"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2020

OBRAS DE MISERICORDIA

 

— Jesús misericordioso. Imitarle.

— Preocuparnos por la situación espiritual de quienes nos rodean.

— Otras manifestaciones de la misericordia.


I. Volvió Jesús de Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado1. Allí le entregaron el libro del Profeta Isaías para que leyera. Jesús abrió el libro por un pasaje directamente mesiánico: El Espíritu Santo está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor.


Jesús, enrollando el libro, lo devolvió y se sentó. Había una gran expectación entre sus vecinos, con los que había convivido tantos años: Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Muy probablemente estaría presente la Virgen. Entonces, el Señor les dijo con toda claridad: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.


Isaías2 anunciaba en este pasaje la llegada del Mesías que libraría a su pueblo de sus aflicciones. Las palabras del Señor «son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo –sigue comentando Juan Pablo II– que estos hombres sean en primer lugar los pobres carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a estos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor»3.


Más tarde, cuando los enviados del Bautista le preguntan si Él es el Cristo o si han de esperar a otro, Jesús les responde que comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados...4.


El amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros, que es amor5 y rico en misericordia6.


La misericordia será el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia «abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo»7.


¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús acerca de nuestro comportamiento ante el dolor y la necesidad. Y esta actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro cuidado y con los más necesitados. Pensemos hoy junto al Señor cómo es nuestro trato con estas personas y con todos. ¿Sé darme cuenta de su dolor –físico o moral–, de su cansancio o de la necesidad que padecen? ¿Me presto con solicitud a darles la ayuda que precisan? ¿Procuro aliviarles de sus males o de la carga que llevan, sobre todo cuando les resulta excesivamente pesada?


II. ...me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos... No hay pobreza mayor que la que provoca la falta de fe, ni cautividad y opresión más grandes que las que el demonio ejerce en quien peca, ni ceguera más completa que la del alma que ha quedado privada de la gracia: «el pecado produce la más dura tiranía», afirma San Juan Crisóstomo8.


Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y amigos. Si sufrimos con sus penas, enfermedades y desgracias, ¿cómo no nos dolerá si vemos que no conocen a Jesucristo, que no le tratan o que le han dejado? La verdadera compasión comienza por la situación espiritual de su alma, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia. ¡Qué gran obra de misericordia es el apostolado!


Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra compasión. Así, entre estas obras que, por vía de ejemplo, ha señalado desde antiguo la Iglesia, está «enseñar al que no sabe». Cuando el número de analfabetos ha decrecido en tantos países, ha aumentado en proporciones asombrosas la ignorancia religiosa, incluso en naciones de antigua tradición cristiana. «Por imposición laicista o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y de la Moral y de los rudimentos mínimos de la piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que nada saben de religión, significa «evangelizarles», es decir, hablarles de Dios y de la vida cristiana. La catequesis ha pasado a ser en la actualidad una obra de misericordia de primera importancia»9.


¡Cuánto bien hace la madre que enseña el catecismo a sus hijos, y quizá a los amigos de sus hijos! ¡Qué recompensa tan grande dará el Señor a quienes prestan con generosidad su tiempo en una labor de catequesis, y a quienes aconsejan el libro oportuno que ilustra la inteligencia y mueve los afectos del corazón! Es abrirles el camino que lleva a Dios; no tienen una necesidad mayor.


III. Imitar a Jesús en su actitud misericordiosa hacia los más necesitados nos llevará en muchas ocasiones a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada. Haremos nuestro su dolor, les ayudaremos a santificarlo, y procuraremos remediar ese estado en el modo en que nos sea posible. Cuánto puede confortar a estas personas un rato de compañía –buscado quizá con espíritu de sacrificio, a la salida del trabajo, cuando lo que apetecía era descansar, etc.–, con una conversación sencilla y amable, bien preparada, en la que el sentido sobrenatural que procuramos dar a nuestras palabras y comentarios –de noticias positivas, de iniciativas de apostolado– deja en el enfermo o en el anciano una luz de fe y confianza en Dios; con delicadeza y oportunidad, nos atreveremos a prestar algunos servicios, a arreglarle la cama, a leer un rato algún libro piadoso ameno, incluso divertido10.


Cada día es más necesario pedir al Señor un corazón misericordioso para todos, pues en la medida en que la sociedad se deshumaniza, los corazones se vuelven duros e insensibles. La justicia es virtud fundamental; pero la justicia sola no basta: se precisa además la caridad. Por mucho que mejorase la legislación laboral y social, siempre será necesario el calor del corazón humano, fraternal y amigo, que se acerca a esas situaciones a las que la mera justicia no llega, pues la misericordia «no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»11.


La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma; no se siente enemigo de nadie. Nos esforzaremos en querer a quienes son desgraciados por su propia culpa, incluso por su propia maldad. El Señor solo nos preguntará si esa persona es desgraciada, si sufre, «pues eso basta para que sea digno de su interés. Esfuérzate sin duda en protegerlo contra sus malas pasiones, pero desde el momento en que sufre, sé misericordioso. Amarás a tu prójimo, no cuando lo merezca, sino porque es tu prójimo»12.


El Señor nos pide una actitud compasiva que se extienda a todas las manifestaciones de la vida. También en el juicio sobre el prójimo, a quien hemos de mirar desde el ángulo en el que queda más favorecido. «Aunque vierais algo malo –aconseja San Bernardo– no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces creedlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte»13.


Frecuentemente hemos de recordar que, si somos misericordiosos, obtendremos del Señor esa misericordia para nuestra vida que tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades, que Él bien conoce. Esa confianza en la infinita compasión de Dios nos llevará a permanecer siempre muy cerca de Él.


María, Reina y Madre de Misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse eficazmente de quienes sufren a nuestro lado.

30 de agosto de 2020

TENEMOS QUE CONTAR CON LA CRUZ

 


— Sin sacrificio no hay amor. 

—  Miedo a todo lo que pueda causar sufrimiento.

— ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?


I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos2. Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día tercero.


Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían todavía una imagen temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso. Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató de apartarlo del camino de la Cruz, sin comprender todavía que esta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. «Pedro razonaba humanamente –comenta San Juan Crisóstomo–, y concluía que todo aquello –la Pasión y la Muerte– era indigno de Cristo, y reprobable»3.


