"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de noviembre de 2021

Sencillez para comprender las enseñanzas de Dios

 



Evangelio (Mt 4, 18-22)


En aquel tiempo, paseando Jesús junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:


-Seguidme y os haré pescadores de hombres.


Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan, su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.


Comentario


El día había comenzado como uno cualquiera. Andrés, junto con su hermano y otros colegas pescadores, estaban inmersos en la agotadora faena que traía el sustento a sus familias. Estaban, como siempre, echando las redes al mar, a la espera de que los peces entraran en la red. Sin embargo, esta vez la historia, que había comenzado igual que todos los días, terminaría de un modo muy diferente.


Ahí, en su trabajo, en pleno mar de Galilea, Andrés recibió una llamada atractiva, pero incierta: Jesús pasó y lo invitó a ser pescador de hombres. Sin más detalles, sin más especificaciones. No le dijo ni cómo sería su vida, ni cómo sería su muerte. El Señor le pidió que estuviera a su lado, y poco a poco, al calor del amor de su Corazón, lo fue forjando para que fuera capaz también de compartir su destino.


Así terminó la historia: san Andrés abrazando con deseo ardiente la misma Cruz de su Maestro. Nada cercano a lo que años antes, en el mar de Galilea, el joven pescador habría podido calcular.


Considerar así, en perspectiva, la vida de san Andrés, desde su llamada hasta su muerte en la cruz, puede ayudarnos a profundizar en la conciencia de que los planes de Dios están perfectamente alineados con nuestro deseo de felicidad. Seguramente, si ese día de pesca Jesús le hubiera anunciado a Andrés que iba a morir en una cruz, aquel hombre habría desfallecido. Sin embargo, a la vuelta de los años nos lo encontramos audaz y enamorado, deseoso de abrazar esa fuente de dolor, que para él era fuente de felicidad, como refleja el maravilloso testimonio que nos quedó con su himno ante la cruz.


Los planes de Dios están perfectamente alineados con nuestro deseo de felicidad, decíamos. Sin embargo, la experiencia de los apóstoles nos enseña que para que esa felicidad se realice necesitamos abandonarnos de verdad en el Señor y dejar de forzarlo a escribir la historia como a nosotros nos parece. La vida de san Andrés no fue como él la esperaba, como él la preveía: fue mucho más feliz.


Eso mismo podría sucedernos a nosotros, si nos decidimos a seguir al Señor hasta el fondo, sin querer controlarlo todo y sin decidir nosotros el final. Si seguimos a Jesús, nuestra vida no será como la vislumbramos: será mucho mejor. Incluso aunque sucedan cosas que nos parecen impensables, aunque el Señor nos pida cosas que ahora mismo nos parecen descabelladas.


Dios siempre cumple sus promesas, y a nosotros nos ha prometido que haremos obras cuyo alcance no podemos imaginar, porque incluso podremos hacer obras mayores que Él. Pero eso requiere de nuestra parte, como hizo Andrés, dejar atrás la seguridad de lo conocido para ir en pos de Aquel que nos ama.


PARA TU RATO DE ORACION 


GUIADOS por las enseñanzas y el ejemplo de san Josemaría, hemos aprendido a amar apasionadamente el mundo. Disfrutamos de todas las realidades nobles y buenas de la creación porque sabemos que son un don de Dios. Al mismo tiempo, no somos indiferentes ante el mal en el mundo, que disminuye su belleza y lo aleja de su plan amoroso.


Aunque las causas de estas situaciones son múltiples, entre ellas podemos identificar una que tiene especial relevancia: el desconocimiento que tienen muchas personas de la bondad de nuestro Creador. «Bien pudiera decirse que el mayor enemigo de Dios –porque se ama a Dios después de conocerlo– es la ignorancia: origen de tantos males y obstáculo grande para la salvación de las almas»[1]. Por el contrario, cuando conocemos su amor por nosotros, cuando descubrimos que Dios sueña con que seamos felices, es lógico quererle sobre todas las cosas, acercarnos a quien es el origen de todo bien. «Nadie hará mal ni causará daño en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor» (Is 11,9).


Dios se sirvió de algunos hombres y mujeres de diversas épocas para darse a conocer y así dar la oportunidad al hombre de ser más libre. «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Ga 4,4), para llevar esta tarea hasta el fin. Es tan grande el deseo que tiene Dios de que le conozcamos que vino Él mismo, en persona, para indicarnos los proyectos de su amor.


Llenos de reconocimiento y gratitud, podemos unirnos a la oración de alabanza que, como recoge el evangelio de la Misa de hoy, Jesús elevó un día al Padre: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21).


«MIRAD, el Señor llega con poder e iluminará los ojos de sus siervos»[2]. Aquella promesa de sabiduría para los hombres se cumplió con la venida al mundo de Jesús, sobre quien reposó «el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 1,2). Él sigue dispuesto a dialogar personalmente con cada uno de nosotros para instruirnos, para guiarnos, para alentarnos. Con frecuencia, Dios nos habla a través de personas y situaciones, convirtiendo toda la realidad de nuestra vida en un lugar de encuentro con Él. Si procuramos tener una vida contemplativa, en todos los acontecimientos del día a día podremos descubrir la voz de Dios que nos busca.


En ese diálogo, el Señor espera que nos dirijamos a Él con confianza para iluminar lo que no comprendemos. Por esto, con sencillez, nos ponemos en su presencia y le planteamos nuestras dudas de corazón a corazón, recordando que Dios se revela a los pequeños. En cambio, para los sabios según la carne, las palabras del Señor pueden sonar como frases inconexas. Por eso necesitamos poner de nuestra parte para permanecer abiertos a escuchar su palabra, aunque solo la entendamos parcialmente. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz»[3].


Si nos acercamos al Señor con un atrevimiento de niños, entonces nos revelará su sabiduría y nos dará a conocer sus designios. También nos colmará de paz, de alegría, y nos concederá la fortaleza para sobrellevar las dificultades que la vida nos presenta.


EN JESUCRISTO se contiene la plenitud de la revelación. «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lc 10,22). «Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios»[4]. Dios se hizo carne en Cristo para que pudiéramos verlo, entrar en relación directa con Él y para darnos a conocer los planes de su sabiduría. A la hora de buscar respuestas a los interrogantes de nuestra vida, haremos muy bien en acudir a Jesús. En nuestro diálogo con Cristo no existen inquietudes superfluas ni dudas inoportunas. Toda la sabiduría está contenida en el misterio del Verbo hecho hombre: Jesús es la Palabra de Dios.


