"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de junio de 2024

FE DE VERDAD




 Evangelio (Mc 5,1-43)


Y tras cruzar de nuevo Jesús en la barca hasta la orilla opuesta, se congregó una gran muchedumbre a su alrededor mientras él estaba junto al mar.


Viene uno de los jefes de la sinagoga, que se llamaba Jairo. Al verlo, se postra a sus pies y le suplica con insistencia diciendo:


— Mi hija está en las últimas. Ven, pon las manos sobre ella para que se salve y viva.


Se fue con él, y le seguía la muchedumbre, que le apretujaba.


Y una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y le tocó el manto –porque decía: “Con que toque sus ropas, me curaré”–.


Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía:


– ¿Quién me ha tocado la ropa?


Y le decían sus discípulos:


– Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: “¿Quién me ha tocado?”.


Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad. Él entonces le dijo:


– Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia.


Todavía estaba él hablando, cuando llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo:


— Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?


36 Jesús, al oír lo que hablaban, le dice al jefe de la sinagoga:


— No temas, tan sólo ten fe.


Y no permitió que nadie le siguiera, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.


Llegan a la casa del jefe de la sinagoga, y ve el alboroto y a los que lloraban y a las plañideras. Y al entrar, les dice:


– ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme.


Y se burlaban de él. Pero él, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice:


– Talitha qum, que significa: “Niña, a ti te digo, levántate”.


Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro. Les insistió mucho en que nadie lo supiera, y dijo que le dieran a ella de comer



PARA TU RATO DE ORACION


EN ALGUNAS ocasiones el Evangelio muestra ciertos detalles de la vida de las personas que fueron curadas por Jesús. Es decir, no se limita a contar simplemente el milagro, sino que relata su situación previa para que el lector pueda hacerse cargo de su problema. Uno de esos pasajes es el de la hemorroísa (cfr. Mc 5,25-34). San Marcos explica que se trataba de «una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años» (Mc 5,25). Este dato nos permite intuir su sufrimiento. Además del dolor físico que supondría, la dignidad de esta mujer se encontraba profundamente lastimada. La sociedad le consideraba impura, por lo que no podía vivir como una más. Era una descartada. Probablemente se vería obligada a asentarse en las afueras de las ciudades y a frecuentar lugares donde no la conocieran para disimular su estado. Se encontraría, por tanto, alejada de sus seres queridos.


San Marcos ofrece otro detalle: «Había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor» (Mc 5,26). El drama de esta mujer se acentúa por la desesperanza. Se había ilusionado con remedios humanos que le prometían mejoras inmediatas, pero su situación estaba empeorando. Ya no solo carecía de salud, sino que había perdido los últimos recursos materiales que le quedaban. Por eso, es fácil suponer que, después de tantos años buscando alternativas, aquella mujer se encontraba a punto de rendirse. Quizá pensaría que había llegado el momento de resignarse a una existencia amarga y solitaria.


La historia de esta persona representa la de muchas otras hoy en día que también experimentan el dolor y la soledad y que no encuentran ninguna solución satisfactoria a sus problemas. La hemorroísa, sin embargo, supo recuperar la ilusión por curarse «cuando oyó hablar de Jesús» (Mc 5,27). Esta vez su esperanza no se fundaba en otra terapia más. Su salvación no dependería solamente de la acción humana, sino de su fe en la fuerza del Mesías. La actitud de esta mujer nos puede ayudar a poner nuestra confianza en Cristo cuando nuestra fragilidad nos haga ver la realidad con pesimismo. «En momentos de agotamiento, de hastío, acude confiadamente al Señor, diciéndole, como aquel amigo nuestro: “Jesús: Tú verás lo que haces…: antes de comenzar la lucha, ya estoy cansado”. –Él te dará su fuerza»[1].


AL ENTERARSE de que Jesús estaba cerca, la hemorroísa hizo un razonamiento rápido: «Con que toque su ropa, me curaré» (Mc 5,28). Aunque aparentemente se trataba de un gesto sencillo, en realidad tenía su complicación. La gente que rodeaba al Señor era muy numerosa. Llegar hasta él implicaba entrar en medio de la muchedumbre y, por tanto, desde el punto de vista legal les transmitiría su impureza. Si alguno de los presentes la conocía y la descubría, probablemente sería castigada. Pero aquella mujer sabía que solo Jesús podía salvarla. Por eso, se acercó a él discretamente, desde atrás, y, en cuanto tocó el manto, «se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad» (Mc 5,29).


Dios, al hacerse hombre, ha entrado en contacto con nuestra realidad. Y el amor que él nos tiene no es algo abstracto, sino que se manifiesta de forma concreta. La hemorroísa no se cura solo por una fe general en la fuerza divina, sino porque la demuestra con una obra precisa: tocar el manto de Cristo. «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[2]. Esto fue lo que le ocurrió a la mujer: tocar físicamente a Jesús acabó con la fuente de sus males y transformó por completo su existencia.


Jesús sale a nuestro encuentro de diferentes maneras. Podemos tocar al Señor en la oración, en las obras de misericordia, en el trabajo, en nuestras relaciones… En cada uno de esos momentos podemos sentir su cercanía y confiarle, como la hemorroísa, nuestra debilidad. Especialmente en los sacramentos entramos en contacto directo con él. A través de esos signos sensibles, accesibles a nuestra humanidad, Cristo actúa y nos comunica su gracia con palabras y acciones bien concretas. «¿Quiénes somos, para estar tan cerca de él? –se preguntaba san Josemaría– Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a él. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Y esto es verdad. No son imaginaciones»[3].


LA MUJER pensó que había pasado desapercibida. Se había curado sin que nadie lo notase. No obstante, Jesús supo que algo había ocurrido, pues notó «la fuerza salida de él». Y dirigiéndose a la muchedumbre, preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?». Los apóstoles entonces dieron una repuesta llena de sentido común: «Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: “¿Quién me ha tocado?”» (Mc 5,30-31). Efectivamente, eran muchas las personas que habían entrado en contacto con Jesús, pero solamente una fue curada. Cristo quiere conocer, de entre todos los presentes, a aquel que se ha acercado con fe; no con afán de curiosidad, sino con el deseo y la seguridad de recibir de Jesús una gracia que le salvaría.


«La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad» (Mc 5,33). En ese momento Jesús realiza el segundo milagro. «Él sabe qué ha ocurrido y busca el encuentro personal con ella, lo que deseaba en el fondo la misma mujer. Esto significa que Jesús no solo la acoge, sino que la considera digna de tal encuentro hasta el punto de donarle su palabra y su atención»[4]. Cristo quiere escuchar su propia historia para poder iluminar sus miedos y desilusiones. No se conforma con devolverle la salud, sino que quiera que ella sepa comunicar su experiencia y sus sentimientos, su dolor y su soledad. Y así, lo que antes fue motivo de sufrimiento y de vergüenza, se convierte ahora en la historia de su salvación, en el camino que le ha sacado del anonimato y ha propiciado el encuentro con él.


«Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia» (Mc 5,34). Con su milagro, Jesús no solo restituyó la condición física a la mujer, sino que le devolvió su dignidad. «La salvación asume múltiples connotaciones: ante todo devuelve la salud a la mujer; después la libera de las discriminaciones sociales y religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en el corazón anulando sus miedos y sus angustias; y por último, la restituye a la comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas»[5]. La Virgen María nos podrá ayudar a acercarnos a su hijo con la fe de la hemorroísa y con el deseo de entablar una relación auténtica con él.