Pedro mira con ojos demasiado humanos la misión de Cristo en la tierra, y no llega a entender la voluntad expresa de Dios para que la Redención se hiciera mediante la Cruz y que «no hubo medio más conveniente de salvar nuestra miseria»4. El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.


En Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu Santo; ahora lo hace llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos. San Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos -les dice- será su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas5.


Pensando solo con una lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos enrecian, nos hacen mejores. Y por otra parte, sin embargo, no estamos hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.


El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella6.


La fe, sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella. Es el «libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros»7. Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio, sin Cruz, no lo encontrará.


II. ...pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de Jesús8.


Los cristianos sabemos que en la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso hay una vida humana plenamente fecunda sin sufrimiento? «¿Están los esposos seguros de su amor antes de haber sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad por pruebas comunes o simplemente por haber sufrido juntos el calor del día o por haber compartido la fatiga y el peligro de una ascensión?»9. Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz: aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los ojos de otros10.


Hoy encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada puesta en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real y verdadero. Sufre la humanidad una ola de materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. «Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su sentido»11.


La ideología hedonista, según la cual el placer es el fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también «el estilo de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres»12. Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí –nos dice– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.


Dios cuenta con el dolor, con el sacrificio voluntario, con la pobreza, con la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos, nos puede unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto al Sagrario y le ofrecemos todo aquello que nos resulta difícil y costoso, comprobamos cómo «por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte»13. Solo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas bien distintas, nos acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con alegría, descubriendo en él la amable voluntad del Señor: «esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»14.


III. A través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent15, igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Solo el alma que lucha por mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?16. «¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?»17.


El mundo y los bienes materiales nunca son fin último para el hombre. Ni siquiera el bien temporal, que los cristianos tenemos la obligación de procurar, consiste propiamente en las obras exteriores –en las realizaciones de la técnica, de la ciencia, de la industria–, sino en el hombre mismo, en su vivir humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus relaciones sociales, de su cultura, mediante los bienes materiales y el trabajo, que están siempre al servicio de la dignidad de la persona.


Solo con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes terrenos. Si Dios es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio se ordenará efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario –dar hijos a Dios y educarlos para Él– y la vida familiar será una mutua y generosa entrega. Solo así –teniendo al Señor presente– los espectáculos y el arte –por ejemplo– serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de su espíritu. Solo así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las leyes de los pueblos serán fiel reflejo de la ley divina. Solo así superará el hombre sus temores, y en el inevitable sufrimiento hallará un medio de purificación y de corredención con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado en la generosidad y en el sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.


29 de agosto de 2020

MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA*


 — Fortaleza de Juan.

— Su martirio.

— Llevar con alegría las contradicciones 


I. Comentaré tus preceptos ante los reyes, Señor, y no me avergonzaré; serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo1.


El día 24 de junio celebró la Iglesia el nacimiento de San Juan Bautista; hoy conmemora su dies natalis, el día de su muerte, ordenada por Herodes. Este rey, como lo llama San Marcos, es uno de los personajes más tristes del Evangelio. Durante su gobierno Cristo predicó y se manifestó como el Mesías esperado. También tuvo la ocasión de conocer a Juan, el encargado de señalar al Mesías: Este es el Cordero de Dios, había indicado a algunos de sus discípulos. Herodes llegó incluso a oírle con gusto2. Y por él podía haber conocido a Jesús, a quien mostró deseos de ver. Pero cometió la enorme injusticia de mandar decapitar al que le podía haber llevado hasta Él. La inmoralidad de sus costumbres, sus malas pasiones, le cegaron para descubrir la Verdad y no solamente le llevaron a cometer este gran crimen, sino que cuando realmente se encontró frente a frente con el Señor de cielos y tierra3, con gran ceguera de mente y de corazón, pretendió que entretuviera con alguno de sus prodigios a él y a sus amigos.


San Juan predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los publicanos, a los soldados4; a los fariseos y saduceos5, y al mismo Herodes. Con su ejemplo humilde, íntegro y austero, avalaba su testimonio sobre el Mesías, que ya había llegado6. Juan decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu hermano7. Y no temió a los grandes y a los poderosos, ni le importaron las consecuencias de sus palabras. Tenía presente en su alma la advertencia del Señor al Profeta Jeremías, que hoy nos recuerda la Primera lectura de la Misa: Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que Yo te mando. No les tengas miedo, que si no, Yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte8.


El Señor nos pide también a nosotros esa fortaleza y coherencia en lo ordinario, para que sepamos dar un testimonio sencillo, a través, en primer lugar, de una vida ejemplar, y también con la palabra, manifestando nuestro amor a Cristo y a su Iglesia, sin miedos ni respetos humanos.


II. San Marcos nos narra cómo el tetrarca había mandado prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual había tomado como mujer9. Herodías odiaba a Juan porque este reprochaba a Herodes su ilegítima unión y el escándalo notorio para el pueblo; por esto, buscaba la ocasión para matarlo. Pero Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía, y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. La ocasión se presentó cuando el rey dio un banquete en su cumpleaños, al que invitó a los hombres principales de la región. Bailó la hija de Herodías delante de todos, y gustó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey le prometió: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró varias veces: Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y por instigación de su madre, le demandó la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció; pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso contrariarla. Los discípulos del Bautista recogieron luego su cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Muchos de ellos, con toda seguridad, serían más tarde fieles seguidores de Cristo.


Juan lo dio todo por el Señor: no solo dedicó todos sus esfuerzos a preparar su llegada y a los primeros discípulos que tendría el Maestro, sino la vida misma. «No debemos poner en duda comenta San Beda- que San Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad: ello fue suficiente para afirmar que murió por Cristo (...). Y la muerte que de todas maneras había de acaecerle por ley natural era para él algo deseable, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por Él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: los padecimientos de esta vida presente tengo por cierto que no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros»10.


A lo largo de los siglos, quienes han seguido de cerca a Cristo se han alegrado cuando por su fe han tenido que sufrir persecución, tribulaciones o contrariedades. Muchos han sido los que siguieron el ejemplo de los Apóstoles: después que fueron azotados, los conminaron a no hablar del nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre11. Y, lejos de vivir acobardados y temerosos, todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio12. Seguramente se acordaron de las palabras del Señor, recogidas por San Mateo: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron13.


¿Vamos nosotros a entristecernos o a quejarnos si alguna vez tenemos que padecer algo por nuestra fe, o por ser fieles a la llamada que hemos recibido del Señor?