Es fácil imaginarse a los apóstoles preguntando a Jesús el significado más profundo de alguna parábola que no habían comprendido, o acercándose a pedirle una explicación sobre un suceso determinado que conocían todos. Nosotros tenemos esa misma facilidad para entablar una conversación con el Señor. El trato personal y diario con Él nos lleva a conocerle cada vez mejor, a adquirir una connaturalidad con su manera de reaccionar frente a las diversas circunstancias de la vida. Por eso nos sirve pedirle al Espíritu Santo que nuestro diálogo con Jesús sea luz para nosotros y para los demás.


A lo largo de la vida aprendemos muchas cosas. Algunas de ellas son constitutivas de nuestro modo de pensar, de ser y de actuar. Es probable que varias de esas enseñanzas fundamentales las hayamos recibido de los labios o del ejemplo de nuestras madres. La vida de María constituye para nosotros una enseñanza maravillosa de diálogo con el Señor. ¡Ojalá aprendamos de la Virgen aquella confianza para mirar y escuchar a Jesús!


[1] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 47.


[2] Misal romano, Martes de la I semana de Adviento, Antífona al evangelio.


[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.


[4] Benedicto XVI, Audiencia, 16-I-2013.

29 de noviembre de 2021

SEÑOR, no soy digno de que entres en mi casa




 Evangelio (Mt 8,5-11)


En aquel tiempo, al entrar en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó:


— Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes.


Jesús le dijo:


— Yo iré y le curaré.


Pero el centurión le respondió:


— Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Pues también yo soy un hombre que se encuentra bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes. Le digo a uno: «Vete», y va; y a otro: «Ven», y viene; y a mi siervo: «Haz esto», y lo hace.


Al oírlo Jesús se admiró y les dijo a los que le seguían:


— En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os digo que muchos de oriente y occidente vendrán y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos.


Comentario


En el Evangelio de hoy se nos presenta a un extranjero como modelo de fe. De hecho, se lleva uno de los mayores elogios de Jesús que se recogen en los evangelios: «En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande» (v. 10).


El centurión actúa con sencillez: tiene una dificultad y acude a la persona que piensa que puede ayudarle a solucionarla. Pero para arreglar un problema, en primer lugar, es necesario que lo reconozcamos. Y esto, en algunas ocasiones, no nos resulta sencillo.


A veces será porque vamos demasiado deprisa y no nos damos cuenta. Nos falta tiempo y esto, en ocasiones, se puede traducir en que nos cuesta percibir las dificultades de las personas que nos rodean.


También puede ocurrir que hayamos dejado de rezar o que el tiempo que dediquemos a orar no sea de calidad. De esta manera, el problema se nos hace inabordable y preferimos mirar para otro lado, como si el tiempo, por sí solo, solucionara los problemas.


Es verdad que el centurión nos da una lección de fe en el Señor. Pero es una fe que viene precedida de la caridad. De una mirada que sabe detenerse, sin precipitación y con diligencia, para estar en las cosas de los demás.


Quizá por eso le resulta tan lógico acudir al Señor para pedirle un milagro tan grande. Porque sabe que él no tiene esa capacidad de curarle, pero Jesús sí la tiene.


Los deseos del centurión de cuidar de su soldado y de que esté bien, le llevan a abrir su corazón al Señor. En cierta manera, le muestra él mismo su vulnerabilidad: su incapacidad para curarle él mismo y su absoluta necesidad de un milagro por parte de Dios.


PARA TU ORACION PERSONAL


COMIENZA el ciclo litúrgico y recorreremos nuevamente los misterios de la vida de Cristo, sus gozos, sus dolores y su gloria. Empezaremos estos días con la expectación de su Nacimiento, pasaremos después por su Vida, Muerte, Resurrección y Ascensión, hasta que llegaremos finalmente a Pentecostés, momento en que nos envía su Espíritu Santo para así acompañarnos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Sabemos que esta repetición anual de los misterios es mucho más que un recuerdo piadoso: «No es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni la simple conmemoración de una edad pretérita: es más bien Cristo mismo que vive en su Iglesia»[1]. Cada tiempo litúrgico de la Iglesia nos inserta personalmente en un momento o aspecto concreto de la vida del mismo Jesús que pisó las calles de Galilea. Porque «Iesus Christus heri et hodie, Ipse et in saecula» (Hb 13,8): Jesucristo continúa vivo en la tierra y nosotros podemos conocerlo y amarlo; incluso más: podemos vivir en Él.

En estos días de Adviento, en concreto, vivimos realmente la expectación del Mesías. «Ya está a punto de llegar su hora, sus días no tardarán»[2], repite la Iglesia. Una vez más, Jesús viene a nuestro mundo, se hace presente en nuestras vidas. Viene con el deseo de caminar junto a nosotros por los senderos de la Historia. Él quiere que le hagamos partícipe de nuestras alegrías, que le confiemos nuestras penas; desea poder consolarnos y darnos la fuerza necesaria para llevar adelante la misión de cada día. Podemos agradecerle este aspecto de su vida que viviremos estos días: que Dios se haya hecho hombre para que nosotros podamos ser hijos de Dios y para contar con su compañía.


ALGUNAS PERSONAS que estuvieron con Jesús cuando Él pasó haciendo el bien por nuestro mundo nos pueden enseñar cómo tratar al Maestro. «Al entrar [Jesús] en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó: –Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes» (Mt 8,5-6). La liturgia de hoy nos ofrece este episodio de la vida del Señor para nuestra consideración. Aquel buen hombre, un gentil, sufre por la enfermedad de un criado a quien estima de verdad. Ante la amarga impotencia de no ser capaz de ayudarlo, reacciona en manera sabia y humilde, llena de fe: va en busca de Jesús y con sinceridad le expone su tristeza. No es necesario que pida nada, le basta con contarle su situación, con abrir su alma.

