
límites, que forman parte de nuestro camino de santificación y son la materia
de nuestra lucha. El Señor nos elige, como a los primeros Doce: hombres corrientes,
con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin
embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres (cfr. Mt 4,
19), corredentores, administradores de la gracia de Dios.[5]
Ante el éxito y los fracasos
Desde este planteamiento
sobrenatural, se contemplan con mayor profundidad nuestro modo de ser y
trayectoria biográfica, entendiendo su pleno sentido. Se relativizan, con una
visión de eternidad, los sucesos y logros temporales. Así, si nos alegramos con
el éxito en nuestra actividad, sabemos también que lo más importante es que
esta haya servido para crecer en santidad. Es el realismo cristiano, madurez
humana y sobrenatural, que del mismo modo que no se deja llevar por la
exaltación que puede provocar el triunfo o la alabanza, tampoco se arrastra por
el pesimismo ante la derrota. ¡Cuánto ayuda decir, con san Pedro, que lo bueno
lo hemos hecho en el nombre de Jesucristo Nazareno[6]!
Al mismo tiempo, admitir que las
dificultades externas y las propias imperfecciones limitan nuestros logros es
uno de los aspectos que da forma a la autoestima, fundamenta la madurez
personal y abre las puertas del aprendizaje. Solo podemos aprender desde el
reconocimiento de nuestras carencias y con la actitud de extraer experiencias
positivas de lo sucedido: ¡Has fracasado! -Nosotros no fracasamos nunca.
-Pusiste del todo tu confianza en Dios. -No perdonaste, luego, ningún medio
humano. Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo -ahora y en esto- era
fracasar. -Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo![7] Se está en
condiciones de emprender el camino de la Cruz, que muestra las paradojas de la
fortaleza de la debilidad, la grandeza de la miseria y el crecimiento en la
humillación, y enseña su extraordinaria eficacia.
Obrar con seguridad y saber
rectificar
La seguridad personal es más
firme cuando se apoya en el saberse hijos amados de Dios, y no en la certeza de
alcanzar el éxito, que tantas veces se nos escapa. Esta convicción permite
tolerar el riesgo que acompaña cualquier decisión, superar la parálisis de la
inseguridad y guardar una actitud de razonable apertura hacia lo nuevo. No es
prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores.
Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar
de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda
temeridad, pero asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el
bien por miedo a no acertar.[8].
Partiendo de las limitaciones
personales y de la capacidad de aprender del ser humano, rectificar supone una
mejoría, un enriquecimiento personal que, a su vez, revierte en lo que rodea y
en quienes rodean, contribuyendo simultáneamente a incrementar la confianza en
uno mismo y en el entorno. Quien se pone en las manos del Padre celestial está
seguro, pues todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios[9],
incluso las caídas cuando pedimos perdón al Señor y, con su gracia, nos
levantamos habiendo crecido en humildad. De este modo, saber rectificar forma
parte del proceso de conversión: Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos
nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y
purificarnos de toda iniquidad[10]
Una virtud indispensable
La autoestima crece, en
definitiva, al amparo de la humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a
conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza[11]. Si falta esta
actitud del alma, no es raro que lleguen problemas de estima personal. Pero
cuando se cultiva, la persona se llena de realismo, y se valora con acierto:
¡no somos hombres ni mujeres impecables, pero tampoco seres corrompidos! Somos
hijos de Dios, y sobre nuestras limitaciones se asienta una dignidad
insospechada.
La humildad genera el ambiente
interior que permite conocernos como somos y nos impulsa a buscar sinceramente
el apoyo de los demás, al mismo tiempo que les damos el nuestro. En última
instancia, todos y cada uno necesitamos de Dios, en quién vivimos, nos movemos
y existimos[12], que es Padre misericordioso y vela de continuo por nosotros.
¡Cuánta seguridad y confianza hubo en la vida de Santa María! Si puede decir
que ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo[13] es
porque vive muy consciente de la humildad de su esclava[14]. En Ella, humildad
y consciencia de la grandeza de la propia vocación se conjugan
maravillosamente.