29 de junio de 2024

SAN PEDRO Y SAN PABLO

 



Evangelio (Mt 16,13-19)


Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:


—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?


Ellos respondieron:


—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.


Él les dijo:


—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Respondió Simón Pedro:


—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.


Jesús le respondió:


—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.


Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.



PARA TU RATO DE ORACION 



«ESTOS son los que, mientras estuvieron en la tierra, con su sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios»1. Los apóstoles Pedro y Pablo son considerados como las primeras columnas del cristianismo. San Pedro es la roca sobre la que Jesús edificó su Iglesia, y san Pablo, con sus viajes y sus escritos, es el apóstol de la Iglesia universal. Los dos confirmaron la unidad y la universalidad del nuevo pueblo de Dios con el testimonio del martirio.


La vida de ambos no estuvo marcada principalmente por sus cualidades, sino por el encuentro personal que tuvieron con Jesús: fue él quien los sanó y quien les convirtió en apóstoles para los demás. Pedro fue liberado de su miedo y de su inseguridad. A pesar de ser fuerte e impetuoso, experimentó el sabor amargo de la derrota cuando, después de toda una noche de trabajo, no había pescado nada. Ante las redes vacías, pudo tener la tentación del desaliento, de abandonarlo todo. Pero al confiar en las palabras de Jesús –«guía mar adentro, y echad vuestras redes» (Lc 5,4)–, se dio cuenta de que más bien debía abrazarlo todo: tenía la certeza de que, estando en la misma barca con Cristo, no había nada que temer.


Pablo, en cambio, fue liberado «del celo religioso que lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido»2 y que no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado. Su observancia férrea de la ley sin esa apertura a Cristo le había cerrado al amor divino. Pero tras su caída camino de Damasco se lanzó a una predicación propia de quien «ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios»3. Su vida, que quizá giraba solamente en torno a unos preceptos que cumplir, se fundamenta después en aquel encuentro personal con Cristo. «Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura (...); de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no puede darse a sí mismo»4.


JESÚS, reuniendo a sus discípulos, les lanzó una pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Comenzaron entonces a salir algunos de los nombres que se oían por la ciudad: Juan el Bautista, Elías, Jeremías, alguno de los profetas… Pero Jesús quiso después que cada uno ensayase una respuesta más personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Esta vez nadie se atrevía a decir nada. Solo lo hizo Simón Pedro, quien tomando la palabra respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).


Ante estas palabras, Jesús le dice a Pedro que será la piedra sobre la que edificará su Iglesia. Pero también añade que su fortaleza no dependerá de sus cualidades –«esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16,17)–, sino del poder de Dios Padre que está en el cielo. De hecho, poco después de contemplar a Pedro como roca, lo vemos reprendido por el Señor tras el anuncio de su Pasión: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,23). Esta tensión entre el don que proviene de Dios y la capacidad humana es lo que marca la vida de san Pedro, de la Iglesia, y de cada uno de nosotros. Por un lado, la luz y la fuerza que viene de lo alto; por otro, la debilidad humana, que solo la acción divina puede transformar cuando encuentra un corazón humilde.


«La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la cruz de Jesucristo»5. Pedro no cambió de un día para otro. En su vida continuaría experimentando los dones de Dios y sus propias debilidades. Así fue la roca de la Iglesia: palpó continuamente sus defectos, pero se supo anclar en el amor de Cristo.


SAN PABLO es considerado el apóstol de los gentiles; es decir, de todos aquellos que no pertenecían al pueblo judío. Visto con perspectiva, tiene incluso su punto de paradoja. Él, que tanto se afanó en perseguir a los cristianos porque no eran lo suficientemente observantes con el judaísmo como lo era él, después destacó precisamente por anunciar la salvación de Dios a las naciones de la tierra. «Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1 Co 9,22), escribió a los de Corintio. Los planes de Dios siempre son mucho más grandes de lo que podemos imaginar.


No hay ninguna barrera terrena que separe a un cristiano de sus hermanos. Todo lo que alejaba a san Pablo de los demás hombres desapareció al encontrarse con el Señor. «Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. (...) Se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos»6. Como decía san Josemaría: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»7. Esa dilatación del corazón fue la que sucedió a san Pablo al encontrarse personalmente con Cristo.


María, como Madre de la Iglesia, se ocupa de mantener unida a todos los hijos. «Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa»8. Como a Pedro, ella nos ayudará a no perder la esperanza ante nuestros defectos y vivir anclados en la roca que es Dios. Y, como a Pablo, ensanchará nuestro corazón para que descubramos la fraternidad que nos une a la humanidad entera.



28 de junio de 2024

MIRADA DE COMPASIÓN

 



Evangelio (Mt 8, 1- 4)


Al bajar del monte le seguía una gran multitud.


En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: -Señor, si quieres, puedes limpiarme.


Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: -Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.


Entonces le dijo Jesús: -Mira, no lo digas a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.


PARA TU RATO DE ORACION 


UNA gran multitud seguía a Jesús. Mientras bajaban el monte, se acercó un leproso a Jesús y, postrándose ante él, le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2). Podemos imaginar cómo sería la situación de aquel hombre. Su enfermedad no solo le ha castigado el cuerpo, sino que además le ha alejado de sus seres queridos y de la vida social: ha tenido que abandonar su casa y permanecer lejos del contacto de otras personas. Es consciente del riesgo que está tomando al aproximarse tanto a Jesús y a la muchedumbre que lo rodeaba: en cualquier momento podría empezar a ser apedreado. Pero su esperanza está puesta en aquel Maestro del que ha oído decir que realiza todo tipo de curaciones,

Ante una situación tan dramática, lo normal podría haber sido que aquel leproso se acercara a Jesús desesperado, exigiendo un milagro que justifique su arriesgado movimiento de presentarse ante él. Por eso sorprende la actitud con la que se dirige al Señor: «Si quieres, puedes limpiarme». Su súplica nos «muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Son suficiente pocas palabras, siempre que vayan acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad»[1]. El leproso no impone su petición, sino que se abandona en las manos de Dios: cualquiera que sea su voluntad la aceptará. Podemos pedir al Señor que nos ayude a elevar nuestras inquietudes con la misma disponibilidad de aquel hombre, sabiendo que Dios conoce mejor que nadie lo que necesitamos.


JESÚS no huye del contacto con aquel hombre. No se limita a atenderlo desde la distancia, sino que se acerca él y, tocándolo, le dice: «Quiero, queda limpio» (Mt 8,3). «En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones»[2]. Al entrar en contacto la mano de Jesús con el leproso se rompe toda barrera entre Dios y los hombres. «Se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto»[3], en la herida que ha permitido que el Señor entre en nosotros y nos cure.

Con frecuencia nos puede suceder como al leproso: nos sentimos manchados por nuestras faltas, incapaces de salir adelante solo con nuestras propias fuerzas. Es entonces el momento de acercarnos al Señor con la fe y sinceridad de aquel hombre. En el sacramento de la Reconciliación Jesús vuelve a tocar nuestra herida y regenera así la comunión que nos une a él. Los pecados que hayamos podido cometer quedan limpios cuando los confesamos humildemente. «Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual –escribía san Josemaría–: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica»[4].


EL LEPROSO quedó curado de su enfermedad en cuanto Jesús extendió su mano. A continuación, el Señor le pidió que hiciera una última cosa: «Preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio» (Mt 8,4). Todavía faltaba que las autoridades judías certificaran la curación para que aquel hombre se pudiera reincorporar a la vida social. De este modo, Jesús no solo le devolvía la salud física, sino también algo muy importante: la pertenencia a una comunidad. En todos aquellos años el leproso no solo había experimentado el dolor y las molestias de su enfermedad: probablemente habría sufrido más la soledad y el abandono por parte de los propios familiares y amigos. Y ahora el Señor pone fin a ese desgarro del alma.