Nosotros también tenemos nuestras dificultades y tristezas; tenemos también amigos que queremos que sean curados y queremos nosotros mismos sentir cerca la mano del Señor. Por eso reaccionamos confiadamente, como lo hizo este centurión, y acudimos a Jesús. Es bueno recordar cuánto le necesitamos y cómo desea ardientemente ayudarnos. Es muy consolador saber que, en cualquier momento, podemos dirigirnos a Él con total sencillez: Jesús, tengo unas cuantas cosas que no sé cómo resolver y que me quitan la paz. Tengo fe, pero reconozco que a veces me falta confiar más en ti; todavía tengo que aprender a poner más plenamente mi vida en tus manos.

Hoy queremos imitar al centurión del evangelio y abrir al Señor nuestro corazón. Permaneciendo en silencio, en diálogo con Jesús, le presentamos nuestra vida y nuestras necesidades. Y nos quedamos tranquilos, sabiendo que ahora él también se ocupa de ellas.


«SEÑOR, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano». ¡Cómo nos conmueve siempre volver a contemplar la fe del centurión! Una fe que dejó admirado a Jesús mismo, quien la alabó: «En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande» (Mt 8,6). Una fe grande y, a la vez, humilde y sencilla, expresada en unas palabras que la liturgia pone cada día en nuestros labios antes de recibir la sagrada Comunión.

Nosotros podemos acercarnos diariamente a Jesús en la Eucaristía, y nos gustaría hacerlo con la misma confianza en el poder del Señor y con la misma humildad que observamos en este personaje del evangelio. «No comprendo –decía san Josemaría– cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística. Unas veces, con prácticas multitudinarias, profesando públicamente su fe; otras, con gestos silenciosos y callados, en la sacra paz del templo o en la intimidad del corazón»[3].

En la Eucaristía y en la intimidad del corazón podemos alimentar nuestra amistad con Jesús. Él está siempre a nuestro lado para ayudarnos con su gracia, alegrarnos con su presencia y darnos a conocer su amor por nosotros. Aunque a veces no podamos acercarnos físicamente a Jesús Sacramentado, siempre podemos encontrarnos con Dios al recogernos en el silencio de nuestro corazón, como lo hizo tantas veces nuestra Madre, santa María (cfr. Lc 2,19). En el umbral de este año litúrgico que comienza, podemos pedirle a Ella su compañía para adentrarnos en cada momento de la vida de su Hijo.


[1] Pío XII, encíclica Mediator Dei, n. 205.

[2] Liturgia de las Horas, lunes de la I semana de Adviento, hora nona, lectura breve (cfr. Is 14,1).

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 154.

28 de noviembre de 2021

COMIENZA EL ADVIENTO

 

Evangelio (Lc 21, 25-28. 34-36)


«Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas: y los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán al mundo. Porque las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre una nube con gran poder y gloria.


Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención.


Vigilaos a vosotros mismos, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y aquel día no sobrevenga de improviso sobre vosotros, porque caerá como un lazo sobre todos aquellos que habitan en la faz de toda la tierra. Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre».


Comentario


Empieza el Adviento, tiempo litúrgico que nos prepara para la Navidad.


El Evangelio de este primer domingo recoge parte del discurso escatológico de Jesucristo en Jerusalén en los últimos días de su vida.


Nos invita a levantar la mirada y abrir nuestros corazones para recibirle.


El Adviento nos lleva a la Navidad, y desde allí, a la espera del regreso glorioso de Cristo.


Nos llama a un encuentro personal con Él: cada día nos llama; cada día nos quiere sacar de nuestros nubarrones, de nuestras angustias, de nuestros desalientos y desamparos.


Un tiempo para dejarnos despojar de nuestra vida rutinaria y llenarnos de esperanzas, luces en el corazón, anhelos de plenitud.


El Evangelio de este domingo nos enseña dos modos de vivir: con la cabeza elevada o con el corazón ofuscado.


El cristiano está llamado a vivir con la cabeza elevada, como hijos de un Dios Padre, que es Amor. Sabiendo descubrir la grandeza de lo que nos rodea, del amor de Dios que nos rodea en nuestras situaciones concretas y reales, en nuestra familia, en nuestro trabajo y descanso, en nuestros amigos.


Cristo nos da sus luces, su fuerza, su vida para saber descubrirle en cada cosa. Allí está Él, esperándonos, para llenarnos de su gracia, de su modo de vivir y amar.


Pero, muchas veces, vivimos con el corazón ofuscado.


Nuestros problemas y dificultades, nuestras miserias y debilidades, nuestros temores, nuestras decepciones, nuestros egoísmos y soberbias, parecen tener más fuerza. Llenamos nuestros anhelos profundos de felicidad, de abundancia, de generosidad, con un alimento que no sacia, porque vivimos mirándonos a nosotros mismos.


En el Evangelio de hoy, Jesucristo nos da la clave para vivir cada día con la cabeza levantada.


Nos llama a estar despiertos y orar.


Estar despiertos de ese sueño que siempre gira en torno a uno mismo, que nos encierra en nuestra vida con sus problemas, alegrías y dolores.


Un sueño que aletarga nuestra capacidad de amar y ser amados, que nos impide gozar de esta vida, que nos lleva a perdernos lo más bonito que hay en ella: la belleza de la creación, el rostro de nuestros seres queridos, la conversación tranquila, los paseos en compañía.


Nos perdemos lo mejor: la presencia real de Dios y de los demás.


Y acabamos llenándonos de tristeza y aburrimiento, lamentándonos y quejándonos por todo.


Estar despiertos para mirar más allá de nosotros mismos: allí donde Dios está mirando, allí donde Dios quiere llevarnos, sus sueños de amor para nosotros y para este mundo.


Estar despiertos para hacernos preguntas que vayan a lo profundo de nuestro corazón: cómo y para quién quiero gastar mi vida.


En segundo lugar, el Señor nos llama a orar.


Levantados, esperando a Jesucristo para que en cada rato de oración redirija nuestros pensamientos y corazones hacia Él y hacia nuestros anhelos más profundos de felicidad.


Le esperamos levantados, rezando, para que nos abra hacia los demás, para que nos saque de nuestra pequeñez, para que podamos mirar este mundo con un corazón enamorado.


PARA TU ORACION PERSONAL 


“El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando haremos memoria de su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y a los muertos»” 

Papa Francisco


1. ¿En qué momento del año se vive?

