"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de noviembre de 2020

SAN ANDRÉS APOSTOL*


— El primer encuentro con Jesús.

— Apostolado de la amistad,

— Desprendimiento y prontitud para seguir al Señor.


I. Fueron y vieran dónde vivía, y permanecieron aquel día con Él. Era alrededor de la hora décima1.


Andrés y Juan fueron los primeros Apóstoles llamados por Jesús, según nos relata el Evangelio. El Maestro ha comenzado su ministerio público y enseguida, al día siguiente, comienza a llamar a los que estarán más cercanos a su Persona. Se encontraba el Bautista con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios2. Y los dos se fueron detrás del Señor. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Les respondió: Venid y veréis. Era en realidad una amable invitación a que le acompañaran. Durante aquel día Jesús les hablaría de mil cosas con sabiduría divina y encanto humano, y quedaron ya para siempre unidos a su Persona. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y le siguieron. Juan, después de muchos años, pudo anotar en su Evangelio la hora del encuentro: Era alrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Jamás olvidó aquel momento en que Jesús les dijo: ¿Qué buscáis? Andrés también recordaría siempre aquel día definitivo.


Nunca se olvida el encuentro decisivo con Jesús. Aceptar la llamada del Señor, ser recibido en el círculo de sus más íntimos, es la mayor gracia que se puede recibir en este mundo. Representa ese día feliz, inolvidable, en el que somos invadidos por la clara invitación del Maestro, ese don inmerecido, tanto más valioso por cuanto viene de Dios, que da sentido a la vida e ilumina el futuro. Hay llamadas de Dios que son como una invitación dulce y silenciosa; otras, como la de San Pablo, fulminantes como un rayo que rasga la oscuridad, y también hay llamadas en las que el Maestro pone sencillamente la mano sobre el hombro, mientras dice: ¡Tú eres mío! ¡Sígueme! Entonces, el hombre, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel Campo3, porque en él está su tesoro. Ha descubierto, entre los muchos dones de la vida, como un experto que busca perlas finas4, la de mayor valor5.


Venid y veréis. Es en el trato personal con el Señor donde Andrés y Juan conocieron, por experiencia personal, aquello que con las solas palabras no hubieran entendido, del todo6. Es en la oración personal, en la intimidad con Cristo, donde conocemos sus múltiples invitaciones y llamadas a seguirle más de cerca. Ahora, mientras hablamos con Él, nos podríamos preguntar si tenemos el oído atento a su voz inconfundible, si estamos respondiendo hasta el fondo a lo que nos pide, porque Cristo pasa junto a nosotros y llama. Él sigue presente en el mundo, con la misma realidad de hace veinte siglos, y busca colaboradores que le ayuden a salvar almas. Vale la pena decir que sí a esta empresa divina.


II. Dijo Andrés a su hermano Simón: ¡Hemos encontrado al Mesías! (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús7.


El encuentro con Jesús dejó a Andrés con el alma llena de felicidad y de gozo; una alegría nueva que era necesario comunicar enseguida. Parece como si no pudiera retener tanta dicha. Al primero que encontró fue a su hermano Pedro. Y comenta San Juan Crisóstomo que, después de haber estado con Jesús, después de haberle tratado durante aquel día, «no guardó para sí este tesoro, sino que se apresuró a acudir a su hermano, para hacerle partícipe de su dicha»8. Andrés debió hablar a Pedro con entusiasmo de su descubrimiento: ¡Hemos encontrado al Mesías!, le dice con ese tono especial del que está convencido, pues logra que Pedro, quizá cansado después de una jornada de trabajo, vaya hasta el Maestro, que ya le esperaba: Y lo llevó hasta Jesús. Esa es nuestra tarea: llevar a Cristo a nuestros parientes, amigos y conocidos, hablándoles con ese convencimiento que persuade. Este anuncio es propio del alma que «se llena de gozo con su aparición y que se apresura a anunciar a los demás algo tan grande. Esta es la prueba del verdadero y sincero amor fraternal, el mutuo intercambio de bienes espirituales»9. Verdaderamente, quien encuentra a Cristo lo encuentra para todos y, en primer lugar, para los más cercanos: parientes, amigos, colegas...


Nosotros hemos tratado con intimidad ¡quizá desde hace no pocos años! a Cristo, que pasó cerca de nuestra vida: «como Andrés, también nosotros, por la gracia de Dios, hemos descubierto al Mesías y el significado de la esperanza que hay que transmitir a nuestro pueblo»10. El Señor se vale con frecuencia de los lazos de la sangre, de la amistad... para llamar a otras almas a seguirle. Esos vínculos pueden abrir la puerta del corazón de nuestros parientes y amigos a Jesús, que a veces no puede entrar debido a los prejuicios, los miedos, la ignorancia, la reserva mental o la pereza. Cuando la amistad es verdadera no son necesarios grandes esfuerzos para hablar de Cristo: la confidencia surgirá como algo normal. Entre amigos es fácil intercambiar puntos de vista, comunicar hallazgos... ¡Sería tan poco natural que no habláramos de Cristo, siendo lo más importante que hemos descubierto y el motor de nuestro actuar!


La amistad, con la gracia de Dios, puede ser el cauce natural y divino a un mismo tiempo para un apostolado hondo, capilar, hecho uno a uno. Muchos descubrirán por nuestras palabras llenas de esperanza y de alegría a Jesús cercano, como lo encontró Pedro, como quizá lo hallamos en otro tiempo nosotros. «Un día no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana que es la razón más sobrenatural-, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que solo desaparece cuando te apartas de Él»11. Esa alegría que solo hemos encontrado al seguir los pasos del Maestro, y que deseamos que muchos participen.