En nuestro día a día también podemos encontrarnos con personas que, como el leproso, están excluidos o se sienten excluidos, con motivaciones a veces sutiles, pero que llegan a atrapar a la persona y sofocar su espacio vital. A veces esa exclusión es causada por la pobreza, la vejez, la falta de trabajo o la enfermedad. En unas y otras situaciones, es frecuente constatar que lo que buscan en primer lugar es una mirada de compasión; alguien que no solo ofrezca algo de ayuda material, sino sobre todo cariño, interés, tiempo. Buscan a alguien que, como Cristo, se acerque a tocar sus heridas y les recuerde que forman parte de una comunidad en la que compartir la vida, en donde encuentran a personas a quienes le importa que estén bien y se sientan amados. «Si yo fuera leproso –decía san Josemaría–, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos esa mirada de compasión que nos lleva a abrazar a los leprosos que se presenten en nuestra vida.


27 de junio de 2024

FE Y OBRAS


Evangelio  (Mt 7, 21-29)


«No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.


Aquel día muchos dirán: "Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?".


Entonces yo les declararé: "Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad".


El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.


El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».


Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas.


 PARA TU RATO DE ORACION 


EN UNA OCASIÓN, Cristo se dirigió así a la multitud: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). Es posible que Jesús percibiera en algunos de los oyentes unos deseos de conversión formulados en palabras que, sin embargo, no llegaban a traducirse en obras. Quizá había muchas resoluciones espontáneas de hacer el bien pero que carecían de profundidad y constancia. Tal vez eran personas que reconocían la autoridad del Maestro, pero no confiaban en que sus propuestas garantizaran una vida plena y feliz.


Por eso Jesús sintió la necesidad de compartir con los hombres un aspecto esencial del camino que él anunciaba. La vida cristiana no se agota en una formulación teórica, sino que es una realidad que transforma por completo e implica una toma de posición que se traduce en obras. «Tener fe no es tener un conocimiento: tener fe es recibir el mensaje de Dios que nos trajo Jesucristo, vivirlo y llevarlo adelante»[1]. La propuesta del Señor interpela a toda la persona, es una llamada que resuena en los resortes de la inteligencia, de la voluntad y del corazón.


Las acciones que hacemos revelan el grado de interés que suscita en nosotros un determinado objetivo. Del mismo modo que si uno quiere estar en buena forma física se propone un plan de ejercicio y de alimentación, seguir al Señor significa tomar elecciones concretas. Y esto implica tanto alejarse de todo aquello que nos pueda separar de Dios como fomentar las prácticas que refuercen nuestra relación con él: la oración, los sacramentos, la formación cristiana… Esta es la coherencia que refleja de modo auténtico nuestra fe. En palabras de san Josemaría, ojalá «brote de nuestros labios el afán sincero de corresponder, con deseo eficaz, a las invitaciones de nuestro Creador, procurando seguir sus designios con una fe inquebrantable, con el convencimiento de que él no puede fallar. Amada de este modo la Voluntad divina, entenderemos que el valor de la fe no está solo en la claridad con que se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en consecuencia»[2].


CUANDO la fe se traduce en preferencias concretas, la vida cristiana adquiere una mayor hondura. De este modo, el Espíritu Santo construye en nosotros una identidad duradera sobre la base firme de unas convicciones hechas vida, como una casa construida con sólidos cimientos. Precisamente el Señor, en el Evangelio, compara los destinos de dos viviendas: una asentada sobre arena y otra sobre piedra. La primera apenas puede resistir el aluvión; la segunda, en cambio, goza de una estructura que le permite aguantar la embestida de las aguas.


En la relación con Dios también experimentamos la fuerza de las contrariedades y la debilidad de nuestra naturaleza. A veces queremos hacer una cosa, pero acabamos realizando la contraria. Y esto nos puede provocar desánimo y cansancio. Admitir la existencia de estas dificultades no es pesimismo, sino sano realismo. «El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios»[3].


Puede darse que, en ocasiones, sintamos con especial intensidad la alegría de permanecer junto al Señor; en otras, sin embargo, notamos como si se hubiera alejado y, por tanto, aquello que antes nos llenaba ahora nos resulta indiferente o costoso. Quizá entonces el corazón nos presenta otros caminos que prometen la felicidad que tanto anhelamos. En esos momentos el Espíritu Santo no está ausente de nuestra vida. Podemos recurrir a él para que, precisamente en esa circunstancia, cimentemos la casa sobre roca, que es su presencia en nuestra alma. Muchas veces los sentimientos soplan en la misma dirección a la que se encamina el deseo de Dios, pero otras nos hallamos caminando hacia una meta que juzgamos buena sin la ayuda de ese viento favorable o, incluso, a «contrapelo»[4]. Si la propia vida está asentada en convicciones firmes, en ideales nobles que pueden expresarse en cualquier situación, la casa no se verá arrastrada por la fuerza del agua, siempre imprevisible e incontrolable; es más, se verá ese momento como oportunidad para reforzar los propios ideales y madurar el amor que hemos elegido, pues el Paráclito habita dentro de nosotros. De este modo, cuando pase la lluvia y vuelva el sol, veremos que valía la pena construir la casa sobre la sólida roca.


CUANDO arrecia una tormenta tenemos la necesidad de buscar refugio. Al advertir nuestra fragilidad y notar que los sentimientos no nos acompañan, la oración nos puede brindar un cobijo seguro. De todos modos, la oración no es algo a lo que acudir solamente en situaciones extraordinarias. Jesús transmitió a los apóstoles la importancia de rezar en todo momento y no desfallecer (cfr. Lc 18,1). A poco que lo pensemos, desde un punto de vista objetivo, no hay situaciones que exijan más o menos oración, porque la oración para nosotros es siempre y en todo momento una gozosa necesidad. Con ella nos damos cuenta de hasta qué punto el Espíritu Santo nos acompaña y guía nuestra vida amorosamente.


Sin embargo, es evidente que, desde el punto de vista de nuestra experiencia, hay situaciones que pueden alejarnos más de la oración cuando paradójicamente esta es más necesaria que nunca. Así lo dice Jesús a los apóstoles en Getsemaní: «Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). Cuando la tentación se manifiesta con más fuerza, cuando los sentimientos desaparecen, cuando nuestra fe parece debilitarse… la oración es más poderosa que nunca, a pesar de que nos parezca lo contrario. No rezar porque creemos estar lejos, o porque no sentimos nada, o porque nuestra fe flaquea, es un argumento solo aparentemente lógico: es precisamente en esas circunstancias donde mayor necesidad tenemos de refugiarnos en la oración y de recomenzar desde allí, para descubrir hacia dónde nos lleva el Espíritu Santo. «Cuando te parezca que el Señor te abandona –escribe san Josemaría–, no te entristezcas: ¡búscale con más empeño! Él, el Amor, no te deja solo. –Persuádete de que “te deja solo” por Amor, para que veas con claridad en tu vida lo que es suyo y lo que es tuyo»[5].