El Tiempo de Adviento se caracteriza por inaugurar el año litúrgico, “en él la Iglesia marca el curso del tiempo con la celebración de los principales acontecimientos de la vida de Jesús y de la historia de la salvación” (Papa Francisco, Ángelus 29-XI-2020). Tiene una duración de cuatro semanas y comienza con las primeras vísperas del domingo más próximo al 30 de noviembre hasta las primeras vísperas del 25 de diciembre. En este periodo se comprenden los cuatro domingos previos a la Navidad. “Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas, alimentando sueños para un futuro nuevo” (Papa Francisco Ángelus, 2-XII-2018).


El periodo está dividido en dos partes que subrayan una verdad de fe importante cada una. La primera se extiende hasta el 16 de diciembre y se centra en evocar la segunda venida del Mesías. La segunda parte se desarrolla entre el 17 y el 24 de diciembre y se ordena a preparar la Navidad de modo más próximo. De este modo la Iglesia ayuda a sus fieles a recordar y reflexionar en “Quien al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación; para que cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar”[1].


Textos de san Josemaría para meditar


Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me; Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad (Es Cristo que pasa, 1).


Llegamos. —Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista. —Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! —¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Luc., I, 42 y 43.)


El Bautista nonnato se estremece... (Luc., I, 41.) —La humildad de María se vierte en el Magníficat... —Y tú y yo, que somos —que éramos— unos soberbios, prometemos que seremos humildes (Santo Rosario, n. 2).


2. ¿Qué es lo característico de este tiempo litúrgico?

El Tiempo de Adviento se considera un “tiempo fuerte” en el año litúrgico porque nos ayuda a prepararnos para recibir al Señor en la Navidad, nos orienta a acrecentar la esperanza en la segunda venida de Cristo, y nos recuerda su presencia continua en la Eucaristía. “La Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: "Es preciso que él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30)”[2]. Se trata de una invitación a la conversión y la esperanza.


La preparación que nos propone la Iglesia durante el Adviento se concreta en un itinerario de conversión personal. La Liturgia nos hace presente este camino a través de la figura de Juan Bautista. De la mano del Precursor comenzamos un camino de desapego del pecado y la mundanidad, “esta conversión implica el dolor de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de excluirlos para siempre de la propia vida” (Papa Francisco, Ángelus 6-XII-2020). Solo así estaremos en condiciones de dirigirnos a la búsqueda de Dios y de su reino, a la amistad y comunión con Dios, que es el verdadero fin de la conversión de cada uno.


A su vez, se trata de un momento de espera confiada en el Mesías. Esta esperanza se funda en que “el Señor siempre viene, siempre está junto a nosotros. A veces no se deja ver, pero siempre viene. Ha venido en un preciso momento histórico y se ha hecho hombre para tomar sobre sí nuestros pecados —la festividad de Navidad conmemora esta primera venida de Jesús en el momento histórico—; vendrá al final de los tiempos como juez universal” (Papa Francisco, Ángelus 29-XI-2020).


Durante estos días, la Iglesia nos recuerda que Dios está presente en la historia humana y sigue actuando para conducirla hacia su plenitud en Jesucristo. Y así se lo pedimos y nos lo recuerda la liturgia, “Te pedimos, Señor, que nos aprovechen los misterios en que hemos participado, mediante los cuales, mientras caminamos en medio de las cosas pasajeras, nos inclinas ya desde ahora a anhelar las realidades celestiales y a poner nuestro corazón en las que han de durar para siempre”[3].


Textos de san Josemaría para meditar


Enamórate de la Santísima Humanidad de Jesucristo.


—¿No te da alegría que haya querido ser como nosotros? ¡Agradece a Jesús este colmo de bondad! (Forja, 547).


La virtud de la esperanza —seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios— nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en El sólo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal —no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros— se trocará en una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo, y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?


Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía (Amigos de Dios, n. 218).


Jesús Señor Nuestro amó tanto a los hombres, que se encarnó, tomó nuestra naturaleza y vivió en contacto diario con pobres y ricos, con justos y pecadores, con jóvenes y viejos, con gentiles y judíos.


Dialogó constantemente con todos: con los que le querían bien, y con los que sólo buscaban el modo de retorcer sus palabras, para condenarle.


—Procura tú comportarte como el Señor (Forja, 558).


3. ¿Cuál es el papel de Santa María en el Adviento?

Durante el año, la Liturgia nos recuerda la intercesión de Santa María en favor de todos los fieles, y el tiempo de Adviento no es una excepción. La Virgen Santísima “brilla en nuestro camino como signo de consuelo y de firme esperanza”[4] para hacer del Adviento una verdadera preparación para recibir al Niño Jesús.


No es una coincidencia que la conmemoración de la Inmaculada Concepción, que se celebra el 8 de diciembre, sea durante la segunda semana de Adviento. Esta fiesta nos recuerda que la Santísima Virgen es imagen de lo que estamos llamados a ser: “santos e inmaculados” (Ef 1, 4). Al ser concebida sin pecado original, María refleja la belleza de una vida en gracia, de unión con Dios, libre de pecado. Esa belleza es un atractivo que nos mueve a llevar una vida limpia, desprendida del pecado y abierta a la gracia. Como expresó el Papa Francisco, “lo que para María fue al inicio, para nosotros será al final” (Papa Francisco, Ángelus 8-XII-2020). De este modo la Virgen asiste a sus hijos en la Iglesia a recorrer su camino de conversión al que invita el Adviento.


Por otra parte, Nuestra Señora es también ejemplo de esperanza: una perseverante confianza en Dios que se vuelca en el servicio a los demás. Ante el anuncio del Ángel, María responde “fiat!”, “hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), aceptando confiadamente la voluntad de Dios: ser la madre del Mesías en favor de la redención de todos los hombres. Acto seguido emprende camino para ayudar a su pariente Isabel con los percances de un embarazo sexto mesino (cf. Lc 1, 39). Después, faltando poco tiempo para dar a luz al Niño, tiene que trasladarse de Nazaret a Belén, y se puede deducir que había preparado lo necesario para tener todo listo cuando llegara el momento (cf. Lc 2, 1-7).