III. Un tiempo más tarde, mientras caminaban junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: Seguidme y os haré pescadores de hombres. Ellos, al instante dejaron las redes y le siguieron12. Es la llamada definitiva, culminación de aquel primer encuentro con el Maestro. Andrés, como los demás Apóstoles, respondió al instante, con prontitud. San Gregorio Magno, al comentar esta llamada definitiva de Jesús y el desprendimiento de todo lo que poseían con que respondieron aquellos pescadores, enseña que el reino de los cielos «vale tanto cuanto tienes»13. Ante Jesús que pasa no podemos reservarnos nada. Mucho dejaron Pedro y Andrés, «puesto que ambos dejaron los deseos de poseer»14. El Señor necesita corazones limpios y desprendidos. Y cada cristiano que sigue a Cristo ha de vivir, según su peculiar vocación, este espíritu de entrega. No puede haber algo en nuestra vida que no sea de Dios. ¿Qué nos vamos a reservar cuando el Maestro está tan cerca, cuando le vemos y le tratamos todos los días?


Este desprendimiento nos permitirá acompañar a Jesús que continúa su camino con paso rápido, que no sería posible seguir con demasiados fardos. El paso de Dios puede ser ligero, y sería triste que nos quedásemos atrás por cuatro cosas que no valen la pena. Él, de una forma u otra, pasa siempre cerca de nosotros y nos llama. Una veces lo hace a una edad temprana, otras en la madurez, y también cuando ya falta un trayecto más corto para llegar hasta Él, como se desprende de aquella parábola de los jornaleros que fueron contratados a diversas horas del día15. En cualquier caso, es necesario responder a esa llamada con la alegría estremecida que nos han dejado los Evangelistas cuando recuerdan su llamada. Es el mismo Jesús el que pasa ahora, el que nos ha invitado a seguirle.


Cuenta la tradición que San Andrés murió alabando la cruz, pues le acercaba definitivamente a su Maestro: «Oh cruz buena, que has sido glorificada por causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (...), devuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió»16. No nos importarán los mayores sacrificios si vemos a Jesús detrás de ellos.


*San Andrés Apóstol era natural de Betsaida, hermano de Simón y pescador como él. Fue al principio discípulo de Juan el Bautista, y luego uno de los primeros que conoció a Jesús, y quien llevó a Pedro al encuentro con el Maestro. En la multiplicación de los panes, Andrés es quien dice a Jesús que había un muchacho con unos panes y unos peces. Según la tradición, predicó el Evangelio en Grecia y murió crucificado en Acaya en una cruz en forma de aspa.

29 de noviembre de 2020

1er DOMIGO de ADVIENTO: EN LA ESPERA DEL SEÑOR

— Vigilantes ante la llegada del Mesías.

— La Confesión, medio para preparar la Navidad.

— Vigilantes mediante la oración, la mortificación.


I. Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras1.


Quizá hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento2– de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas cuando miraban hacia adelante en espera de la redención de su pueblo. No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de venir el Mesías. Solo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas de la cárcel; que la luz que solo se divisaba entonces como un punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de Dios debía estar a la espera.


Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya se ha cumplido el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.


Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron3. Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo.


Estad vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos repetirá San Pablo4. Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia.


Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirad a Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz5. La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.


«Ven, Señor, y no tardes». Preparemos el camino para el Señor que llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos que inspiran nuestras acciones.


II. Como en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida6.


«La concupiscencia de la carne no es solo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).


»El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).


»Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.


»La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos»7.


Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca, pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador8.


Prepararemos este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios.


Así lo haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.


III. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a media noche, o al canto del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad9.


Para mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender10. «Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros»11.


Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.


«Hermanos –nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene, para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio»12.


Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.


Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús.

28 de noviembre de 2020

HACIA CASA DEL PADRE

 

— Anhelo del Cielo.

— La «divinización» del alma.

— La gloria accidental. 



I. Me mostró el río del agua de la vida claro como un cristal, procedente del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, y en una y otra orilla del río, está el árbol de la vida, que produce frutos doce veces (...). En ella estará el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto, verán su rostro y llevarán su nombre grabado en sus frentes1. La Sagrada Escritura acaba donde comenzó: en el Paraíso. Y las lecturas de este último día del año litúrgico nos señalan el fin de nuestro caminar aquí en la tierra: la Casa del Padre, nuestra morada definitiva,


El Apocalipsis nos enseña, mediante símbolos, la realidad de la vida eterna, donde se verá cumplido el anhelo del hombre: la visión de Dios y la felicidad sin término y sin fin. San Juan nos presenta en esta lectura el encuentro de quienes fueron fieles en esta vida: el agua es el símbolo del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, representado por el río que surge del trono de Dios y del Cordero. El nombre de Dios sobre las frentes de los elegidos expresa su pertenencia al Señor2. En el Cielo ya no habrá noche: no será necesaria luz ni lámparas ni el sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinará por los siglos de los Siglos3.