III. La historia de la Iglesia y de sus santos nos muestra cómo todos aquellos que han querido seguir de cerca las pisadas de Cristo se han encontrado, de un modo u otro, con la Cruz y la contradicción. Para subir al Calvario y corredimir con Cristo no se encuentran caminos fáciles y cómodos. Ya en los primeros tiempos, San Pedro escribe a los cristianos, dispersos por todas partes, una Carta con acentos claros de consuelo por lo que sufrían. No se trataba de la persecución sangrienta que vendría más tarde, sino de la situación incómoda en la que muchos se encontraban por ser consecuentes con su fe: unas veces era en el ámbito familiar, donde los esclavos tenían que soportar las injusticias de sus amos14 y las mujeres intolerancias de sus maridos15; otras, eran calumnias o injurias, o discriminaciones... San Pedro les recuerda que las contrariedades que padecen no son inútiles: han de servirles para purificarse, sabiendo que Dios es quien juzga, no los hombres. Sobre todo, han de tener presente que a imitación de Jesucristo atraerán muchos bienes, incluso la fe, a sus mismos perseguidores, como así sucedió. Les llama bienaventurados y les anima a soportar con gozo los sufrimientos. Les hace considerar que el cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual: por sus padecimientos participa de su Pasión, Muerte y Resurrección. Él es el que da sentido y plenitud a la Cruz de cada día16.


Desde San Juan el Bautista, muchos han sido los que han dado la vida por su fidelidad a Cristo. También hoy. «El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y la confianza que infundió el contacto inmediato con Él, se conservaron vivos en la comunidad cristiana y constituyeron la atmósfera en la que vivían los primeros cristianos; era la que otorgaba a su fe denuedo y firmeza... Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia casi bimilenaria. El cristianismo ha producido frutos buenos y magníficos. Ha penetrado en el interior de los corazones, a pesar de todas las oposiciones externas y todas las resistencias ocultas. El cristianismo ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguarda de todos los valores nobles y sagrados. El cristianismo ha superado con el mayor éxito la prueba de su persistencia de la cual habló un día Gamaliel (Hech 5, 28). No es, por tanto, obra de los hombres, ya que, de ser así, se hubiera desmoronado y extinguido hace ya mucho tiempo»17. Por el contrario, vemos la fuerza que la fe y el amor a Cristo tiene en nuestras almas y en millones de corazones que le confiesan y le son fieles, a pesar de dificultades y contradicciones, a veces graves y difíciles de llevar.


Es muy posible que el Señor no nos pida a nosotros una confesión de fe que nos lleve a la muerte por Él. Si nos la pidiera, la daríamos con gozo. Lo normal será, quizá, que quiera de cada uno la paz y la alegría en medio de las resistencias que opone a la fe un ambiente muchas veces pagano: la calumnia, la ironía, el ser dejados a un lado... Nuestro gozo será grande aquí en la tierra, y mucho más en el Cielo. Estos inconvenientes los vemos también con sentido positivo. «Crécete ante los obstáculos. La gracia del Señor no te ha de faltar: “inter medium montium pertransibunt aquae!” ¡pasarás a través de los montes!»18. Pero hace falta fe, «fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. Cuando la tengas lo ha dicho Él apartarás los montes, los obstáculos, humanamente insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol»19. Además, nunca nos faltará el consuelo de Dios. Y si alguna vez se nos hace más duro el caminar cerca de Cristo acudiremos a Nuestra Señora, Auxilio de los cristianos, y nos dará amparo y cobijo.

*San Juan es el único santo de quien la Iglesia conmemora el nacimiento y la muerte. Con su ejemplo lleno de fortaleza, el Precursor nos enseña a cumplir, a pesar de todos los obstáculos, la misión que cada uno hemos recibido de Dios.


28 de agosto de 2020

SAN AGUSTÍN *




 — La vida, una continua conversión.

— Comenzar y recomenzar.

— Valorar lo pequeño que nos separa del Señor. 

I. San Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre «había bebido», dice él, «con la leche materna»1. Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba «a la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser»2. Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.


El amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín, y especialmente el leer algunas obras de los clásicos3, no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios. Sus errores consistieron principalmente «en el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo»4.


Después de años de buscar la verdad sin encontrarla, con la ayuda de la gracia que su madre imploró constantemente llegó al convencimiento de que solo en la Iglesia católica encontraría la verdad y la paz para su alma. Comprendió que fe y razón están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimiento de la verdad5, y que cada una tiene su propio campo. Llegó al convencimiento de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la Iglesia6.


Nosotros también recibimos muchas luces en la inteligencia para ver claro, para conocer con profundidad la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día un poco más cerca del Señor, pues «para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino, que es el Amor.


»Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!»7. El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia de separarnos de Él gravemente, nos esperará cada instante como el padre del hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín.


II. Aunque Agustín veía claro dónde estaba la verdad, su camino no había terminado. Buscaba excusas para no dar ese paso definitivo, que para él significaba, además, una entrega radical a Dios, con la renuncia, por predilección a Cristo, de un amor humano8. «No es que le estuviera prohibido casarse -esto lo sabía muy bien Agustín, lo que no quería era ser cristiano solamente de esta manera: renunciando al ideal acariciado de la familia y dedicándose con toda su alma al amor y a la posesión de la Sabiduría (...). Con gran rubor se preguntaba a sí mismo: ¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes y estas jóvenes? (Conf. 8, 11, 27). De ello se originó un drama interior, profundo, lacerante, que la gracia divina condujo a buen desenlace»9. Dio ese paso definitivo en el verano del año 386, y nueve meses más tarde, en la noche del 24 al 25 de abril del año siguiente, durante la vigilia pascual, tuvo su encuentro para siempre con Cristo, al recibir el Bautismo de manos de San Ambrosio. Así cuenta el Santo la serena pero radical decisión que cambiaría completamente su vida: «Fuimos (él, su amigo Alipio y su hijo Adeodato) donde mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se alegró. Le contamos el desarrollo de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecir porque Tú, Señor, concedes más de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías otorgado, con relación a mí, más de lo que había pedido con sus gemidos y lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba ni esposa ni carrera en este mundo»10. Cristo llenó por entero su corazón.


Nunca olvidó San Agustín aquella noche memorable. «Recibirnos el bautismo recuerda al cabo de los años y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del género humano». Y añade: «Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente en tu Iglesia»11.