Éstas son solo algunas escenas que delinean la esperanza de Santa María y que el Adviento nos invita a imitar: una esperanza servicial. “Entonces, estamos en ese «sagrado intercambio» entre Dios y el hombre, entre hombre y hombre, en el que todo pertenece a todos en la «comunión de los santos». Este Evangelio nos llama a acceder a la puerta del fiat: ésa es su invitación, ésa es la mano de la gracia que el Señor nos tiende en esta hora de Adviento”[5]. Por lo tanto, la devoción a la Santísima Virgen nos ayuda a mantener una esperanza activa, a decir con ella “fiat!”.


Textos de san Josemaría para meditar


Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamientos, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús. (Es Cristo que pasa, 143)


De una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo.


La fe católica ha sabido reconocer en María un signo privilegiado del amor de Dios: Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre.


De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón. La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. (Es Cristo que pasa, 142)


4. ¿Cómo se refleja el Tiempo de Adviento en la Santa Misa?

Este tiempo de preparación para la venida del Mesías cobra vida en la Liturgia de la Santa Misa, ya que “la liturgia nos lleva a celebrar el nacimiento de Jesús, mientras nos recuerda que Él viene todos los días en nuestras vidas, y que regresará gloriosamente al final de los tiempos” (Papa Francisco Ángelus, 1-XII-2019). Las lecturas del Adviento están orientadas a presenciar los momentos de la historia de la salvación en los cuales el Señor reanima la esperanza de los que creen en su venida y les invita a la vigilancia y a la penitencia. Así, la Liturgia subraya estas ideas a través de los distintos textos de los profetas, de los apóstoles, y de la misma enseñanza de Jesús en los Evangelios. “La meditación atenta de los textos de la liturgia del Adviento nos ayuda a prepararnos, para que su presencia no nos pase desapercibida” (Tiempo de Adviento: Preparar la venida del Señor).


Considerando los pasajes del Evangelio seleccionados para este tiempo[6], en el primer domingo se reflexiona sobre la venida del Señor al final de los tiempos, la segunda venida del Mesías. En la lectura del Evangelio se encuentra el pasaje donde Jesús invita a la vigilancia, a estar despiertos en todo momento, porque no se sabe cuándo vendrá el Señor[7]. El segundo y tercer domingo presentan a Juan Bautista, quien anuncia la llegada del Mesías y la necesidad de la conversión[8] para recibirlo. Así, la Iglesia invita a los fieles a pedir perdón por los pecados y a vivir la esperanza de saberse acompañados por Jesucristo.


Por otra parte, el cuarto domingo se enfoca en una preparación más directa a la primera venida del Señor. Para esto, la Liturgia propone las lecturas del Evangelio sobre los acontecimientos más cercanos a la Navidad. Entre ellos se encuentran el anuncio alegre del nacimiento de Jesús del Ángel a Santa María y a San José[9]. De este modo, la Iglesia impulsa a sus fieles a la alegría del encuentro con el Niño Jesús. “Este encuentro entre Dios y sus hijos, gracias a Jesús, es el que da vida precisamente a nuestra religión y constituye su singular belleza” (Papa Francisco, «El hermoso signo del pesebre»).


Textos de san Josemaría para meditar


Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! —«Ecce veniet!» —¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia (Forja, 548).


Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra, se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem; nos rodea,nos antecede, se multiplica para ayudarnos, y continuamente ha sido confirmada. Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia: una misericordia suave, hermosa como nube de lluvia.


Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso (Es Cristo que pasa, 7).


5. ¿Cómo nace este tiempo litúrgico? ¿Cuál es su origen?

La Iglesia empezó a partir del siglo IV a vivir el Adviento como un tiempo distinto al resto del año litúrgico. Se inició en Hispania y las Galias como preparación ascética y penitencial para las fiestas de Navidad.


Desde el concilio de Zaragoza del año 380 se estableció que los fieles debían asistir diariamente a las celebraciones eclesiales desde el 17 de diciembre hasta el 6 de enero. La tónica común de este tiempo era la ascesis, la oración y las reuniones frecuentes. Estas prácticas fueron variando según las distintas iglesias de las Galias, Milán, Hispania e Inglaterra hasta que en el siglo VI se introdujo en la liturgia romana un periodo de Adviento que duraba seis semanas, que luego el Papa san Gregorio Magno redujo a cuatro semanas.


El Adviento romano fue adquiriendo mayor significado con el tiempo de modo que, además de preparación para el nacimiento del Señor, es también tiempo de esperanza gozosa de su retorno al final de los tiempos[10].


Textos de san Josemaría para meditar


Hemos de echar fuera todas las preocupaciones que nos aparten de El; y así Cristo en tu inteligencia, Cristo en tus labios, Cristo en tu corazón, Cristo en tus obras. Toda la vida —el corazón y las obras, la inteligencia y las palabras— llena de Dios.


Abrid los ojos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca hemos leído en el Evangelio. El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza. Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria (Es Cristo que pasa, 11).


6. Diferentes costumbres durante el Adviento

La piedad popular se ha manifestado de diversos modos en cada cultura. Con el inicio del Adviento los fieles ponen en práctica diversas costumbres que los ayudan a prepararse para meditar los misterios de este tiempo litúrgico.


Una costumbre que está muy difundida es la corona de Adviento. Se trata de unas ramas de pino en forma de corona con cuatro velas, tres moradas y una rosada, que se encienden cada domingo de Adviento. Las moradas representan el espíritu de penitencia, conversión y vigilancia que se promueve en este tiempo litúrgico como preparación para la venida de Cristo. Por otra parte, se reserva la rosada para el tercer domingo de Adviento y representa la alegría ante la cercanía del nacimiento del Señor. En las iglesias se enciende la corona durante la celebración de la Santa Misa. En los hogares se encienden en torno a un momento en familia con oraciones o cantos referentes al Adviento.


Otro modo de preparar el nacimiento del Señor es poner un belén. Las familias cristianas conservan la tradición de representar en sus hogares del misterio de la Natividad de Jesús a través de figuras. “El belén, en efecto, es como un Evangelio vivo, que surge de las páginas de la Sagrada Escritura. La contemplación de la escena de la Navidad, nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre” (Papa Francisco, «El hermoso signo del pesebre»). Ante estas escenas las familias se reúnen a rezar y cantar villancicos y se convierte en el escenario para otros actos de piedad.