Cuando la tormenta empeora y los fundamentos de la casa parecen ceder, tenemos al alcance el grito del salmista: «Que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios, Salvador nuestro, por el honor de tu nombre» (Salmo 79,8-9). Si a veces nos faltan palabras en nuestra oración, podemos adentrarnos en los Salmos y hallar en ellos una falsilla para nuestra plegaria: «En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Él sabe que, incluso si todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está abierta. Si incluso todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena, en Dios hay salvación. “El Señor escucha”: a veces en la oración basta saber esto»[6]. En esos momentos también podemos acudir a la Virgen María. Ella se encargará de presentar nuestras súplicas a su Hijo y nos ayudará a vivir las tormentas con paz y serenidad.

26 de junio de 2024

SAN JOSEMARÍA

 


Evangelio (Lc 5, 1-11)


Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.


Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:


—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.


Simón le contestó:


—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.


Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:


—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.


Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:


—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.


Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.


PARA TU RATO DE ORACION 


CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»1. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.


«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»2. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»3.


Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»4.


«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»5.


San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»6. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»7.


«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra».8


EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»9.


En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»10. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»11.


«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»12.


San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios.

25 de junio de 2024

Cuando la historia acabe


 Evangelio (Mt 7,6.12-14)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse os despedacen.


Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas.


Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella.


¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!’


PARA TU RATO DE ORACION


EL PRIMER salmo del salterio comienza alabando al hombre que es consciente de su condición de criatura y que reconoce la grandeza de su Dios: dichoso el hombre «que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal 1,2). Este canto pone el acento en la actitud de quien comprende el sentido del «temor de Dios»: aquel don del Espíritu Santo que nada tiene que ver con el miedo, sino que nos lleva a reconocer la sabiduría y la grandeza del creador. El canto elogia a quien tiene anclado su corazón en lo que verdaderamente desea, a quien sus impulsos se dirigen siempre hacia aquello que ama, y no le interesa lo que pueda apartarle del Señor. Quisiéramos también esta actitud para nosotros: tener una disposición firme para vivir contemplando la grandeza de Dios y experimentando su amor por los hombres.


Observamos en la Escritura la buena actitud de Ezequías, rey de Judá, cuando recibe una carta amenazante del rey de Asiria. «Subió al templo del Señor y abrió la carta ante el Señor. Y elevó esta plegaria ante él: “Señor, Dios de Israel, entronizado sobre los querubines: Tú solo eres el Dios para todos los reinos de la tierra. Tú formaste los cielos y la tierra. ¡Inclina tu oído, Señor, y escucha! ¡Abre tus ojos, Señor y mira!”» (2 Re 19,14-16). Sorprende la confianza con que Ezequías se dirige a Dios. Probablemente estaba acostumbrado a alabar a Dios, a darle gracias, y eso le lleva a acudir así también en un momento de mayor necesidad. Y el relato continúa narrando cómo aquella misma noche el ángel del Señor golpeó en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres.


Dios nos espera siempre; espera que compartamos con él nuestras necesidades, sobre todo la manifestación de nuestro amor. Pero no porque lo necesite, sino porque aquella actitud hará crecer en nosotros el santo «temor de Dios» que reconoce su grandeza.


«DIOS HA FUNDADO su ciudad para siempre –dice el salmista–. Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra» (Sal 47,2-3). Estos versos nos hablan de una ciudad que los cristianos tratamos de establecer en la tierra, una ciudad construida sobre el amor de Dios a los hombres. San Agustín escribió al final de su vida un tratado en el que profundiza en este tema, y lo mismo hizo santo Tomás Moro. Ambos casos nos sirven para reconocer la importancia que ha tenido para los santos meditar sobre la naturaleza del reino de Dios en la tierra, y el modo en que debemos relacionarnos, para hacerlo realidad.


Dice, al respecto, san Josemaría: «Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres»1. El reinado de Cristo en la tierra se refiere, sobre todo, al modo en que él está presente en los corazones de los hombres. Si Cristo está en el centro de nuestra alma, nuestra acción entre nuestros hermanos será conforme al modo en que Dios contempla a los demás, y conforme al modo en que desea reinar en el mundo.


La vida cristiana es siempre de comunidad, no es un camino que se recorre individualmente. La Iglesia constituida por Cristo es su propio cuerpo místico, del que todos los cristianos formamos parte. Su actividad y, por tanto, su reinado, se extiende a todos los lugares en los que nos encontramos sus miembros. «A diferencia de la sociedad humana, donde se tiende a hacer los propios intereses, independientemente o incluso a expensas de los otros, la comunidad de creyentes ahuyenta el individualismo para fomentar el compartir y la solidaridad. No hay lugar para el egoísmo en el alma de un cristiano»2. Un signo de la presencia del reino de Dios será esta unidad solidaria entre todos los hijos.


EN EL EVANGELIO, Jesús tiene palabras para describir lo que puede suceder cuando la grandeza de Dios entra en contacto con quienes no están en la mejor disposición para recibirla: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mt 7,6). Esto no quiere decir que existan personas a quienes no esté destinado el reino de Dios; al contrario, todos pueden recibirlo, todos están llamados a entrar en aquella felicidad, pero debemos considerar el mejor modo de compartir esa invitación. Por eso, el Señor sigue diciendo: «Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12). Se trata de buscar el camino más adecuado para cada persona, encontrar la manera de ajustarnos a la situación del otro.


Con la intención de prepararnos mejor para esta dulce alegría de evangelizar, san Josemaría propone rezar por todos: «No penséis solo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean –parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor (...). Pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca»3.


«¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,14), sigue diciendo Jesús. Ciertamente, el camino será estrecho si queremos ir a la vida acompañados por tantas personas que nos rodean. «Magnanimidad: ánimo grande, alma grande en la que caben muchos –repetía san Josemaría–. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»4. Santa María quizás es la primera persona que comprendió el reino de Dios y aceptó vivir en él. Podemos pedirle a ella que nos haga magnánimos para llevarlo, de una en una, a muchas personas que tenemos cerca.

24 de junio de 2024

Natividad de San Juan Bautista

 



EVANGELIO Lc 1, 57-66. 80


Por aquellos días, le llegó a Isabel la hora de dar a luz y tuvo un hijo. Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había manifestado tan grande misericordia, se regocijaron con ella.


A los ocho días fueron a circuncidar al niño y le querían poner Zacarías, como su padre; pero la madre se opuso, diciéndoles: “No. Su nombre será Juan”. Ellos le decían: “Pero si ninguno de tus parientes se llama así”.


Entonces le preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamara el niño. Él pidió una tablilla y escribió: “Juan es su nombre”. Todos se quedaron extrañados. En ese momento a Zacarías se le soltó la lengua, recobró el habla y empezó a bendecir a Dios.


Un sentimiento de temor se apoderó de los vecinos y en toda la región montañosa de Judea se comentaba este suceso. Cuantos se enteraban de ello se preguntaban impresionados: “¿Qué va a ser de este niño?” Esto lo decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él.


El niño se iba desarrollando físicamente y su espíritu se iba fortaleciendo, y vivió en el desierto hasta el día en que se dio a conocer al pueblo de Israel.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA IGLESIA suele conmemorar a los santos el día de su marcha al cielo, que en los primeros tiempos del cristianismo coincidía muchas veces con su martirio. Sin embargo, el caso de san Juan Bautista ha sido singular desde los primeros siglos, pues se celebraba también su nacimiento, acontecido seis meses antes que el de Jesús. La Iglesia siempre entendió, a través de la Escritura, que el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo desde el seno materno (cfr. Lc 1,15), cuando María, ya con el Señor en su vientre, visitó a su prima santa Isabel.