La vida del cristiano nuestra vida está acompañada de frecuentes conversiones. Muchas veces hemos tenido que hacer de hijo pródigo y volver a la casa del Padre, que siempre nos espera. Todos los santos saben de esos cambios íntimos y profundos, en los que se han acercado de una manera nueva, más sincera y humilde, a Dios. Para volver al Señor es necesario no excusar nuestras flaquezas y pecados, no hacer componendas con aquello que no va según el querer de Dios. ¡Cómo recordaría San Agustín su conversión cuando años más tarde, siendo ya Obispo, predicaba a sus fieles!: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón»12.


Fiados de la misericordia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. «Me dices, contrito: “¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada”.


»Que Él bendiga esos afanes tuyos»13.


III. «Buscad a Dios, y vivirá vuestra alma. Salgamos a su encuentro para alcanzarle, y busquémosle después de hallarlo. Para que le busquemos, se oculta, y para que sigamos indagando, aun después de hallarle, es inmenso. Él llena los deseos según la capacidad del que investiga»14.


Esta fue la vida de San Agustín: una continua búsqueda de Dios; y esta ha de ser la nuestra. Cuanto más le encontremos y le poseamos, mayor será nuestra capacidad para seguir creciendo en su amor.


La conversión lleva siempre consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, y la vuelta sincera a Dios. Hemos de pedir con frecuencia a Nuestra Madre Santa María que nos conceda la gracia de prestarle importancia aun a lo que parece pequeño, pero que nos separa del Señor, para apartarlo y arrojarlo lejos de nosotros. Este camino de conversión parte siempre de la fe: el cristiano mira la infinita misericordia de Dios, movido por la gracia, y reconoce su culpa o su falta de correspondencia a lo que Dios esperaba de él. Y, a la vez, nace en el alma una esperanza más firme y un amor más seguro.


Al terminar hoy nuestra oración, no olvidemos que «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»15. Dirígete a Ella, «pídele que te haga el regalo prueba de su cariño por ti de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.


»Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano... y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.


»Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús»16. No olvidemos que también Dios, pacientemente, nos espera a nosotros. Nos llama a una vida de fe y de entrega más plenos. No retrasemos nuestra llegada.


*San Agustín nació en Tagaste (África) el año 354. Después de una juventud azarosa se convirtió a los 33 años en Milán, donde fue bautizado por el Obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria y elegido Obispo de Hipona, desarrolló una enorme actividad a través de la predicación y de sus escritos doctrinales en defensa de la fe. Durante treinta y cuatro años, en los que estuvo al frente de su grey, fue un modelo de servicio para todos y ejerció una continua catequesis oral y escrita. Es uno de los grandes Doctores de la Iglesia. Murió el año 430.


27 de agosto de 2020

SANTA MÓNICA *

 


— Oración por la conversión de su hijo Agustín.

— Transmitir la fe en la familia. Piedad familiar.

— La oración en familia.


I. El Evangelio de la Misa de hoy nos narra la llegada de Jesús a la ciudad de Naín, acompañado de sus discípulos y de una numerosa muchedumbre. Al entrar, se encontró con un cortejo fúnebre que acompañaba a una viuda, cuyo hijo único llevaban a enterrar. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre1. En las almas se obra con frecuencia este milagro: muchos que estaban muertos para Dios vuelven a la Vida.


Durante muchos años, Agustín, hijo de Santa Mónica, estuvo alejado de Dios y muerto a la gracia por el pecado. La Santa, cuya memoria hoy celebramos, fue la madre intachable que con ejemplo, lágrimas y oraciones obtuvo del Señor la resurrección espiritual del que sería uno de los más grandes santos y doctores de la Iglesia. La fidelidad a Dios día a día de Santa Mónica obtuvo también la conversión de su marido Patricio, que era pagano, y ejerció una influencia decisiva en todos aquellos que de alguna manera formaban parte del ámbito familiar. San Agustín resume en estas pocas palabras la vida de su madre: «cuidaba de todos como si realmente fuera madre de todos y servía también a todos como si hubiera sido hija de todos»2.


Santa Mónica estuvo siempre pendiente de la conversión de su hijo: lloró mucho, rogó a Dios insistentemente, y no cesó de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él y trataran de convencerle para que abandonase sus errores. Un día, San Ambrosio, Obispo de Milán, al que había acudido repetidas veces, la despidió con estas palabras que han sido el consuelo de tantos padres y madres a lo largo de los siglos: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»3. El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en el ánimo de San Agustín que años más tarde, quizá recordando a su madre, exhortaba: «procurad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa»4.


La familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los hijos reciban, desarrollen, y muchas veces recuperen, la fe. «¡Qué grato es al Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una iglesia doméstica, un lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de toda la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había sido dos veces madre de Agustín, porque no solo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual»5. Y tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el Cielo.


II. Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San Agustín nos dice de su madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para Dios, sirviéndose no tanto de palabras como de su propia vida»6; una vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos llevar a Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por delante. Las quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La constancia, la paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo consiguen todo.


El Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de los padres para forjar el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es una continuada enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos de tratar a Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas comienzan a balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se transmiten de generación en generación, fórmulas breves, claramente comprensibles, capaces de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo que llegará a ser una sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús, a María y a José, invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los años, aprenden a saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a bendecir y dar gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los padres jamás deben olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han de enseñarles a comportarse como tales.


En ese clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las virtudes humanas, en sus muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad, buen humor, sobriedad, preocupación eficaz por quienes padecen necesidad... nacerán con facilidad las vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el mayor premio y honor que reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II exhortaba a los padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en la que pudieran darse esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los que vosotros, como padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir a la fascinación de las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis; ellos se fijarán siempre en vosotros mismos para ver si consideráis a Jesucristo como una limitación o como encuentro de vida, como alegría y fuente de fuerza en la vida cotidiana. Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en Santa Mónica, cuyas preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo Agustín, futuro obispo y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar su libertad. ¡Cuántas Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que muchas madres han realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración por la Iglesia y por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo pague! Si es verdad que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo del ministerio de los sacerdotes, es indudable que también depende en gran medida de las familias, y especialmente de las mujeres y madres»7. Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia.