La muerte de los hijos de Dios será solo el paso previo, la condición indispensable, para reunirse con su Padre Dios y permanecer con Él por toda la eternidad. Junto a Él ya no habrá noche. En la medida en que vamos creciendo en el sentido de la filiación divina, perdemos el miedo a la muerte, porque sentimos con más fuerza el anhelo de encontrarnos con nuestro Padre, que nos espera. Esta vida es solo el camino hasta Él; «por eso es necesario vivir y trabajar en el tiempo llevando en el corazón la nostalgia del Cielo»4.


Muchos hombres, sin embargo, no tienen en su corazón esta «nostalgia del Cielo» porque se encuentran aquí satisfechos de su prosperidad y confort material y se sienten como si estuvieran en casa propia y definitiva, olvidando que no tenemos aquí morada permanente5 y que nuestro corazón está hecho para los bienes eternos. Han empequeñecido su corazón y lo han llenado de cosas que poco o nada valen, y que dejarán para siempre dentro de un tiempo no demasiado largo.


Los cristianos amamos la vida y todo lo que en ella encontramos de noble: amistad, trabajo, alegría, amor humano..., y no debe extrañarnos que a la hora de dejar este mundo experimentemos cierto temor y desazón, pues el cuerpo y el alma fueron creados por Dios para estar unidos y solo tenemos experiencia de este mundo. Sin embargo, la fe nos dará el consuelo inefable de saber que la vida se transforma, no se pierde; y al deshacerse la casa de nuestra habitación terrena, se nos prepara en el Cielo una eterna morada6. Después nos espera la Vida.


Los hijos de Dios quedarán maravillados en la gloria al ver todas las perfecciones de su Padre, de las que solo tuvieron un anticipo en la tierra. Y se sentirán plenamente en su casa, en su morada ya definitiva, en el seno de la Trinidad Beatísima7.


Por eso, podemos exclamar: «¡Si no nos morimos!: cambiamos de casa y nada más. Con la fe y el amor, los cristianos tenemos esta esperanza; una esperanza cierta. No es más que un hasta luego. Nos debíamos morir despidiéndonos así: ¡hasta luego!»8.


II. Los santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los siglos9.


En el Cielo todo nos parecerá enteramente joven y nuevo. Y esta novedad será tan impresionante que el viejo universo habrá desaparecido como un volumen enrollado10; y, sin embargo, el Cielo no será extraño a nuestros ojos. Será la morada que aun el corazón más depravado siempre anheló en el fondo de su ser. Será la nueva comunidad de los hijos de Dios, que habrán alcanzado allí la plenitud de su adopción. Estaremos con nuevos corazones y voluntades nuevas, con nuestros propios cuerpos transfigurados después de la resurrección. Y esta felicidad en Dios no excluirá las genuinas relaciones personales. «Ahí entran todos los amores humanos verdaderos, auténticamente personales: El amor de los esposos, aquel entre padre e hijos, la amistad, el parentesco, la limpia camaradería...


»Vamos todos caminando por la vida y, según pasan los años, son cada vez más numerosos los seres queridos que nos aguardan al otro lado de la barrera de la muerte. Esta se convierte en algo menos temeroso, incluso en algo alegre, cuando vamos siendo capaces de advertir que es la puerta de nuestro verdadero hogar en el que nos aguardan ya los que nos han precedido en el signo de la fe. Nuestro común hogar no es la tumba fría; es el seno de Dios»11.


Aquí nos encontramos con una pobreza desoladora para hacernos cargo de lo que será nuestra vida en el Cielo junto a nuestro Padre Dios. El Antiguo Testamento apunta la vida del Cielo evocando la tierra prometida, en la que ya no se sufrirán la sed y el cansancio, sino que, por el contrario, abundarán todos los bienes. No padecerán hambre ni sed, ni les afligirá el viento solano ni el sol, porque los guiará el que se ha compadecido de ellos, y los llevará a manantiales de agua12. Jesús, en el que tiene lugar la plenitud de la revelación, nos insiste una y otra vez en esta felicidad perfecta e inacabable. Su mensaje es de alegría y de esperanza en este mundo y en el que está por llegar.


El alma y sus potencias, y el cuerpo después de la resurrección, quedarán como divinizados, sin que esto suprima la diferencia infinita entre la creatura y su Creador. Además de contemplar a Dios tal como es en sí mismo, los bienaventurados conocen en Dios de modo perfectísimo a las criaturas especialmente relacionadas con ellos, y de este conocimiento obtienen también un inmenso gozo. Afirma Santo Tomás que los bienaventurados conocen en Cristo todo lo que pertenece a la belleza e integridad del mundo, en cuanto forman parte del universo. Y por ser miembros de la comunidad humana, conocen lo que fue objeto de su cariño o interés en la tierra; y en cuanto criaturas elevadas al orden de la gracia, tienen un conocimiento claro de las verdades de fe referentes a la salvación: la encarnación del Señor, la maternidad divina de María, la Iglesia, la gracia y los sacramentos13.


«Piensa qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso que en su honor se quema; piensa también en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas empiezan ya se acaban...


«En cambio, un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia ... ! Y sin empalago: te saciará sin saciar»14.


III. En el Cielo veremos a Dios y gozaremos en Él con un gozo infinito, según la santidad y los méritos adquiridos aquí en la tierra. Pero la misericordia de Dios es tan grande, y tanta su largueza, que ha querido que sus elegidos encuentren también un nuevo motivo de felicidad en el Cielo a través de los bienes legítimos creados a los que el hombre aspira; es lo que llaman los teólogos gloria accidental. A esta bienaventuranza pertenecen la compañía de Jesucristo, a quien veremos glorioso, al que reconoceremos después de tantos ratos de conversación con Él, de tantas veces como le recibimos en la Sagrada Comunión..., la compañía de la Virgen, de San José, de los Ángeles, en particular del propio Ángel Custodio, y de todos los santos. Especial alegría nos producirá encontrarnos con los que más amamos en la tierra: padres, hermanos, parientes, amigos..., personas que influyeron de una manera decisiva en nuestra salvación...