En el evangelio leemos el nacimiento y la imposición del nombre de Juan Bautista, y aquellos sucesos nos invitan a considerar el designio divino que los precede. «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Estas palabras del profeta Isaías enuncian una de las realidades más profundas de la existencia humana: no aparecimos en esta tierra por azar, ni somos un ejemplar más, anónimo y poco relevante, de nuestra especie. Nuestra llegada a la vida es, al mismo tiempo, una llamada de Dios, una elección que promete felicidad y misión. Él nos ha creado como somos, con cada una de nuestras particularidades; ha pronunciado nuestro nombre propio, personal, nos ha querido únicos e irrepetibles. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno –dice el salmista–. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras» (Sal 139,13-14).


«Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti (...). Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí: si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»1. San Josemaría explicaba que para recibir la luz del Señor y dejar que ilumine el sentido de nuestra existencia, «hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna (...)”. Si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad»2.


«A TI, NIÑO, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1,76). Estás palabras pronunciadas por Zacarías, que repetimos en la aclamación antes del evangelio, ponen de manifiesto la unión inseparable que existe entre vocación y misión, entre llamada y envío. La grandeza de la vocación de Juan, en efecto, reside en la importancia irrepetible de su misión. «El mayor de los hombres fue enviado para dar testimonio al que era más que un hombre»3, dice san Agustín. Y Orígenes añade otro aspecto de la vocación del Bautista que se extiende hasta nuestros días: «El misterio de Juan se realiza todavía hoy en el mundo. Cualquiera que está destinado a creer en Jesucristo, es preciso que antes el espíritu y el poder de Juan vengan a su alma a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17) y, “allanar los caminos, enderezar los senderos” (Lc 3,5) de las asperezas del corazón. No es solamente en aquel tiempo que “los caminos fueron allanados y enderezados los senderos”, sino que todavía hoy el espíritu y la fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador»4.


Cada cristiano está también llamado a continuar la misión de Juan Bautista, preparando a las personas para el encuentro con Cristo: «¡Qué bonita es la conducta de Juan el Bautista! –dice san Josemaría–. ¡Qué limpia, qué noble, qué desinteresada! Verdaderamente preparaba los caminos del Señor: sus discípulos sólo conocían de oídas a Cristo, y él les empuja al diálogo con el Maestro; hace que le vean y que le traten; les pone en la ocasión de admirar los prodigios que obra»5. La vida de san Juan Bautista fue sobria y penitente, en consonancia con el mensaje de conversión que compartía. Su predicación fue un intrépido anuncio de la verdad de Dios, de la que dio testimonio hasta la muerte. Como él, también nosotros estamos llamados a llevar a Cristo hacia los lugares donde se desenvuelve nuestra vida. Para eso, como Juan y sus discípulos, pondremos nuestros ojos en Jesús para, llenos de su vida, invitar a hacerlo a quienes están a nuestro lado.


CUANDO JUAN estaba por concluir el curso de su vida, decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hch 13,25). San Juan Bautista es un ejemplo de humildad y de intención recta. Nunca buscó brillar con luz propia, anunciarse a sí mismo, aprovecharse de su vocación para recabar protagonismo, u otras ventajas personales. «No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo» (Jn 3,27), explicó a varios de sus discípulos, cuando estos se preocuparon al ver que sus seguidores empezaban a disminuir. «Mi alegría es completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), continuaba. El apostolado y la conversión de los corazones son tarea de Dios, en la cual nosotros somos humildes colaboradores. Él es dueño del fruto y de los tiempos. En palabras de san Agustín, Juan siempre fue consciente de que él «era la voz, pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio»6.


También en nuestra vida de apóstoles conviene que Cristo crezca y que nuestro yo disminuya. Esto requiere una profunda humildad, como explicaba san Josemaría: «Yo me imagino que todos estáis haciendo el propósito de ser muy humildes. Os evitaréis así muchos disgustos en la vida, y seréis como un árbol frondoso; pero no con fronda de hojas, ni de frutos que, cuando son vanos, cuando no tienen una pulpa carnosa y dulce, no pesan, y el árbol tiene las ramas hacia arriba, ¡vanidoso! En cambio, cuando los frutos son maduros, cuando están macizos, cuando la pulpa, como decía antes, es dulce y grata al paladar, entonces las ramas se bajan, con humildad (...). Vamos a pedírselo a Santa María, nuestra Madre, que por algo he hecho que tengáis siempre en los labios como un piropo encantador dirigido a la Virgen, aquel grito: Ancilla Domini!»7, esclava del Señor.


23 de junio de 2024

VIVIR SIN MIEDO



 Evangelio (Mc 4, 35-41)


Aquel día, llegada la tarde, les dice:


—Crucemos a la otra orilla.


Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas.


Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:


—Maestro, ¿no te importa que perezcamos?


Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:


—¡Calla, enmudece!


Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:


—¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?


Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:


—¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?



PARA TU RATO DE ORACION 



CAE la tarde. El cielo ha comenzado a oscurecerse después de un día intenso en el que Jesús ha enseñado a la muchedumbre con sus parábolas. Como debían seguir predicando a otros pueblos el reino de Dios, el Señor les dice a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla» (Mc 4,35). Entonces se despiden de los allí presentes y se suben a una barca, que para muchos de los apóstoles era como un segundo hogar.


Podríamos decir que Jesús también nos dirige a nosotros esa invitación a cruzar la orilla, a cambiar algunos aspectos de nuestra vida para asemejarnos más a él. Y esto, lógicamente, implica cierto esfuerzo. Tal vez uno puede pensar que llegará el momento en que no hará falta luchar porque todo sale con facilidad: nada nos pondrá de mal humor, poseeremos con naturalidad esa virtud que tanto nos cuesta ahora y cada encuentro con las personas lo veremos como una bendición. Quizá habrá temporadas en las que tendremos una experiencia de ese tipo. Pero no nos engañemos: seguir a Cristo no significa que nada nos resulte complicado. «Ser fiel a Dios exige lucha. Y lucha cuerpo a cuerpo, hombre a hombre –hombre viejo y hombre de Dios–, detalle a detalle, sin claudicar»[1].


Por supuesto, esa lucha será más o menos intensa en función de algunas circunstancias. Pero aspirar a que la vida no presente ningún tipo de batalla, además de ser algo irreal, dificultaría que pudiésemos afianzar nuestro amor a Dios. Las temporadas de mayor lucha nos permiten dar un nuevo brillo a nuestra vocación cristiana. En este sentido, san Josemaría comentaba: «Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!»[2]. Nunca estamos solos. Cuando experimentemos con mayor fuerza la necesidad de luchar, sabemos que Cristo está muy cerca de nosotros y nos acompaña a cruzar la orilla con alegría.


EN MEDIO del lago, a pesar de que los apóstoles se habían fiado de las palabras de su Maestro, se desató la tormenta. El viento era tan fuerte, que las olas amenazaban con hundir la barca. Y en la popa de la embarcación que se mecía irregularmente, dormía Jesús. No es difícil imaginarse las muchas preguntas que surgirían en los corazones de los apóstoles. ¿Por qué Jesús nos alentó a navegar hacia la otra orilla, cuando sabía que nos iba a asolar la tormenta? ¿Por qué mientras nosotros luchamos por sobrevivir, él parece no sentir compasión? ¿No nos subimos a la barca confiando en que él tenía un plan mejor para nosotros? Probablemente hayamos atravesado en nuestra vida situaciones similares. Teníamos que tomar una decisión compleja, que nos quitaba el sueño. De pronto oímos, sin palabras pero con una claridad sorprendente, que el Señor nos invitaba a dirigirnos hacia la otra orilla, a dejar una seguridad que quizá nos tenía cómodos. Pero justo cuando nos embarcábamos hacia esa nueva empresa, surgieron las dificultades o las incomprensiones. Y posiblemente, un tanto perplejos o incluso decepcionados, nos preguntábamos dónde quedó Cristo.