III. Si fue tan grata a Dios la oración de una madre, Santa Mónica, ¡cómo será la de la familia entera, rezando por unos mismos fines! «La plegaria familiar escribe el Papa Juan Pablo II- tiene unas características propias. Es una oración “hecha en común”, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos (...). A los miembros de la familia cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor promete su presencia: En verdad os digo que si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18, 19 ss.)»8. Los miembros de la familia se unen, entre sí y con Dios, con más fuerza mediante la oración en común.


Esta plegaría tiene como contenido esencial la misma vida de familia: «alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversario de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deberán también señalar el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y la responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vivificadas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración»9.


El centro de la familia cristiana debe estar puesto en el Señor. Por eso, cualquier acontecimiento o circunstancia que, con solo una visión humana, sería incomprensible es interpretado como algo permitido por Dios, algo que redundará siempre en bien de todos. Así, la enfermedad o la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido o cualquier otra prueba son advertidos con relieve de eternidad y no llevan al desaliento o a la amargura, sino a confiar más en el Señor y a abandonarse del todo en sus brazos. Él es Padre de todos.


En el día de hoy pedimos a Santa Mónica la constancia que ella tuvo en la oración y que ayude a todas las familias a conservar ese tesoro de la piedad familiar, aunque en muchos lugares el ambiente y las costumbres que se van extendiendo no sean favorables. Esta situación, por el contrario, nos ha de llevar a todos a un mayor empeño en que Dios sea realmente el centro de todo hogar, comenzando por el nuestro. Así la vida de familia será un anticipo del Cielo.


* Santa Mónica nació en Tagaste (África) el año 331, de familia cristiana. Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre pagano llamado Patricio, del que tuvo varios hijos, entre ellos Agustín, cuya conversión consiguió de la misericordia divina con muchas lágrimas y oraciones. Es un modelo acabado de madre cristiana. Murió en Ostia (Italia) el año 387.



26 de agosto de 2020

EL TRABAJO ES UN DON DE DIOS

 

— El ejemplo de San Pablo.

— La calidad humana del trabajo.

— Amar el propio quehacer profesional.


I. El trabajo es un don de Dios, un gran bien para el hombre, aunque lleve consigo «el signo de un bien arduum, según la terminología de Santo Tomás (...). Y es no solo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta»1. Una vida sin trabajo se corrompe, y en el trabajo el hombre «se hace más hombre»2, más digno y más noble, si lo lleva a cabo como Dios quiere.


El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la tierra3 dado por Dios a la humanidad, que se volvió penoso por el pecado original4, pero que constituye el «quicio de nuestra santidad y el medio sobrenatural y humano apto para que llevemos con nosotros a Cristo y hagamos el bien a todos»5. Es como la columna vertebral del hombre, en la que se sostiene su vida entera, y medio a través del cual hemos de alcanzar la propia santidad y la de los demás. Un descentramiento en el trabajo ordinario, en el quehacer profesional, puede repercutir en toda la vida del hombre; también en sus relaciones con Dios. Por esto, comprendemos bien los males que llevan consigo la pereza, el trabajo mal hecho, la chapuza, las tareas a medio terminar... «El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia»6; el hombre, por su trabajo.


San Pablo, como leemos en la Primera lectura de la Misa7, señala a los primeros cristianos de Tesalónica su manera de comportarse con ellos, mientras les predicaba la Buena Nueva de Jesús: Recordad -les dice- nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie...8». Y más tarde, en la segunda Carta: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie9. El Espíritu Santo, con este ejemplo, nos ha inculcado un principio práctico bien claro a seguir: el que no trabaje, que no coma.


Hoy, en nuestra oración serena y sosegada, hemos de tener presente que este mismo espíritu de laboriosidad, de trabajo intenso, que se vivió entre los primeros cristianos, lo espera también el Señor de nosotros. Uno de los escritos más antiguos nos ha dejado este admirable testimonio: «Todo el que llegue a vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego, examinándole, le conoceréis (...). Si el que llega es un caminante, no permanecerá entre vosotros más de dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero si quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un traficante de Cristo; estad alerta contra los tales»10.


II. El Señor nos dio, en sus años de Nazaret, un ejemplo admirable de la importancia del trabajo y de la perfección humana y sobrenatural con que hemos de realizar la tarea profesional. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol»11. Su misma manera de hablar, las parábolas e imágenes que utilizará después en su predicación revelan a un hombre que ha conocido muy de cerca el trabajo; habla siempre para quien se «afana, para una vida ordinaria en la que rige siempre la ley de la normalidad, la aparición previsible de los mismos problemas para las mismas personas. Este es el ambiente de la predicación de Cristo; sus enseñanzas han quedado gráficamente conectadas con este clima. No era el “filósofo”, ni el “visionario”, sino el artesano. Uno que trabaja, como todos»12.


En San José, nuestro Padre y Señor, encontramos una existencia también llena de trabajo, una vida corriente como la nuestra, y al que en el día de hoy podemos encomendar nuestras tareas profesionales. Él inició a Jesús en su oficio y le enseñó hasta adquirir la maestría de un verdadero profesional en el manejo de la sierra, del escoplo, de la garlopa y del cepillo.


Durante su vida pública, el Maestro llamó a personas habituadas al trabajo: San Pedro, pescador de oficio, volverá de nuevo a sus tareas de pesca apenas se le ofrezca la primera oportunidad13; San Mateo recibirá la llamada para seguir al Señor mientras ejercía su oficio de recaudador de impuestos, y así todos los demás.


Cuando San Pablo se retiró de Atenas y vino a Corinto, encontró allí a un judío llamado Aquila, originario del Ponto, y a su esposa Priscila. Se juntó con ellos. Y como era del mismo oficio, se hospedó en su casa y trabajaba en su compañía, pues eran ambos fabricantes de lonas14. Durante esta estancia de año y medio en Corinto, San Pablo escribe esas exhortaciones exigentes a los cristianos de Tesalónica, convencido de que muchos de los males que se estaban originando en aquella comunidad cristiana se debían a que algunos eran más dados a hablar y a corretear de casa en casa que a ocuparse de su propio trabajo.