Además, como cada hombre, cada mujer, conserva su propia individualidad y sus facultades intelectuales, también en el Cielo es capaz de adquirir otros conocimientos utilizando sus potencias15. Por eso será un motivo de gozo la llegada de nuevas almas al Cielo, el progreso espiritual de las personas queridas que quedaron en la tierra, el fruto de los propios trabajos apostólicos a lo largo del tiempo, la fecundidad sobrenatural de las contrariedades y dificultades padecidas por servir al Maestro... A esto se añadirá, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo, resucitado y glorioso, para el que fue creada el alma. Esta gloria accidental aumentará hasta el día del juicio universal16.


Es bueno y necesario fomentar la esperanza del Cielo; consuela en los momentos más duros y ayuda a mantener firme la virtud de la fidelidad. Es tanto lo que nos espera dentro de poco tiempo que se entienden bien las continuas advertencias del Señor para estar vigilantes y no dejarnos envolver por los asuntos de la tierra de tal manera que olvidemos los del Cielo. En el Evangelio de la Misa de hoy17, el último del año litúrgico, nos advierte Jesús: Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida, la preocupación del dinero y se os eche encima aquel día... Estad siempre despiertos... y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.


Pensemos con frecuencia en aquellas otras palabras de Jesús: Voy a prepararos un lugar18. Allí, en el Cielo, tenemos nuestra casa definitiva, muy cerca de Él y de su Madre Santísima. Aquí solo estamos de paso. «Y cuando llegue el momento de rendir nuestra alma a Dios, no tendremos miedo a la muerte. La muerte será para nosotros un cambio de casa. Vendrá cuando Dios quiera, pero será una liberación, el principio de la Vida con mayúscula. Vita mutatur, non tollitur (Prefacio I de Difuntos) (...). La vida se cambia, no nos la arrebatan. Empezaremos a vivir de un modo nuevo, muy unidos a la Santísima Virgen, para adorar eternamente a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el premio que nos está reservado»19.


Mañana comienza el Adviento, el tiempo de la espera y de la esperanza; esperemos a Jesús muy cerca de María.


27 de noviembre de 2020

PALABRA ETERNA


— Lectura del Evangelio

— Dios nos habla en la Sagrada Escritura.

— Para sacar fruto.


I. A punto de concluir el ciclo litúrgico, leemos en el Evangelio de la Misa esta expresión del Señor: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán1. Son palabras eternas las de Jesús, que nos dieron a conocer la intimidad del Padre y el camino que habíamos de seguir para llegar hasta Él. Permanecerán porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene a este mundo. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por el ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo2. «Estos días» son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando, y sus palabras, por ser divinas, son siempre actuales.


Toda la Escritura anterior a Cristo adquiere su sentido exacto a la luz de la figura y de la predicación del Señor. San Agustín, con una expresión vigorosa, escribe que «la Ley estaba preñada de Cristo»3. Y en otro lugar afirma el Santo Doctor: «Leed los libros proféticos sin ver en ellos a Cristo: no hay nada más insípido, más soso. Pero descubrid en ellos a Cristo, y eso que leéis no solo se vuelve sabroso, sino embriagador»4. Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación anterior: Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras5. Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre con un gran tesoro dentro, pero sin la llave para abrirlo. Sus entendimientos -escribe San Pablo a los cristianos de Corinto- estaban velados, y lo están hoy por el mismo velo que continúa sobre la lectura de la alianza antigua, porque solo en Cristo desaparece6, pues «el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal, y de su reino mesiánico (...). Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera al Nuevo»7. Es conmovedor en este sentido el diálogo entre el apóstol Felipe y el etíope, ministro de Candace, que leía al Profeta Isaías. ¿Entiendes por ventura lo que lees?, le preguntó Felipe. ¿Cómo voy a entenderlo si alguien no me guía? Entonces, comenzando por esta escritura, le anunció a Jesús8. Jesús era el punto clave para comprender.


San Juan Crisóstomo comenta así este pasaje de los Hechos de los Apóstoles: «Considera qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura ni siquiera durante el viaje (...). Piensen esto los que ni siquiera en su casa las leen y, porque están con la mujer, o porque militan en el ejército, o tienen preocupaciones por sus familiares y ocupaciones en otros asuntos, creen que no les conviene hacer ese esfuerzo por leer las divinas Escrituras (...). Este bárbaro etíope es un ejemplo para nosotros: para los que tienen una vida privada, para los miembros del ejército, para las autoridades y también para las mujeres –más aún las que están siempre en casa– y para los que han escogido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es impedimento para la lectura divina, que es posible realizar no solo en casa sino en la plaza, en el viaje, en compañía de muchos o en medio de una ocupación. No descuidemos, os ruego, la lectura de las Escrituras»9.


Desde siempre la Iglesia ha recomendado su lectura y meditación, principalmente del Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos a Cristo que sale a nuestro encuentro. Unos pocos minutos diarios nos ayudan a conocer mejor a Jesús, a amarle más, pues solo se ama lo que se conoce bien.