Es normal que, en las oportunidades que se nos presentan para crecer en la vida interior, en alguna virtud o en la perfección del amor, nos sintamos inseguros y no tengamos la situación bajo control. Quizá nos da la impresión de que Jesús nos ha abandonado, que su corazón está lejos de nosotros. «Maestro, ¿no te importa que perezcamos» (Mc 4,38), podemos preguntarle. Sin embargo, el aparente silencio de Cristo no es más que una sutil invitación a crecer en la fe y en la confianza, de manera que los desafíos y dificultades se vean como ocasiones para seguir el estilo de vida del Señor. En el diálogo con Dios aprendemos a vivir esas tormentas con la serenidad de Jesús. «Un día vivido sin oración corre el riesgo de transformarse en una experiencia molesta, o aburrida: todo lo que nos sucede podría convertirse para nosotros en un destino mal soportado y ciego»[3]. En cambio, si rezamos, aún cuando Dios parece no escucharnos, le demostramos que hemos puesto verdaderamente nuestra esperanza en él. Y el camino de la confianza en Dios es el más importante para poder llegar a nuevas orillas de la vida interior. «El camino cotidiano, incluidas las fatigas, adquiere la perspectiva de una “vocación”. La oración tiene el poder de transformar en bien lo que en la vida de otro modo sería una condena; la oración tiene el poder de abrir un horizonte grande a la mente y de agrandar el corazón»[4].


«¿POR QUÉ os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?» (Mc 4,40), pregunta Jesús a los apóstoles que lo habían despertado de su sueño. Aquellos interrogantes esconden un profundo reproche. Ciertamente Cristo se daba cuenta de que estaban atravesando un momento difícil. Son muchos los pasajes del Evangelio que subrayan su empatía hacia los problemas de los demás. Pero, al mismo tiempo, esperaba de sus discípulos más cercanos una confianza mayor. Como escribe san Juan en su primera carta: «En el amor no hay temor» (Jn 4,18).


Muchas veces, en nuestra oración, podemos dejar que Jesús nos dirija la misma pregunta que le hizo a sus apóstoles: «¿Por qué os asustáis?». Entonces quizá nos vienen a la cabeza esos momentos en los que solemos perder la paz o sentirnos inseguros. San Josemaría hacía la siguiente lista de posibles miedos que pueden hacernos perder la paz: «Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. –Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida»[5]. Reflexionar sobre los temores que nos embargan cuando nos dirigimos a nuevas orillas de nuestra vida cristiana nos ayuda a conocernos mejor y a pedirle a Jesús la ayuda concreta que necesitamos.


«Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”» (Mt 4,41). Esta escena del Evangelio termina con un nuevo tipo de miedo que se apodera de los apóstoles. Al experimentar el poder real de Cristo, que con sus palabras es capaz de aquietar las aguas, los apóstoles se dejan invadir por el temor de Dios, es decir, por la certeza interior de que estaban realmente delante de Dios vivo y que su poder era real. Avanzar a una nueva orilla en nuestra vida de fe conlleva dar este paso: convertir el miedo que en un principio puede paralizarnos en la reverencia profunda hacia un Dios que está vivo junto a nosotros y que puede hacer lo que parecía imposible ante nuestros ojos. Para ello contamos también con la ayuda de nuestra Madre, como siempre nos enseñó san Josemaría: «Antes, solo, no podías... –Ahora, has acudido a la Señora, y, con ella, ¡qué fácil!»[6].




22 de junio de 2024

DIOS ES SIEMPRE FIEL

 



Evangelio (Mt 6,24-34)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá odio a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.


Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados.


Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad”.


PARA TU RATO DE ORACION


SAN PABLO recordaba frecuentemente, cuando se dirigía a los primeros cristianos de Roma, la grandeza del amor de Dios: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (...). ¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,31.39). El apóstol estaba convencido de que nada podía apartarnos del amor divino, encarnado en Cristo Jesús, porque lo había experimentado personalmente. Y esa confianza en Dios proviene de saber, por la fe, que él es creador providente que nunca nos deja de su mano: su misericordia llena la tierra, su fidelidad alcanza hasta el cielo (cfr. Sal 36,6). Esta misma experiencia interior le hacía exclamar a san Agustín: «Toda mi esperanza estriba sólo en tu gran misericordia»1.


«Mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable. Le daré una prosperidad perpetua y un trono duradero como el cielo» (Sal 89,29-30), dice Dios en el salmo. Sorprendentemente, en la liturgia de la palabra este texto acompaña a la narración en la que el reino de Judá abandona el templo para servir a los ídolos: sucedió que el pueblo elegido buscó una seguridad humana, el triunfo temporal, el orgullo del poder por encima de lo que es justo. Finalmente son vencidos por un ejército muy inferior al suyo y abandonados a la deshonra pública.


Nuestro amor a Dios no está condicionado por un triunfo personal o por la llegada de ciertas condiciones al mundo en que vivimos. Recordando las palabras de Cristo, queremos hacer el bien «para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Esa luz que podemos ofrecer es una pequeña estela, una referencia discreta, que Cristo comparó a una pequeña semilla: la de un Dios que buscamos todos y que es misericordia.


JESÚS NOS dice: «Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24-25). Con esta enseñanza, el Señor nos pone en guardia frente a la posibilidad de dejarnos engañar por el poder aparente del dinero; ese poder que nos hace creer ser dueños de la creación y poseedores de las personas. Así, en realidad, terminamos esclavos de nuestro egoísmo, a cambio de unas pobres baratijas que nos impiden ver la grandeza del amor de Dios.


Podemos pedir a Dios que ilumine nuestro entendimiento para discernir sobre cómo debemos proceder en toda circunstancia: en nuestro trabajo, en la vida familiar, en nuestras aficiones o intereses, de modo que en nuestra vida todo esté orientado a dejarnos amar por Dios. A veces sucederá que nuestra preocupación, sin darnos cuenta, se desvíe por caminos que nos llevan a priorizar la seguridad de lo terreno, también ofrecida por la gloria humana. Por eso Jesús nos recuerda: «No estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir (…) ¿Quién de vosotros a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?» (Mt 6,30).


Incluso a quienes se dedican con intensidad a actividades apostólicas puede suceder que, por un exceso de interés humano, se desoriente el fin por el que actúan. Decía san Josemaría que «el éxito o el fracaso real de esas labores depende de que, estando humanamente bien hechas, sirvan o no para que tanto los que realizan esas actividades como los que se benefician de ellas, amen a Dios, se sientan hermanos de todos los demás hombres y manifiesten esos sentimientos en un servicio desinteresado a la humanidad»2. No podemos servir a varios señores. La vida cristiana, de alguna manera, se puede resumir en un constante purificar nuestra adoración, de manera que se dirija cada vez más a Dios y, solo a través de él, a querer las cosas de la tierra.


NO PODEMOS negar que en el mundo existe también la presencia del mal. «Si sus hijos abandonan mi Ley y no caminan según mis normas –exclama el Señor a través del salmista–, si violan mis preceptos y no guardan mis mandamientos, castigaré con vara sus delitos y con azotes su culpa. Pero no le retiraré mi gracia, ni faltaré a mi fidelidad» (Sal 88,31-34). El conocimiento de Dios que hemos adquirido por la fe nos lleva a confiar siempre en que él nunca nos abandona. «Nuestra fidelidad no es más que una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa»3.


«Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20)»4. Una respuesta de fe es precisamente nuestra actitud optimista, porque sabemos que Dios es el Señor del mundo, es quien tiene todo el poder, y que todo mal puede ser vencido con sobreabundancia de bien.


Algunas circunstancias pueden hacernos dudar de nuestra de nuestras capacidades y de nuestra disposición; y haremos bien, porque conocemos la debilidad personal. Sin embargo, no cabe dudar de Dios, de su acción poderosa, aunque discreta, ni de sus designios de santidad para cada uno de nosotros. Los apóstoles Pedro y Pablo nos animan a estar firmes en esta convicción: «La fe es base de la fidelidad. No confianza vana en nuestra capacidad humana, sino fe en Dios, que es fundamento de la esperanza (cfr. Heb 11,1)»5. El Señor nos dice en el Evangelio: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 30). María se abrió siempre al obrar divino, fue llena de gracia: ese es el secreto para vencer al mal con el bien de Dios.

21 de junio de 2024

TODO ES PARA BIEN

 


Evangelio (Mt 6,19-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. 

Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!”.


PARA TU RATO DE ORACION 


AL POCO de morir Ajab, las consecuencias de sus malas acciones y de las de su mujer se hicieron sentir dramáticamente. Sus enemigos se conjuraron para dar muerte a su hijo y a todos los supervivientes de su casa. La violencia era tal que superaba las fronteras y se extendía también al reino de Judá: acabaron con el rey Ocozías y con todos sus hermanos. Entonces «Atalía, madre de Ocozías, al ver que su hijo había muerto, se dispuso a exterminar toda la descendencia real» (2 Re 11,1), así podría reinar ella sola en el país.


En medio de toda esta locura, los planes de Dios se van abriendo camino, contando con la colaboración de personas piadosas. Uno de los hijos de Ocozías, recién nacido, fue salvado por una de sus tías que, arriesgando su vida, «lo sustrajo, junto con su nodriza, de entre los hijos del rey a los que iban a dar muerte» (2 Re 11,2). El niño «estuvo seis años escondido con ella en el Templo del Señor, mientras Atalía reinaba en el país» (2 Re 11,3). Así se salvó la dinastía davídica, de la que Dios había prometido que vendría el Mesías.


A veces, ante circunstancias adversas, al notar las consecuencias del pecado en el mundo, podemos sentir la tentación del miedo y del desaliento. «Es normal que sintamos impotencia para modificar el rumbo de la historia. Pero apoyémonos en la fuerza de la oración»1. La intimidad con Dios nos ayudará a recordar que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Es verdad que «ese bien no siempre lo podemos ver de manera inmediata. A veces ni siquiera llegaremos a comprenderlo. El hecho de que procuremos estar cerca de Dios no nos evita los normales cansancios, perplejidades y sufrimientos de la vida; pero esa cercanía nos puede llevar a vivir todo de una manera distinta»2. Dios siempre se abre paso, siempre es más fuerte: esta seguridad nos ayuda a abandonar en sus manos las dificultades de nuestra vida.


DESPUÉS de seis años enviaron a buscar a los jefes del pueblo. Una vez reunidos les mostraron al hijo del rey, que había permanecido escondido en el Templo por temor a la reina Atalía. El sacerdote les entregó las lanzas y los escudos de David. Rodeando al hijo del rey, empuñaron las armas y mientras salían todos comenzaron a aplaudir y gritar: «¡Viva el rey!» ( 2 Re 11,12). Y cuenta la Escritura que ese día se podía ver «a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas» (2 Re 11,13).


Es una alegría similar a la que tendría lugar con la entrada de Jesús en Jerusalén. Sin embargo, al Señor no siempre le rodeó aquel esplendor. Siendo Rey y Señor del universo, casi siempre se nos presenta débil y necesitado de nuestra ayuda para poder reinar. «Todos percibís en vuestras almas –decía san Josemaría– una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»3.


Tal como sucedió muchas veces con el pueblo elegido, Cristo no garantiza el éxito humano, pero asegura una paz y una alegría que solo él puede dar. Su poder no es el de los reyes y grandes de esta tierra. «Es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa»4. El reinado de Dios es discreto. Busca un pequeño espacio en nuestras almas donde reinar con su paz.


SOLO hay una persona en Judea que no participa de la alegría del pueblo. Se trata, como es lógico, de Atalía, que cuando «oyó las voces de la guardia y del pueblo (…) y vio al rey (…) y a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas, se rasgó las vestiduras y gritó: “¡Traición, traición!”» (2 Re 11,13-14). Creía haber acabado con toda la descendencia real, pero no fue así. Ahora nadie más la seguía. Y ella, que tan lejos había llegado para alcanzar el trono, sale tristemente de escena, ante el alivio del pueblo sobre el que había reinado durante seis años.


Nos puede pasar a veces que, como Atalía, dejemos de saborear la alegría de que Jesús reine en nuestro corazón. Entonces, intentamos colmar ese vacío con cosas que no pueden satisfacernos. El Señor nos advierte de la insensatez de este modo de gastar la vida: «Amontonad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6, 20-21).


Lleno de tinieblas aparece el corazón de Atalía. Por contraste, el corazón inmaculado de María nos aparece lleno de luz. A ella podemos pedirle que nos ayude «a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón (…). Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo e



20 de junio de 2024

Santos en lo ordinario

 



Evangelio (Mt 6,7-15)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:


Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal.


Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados”.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


«¡QUÉ GLORIOSO fuiste, Elías, con tus prodigios! ¿Quién puede jactarse de ser como tú? ¡Dichosos los que te vieron y los que han muerto en tu amistad» (Sir 48,4.11). El libro del Sirácide canta las alabanzas del «profeta Elías, semejante al fuego, cuya palabra quemaba como una antorcha» (Sir 48,1); y también las del profeta Eliseo, pues «apenas fue envuelto Elías en el torbellino, Eliseo fue llenado de su espíritu. En su vida no tembló ante príncipes, y nadie pudo dominarle. No hubo nada que le superase. En vida realizó prodigios, y tras su muerte sus obras fueron maravillosas» (Sir 48,13-15).


Ante ejemplos tan deslumbrantes, podríamos pensar que la verdadera santidad es un ideal lejano, improponible para personas corrientes. Sin embargo, el mismo libro de la Escritura afirma con claridad que «también nosotros alcanzaremos sin duda la vida» (Sir 48,12): albergaremos esa vida sobrenatural, esa vida de Dios que es la santidad. De san Josemaría aprendemos precisamente que «la santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos –comentaba el entonces cardenal Ratzinger–, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas»1.


Por la misericordia de Dios, cada uno de nosotros formamos parte de esa «gran renovación», de esa «fuerza de bien en el mundo»: hemos sido llamados a ser santos en lo ordinario, pero santos de altar.


DIOS QUIERE hacer cosas grandes a través de nosotros. Para eso solamente nos pide que, «con delicadeza de enamorados»2, cuidemos nuestra unión con él . Y el secreto para mantener viva esa relación en la que se fragua nuestra santidad es la oración. «El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios (...). No creo en la santidad sin oración (...). Esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos, porque todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada. La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio. En ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad que el Señor nos propone»3.


Jesús nos enseña precisamente cómo es la oración que agrada a Dios: «Al orar, no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así…» (Mt 6,7-9); y nos enseña Jesús las palabras del Padrenuestro, «resumen de todo el Evangelio»4 y «corazón de las Sagradas Escrituras»5. «La oración dominical es la más perfecta de las oraciones –enseña santo Tomás de Aquino. (...) En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad»6.