Otras tradiciones preparan los últimos días del Adviento con diversas novenas, como las Posadas en México, las Misas de aguinaldo en Puerto Rico y Filipinas, la Novena al Divino Niño en Ecuador y Colombia, y tantas otras prácticas en distintas culturas. Lo que no falta en el pensamiento de los fieles es el deseo de recibir al Niño Jesús con las mejores disposiciones posibles.


Textos de san Josemaría para meditar


¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso. Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno. Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si —por nuestra culpa y nuestra debilidad— caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón. (Es Cristo que pasa, 7)


Y en Belén nace nuestro Dios: ¡Jesucristo! —No hay lugar en la posada: en un establo. —Y su Madre le envuelve en pañales y le recuesta en el pesebre. (Luc., II, 7.)


Frío. —Pobreza. —Soy un esclavito de José. —¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!...


Y le beso —bésale tú—, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño... y qué corta la decena! (Santo Rosario, n. 3).


En definitiva, el Adviento es un tiempo de preparación e impulso para el encuentro con Cristo. “Nuestro caminar hacia Belén tiene que ser un buscar a Jesús en todas las dimensiones de nuestra vida ordinaria. Pero para eso hay que “enderezar sus sendas”. ¿Qué significa “enderezar sus sendas”? Significa, para nosotros, quitar obstáculos a la venida del Señor a nosotros, a nuestras almas, a nuestra vida” (Mons. Ocáriz 07/12/2020).

27 de noviembre de 2021

EN EL COMIENZO DEL ADVIENTO

 



Evangelio (Lc 21, 34-36)

Vigilaos a vosotros mismos, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y aquel día no sobrevenga de improviso sobre vosotros, porque caerá como un lazo sobre todos aquellos que habitan en la faz de toda la tierra. Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre.

Comentario

El evangelio de hoy nos ofrece dos medios para estar vigilantes y preparados para cuando el Señor nos llame a su presencia: el examen de conciencia y la oración.

El primero es el examen de conciencia, ofrecido también por la Iglesia desde sus inicios, que se presenta como un modo conveniente para vivir eficazmente nuestra vocación cristiana y también como un medio necesario para acercarnos al sacramento de la misericordia de Dios, a la confesión sacramental.


Examinar la conciencia supone abrir el alma a la luz de Dios, invocando al Espíritu Santo, para ver todo lo que nos separa de Dios, lo que dificulta nuestra unión con Él, para pedirle perdón y poner, con su ayuda, los medios oportunos para evitarlo.

El Señor nos previene contra los ofuscamientos del corazón, fruto de una vida entregada a las demandas de los sentidos; vidas que buscan como fin el placer, o cegueras del alma que son consecuencia de andar preocupados exclusivamente por las cosas temporales.

Esas situaciones conducen a una insensibilidad ante las gracias y misericordias de Dios, que llama a la conversión. La respuesta al Señor se pospone para un mañana o un futuro que nunca llegan o bien se esquivan, para seguir ofuscados en aquello que complace o ante la urgencia de resolver con nuestras solas fuerzas los problemas que se presentan.

El segundo medio es la oración. Un diálogo personal con Dios que nos mantenga en su presencia y nos disponga para secundar dócilmente los dones del Espíritu Santo y alcanzar sus frutos, particularmente la caridad, porque el juicio con el que se abre la eternidad, versará sobre cómo hemos cultivado el talento de amar.


PARA TU ORACION PERSONAL 

MAÑANA domingo empieza el adviento

“Preparad los caminos del Señor, enderezad sus sendas” (Mc 1,3). La liturgia del Adviento nos propone estas palabras de Isaías –proféticas– respecto a Juan Bautista, como vemos también en el evangelio. El Adviento es una espera y una preparación, no una espera pasiva, sino una preparación para la llegada del Señor.

Celebraremos en la Navidad, precisamente, la Encarnación, el Nacimiento del Hijo de Dios hecho un niño, para nosotros. Ya nos tenemos que ir preparando para contemplar este misterio extraordinario que es una manifestación –sobre todo– del amor de Dios por nosotros, de la entrega del Señor por nosotros. Quien es omnipotente, quien es el Creador, el Infinito, se quiere hacer un niño pequeño para nosotros y por nosotros.

Tenemos que ir preparándonos, precisamente, para recibir -con la novedad que la Navidad nos propone de nuevo cada año- este don de Dios con un enorme agradecimiento. También sabemos bien que la liturgia del Adviento hace referencia a esa segunda venida del Señor al final de los tiempos que, de alguna manera, se adelanta para cada persona con su propia muerte, con el final del paso por la tierra. Algo que no nos tiene que dar miedo, sino que nos tiene que hacer sentir también nuestra propia vida como una preparación, como un adviento: que va a venir el Señor a recogernos. Toda nuestra existencia es, de algún modo, un tiempo de espera hasta ese día en el que Jesús vendrá para llevarnos junto a sí.

Un tiempo de espera activa. Nuestro caminar hacia Belén tiene que ser un buscar a Jesús en todas las dimensiones de nuestra vida ordinaria. Pero para eso hay que “enderezar sus sendas”. ¿Qué significa “enderezar sus sendas”? Significa, para nosotros, quitar obstáculos a la venida del Señor a nosotros, a nuestras almas, a nuestra vida.

¿Y qué obstáculos encontramos? Muchos. Cada uno podemos ver: ¿qué hay en mi vida que sea, de alguna manera, un obstáculo para que el Señor venga más? Por decirlo de otro modo, ¿qué obstaculiza el abrir mi alma, mi día, mi vida corriente para que entre más el Señor plenamente con su fuerza, con su gracia, con su bien, con su alegría? Dicho de otro modo, todo se puede resumir en un obstáculo grande que es nuestro propio yo, la propia soberbia con la que tendremos que luchar siempre, sin desalentarnos, cuando la veamos surgir.

Es, en el fondo, la conversión. Una conversión que es, sí, fruto de nuestro esfuerzo, pero sobre todo, de la gracia de Dios. Una gracia de Dios que nos tiene que dar luz para ver en qué tenemos que mejorar, en qué tenemos que abrir más el camino a la venida del Señor a nuestra vida. Y, a la vez, la fuerza que el Señor nos da con su gracia, para que podamos realizarlo, para que podamos corresponder.