II. Todas las Escrituras habían trazado el camino que debía recorrer Cristo10, todas eran en cierto modo anunciadoras del Mesías. Los profetas habían descrito este día y deseado verlo11. Los discípulos reconocerán en Cristo al que tantas veces y de tantas formas fue predicho y anunciado12. Cuando San Pablo tenga que defenderse de las amenazas del rey Agripa, argüirá simplemente que se limita a anunciar el cumplimiento de lo que ya predicaron los Profetas13. Con todo, no es Cristo quien mira y obedece a los Profetas y a Moisés. Fueron estos los que en sus descripciones, por inspiración divina, se sujetaron a lo que sería la existencia en la tierra del Hijo de Dios. Moisés escribió acerca de Él14. Y Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró15.


Jesucristo se aplica a sí las viejas figuras: el templo16, el maná17, la roca18, la serpiente de metal19. Por eso dirá en cierta ocasión: Escudriñad las Escrituras: ellas son las que dan testimonio de Mí20. Cuando en el Evangelio de la Misa leemos hoy que el cielo y la tierra pasarán, pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir. Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. «En darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar»21.


La Carta a los hebreos22 enseña que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. Es nueva cada día, expresamente dirigida a cada uno si sabemos leerla con fe. «En los libros sagrados, el Padre que está en el Cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es en verdad apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de vida espiritual»23.


De alguna manera, es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo, la necesidad de la levadura para transformar la masa del mundo, los leprosos que quedan sanos en su encuentro con Jesús. Cuántas veces hemos pedido a Jesús luz para nuestra vida con las palabras –ut videam!, que vea, Señor– de Bartimeo; o hemos acudido a su misericordia con las del publicano: ¡Oh Dios, apiádate de mí que soy un pecador! ¡Cómo salimos reconfortados después de ese encuentro diario con Jesús en el Evangelio!


III. ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!24.


A veces –relata Ronald Knox25–, cuando varias personas están cantando sin acompañamiento de instrumento musical, existe en el grupo una tendencia a bajar el tono; la voz baja cada vez más y más. Por eso, si el coro no está acostumbrado a cantar sin acompañamiento musical, el director suele tener escondido un diapasón con el que de vez en cuando da una pequeña señal, para recordar a todos la nota más alta que deben dar.


Cuando la vida cristiana comienza a bajar de tono, a languidecer, también es necesario un diapasón que dé una nota más alta. ¡Cuántas veces la meditación de un pasaje del Evangelio, sobre todo de la Pasión de Nuestro Señor, ha sido como una enérgica llamada a huir de esa vida menos heroica a la que nos empujaba un excesivo cuidado de la salud, un tono menos vibrante...! No podemos pasar las páginas del Santo Evangelio como si fuera un libro cualquiera. ¡Con qué amor era custodiado durante tantos siglos, cuando solo algunas comunidades cristianas tenían el privilegio de poseer una copia o solo unas páginas! ¡Con qué piedad y reverencia era leído! Su lectura –enseña San Cipriano a propósito de la oración– es cimiento para edificar la esperanza, medio para consolidar la fe, alimento de la caridad, guía que indica el camino...26. San Agustín señala que sus enseñanzas son como lámparas colocadas en un lugar oscuro»27, que siempre esclarecen nuestra vida. Para sacar fruto de la lectura y meditación, «piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.


»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.


»Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...” -¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante.


»Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han procedido los santos».


Entonces podremos decir con el Salmista: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero

26 de noviembre de 2020

BENDECID TODOS AL SEÑOR

 

— La naturaleza entera alaba a Dios. 

— Preparación y acción de gracias de la Misa.

— Jesús viene a visitarnos en la Comunión. 


I. Rocíos y escarchas, bendecid al Señor. // Hielo y frío, bendecid al Señor. // Luz y tinieblas, bendecid al Señor...1.


Una de las lecturas de estos días nos narra diversos pasajes del Libro de Daniel, y los Salmos responsoriales recogen el bellísimo Canto llamado de los tres jóvenes (Trium puerorum), utilizado en la Iglesia desde la antigüedad como himno de acción de gracias, introducido primero en la Santa Misa, y después fuera de ella, para fomentar la piedad de los fieles2.


Cuando los tres jóvenes judíos fueron condenados a morir en un horno ardiendo por negarse a adorar la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor, oraron al Dios de sus padres, al Dios de la Alianza, que manifestó su santidad y magnificencia en tantos prodigios sobre el pueblo de Israel, y cantaron este himno que «suena como una llamada dirigida a las criaturas a fin de que proclamen la gloria de Dios Creador»3; esta gloria está ante todo en Dios mismo y, mediante la obra de la Creación, brota del seno mismo de la Divinidad y, «en cierto modo, se traslada fuera: a las criaturas del mundo visible y del invisible, según su grado de perfección»4.


Comienza el himno con una invitación a todas las criaturas a dirigirse a su Creador: Obras todas del Señor, bendecid al Señor: alabadle y ensalzadle por todos los siglos de los siglos. Los ángeles del Cielo dirigen la alabanza. Luego, los cielos, donde está la lluvia5, y todos los cuerpos celestes, el sol y la luna, las estrellas, aguaceros y rocío, los vientos, fuego y calor, frío y helada, rocío y escarcha, helada y nieves, noches y días, luz y tinieblas, relámpagos y nubes son invitados a alabar al Señor. La tierra con sus montes y colinas, sus fuentes, sus mares y ríos, ballenas y peces y todo lo que se mueve en las aguas; las aves del cielo, las bestias todas y los ganados son instados a bendecir al Señor.