Jesús quiere que sintamos muy viva la fuerza de nuestra filiación, lo grande que es el amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. Por eso, nos anima a dirigirnos a Dios con confianza de hijos: la conciencia viva de nuestra filiación nos hace estar seguros ante cualquier circunstancia, y nos permite lanzarnos a la aventura.


«TU VIDA –decía san Josemaría– ha de ser oración constante, diálogo continuo con el Señor: ante lo agradable y lo desagradable, ante lo fácil y lo difícil, ante lo ordinario y lo extraordinario... En todas las ocasiones, ha de venir a tu cabeza, enseguida, la charla con tu Padre Dios, buscándole en el centro de tu alma»7.


Si a veces no sabemos por dónde empezar, nos puede ayudar pensar que a Dios Padre llegamos siempre en unión con Jesucristo, por él y en él. Por eso, nuestra oración puede consistir sencillamente en repetir el nombre de Jesús: «La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua –nos dice el Catecismo–. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en “palabrerías” (Mt 6,7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con perseverancia” (cfr. Lc 8,15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús»8.


Invocar el nombre de Jesús, repetirlo, saborearlo, es una oración bonita y sencilla, que guarda una fuerza insospechada. Por eso, san Josemaría nos animaba: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre —Jesús— y a decirle que le quieres»9. Santa María fue la primera a la que se anunció el nombre de Jesús, y desde ese mismo momento en que comenzó a llevar a su hijo en su seno, lo repetiría con infinito afecto, como consideraba en su corazón todas las cosas (cfr. Lc 2,19).

19 de junio de 2024

VIVIR UNA AVENTURA DIARIA



Evangelio (Mt 6,1-6.16-18)


»Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.


»Por lo tanto, cuando des limosna no lo vayas pregonando, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, con el fin de que los alaben los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, para que tu limosna quede en lo oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


»Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto.


»Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.



PARA TU RATO DE ORACION


«EL SEÑOR iba a arrebatar a Elías a los cielos en un torbellino» (2 Re 2,1). Era cosa sabida, y allá donde iban, todos decían a Eliseo, que acompañaba al profeta: «¿Sabes que el Señor va a arrebatar hoy a tu amo por encima de tu cabeza?» (2 Re 2,3.5). «También yo lo sé. Guardad silencio» (ibid), respondía Eliseo, que no se separaba de su maestro. Un día que marcharon ellos dos solos, «se detuvieron junto al Jordán. Elías se quitó el manto, lo dobló y golpeó las aguas, que se separaron a un lado y a otro; y los dos pasaron por tierra seca. Cuando hubieron pasado dijo Elías a Eliseo: “Pide qué he de hacer por ti antes de que sea arrebatado de tu lado”» (2 Re 7-9).


La separación es inminente. Ahora que Eliseo sabe que el profeta está para marcharse, expresa humildemente el deseo de que aquella presencia no lo abandone completamente: «Por favor, que yo reciba dos partes de tu espíritu» (2 Re 2,9). No se atreve a pedirlo todo. Eliseo no pretende ser como su maestro, pero no quiere dejar de contar con aquella fuerza de Dios. Se está bien al lado de los santos, porque de alguna manera nos hacen al Señor más cercano. «Toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida han sido faros para muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de diversos modos la presencia poderosa y transformadora del Resucitado»1.


«No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios (...). Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante (...). La santidad es el rostro más bello de la Iglesia»2.


«HAS PEDIDO algo muy difícil –respondió Elías a la petición de Eliseo–. Si me ves cuando sea arrebatado de tu lado, se te concederá» (2 Re 2,10). Continuaron «andando y hablando y, de pronto, un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ambos, y Elías fue arrebatado a los cielos en un torbellino. Eliseo lo veía y gritaba: “¡Padre mío, padre mío, carro y auriga de Israel!”. Y ya no lo vio más. Entonces agarró sus propias vestiduras y las rasgó en dos pedazos» (2 Re 2,11).


La sensación que experimentó Eliseo quizás fue similar a la que experimentaron los discípulos cuando Jesús subió al cielo el día de la Ascensión, y, salvando las distancias, a la de quienes han vivido junto a personas santas y las han visto partir. Conmueve ver cómo, por ejemplo, quienes conocieron a san Josemaría, han mantenido siempre vivo el dolor de la separación y el recuerdo agradecido de los momentos compartidos. El beato Álvaro, que convivió estrechamente con él tanto años, lo explicaba así: «Nuestro Padre nos había engendrado a la vida sobrenatural de la vocación divina, nos había alimentado con su espíritu, nos formó y nos confirmó en la fe, nos sostuvo con seguridad cuando todo se volvía duda en torno de nosotros, dirigió nuestros pasos, nos dio el calor de su corazón enamorado de Dios, nos consoló en las penas y llenó de alegría nuestro caminar, nos enseñó a querer, injertó nuestra debilidad en su fortaleza haciendo así posible nuestra lealtad. Por eso, porque de tal manera vivíamos de su misma vida y como a sus expensas, cuando el Señor le llamó a su definitiva presencia aquel 26 de junio, por un breve instante a más de uno pudo parecer que todo moría para nosotros»3. Solo un breve instante, lo que basta para darse cuenta de que Dios no abandona a los suyos.


Eliseo «recogió el manto de Elías, que se le había caído a este de encima. Volvió y se detuvo a la orilla del Jordán. Tomó el manto de Elías y golpeó las aguas diciendo: “¿Dónde está el Señor, Dios de Elías?” Entonces golpeó las aguas, que se retiraron a un lado y a otro, y Eliseo pasó. Cuando los discípulos de los profetas que estaban en frente, en Jericó, lo vieron, exclamaron: “El Espíritu de Elías reposa sobre Eliseo”» (2 Re 2, 13-15). Y Eliseo comenzó su actividad, en continuidad con aquella de su maestro.


LA ACTIVIDAD de Eliseo, aunque no fue tan espectacular como la de Elías, supuso igualmente la manifestación de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Se caracterizó por sus tonos peculiares, como una particular cercanía, especialmente hacia los más necesitados. Aunque Eliseo había pedido dos partes del espíritu de Elías, en realidad sencillamente sucede que el espíritu se manifiesta de manera diferente en cada persona. Como dijo Juan Bautista: Dios «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). «Hay, sí, diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo (...), que distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,4.11).


«Tú tienes que descubrir quién eres y desarrollar tu forma propia de ser santo, más allá de lo que digan y opinen los demás. Llegar a ser santo es llegar a ser más plenamente tú mismo, a ser ese que Dios quiso soñar y crear, no una fotocopia. Tu vida debe ser un estímulo profético, que impulse a otros, que deje una marca en este mundo, esa marca única que sólo tú podrás dejar»4. El Señor nos empuja a asumir sin miedo nuestra personalísima misión en el mundo, impulsandonos en las vidas de los santos. «Se trata de una llamada a que cada uno de nosotros, con sus recursos espirituales e intelectuales, con sus competencias profesionales o su experiencia de vida, y también con sus límites y defectos, se esfuerce en ver los modos de colaborar más y mejor en la inmensa tarea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»5.


Nosotros nos insertamos, por la misericordia de Dios, en esta cadena de gracia y generosidad que recorre la historia de la salvación. Podemos pedir, con san Josemaría, «que en cada uno esté el espíritu de María»6. Así iremos por el mundo sin miedo, viviendo nuestra personal aventura divina.