Por eso, ver nuestras limitaciones, nuestros límites, no nos tiene que desalentar. Nos tiene que dar, de alguna manera, alegría, no porque sean límites, sino porque son una luz que nos permite mejorar, que nos permite abrirnos más al don de Dios. Y, sobre todo, ver esta gracia de Dios, esta luz de Dios como fruto, como consecuencia, de algo tan grande como es el amor omnipotente de Dios por cada uno de nosotros, que se nos manifiesta ahora en esa venida –que esperamos, a la que nos preparamos activamente– de Dios hecho un niño por nosotros y para nosotros.

Meditar en la venida del Señor a nosotros nos lleva también lógicamente a pensar en la Eucaristía, porque es donde encontramos toda la fuerza –cada día, si queremos cada día– para abrir el alma a esa venida que es ya una realidad plena en la comunión, que como dice un Padre la Iglesia –concretamente san León Magno, en un texto que también la liturgia recoge alguna vez– “la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos”[1]. Nos va identificando con Jesucristo, porque este “abrir los caminos”, este “enderezad las sendas”, este “prepararnos para la venida del Señor”, es prepararnos para identificarnos con Él. Y eso lo hacemos fundamentalmente en la Eucaristía –¡lo hace Él en la Eucaristía! –para que esa identificación sea real, para que nuestro pensamiento esté de acuerdo con el pensamiento del Señor, para que nuestras reacciones ante las personas o ante las circunstancias, sean las reacciones que tiene el Señor.

Que nos identifiquemos con Jesucristo,

identifiquemos con Jesucristo, también durante el Adviento, pensando en la sencillez del Niño, en la disponibilidad del Niño, en el dejarse manejar del Niño ¿por quién? Pues nada menos que por la Virgen santísima.

Y así entramos, en otro aspecto que yo querría que fuese objeto de nuestra oración, para pedirle a la Virgen –se lo pedimos ahora– que también, con ocasión de la gran solemnidad de la Inmaculada Concepción, ella nos acompañe. En realidad, que nosotros la acompañemos en el camino hacia Belén para encontrar más intensamente a Jesucristo –una vez más considerado, contemplado– como expresión de su amor infinito hecho un niño por nosotros.

Ella, María, concebida sin mancha alguna, llena de gracia. Este “llena de gracia” se lo dice como nombre el Arcángel en la Anunciación: “Dios te salve, llena de gracia” (Lc 1,26). Después le dirá también “María” cuando le diga “no tengas miedo, María” (Lc 1,30), pero el saludo es como si fuera su nombre propio: “Llena de gracia”. ¿“Llena de gracia” qué es? Su significado original es: completamente transformada por la gracia. Así la contemplamos, sabiendo además que es Madre nuestra, Madre de Dios desde el momento de la Encarnación y Madre nuestra.

[Esta escena] le hacía exclamar a san Josemaría –con una admiración que queremos hacer nuestra–: “Más que tú solo Dios”. Mirando a la Virgen, diremos: “Más que tú solo Dios”. Ella recibe una vocación sorprendente. Pregunta para saber bien de qué se trata. Y cuando el Ángel se lo explica, está la respuesta de plena dedicación: Fiat! “Hágase”. “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38).

El primer Adviento es ya la espera del nacimiento del Señor desde que está en su seno virginal. En esta contestación de la Virgen vemos –como decía el Papa Francisco en una homilía– que la plenitud de gracia transforma el corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande, el Fiat! de la Virgen, que cambiará la historia de la humanidad (Francisco, 8-XII-2015). Esa palabra: “hágase”.

También nosotros tenemos que responder así al Señor: “Hágase”. Porque todos tenemos una vocación muy precisa. San Pablo, en un texto –que seguramente habremos, muchos o todos, meditado, alguna vez o con frecuencia– de la epístola a los Efesios, dice que el Señor Dios “nos eligió antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha en su presencia por el amor” (Ef 1,4).

Es interesante ese texto en latín, porque cuando dice “sin mancha”, aunque significa lo mismo, dice: “inmaculados”. Nosotros “inmaculados”, realmente, no somos inmaculados, sino que nos llama a que lleguemos a ser inmaculados. ¿Y cómo? Por el amor, dice. Por el amor... Por eso, esa llamada universal a la santidad que san Josemaría predicó desde siempre –y que el Concilio Vaticano II recogió con solemnidad– no es una santidad de no tener defectos, de ser super perfectos o para estar en un museo... Es más bien la santidad que consiste en el amor, en la plenitud del amor. Porque podremos con la gracia de Dios amar a Dios cada vez más, a pesar de nuestras limitaciones, aunque sigamos teniendo defectos y limitaciones: amar a Dios y amar a los demás.

Benedicto XVI, en la encíclica “Deus Caritas est”, se preguntaba: ¿es posible amar a Dios a quien no vemos? Ciertamente, podría haber hecho una exposición filosófica y teológica para responder a esta pregunta, pero se limitó a la respuesta sintética fundamental. ¿Es posible amar a Dios a quien no vemos? En realidad, “Dios se ha hecho visible en Jesucristo”. Ahí tenemos que volcarnos: en contemplar al Señor, a Jesucristo, en el Evangelio, en nuestra misma oración personal. Porque también así podremos tener la fuerza de querer más a los demás, también de imitar a la Virgen santísima.

Es impresionante cómo, inmediatamente después de la Anunciación, inmediatamente después de haberse hecho –con ese fíat!– Madre de Dios, lo primero que, podremos decir así, se le ocurre a la Virgen es pensar en su prima. Porque el ángel le había dicho que su prima estaba esperando un niño, pero no le había dicho que fuese a verla. Aquello era un signo de la omnipotencia de Dios, porque era una prima ya anciana. Y la Virgen enseguida se da cuenta de que su prima necesitaría ayuda y se pone en camino. Y se pone en camino no para dar un saludo, para estar unas horas o unos días. ¡Está meses, meses…!

Vamos a pedirle a la Virgen que ella nos obtenga del Señor una gracia que nos mueva, primero, a descubrir las necesidades de los demás y, después, a tener la decisión, el deseo y la eficacia para servir, para ayudar, para sentir las necesidades de los demás como nuestras.