Nosotros debemos examinar con frecuencia la calidad humana de nuestro quehacer: si lo comenzamos y lo terminamos según el horario previsto, aunque alguno de nuestros compañeros, o todos, por las razones que sea, no lo vivieran; si lo hacemos con orden, no dejando para el final, sin razón, lo más costoso, lo menos grato; si trabajamos con intensidad, aprovechando las horas, procurando evitar conversaciones, llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; si tenemos afán de mejorar en ese trabajo con el estudio oportuno, procurando estar al día en las nuevas cuestiones que surgen en toda profesión; si nos excedemos, como ocurre con aquello que amamos, pero con temple y rectitud, sin detrimento del tiempo que debemos a la familia, a los hermanos, al apostolado, a la propia formación... Pensemos también si cuidamos los instrumentos que utilizamos, sean nuestros o de la empresa. Contemplemos a Jesús en su taller de Nazaret, pidamos al Señor entrar allí con los ojos de la fe, y veremos entonces si nuestro trabajo tiene la calidad y la hondura que Él pide a quienes le siguen.


III. Hemos de amar y cuidar la propia tarea porque es un mandato de nuestro Padre Dios. Con el trabajo ordinario se desarrolla la personalidad, se gana lo necesario para las necesidades de la familia y de uno mismo, y para ayudar a obras buenas de apostolado, de formación, etc. Hemos de amarlo, y ha de ser a la vez materia de oración, porque, además, el trabajo es uno de los más altos valores humanos, medio con el que cada uno debe contribuir al progreso de la sociedad y, sobre todo, porque es camino de santidad. Cada día podemos llevar al Señor tantas cosas que procuramos estén bien hechas: el estudiante podrá ofrecer horas de estudio intensas y completas; la madre de familia presentará el desvelo eficaz por sus hijos, por el marido, el cuidado de los mil detalles que hacen de su casa un verdadero hogar; el médico, junto a la competencia profesional, el trato amable y acogedor con los pacientes; la enfermera, esas horas llenas de un continuo servicio, como si cada uno de los enfermos fuera el mismo Cristo... En la realización del trabajo surgirán con frecuencia peticiones de ayuda al Señor, acciones de gracias, deseos de dar gloria a Dios con aquello que tenemos entre manos...


Los cristianos corrientes, los laicos, no nos santificamos a pesar del trabajo, sino a través del trabajo; encontramos al Señor en las variadas incidencias que lo componen, unas agradables y otras menos, el campo en el que se ejercitan las virtudes humanas y las sobrenaturales.


El amor al propio quehacer profesional nos llevará frecuentemente a permanecer, quizá muchos años o toda la vida, en la misma tarea. Ello no achica la sana ambición de procurar ascender y conseguir una situación o un puesto de trabajo mejor. Pero ese deseo legítimo, que forma parte de la buena mentalidad profesional, no debe ocasionar intranquilidad ni desasosiego, como si el éxito profesional y ganar dinero fueran los móviles únicos o predominantes. Los cristianos no debemos medir los trabajos solo por el dinero, como si esto fuera lo único que en definitiva importara. La profesión es el lugar donde se desarrolla y perfecciona la propia personalidad, es un modo de servir a otras personas, el medio para colaborar al progreso social y donde encontramos a Dios15. Y todo eso hay que valorarlo al juzgar el propio trabajo profesional.


San Pablo, como otros muchos hombres, dedicaba un tiempo a trabajar para ganarse el pan. En su trabajo profesional seguía siendo el Apóstol de las gentes, el elegido por Dios, y se servía de su misma profesión para acercar a otros a Cristo. Así hemos de hacer nosotros, cualquiera que sea nuestro oficio y nuestro lugar en la sociedad. Y si nos tocara estar impedidos o enfermos, esas mismas circunstancias deben ser luz, quizá incluso más brillante, para que otros muchos vean el camino que lleva a Dios y se sientan movidos a seguirlo.


25 de agosto de 2020

PRIMERO, SER JUSTOS


— La virtud de la justicia y la dignidad humana.

— La justicia social transciende lo estrictamente estipulado.

— La economía, tiene que ordenarse al bien de las personas.


I. En la Ley de Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el diezmo1: se debía entregar la décima parte del producto de los frutos más corrientes del campo, como los cereales, el vino y el aceite, para el sostenimiento del Templo. Los fariseos pagaban, además, el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y el comino, plantas aromáticas que se cultivaban en los jardines de las casas y que servían para condimentar las comidas. Era una equívoca manifestación de generosidad con Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros graves mandamientos en relación al prójimo. Por eso, por su hipocresía, les dirá el Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquellas2.


No desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta, el eneldo y el comino, que podría haber sido una verdadera expresión de amor: como quien regala unas flores a una persona que quiere, o al Señor en el Sagrario; lo que rechaza Jesucristo es la hipocresía que este falso celo oculta, pues con ello se justificaban para no cumplir con otros deberes esenciales: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Los cristianos no debemos caer jamás en una hipocresía semejante a la de estos fariseos: nuestras ofrendas voluntarias son gratas a Dios cuando cumplimos con las obligatorias y necesarias, determinadas por la justicia; esta virtud manda dar a cada uno lo suyo y se enriquece y perfecciona por la misericordia y la caridad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquellas.


La virtud de la justicia se fundamenta en la intocable dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una felicidad eterna. Y si consideramos el respeto que merece todo hombre «a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y constituidos herederos de la gloria eterna»3.


El aprecio a los derechos de las personas comienza por un ordenamiento justo de las leyes civiles, al que hemos de contribuir los cristianos, como ciudadanos ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando por aquellas leyes que defienden el derecho a la vida, el primero de los derechos, desde el mismo instante de la concepción. Pero no basta con esta contribución, que hemos de hacer siempre en la medida de nuestras posibilidades, aunque sean pequeñas. Cada día se nos presentan muchas ocasiones para ser justos con nuestros semejantes: a la hora de emitir juicios sobre otros –¡con qué facilidad, con qué frivolidad se falta a veces a la justicia más elemental con juicios temerarios!–, en las palabras, evitando no solo la calumnia –la acusación falsa–, sino también la difamación, la palabrería que propaga los defectos del prójimo, para disminuir su consideración social, profesional y humana; en las obras, dando a cada uno lo que es suyo...


¿Cómo podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no tratamos con esmero –de pensamiento, palabra y obra– a nuestros hermanos, por quienes Jesús dio su vida?


