— Maldición de la higuera que solo tenía hojas. Todo tiempo, toda circunstancia, deben ser buenos para dar frutos de santidad y de apostolado.
— Obras son amores y no buenas razones. La vida interior se expresa en realidades concretas.
— El amor a Dios se manifiesta en un apostolado alegre y lleno de iniciativas.
I. Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros, y
sintió hambre, según nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa
1. Es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la Santísima Humanidad de Cristo, que quiso estar muy próximo a nosotros y participar de las limitaciones y necesidades de la naturaleza humana para que aprendamos nosotros a santificarlas. El Evangelista nos indica que vio Jesús una higuera alejada del camino y se acercó a ella por si encontraba algo que comer, pero
no halló más que hojas, pues no era tiempo de higos. La maldijo el Señor:
Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Volvieron de nuevo aquel día, ya tarde, de Jerusalén a Betania; probablemente Jesús se hospedaba en casa de aquella familia amiga donde era siempre bien recibido: la casa de Lázaro, de Marta y de María. Y a la mañana siguiente, cuando se dirigían a la ciudad santa, todos vieron que
la higuera se había secado de raíz.
Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló más que prácticas exteriores sin vida, hojarasca sin valor. También aprendieron los Apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, igual en situaciones en que se nos acumulan muchos quehaceres como cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica si el Señor la permite y en la abundancia... Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido. En
todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. «También tú –comenta San Beda– debes guardarte de ser árbol estéril, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad»
2. Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida. ¿Procuramos dar fruto ahora, en el momento, edad y circunstancias en los que nos encontramos? ¿Esperamos situaciones más favorables para llevar a nuestros amigos a Dios?
II. Las palabras de Jesús son fuertes: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Jesús maldice esta higuera porque solamente encontró en ella hojas, apariencia de fecundidad, follaje. Realiza un gesto llamativo para que quede bien grabada la enseñanza en el alma de sus discípulos y en la nuestra. La vida interior del cristiano, si es verdadera, va acompañada de frutos: obras externas que aprovechan a los demás. «Se ha puesto de relieve muchas veces –recuerda San Josemaría Escrivá– el peligro de las obras sin vida interior que las anime, pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras.
»Obras son amores y no buenas razones: no puedo recordar sin emoción este cariñoso reproche –locuela divina– que el Señor grabó con claridad y a fuego en el alma de un pobre sacerdote mientras distribuía la Sagrada Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús con el corazón: te amo más que estas.
»¡Hay que moverse, hijos míos, hay que hacer! Con valor, con energía, y con alegría de vivir, porque el amor echa lejos de sí el temor (cfr. 1 Jn 4, 18), con audacia, sin timideces...
»No olvidéis que, si se quiere, todo sale:
Deus non denegat gratiam; Dios no niega su ayuda, al que hace lo que puede»
3. Es cuestión de vivir de fe y de poner los medios que estén a nuestro alcance en cada circunstancia; no esperar con los brazos cruzados situaciones ideales, que es posible que nunca se presenten, para hacer apostolado; no aguardar a tener todos los medios humanos para ponerse a actuar cara a Dios, sino manifestar con hechos el amor que llevamos en el corazón. Veremos con agradecimiento y con admiración cómo el Señor multiplica y hace fructificar nuestras siempre escasas fuerzas en relación a lo que Él nos pide.
Si es auténtica, nuestra vida interior –el trato con Dios en la oración y en los sacramentos– se traduce necesariamente en realidades concretas: apostolado a través de la amistad y de los vínculos familiares; obras de misericordia espirituales, o materiales, según las circunstancias: enseñar al que no sabe (dar charlas de formación, colaborar en una catequesis, dar un consejo oportuno al que vacila o está desorientado...), colaborar en empresas de educación que imparten una visión cristiana de la vida, hacer compañía y dar consuelo a esos enfermos y ancianos que se encuentran prácticamente abandonados...