Y vemos a la Virgen Inmaculada, fruto de esa plenitud de gracia, cómo también sabe descubrir las necesidades en Caná. Están invitados el Señor, sus discípulos y la Virgen a aquellas bodas. La Virgen es la única que se da cuenta de que está faltando el vino. Podemos decir: es una cosa tan material… pero era importante para los novios, para que no quedasen mal. La Virgen descubre hasta esas pequeñas cosas y es por amor, por su plenitud de gracia.

Madre, nosotros no tenemos una plenitud de gracia, pero queremos con tu ayuda parecernos a ti para así parecernos más a Jesucristo. Prepararnos para recibir en este Adviento el regalo de la nueva Navidad, haciendo que nuestra vida sea un regalo para los demás, y especialmente para los que más lo necesiten. Hay tantas personas que viven solas, tantos enfermos, gente aislada, tantas personas que por la pandemia están sufriendo serias dificultades económicas, en sus familias.

Acudimos, para terminar, a la mediación materna de María, para que ella nos guíe con José también en nuestro camino hacia ese Belén constante de nuestro encuentro personal con Jesucristo

26 de noviembre de 2021

El Evangelio es siempre nuevo.

 



Evangelio (Lc 21, 29-33)


Y les dijo una parábola:


- Observad la higuera y todos los árboles: cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis por ellos que ya está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que sucedan estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.


Comentario


El Evangelio nos relata cómo el Señor tomaba pie de los campos de trigo que contemplaba, listos para la cosecha, para hablar a los suyos de esa otra recolección de amor que iba a darse con la Redención.



Podemos aprovechar la luz que Dios nos da al contemplar las circunstancias que nos rodean y la naturaleza, para escuchar lo que Dios quiere decirnos o para abrir un diálogo con Él al caminar por la calle, por el campo o junto al mar. Forma parte de la contemplación cristiana ver la mano de Dios en las cosas creadas y en las circunstancias de la vida.


La palabra de Dios es eterna y veraz. En su Sabiduría tiene todo delante de su mirada: el pasado, el presente y el futuro. Cristo es la verdad y nosotros estamos llamados a vivir en Él. Todo se cumplirá tal y como el Señor ha dicho.


Vivir en la verdad supone no solamente rechazar toda hipocresía, toda mentira o falsedad, sino también procurar llevar una vida conforme a la verdad, costara lo que costase, y contribuir a que la sociedad se construya sobre este fundamento.


El diablo es el padre de la mentira e intenta continuamente que recurramos a ella para halagar nuestra vanidad, para quedar bien o para esquivar las dificultades, pero podemos rechazar esas insinuaciones con la humildad y la gracia de Dios, porque una vida edificada sobre la mentira no se sostendría, sería semejante a una casa edificada sobre arena.


La verdad, como nos dice el Señor en el Evangelio, nos libera (cfr. Jn 8,32) porque mediante ella se rompen las cadenas del pecado y alcanzamos el verdadero bien: la unión con Dios.


PARA TU ORACION PERSONAL


EN ESTE VIERNES, último del tiempo ordinario, dice Jesús en el Evangelio: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33). Aunque en aquel momento hablaba concretamente de la profecía sobre la ruina de Jerusalén, la palabra de Dios incide cada vez que la escuchamos en la oración, en la liturgia, en la lectura de la Sagrada Escritura… Si no ofrecemos resistencia, nos transforman poco a poco por dentro, no pasan sin cambiar las cosas. «El Señor dijo “hágase la luz”, y se hizo» (Gén 1,3), dicen los primeros versículos del Génesis.


San Josemaría, al repasar con atención la vida de Cristo, afirmaba que «para todos tiene una palabra, para todos abre sus labios dulcísimos; y les enseña, les adoctrina, les lleva nuevas de alegría y de esperanza, con ese hecho maravilloso, único, de un Dios que convive con los hombres. Unas veces les habla desde la barca, mientras están sentados en la orilla; otras, en el monte, para que toda la muchedumbre oiga bien; otras veces, entre el ruido de un banquete, en la quietud del hogar, caminando entre los sembrados, sentados bajo los olivos. Se dirige a cada uno, según lo que cada uno puede entender: y pone ejemplos de redes y de peces, para la gente marinera; de semillas y de viñas, para los que trabajan la tierra; al ama de casa, le hablará de la dracma perdida; a la samaritana, tomando ocasión del agua que la mujer va a buscar al pozo de Jacob»1.


Las palabras del Señor no pasarán porque siempre encuentran un camino concreto para llegar hasta lo más profundo de cada uno de nosotros. «Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada hay más verdadero que esta palabra de verdad», repetimos en el himno Adoro Te devote, porque Cristo mismo es la verdad.


DIOS HA QUERIDO quedarse cerca de nosotros de muchas maneras, y una de ellas es en la Sagrada Escritura. «La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque –dice el Deuteronomio– no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cfr. Dt 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida (...). La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja “en paz”. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. “Conviértanse”, dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa solo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano»2.


La lectura de la Sagrada Escritura es, a la vez, cercanía con Dios y cercanía con los demás; es una lectura que nos transforma y nos acerca a quienes nos rodean. «Al abrir el santo Evangelio –aconsejaba san Josemaría–, piensa que lo que allí se narra, obras y dichos de Cristo, no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” ¡La voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos»3.


«AFIRMABA SAN IRENEO: “Cristo, en su venida, ha traído consigo toda novedad”. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad (...), la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»4.


En la Sagrada Escritura habla el Espíritu Santo, el mismo Consolador que Jesús prometió que nos enviaría hasta el final de los tiempos (cfr. Jn 15,26). Por eso, allí se nos revelan las mismas verdades que Dios suscita en nuestro interior. «La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que solo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano»5.


La lectura del Evangelio nos impulsa por caminos nuevos y nos adentra, junto a Jesús, en el conocimiento sobre quién somos verdaderamente: hijos de un mismo Padre. En este camino nos acompaña María. Aunque, como dice san Juan Pablo II, «hubiéramos deseado indicaciones más abundantes que nos permitieran conocer mejor a la Madre de Jesús», tenemos varios relatos de la infancia de Cristo y pasajes que nos indican cuál era el lugar de María en la comunidad cristiana. Dejémonos acompañar por ella en nuestra lectura de la Sagrada Escritura6.