El hombre, rey de la Creación, aparece el último, y por este orden: todos los hombres en general, el pueblo de Israel, los sacerdotes, los ministros del Señor, el pueblo judío, los justos, los santos y humildes de corazón. Por último, los mismos jóvenes judíos fieles al Señor (Ananías, Azarías y Misael) son llamados a cantar alabanzas al Creador6.


Para la acción de gracias después de la Misa, se añadió desde antiguo a este Cántico el Salmo 150, último del Salterio, en el que también se convoca a todos los seres vivientes para bendecir al Señor. Laudate Dominum in sanctis eius... Alabad al Señor en su templo, alabadlo en todo su firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, por su inmensa grandeza. Alabadlo tocando trompas, con arpas y cítaras, con tambores y danzas... ¡Todo ser viviente alabe al Señor!


Nuestra vida cristiana debe ser toda ella como un canto vibrante de alabanza, lleno de adoración, acciones de gracias y entrega amorosa. Por eso, en la acción de gracias de la Comunión, mientras que tenemos en nuestro corazón al Señor de Cielo y tierra, nos unimos a todo el universo en su pregón de agradecimiento al Creador.


II. La vida entera, pero especialmente los momentos después de haber comulgado, es un tiempo de alegría y de alabanza a Dios. Para dar gracias al Señor nos podemos unir interiormente a todas las criaturas que, cada una según su ser, manifiestan su gozo al Señor. «Hay que cantar desde ahora –comenta San Agustín–, porque la alabanza a Dios hará nuestra dicha durante la eternidad y nadie sería apto para esta ocupación futura si no se ejercitara alabando en las condiciones de la vida presente. Cantemos el Aleluya, diciendo unos a otros: alabad al Señor; y así prepararnos el tiempo de la alabanza que seguirá a la resurrección»7. ¡Alabad al Señor...! Nos unimos a todos los seres de la tierra, y a los santos y «los ángeles y los arcángeles, y con todos los coros celestiales cantamos sin cesar el himno de tu gloria ...»8.


Te adoro con devoción, Dios escondido9, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro corazón después de haber comulgado. En esos momentos hemos de frenar las impaciencias y permanecer recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece. Si somos generosos con el Señor y cuidamos esos diez minutos en su compañía, llegará un tiempo –quizá ya ha llegado– en el que esperaremos con impaciencia la Santa Misa y el momento de la Comunión. Las almas de todos los tiempos que han estado cerca de Dios han esperado con impaciencia ese momento inefable en el que tan próximos estamos de Dios. Así ocurría a San Josemaría Escrivá: durante la mañana daba gracias por la Misa que había celebrado, y por la tarde preparaba la Misa del día siguiente. Y era tal su amor que incluso durante la noche, cuando se interrumpía su sueño, su pensamiento se dirigía hacia la Misa que iba a celebrar al día siguiente y, con el pensamiento, el deseo de glorificar a Dios a través de aquel Sacrificio único. De este modo, el trabajo y las mortificaciones, las jaculatorias y las comuniones espirituales, los detalles de caridad, iban dirigidos como preparación o como obsequio en acción de gracias10.


Examinemos hoy con qué amor acudimos nosotros a la Santa Misa, donde tributamos a Dios la alabanza suprema, y con qué atención y esmero cuidamos de esos minutos que estamos con Él. Es una cortesía que no debemos descuidar jamás.


III. El Evangelio de la Misa11 nos recuerda la venida gloriosa de Cristo al fin de los tiempos: Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria, Ahora, en la Comunión, llega el mismo Hijo del Hombre a nuestro corazón para fortalecernos y llenarnos de paz. Viene como el Amigo tanto tiempo esperado. Y hemos de recibirlo como lo hicieron sus más íntimos: con la atención de María de Betania, con la alegría con que le acogió Zaqueo en su casa... «Parece que esto es lo correcto: si se recibe en casa a un amigo, a un invitado, se le atiende, es decir, se le da conversación, se le acompaña. No se le deja en la sala de visitas o en cualquier otro lugar de la casa, con el periódico, para que entretenga la espera hasta que nos venga bien atenderle. Sin duda sería de muy mala educación. Y si la persona que nos visitara fuera de tan gran categoría, que el solo hecho de venir a nuestra casa supusiera un honor muy por encima de nuestra condición y merecimientos, entonces la desatención no sería ya falta de educación, sino grosería incalificable»12. Hemos de tratar bien a Jesús, que tanto desea visitarnos en nuestra pobre casa. «Y no suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hace buen hospedaje»13. Es una buena ocasión de unirnos a toda la Creación para alabar y dar gracias al Creador que, humilde, se queda sacramentalmente en nuestro corazón durante esos minutos.


La Iglesia, siempre Madre buena, nos ha aconsejado a sus hijos esas oraciones que han alimentado la piedad de tantos cristianos para ayudarnos, especialmente cuando nos sintamos pobres de palabras para dirigirnos a Jesús: el Himno Adoro te devote, el Trium puerorum, la Oración a Jesús Crucificado, las Invocaciones al Santísimo Redentor... Si al comulgar procuramos tener a mano algún devocionario –cuando sea posible– o algún Misal de los fieles, dispondremos de una buena ayuda para aprovechar ese tiempo que tanto va a influir luego a lo largo de todo el día. Muchas veces, la jornada depende de esos minutos junto a Jesús Sacramentado.