II. Vivir la justicia con el prójimo es mucho más que el mero no causarle daño, y no basta para cumplirla con lamentarse ante situaciones de injusticia; quejas y lamentaciones que serán estériles si no se traducen en más oración y obras para remediar esa situación. Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales... Vivir la justicia con quienes nos relacionamos habitualmente significa, entre otros deberes, respetar su derecho a la fama, a la intimidad, a una retribución económica suficiente... «Estas exigencias no han de limitarse únicamente al orden económico, como es, por ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la vida y la moral cristianas tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida, a la fidelidad, a la verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la laboriosidad y la honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e incluso la generosidad deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de sus actividades laborales y profesionales»4.


También la calumnia, la maledicencia, la murmuración..., constituyen una verdadera y flagrante injusticia, pues «entre los bienes temporales la buena reputación parece ser el más valioso, y por su pérdida el hombre queda privado de hacer mucho bien»5. El Apóstol Santiago dice de la lengua que es un mundo entero de maldad6: puede servir para alabar a Dios, para hablar con Él, para comunicarnos..., o puede hacer mucho daño, si no hay un empeño decidido en no hablar nunca mal de nadie.


No es infrecuente que se falte a la justicia a través de la palabra. Por eso, el Señor nos pide a los cristianos que sepamos defenderla, que no nos dejemos guiar por rumores, por juicios precipitados de otras personas, de algunos medios de comunicación social..., que nunca emitamos un juicio negativo sobre personas o instituciones -no ser inquisidores y verdugos de vidas ajenas Y, entonces, hemos de procurar poner los medios para estar bien informados, y, si alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos partes, matizando cuando sea preciso hacerlo y salvando siempre la intención profunda de las personas, que solo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen quienes de alguna manera trabajan en los medios de comunicación social o tienen acceso a ellos, por el gran bien o el mal grave que pueden hacer.


Debemos vivir los deberes de justicia con aquellos que el Señor nos ha encomendado, dedicándoles tiempo, colaborando en la formación de todos, tratando con más esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus condiciones particulares, más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta virtud, por ejemplo, el padre o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y distracciones, y no dedicara lo necesario para la educación de los hijos o para aquellas personas que Dios ha puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus gustos y preferencias personales, de los que con un poco de buena voluntad se puede prescindir, a las necesidades de los demás.


Somos justos cuando damos a cada uno lo suyo. El empresario, con la justa retribución de los empleados, de acuerdo con las leyes civiles justas y con la recta conciencia. No será raro que, a veces, haya de remunerar por encima del mínimo exigido por la ley, pues pueden darse circunstancias en las que, cumpliendo lo estrictamente legal, lo establecido, se falte a la justicia con ese mínimo estipulado: pueden darse despidos legales pero injustos, salarios de acuerdo con las leyes pero que ofenden la dignidad de las personas...; «la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas»7. Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo ante Dios, y esto le llevará a cumplir más allá de lo meramente establecido por las leyes, teniendo en cuenta las circunstancias personales y familiares de quien trabaja a su cargo.


III. La economía tiene sus propias leyes y mecanismos, pero estas leyes no son suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son inamovibles. El orden económico no debe concebirse –insiste el Magisterio de la Iglesia– como un orden independiente y soberano, sino que ha de estar sometido a los principios superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y deficiencias del orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona8.


La justicia social exige también que al trabajador no se le deje a merced de las leyes de la competencia, como si su trabajo se tratara solo de una mercancía9; y una de las principales preocupaciones del Estado y de los empresarios «debe ser esta: dar trabajo a todos»10, pues el paro forzoso es uno de los mayores males de un país y causa de otros muchos en la persona, en las familias y en la sociedad misma.


Quien trabaja en un taller, en la Universidad, en una empresa, no viviría la justicia si no cumple con esmero con su tarea, con competencia profesional, aprovechando el tiempo, cuidando los instrumentos de trabajo que son propiedad de la fábrica, de la biblioteca, del hospital, del taller, de la casa en la que se ayuda en las tareas del hogar. Los estudiantes faltarían a la justicia con la sociedad, con la familia, a veces gravemente, si no aprovechan ese tiempo dedicado al estudio. De modo general, las calificaciones académicas obtenidas pueden ser materia de un buen examen de conciencia. Muchas veces, la poca intensidad en el estudio será la causa de no ser más tarde buenos profesionales, faltando así a la justicia con la empresa en la que se trabaja, por carecer de la preparación debida. Son puntos que con frecuencia deberemos examinar, para vivir delicadamente, delante de Dios y de los hombres, los deberes hacia el prójimo: la justicia, la misericordia y la fidelidad en los pactos y promesas.


Pidamos a la Santísima Virgen esa rectitud de conciencia, para contribuir a hacer de la sociedad en que vivimos un ámbito de convivencia digno de hijos de Dios.

24 de agosto de 2020

SAN BARTOLOMÉ Apostol *

 


— El encuentro con Jesús.

— El elogio del Señor. La virtud de la sinceridad.

— La virtud de la sencillez. sinceridad


I. Al Apóstol Bartolomé lo identifica la tradición con Natanael, aquel amigo de Felipe a quien este comunicó lleno de gozo su encuentro con Jesús, con estas palabras: Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley, y los Profetas: Jesús de Nazareth, el hijo de José1. Natanael, como todo buen israelita, sabía que el Mesías debía venir de Belén, del pueblo de David2. Así lo había anunciado el Profeta Miqueas: Y tú, Belén, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel3. Por eso quizá contesta con cierto tono despectivo: ¿Acaso puede salir algo bueno de Nazareth? Y Felipe, sin confiar demasiado en sus propias explicaciones, le invitó a acercarse personalmente al Maestro: Ven y verás, le dice. Felipe sabía bien, como nosotros, que Cristo no defrauda a nadie. Jesús mismo «llamó a Natanael por medio de Felipe, como llamó a Pedro por medio de su hermano Andrés. Esta es la manera de obrar de la divina Providencia, que nos llama y nos conduce por medio de otros. Dios no quiere trabajar solo; su sabiduría y bondad quieren que también nosotros participemos en la creación y orden de las cosas»4. ¡Cuántas veces nosotros mismos vamos a ser instrumentos para que nuestros amigos o familiares reciban la llamada del Señor! ¡A cuántos, como Felipe, les hemos dicho ven y verás!


Natanael, hombre sincero, acompañó a Felipe hasta Jesús... y quedó deslumbrado. El Maestro ganó su fidelidad para siempre. Al verlo llegar acompañado de Felipe, le dijo: ¡He aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez ni engaño! ¡Qué gran elogio! Natanael quedó sorprendido, y preguntó: ¿De qué me conoces? Y el Señor le responde con unas palabras misteriosas para nosotros, pero que debieron ser muy claras y luminosas para él: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi.