Siempre, en toda circunstancia, en formas muy variadas, la vida interior se debe expresar –de modo continuo– en obras de misericordia, en realidades de apostolado. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere. Si crece nuestra intimidad con Cristo es lógico que mejoren nuestro trabajo, el carácter, la disponibilidad para la mortificación, el modo de tratar a quienes tenemos cerca en nuestro vivir diario, las virtudes de la convivencia: la comprensión, la cordialidad, el optimismo, el orden, la afabilidad... Son frutos que el Señor espera hallar cuando se acerca cada día a nuestra vida corriente. El amor, para crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.
III. Jesús no encontró más que hojas... No existen frutos duraderos en el cristiano cuando por falta de vida interior, de estar metido en Dios y de considerar en su presencia la tarea apostólica, se da lugar al
activismo (hacer, moverse... sin estar respaldados por una honda vida de oración), que a la postre resulta estéril, ineficaz, y es síntoma frecuentemente de falta de rectitud de intención. Allí no existe más que una obra puramente humana, sin relieve sobrenatural, quizá consecuencia de la ambición, del afán de figurar, que se puede meter en todo lo que el hombre realiza, hasta en lo de apariencia más elevada. Con razón se ha puesto de relieve el peligro del
activismo: obras en sí buenas, pero sin vida interior que las apoye. San Bernardo, y después de él muchos autores, llamaba a esas obras
ocupaciones malditas4.
Pero también la falta de frutos verdaderos en el apostolado se puede dar por pasividad, por falta de un amor con obras. Y si el activismo es malo y estéril, la pasividad es funesta, pues el cristiano puede engañarse a sí mismo, creyendo que ama a Dios porque realiza actos de piedad: es verdad que los hace, pero no acabadamente, porque no mueven a hacer el bien. Estas prácticas piadosas sin frutos serían la hojarasca vacía y estéril, porque la verdadera vida interior lleva a un apostolado intenso, en cualquier situación y ambiente, a actuar con valentía, con audacia, con iniciativas, echando fuera los respetos humanos, «con alegría de vivir», con la fuerza que imprime un amor siempre joven. Hoy, mientras hablamos con el Señor en este rato de oración, podemos examinar si hay frutos en nuestra vida, ahora, en el presente. ¿Tengo iniciativas como sobreabundancia de mi vida interior, de mi oración, o pienso, por el contrario, que en mi ambiente –en la facultad, en la fábrica, en la oficina...– nada puedo hacer, que no es posible ya obtener más frutos para Dios? ¿Me comprometo y ayudo eficazmente en empresas apostólicas..., o «solo rezo»? ¿Me justifico diciéndome que entre el trabajo, la familia, la dedicación a las prácticas de piedad, «no tengo tiempo»? Entonces lo normal será que el trabajo, la vida de familia... tampoco sean ocasión de apostolado.
Obras son amores... El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. Y si el Señor nos encontrara pasivos, contentándonos con unas prácticas de piedad sin manifestación apostólica llena de alegría y de constancia, quizá podría decirnos en la intimidad de nuestro corazón: más obras... y menos «buenas razones». Son muchas las ocasiones a lo largo de un día para –de mil formas diferentes– dar a conocer a Cristo, si nuestro amor es verdadero. La vida interior sin un profundo afán apostólico se va empequeñeciendo y muere; se queda en mera apariencia. A la mañana siguiente, al pasar -anota el Evangelista-, los Apóstoles vieron que la higuera se había secado de raíz, completamente. Es la imagen expresiva de aquellos que por comodidad, por pereza, por falta de espíritu de sacrificio, no dan esos frutos que el Señor espera. Una vida apostólica, como ha de ser la de todo cristiano, es lo opuesto a esta higuera seca: es vida, iniciativa, entusiasmo por la tarea apostólica, amor hecho obras, alegría, actividad quizá callada pero constante...
Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor –que se acerca a nosotros con hambre y sed de almas– frutos maduros, realidades hechas con un sacrificio alegre. En la dirección espiritual nos pueden ayudar a distinguir lo que haya en cada uno de nosotros de activismo (dónde tenemos que rezar más) y lo que haya de falta de iniciativa (dónde tenemos que «movernos» más). La Virgen, Nuestra Señora, nos enseñará a reaccionar para que jamás la vida interior, nuestro deseo de amar a Dios, se convierta en hojarasca vacía y sin valor.