No dejemos de poner todos lo medios a nuestro alcance para mejorar nuestras disposiciones antes y después de haber comulgado. Cualquier esfuerzo que pongamos es siempre largamente recompensado. «Cuando recibas al Señor en la Eucaristía, agradécele con todas las veras de tu alma esa bondad de estar contigo.


»—¿No te has detenido a considerar que pasaron siglos y siglos, para que viniera el Mesías? Los patriarcas y los profetas pidiendo, con todo el pueblo de Israel: ¡que la tierra tiene sed, Señor, que vengas!


»—Ojalá sea así tu espera de amor».


25 de noviembre de 2020

PACIENTES EN LAS DIFICULTADES


 — La paciencia, parte de la virtud de la fortaleza.

— Paciencia en las contrariedades de la vida corriente.

— Pacientes y constantes en el apostolado.


I. Los textos de la Misa de hoy, cuando ya faltan pocos días para que termine el año litúrgico, recogen una parte del discurso del Señor en el que hace referencia a los acontecimientos finales de la historia. En esta larga alocución se entremezclan diversas cuestiones relacionadas entre sí: la destrucción de Jerusalén –ocurrida cuarenta años después–, el final del mundo y la segunda venida de Cristo, llena de gloria y majestad. Jesús anuncia también las persecuciones que sufrirá la Iglesia y las tribulaciones de sus discípulos. Este es el pasaje que nos propone el Evangelio de la Misa1, al final del cual el Señor nos exhorta a la paciencia, a la perseverancia, a pesar de los obstáculos que se puedan presentar: In patientia vestra possidebitis animas vestras, con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas.


Los Apóstoles recordarían más tarde la advertencia del Señor: No es el siervo mayor que su señor. Si me han perseguido a Mí también a vosotros os perseguirán2. Con todo, estas tribulaciones no escapan a la Providencia divina. Dios las permite porque serán ocasión de bienes mayores. La Iglesia se enriqueció en el amor a Dios y salió siempre vencedora y fortalecida en todas sus adversidades, como lo había anunciado el Señor: en el mundo tendréis grandes tribulaciones; pero tened confianza, Yo he vencido al mundo3.


En este caminar en que consiste la vida vamos a sufrir pruebas diversas, unas que parecen grandes y otras de poco relieve, en las cuales el alma debe salir fortalecida, con la ayuda de la gracia. Estas contradicciones vendrán unas veces de fuera, con ataques directos o velados, de quienes no comprenden la vocación cristiana, de un ambiente paganizado adverso o de quienes expresan una verdadera oposición a todo lo que a Dios se refiere; en otras ocasiones, surgirán de las limitaciones propias de la naturaleza humana, que no permiten, ¡tantas veces!, alcanzar un objetivo si no es a base de un empeño continuado, de sacrificio, de tiempo... Pueden venir dificultades económicas, familiares...; pueden llegar la enfermedad, el cansancio, el desaliento... La paciencia es necesaria para perseverar, para estar alegres por encima de cualquier circunstancia; esto será posible porque tenemos la mirada puesta en Cristo, que nos alienta a seguir adelante, sin fijarnos demasiado en lo que querría quitarnos la paz. Sabemos que, en todas las situaciones, la victoria está de nuestra parte.


La paciencia, según San Agustín, es «la virtud por la que soportamos con ánimo sereno los males». Y añadía: «no sea que por perder la serenidad del alma abandonemos bienes que nos han de llevar a conseguir otros mayores»4. Esta virtud lleva a soportar con buen ánimo, por amor a Dios, sin quejas, los sufrimientos físicos y morales de la vida. Frecuentemente tendremos que ejercerla sobre todo en lo ordinario, quizá en cosas que parecen triviales: un defecto que no se acaba de vencer, aceptar que las cosas no salgan como nosotros querríamos, los imprevistos que surgen, el carácter de una persona con la que hemos de convivir en el trabajo, gentes bien dispuestas pero que no entienden, aglomeraciones en el tráfico, retraso de los medios públicos de transporte, llamadas imprevistas que impiden terminar el trabajo a su hora, olvidos... Son ocasiones para afirmar la humildad, para hacer más fina la caridad.


II. La paciencia es una virtud bien distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento; no es un no reaccionar, ni un simple aguantarse: es parte de la virtud de la fortaleza, y lleva a aceptar con serenidad el dolor y las pruebas de la vida, grandes o pequeñas, como venidos del amor de Dios. Identificamos entonces nuestra voluntad con la del Señor, y eso nos permite mantener la fidelidad en medio de las persecuciones y pruebas, y es el fundamento de la grandeza de ánimo y de la alegría de quien está seguro de recibir unos bienes futuros mayores5.


Son diversos los campos en los que el cristiano debe ejercitar esta virtud. En primer lugar consigo mismo, puesto que es fácil desalentarse ante los propios defectos que se repiten una y otra vez, sin lograr superarlos del todo. Es necesario saber esperar y luchar con perseverancia, convencidos de que, mientras nos mantengamos en el combate, estamos amando a Dios. La superación de un defecto o la adquisición de una virtud, de ordinario, no se logra a base de violentos esfuerzos, sino de humildad, de confianza en Dios, de petición de más gracias, de una mayor docilidad. San Francisco de Sales afirmaba que es necesario tener paciencia con todo el mundo, pero, en primer lugar, con uno mismo6.