Al oír a Jesús, Natanael entendió con claridad. Las palabras del Señor le recordaron algún suceso íntimo, tal vez la resolución de un propósito decidido, y le hicieron pronunciar una emocionada confesión explícita de fe en Jesús como Mesías y como Hijo de Dios: Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Y el Señor le dice y le promete: ¿Porque te he dicho que te vi bajo la higuera crees? Cosas mayores verás. Y evocó Jesús con cierta solemnidad un texto del Profeta Daniel5 para confirmar y dar mayor hondura a las palabras que terminaba de pronunciar el nuevo discípulo: En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre.


II. En el elogio de Jesús a Natanael se descubre la atracción que una persona sincera produce en el Corazón de Cristo. El Maestro dice del nuevo discípulo que en él no hay doblez ni engaño: es un hombre sin falsía. No tiene «como dos corazones y dos dobleces en el corazón, uno para las verdades y otro para las mentiras»6. Esto mismo se ha de decir de cada uno de nosotros, porque seamos hombres y mujeres íntegros, que procuran vivir con coherencia la fe que profesamos. El mentiroso, el que tiene un ánimo doble, el que actúa con poca claridad, suena siempre a campana rota: «Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: “ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto”... Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad»7.


Esta virtud es fundamental para seguir a Cristo, pues Él es la Verdad divina8 y aborrece todo engaño. Hasta sus mismos enemigos tendrán que reconocer el amor de Cristo por la verdad: Maestro le dirán en una ocasión, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias9. Y nos enseña que las manifestaciones de las propias ideas o pensamientos han de hacerse según verdad: Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no; que lo que pasa de esto, de mal principio proviene10. El demonio, por el contrario, es el padre de la mentira11, pues intenta siempre llevar a los hombres al mayor engaño, que es el pecado. El mismo Jesús, que se muestra siempre comprensivo y misericordioso con todas las flaquezas humanas, lanza durísimas condenas contra la hipocresía de los fariseos. Por eso nos imaginamos también la alegría que le produjo el encuentro con Natanael.


La verdad nos da la auténtica libertad. Esta frase evangélica establece una estrecha relación entre la verdad y la libertad12. «Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de la nuestra, con las mismas palabras: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una verdad fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como una condición de auténtica libertad»13. Esa libertad interior que nos permite movernos siempre con la soltura y la alegría propias de los hijos de Dios. No tengamos nunca miedo a la verdad, aunque parezca en alguna ocasión que el ser veraces nos acarrea un mal, que podría evitarse con una mentira. De la verdad no puede nacer más que bien. Nunca vale la pena mentir: ni por obtener un gran beneficio económico que dependiera solo de una mentira pequeña, ni por librarnos de un castigo o de un mal rato.


III. Hemos de ser veraces y sinceros en la vida corriente, en nuestras relaciones con los demás: sin esta virtud, se hace difícil o imposible la convivencia14. «Fuera de la verdad, la existencia humana acaba oscureciéndose y, casi insensiblemente, se entenebrece en el error y puede llegar a falsearse a sí mismo y su vida prefiriendo el mal al bien»15. De modo particular hemos de ser veraces y sinceros en el trato con Dios, para dirigirnos a Él «sin anonimato», sin querernos ocultar, con la alegría y la confianza con que un buen hijo se conduce delante del mejor de los padres. Esta virtud es particularmente necesaria en la dirección espiritual: hemos de aprender a dar a conocer la intimidad del alma a quienes, en nombre del Señor, nos ayudan a encaminar nuestros pasos hacia el Cielo. En la Confesión, la sinceridad es tan importante que si el hombre no reconoce su culpa, no puede recibir la gracia: no es, pues, solo la actitud ante una persona, el confesor, sino ante el mismo Dios. La postura contraria el disimulo, el engaño, el callar sería tan estéril en orden a los frutos que deseamos obtener, como la del que «acudiendo a la consulta del médico para ser curado, perdiera el juicio y la conciencia de a qué ha ido, y mostrase los miembros sanos ocultando los enfermos. Dios sigue San Agustín es quien debe vendar las heridas, no tú; porque si tú, por vergüenza, quieres ocultarlas con vendajes, no te curará el médico. Has de dejar que sea el médico el que te cure y vende las heridas, porque él las cubre con medicamento. Mientras que con el vendaje del médico las llagas se curan, con el vendaje del enfermo se ocultan. ¿Y a quién pretendes ocultarlas? Al que conoce todas las cosas»16. Si somos sinceros, nuestros mismos pecados serán motivo para que nos unamos más íntimamente a Dios.


Muy relacionada con la sinceridad está otra virtud, que podemos admirar hoy en San Bartolomé: la sencillez, que es consecuencia necesaria de un corazón que busca a Dios. A esta virtud se oponen la afectación en el decir y en el obrar, el deseo de llamar la atención, la pedantería, el aire de suficiencia, la jactancia..., faltas que dificultan la unión con Cristo, el seguirle de cerca, y que crea barreras, a veces insalvables, para ayudar a los demás a que se acerquen a Jesús. El alma sencilla no se enreda ni se complica inútilmente por dentro: se dirige derechamente a Dios, a través de todos los sucesos buenos o malos que ocurren a su alrededor. Junto a la sinceridad, la naturalidad y la sencillez constituyen otras «dos maravillosas virtudes humanas, que hacen al hombre capaz de recibir el mensaje de Cristo. Y, al contrario, todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor»17.


Pidamos hoy a San Bartolomé que nos alcance del Señor esas virtudes, que tanto le agradan a Él y que tan necesarias son para la oración, la amistad, la convivencia y el apostolado. Pidamos a Nuestra Señora andar por la vida sin dobleces, con sinceridad y sencillez: «“Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!” ¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!» María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos»18. San Bartolomé será hoy nuestro principal intercesor ante Nuestra Señora.



*Bartolomé -o Natanael, como le llama a veces el Santo Evangelio- fue uno de los Doce. Era natural de Caná de Galilea y amigo del Apóstol Felipe, quien le llevó hasta Jesús en la región del Jordán. De él hizo Jesús esta gran alabanza: He aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño. Según la Tradición, predicó la fe en Arabia y Armenia, donde murió mártir.