►El Romano Pontífice afirma la catolicidad en la unidad.
►Unión al Papa también es unión a su magisterio.
JESÚS dedica los tres años de su vida pública a anunciar por el territorio de Israel la llegada del Reino de los Cielos. Lo hace con su predicación, con sus milagros y con su misma presencia. En un determinado momento, ante el endurecimiento de algunos jefes del pueblo, decidió retirarse con sus apóstoles hacia las regiones limítrofes. Estos viajes son considerados un preludio de la universalidad del Evangelio. Es precisamente en Cesarea de Filipo donde el Señor públicamente, delante de los suyos, dice a Pedro: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). En aquel momento se trataba de una promesa futura; aún quedaba por delante la Pasión y Muerte, la traición de Pedro y la cobardía del resto de apóstoles. Jesús resucitado, en una conversación junto al lago después de la milagrosa pesca de ciento cincuenta y tres peces grandes, retoma lo que había incoado a Pedro tiempo atrás. Allí le encarga oficialmente una tarea especial dentro del grupo que había escogido: «Apacienta mis corderos. (…). Pastorea mis ovejas» (Jn 21,15-16).
Benedicto XVI recuerda que, efectivamente, san Pedro «comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés». Más tarde se dirigió a Antioquía, que era la tercera ciudad más importante del Imperio romano, y «desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. (…). Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios» [1].
La institución del Primado pone de manifiesto que el Reino fundado por Jesucristo no es una utopía sino una realidad presente ya en este mundo, bajo la forma de una sociedad visible, formada ciertamente por personas llenas de defectos. Sin embargo, Jesucristo prometió que su gracia no faltaría a quien hubiera de representarle en la tierra a lo largo de los siglos: «He aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Al considerar esta realidad no nos sorprende la emoción filial de san Josemaría al llegar a Roma. El 23 de junio de 1946, al divisar desde el coche la cúpula de san Pedro se conmovió visiblemente y rezó el Credo en voz alta. También, en la pequeña terraza de la casa en la que se alojaban junto al Vaticano, pasó esa primera noche romana en vela de oración por la Iglesia y el Romano Pontífice. «Pensad con cuanta confianza recé por el Papa (...) contemplando las ventanas de las habitaciones pontificias». San Josemaría repetía continuamente que «el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» [2].
UNO DE los episodios más importantes que se narran en los Hechos de los Apóstoles es el Bautismo de Cornelio, un militar romano, que se hace cristiano junto a su familia. San Pedro, invitado a la casa del soldado, en donde estaban reunidos muchos parientes y amigos, señaló: «Dios me ha enseñado a no llamar profano o impuro a ningún hombre» (Hch 10,28). Después de responder algunas preguntas, agregó: «En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra justicia» (Hch 10,43). Se trata del primer discurso de san Pedro dirigido a personas no judías. En medio de su explicación, para sorpresa de todos, descendió el Espíritu Santo sobre los que estaban allí reunidos. Comentando este pasaje señala san Jerónimo: «Bautizado aquel por el Apóstol, consagró la salvación de los gentiles» [3].
Desde los primeros momentos de la expansión del cristianismo, la misión de Pedro fue unir a sus hermanos, y afirmar la catolicidad de la Iglesia fundada por Jesucristo, encomendada a él como su principio visible. En este sentido Benedicto XVI indica que «el camino de san Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo, se rige sobre todo por la palabra una: su tarea consiste en crear la unidad de la catholica, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos. Esta es la misión permanente de san Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor» [4].
Jesús, al instituir una cabeza visible para su Iglesia peregrina en la tierra, no estaba encerrando a sus seguidores en un grupo ensimismado. Todo lo contrario. El Sumo Pontífice, sucesor de san Pedro, que preside a todos en la caridad, vela para que los llamados a seguir a Cristo tengan la certeza de escuchar su Palabra en cualquier lugar en el que se encuentren. Pedro y los demás apóstoles, el Papa y los obispos en comunión con él, constituyen una garantía para la transmisión de la verdadera Iglesia de Cristo. Al principio lo hacía con los gentiles del Imperio romano; hoy, con todas las naciones de la tierra. «Venero con todas mis fuerzas la Roma de Pedro y de Pablo —escribió san Josemaría—, bañada por la sangre de los mártires, centro de donde tantos han salido para propagar en el mundo entero la palabra salvadora de Cristo. Ser romano no entraña ninguna muestra de particularismo, sino de ecumenismo auténtico; supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo, que a todos busca y a todos acoge, porque a todos ha amado primero» [5].
SAN PABLO, en los meses y años posteriores a la revelación de Damasco, profundiza con audacia en el misterio de Cristo, hasta reconocerse a sí mismo como apóstol. Sin embargo, llama mucho la atención que al cabo de unos años de tarea apostólica viaja para ver a Pedro, cabeza de la Iglesia, y confrontar su doctrina con él: «Subí a Jerusalén para ver a Cefas —escribe a los Gálatas—, y permanecí a su lado quince días (...). Catorce años después, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo a Tito. Subí movido por una revelación y les expuse, especialmente a los que gozaban de autoridad, el Evangelio que predico entre los gentiles, no fuera que corriese o hubiese corrido en vano» (Gal 1,18; 2,1-2). Desde los orígenes de la Iglesia, los cristianos vieron en Pedro –y en sus sucesores– la garantía de unidad, también en la articulación doctrinal del Evangelio que transmitían.
En ese sentido –señala san Josemaría–, «no cabe otra disposición en un católico: defender "siempre" la autoridad del Papa; y estar "siempre" dócilmente decidido a rectificar la opinión, ante el Magisterio de la Iglesia» [6]. Y, como es lógico, ese deseo de fidelidad ha de concretarse, entre otras cosas, en «conocer el pensamiento del Papa, manifestado en Encíclicas o en otros documentos, haciendo cuanto esté de nuestra parte para que todos los católicos atiendan al magisterio del Padre Santo, y acomoden a esas enseñanzas su actuación en la vida» [7]. Por eso, procuraremos que nuestra unión al sucesor de Pedro sea una unión afectiva y efectiva; no solo siguiendo con inteligencia sus indicaciones y su magisterio, sino procurando también desentrañar, con profundidad, lo que el Espíritu Santo quiere entregar al mundo a través de su persona.
«Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus» [8], solía repetir san Josemaría. «Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios. Por eso yo he querido romanizar la Obra. Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! Porque necesita de todo el cariño de sus hijos» [9]. Parte importante y necesaria de nuestra labor apostólica es unir a los cristianos con quien el Espíritu Santo ha puesto en cada momento histórico al frente del Pueblo de Dios. Todos, con Pedro, llevaremos almas a Jesús, con la mediación maternal de María. Le pedimos a ella, Madre de la Iglesia, que, como en Pentecostés, nos reúna a su alrededor y acerque con lazos estrechos a todos los discípulos de su Hijo. En especial le rogamos el regalo de una comunión afectiva y efectiva con el Dulce Cristo en la tierra, expresión que empleaba santa Catalina de Siena para referirse al sucesor de Pedro.
[1] Benedicto XVI, Audiencia general, 22-II-2006.
[2] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[3] San Jerónimo, Epístola 79,2.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 29-VI-2008.
[5] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[6] San Josemaría, Forja, n. 581.
[7] Ibid., n. 633.
[8] San Ambrosio, In Ps. 40, 30.
[9] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 11-V-1965.