Paciencia también con quienes nos relacionamos más a menudo, sobre todo si, por cualquier motivo, hemos de ayudarles en su formación, en su enfermedad... Hay que contar con los defectos de las personas que tratamos –muchas veces están luchando con empeño por superarlos–, quizá con su mal genio, con faltas de educación, suspicacias... que, sobre todo cuando se repiten con frecuencia, podrían hacernos faltar a la caridad, romper la convivencia o hacer ineficaz nuestro interés en socorrerles. La caridad nos ayudará a ser pacientes, sin dejar de corregir cuando sea el momento más indicado y oportuno. Esperar un tiempo, sonreír, dar una buena contestación ante una impertinencia puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, y siempre llegan al Corazón del Señor, que nos mirará con especial aprecio y amistad.


Paciencia con aquellos acontecimientos que llegan y que nos son contrarios: la enfermedad, la pobreza, el excesivo calor o frío..., los diversos infortunios que se presentan en un día corriente: el teléfono que no funciona o no deja de comunicar, el excesivo tráfico que nos hace llegar tarde a una cita importante, el olvido del material de trabajo, una visita que se presenta en el momento menos oportuno... Son las adversidades, quizá no muy trascendentales, que nos llevarían a reaccionar quizá con falta de paz. Ahí nos espera el Señor; en esos pequeños sucesos se ha de poner la paciencia, manifestación del ánimo fuerte de un cristiano que ha aprendido a santificar todas las menudas incidencias de un día cualquiera.


III. Caritas patiens est7, la caridad está llena de paciencia. Y al mismo tiempo esta virtud es el gran soporte de la caridad, sin el cual no podría subsistir8. Para el apostolado, singular manifestación de la caridad, la paciencia es absolutamente imprescindible. El Señor quiere que tengamos la calma del sembrador que echa su semilla sobre el terreno que ha preparado previamente y sigue los ritmos de la estaciones, esperando el momento oportuno, sin desánimos, con la confianza puesta en que aquel pequeño tallo que acaba de aparecer será un día espiga granada.


El Señor nos da ejemplo de una paciencia indecible. De las muchedumbres que se le acercan dice en ocasiones que viendo no miran, y oyendo no escuchan, ni entienden9; a pesar de todo le vemos incansable en su predicación y dedicación a las gentes, recorriendo siempre los caminos de Palestina. Ni siquiera los Doce que le acompañan en todo momento demuestran un gran aprovechamiento: aún tengo muchas cosas que enseñaros -les dice la víspera de su partida-, pero por ahora no podéis comprenderlas10. El Señor contaba con sus defectos, con su manera de ser, y no se desalienta. Más tarde, cada uno a su manera, será un testigo fiel de Cristo y del Evangelio.


La paciencia y la constancia son imprescindibles en esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de llevar a cabo en nuestra propia alma y en las de nuestros amigos y familiares que queremos acercar al Señor. La paciencia va de la mano de la humildad, se acomoda al ser de las cosas y respeta el tiempo y el momento de las mismas, sin romperlas; cuenta con las limitaciones propias y las de los demás. «Un cristiano que viva la virtud recia de la paciencia, no se desconcertará al advertir que quienes le rodean dan muestra de indiferencia por las cosas de Dios. Sabemos que hay hombres que, en las capas subterráneas, guardan –como en la bodega los buenos vinos– unas ansias incontenibles de Dios que tenemos el deber de desenterrar. Ocurre, sin embargo, que las almas –la nuestra también– tienen sus ritmos de tiempo, su hora, a la que hay que acomodarse como el labrador a las estaciones y al terruño. ¿No ha dicho el Maestro que el reino de Dios es semejante a un amo que salió a distintas horas del día a contratar obreros a su viña (Mt 20, 1-7)?»11. ¿Y cómo no vamos a ser pacientes con los demás, si el Señor ha derrochado tanta paciencia con nosotros y sigue haciéndolo? Caritas omnia suffert, omnia credit, omnia sperat, omnia sustinet12, la caridad a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y todo lo soporta, enseñó San Pablo. Y también lo escribió para nosotros. Si tenemos paciencia, seremos fieles, salvaremos nuestras almas y también las de muchos otros que la Virgen Nuestra Madre pone constantemente en nuestro camino,


24 de noviembre de 2020

CON LOS PIES DE BARRO

 


— La estatua de los pies de barro.

— La experiencia de la personal debilidad.

— En la flaqueza humana, Dios muestra su misericordia.


I. Una de las lecturas que la liturgia propone para la Misa de hoy es un pasaje del Libro de Daniel. El rey había tenido un sueño que le había producido una extremada inquietud, sin que luego recordara su contenido. Daniel, con la ayuda divina, conoce el sueño, lo relata al rey y lo interpreta: Tú mirabas -le dice el Profeta a Nabucodonosor- y, estabas viendo una gran estatua. Era muy grande y de un brillo extraordinario... La cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de barro y parte de bronce. Entonces, una piedra, no lanzada por mano de hombre, se desprendió y dio sobre los pies de la estatua, y quedó destrozada. Todo se vino abajo: el oro, la plata, el bronce, el hierro y el barro se desmenuzaron juntamente y fueron como tamo de las eras en verano; se los llevó el viento... Nada quedó de la estatua1.


La interpretación del sueño se refiere a la destrucción de sucesivos reinos, comenzando por el del propio Nabucodonosor, y la llegada de un reino, suscitado por el Dios del cielo... que permanecerá para siempre2, y que derribará a los demás. Es una profecía de la llegada del Mesías y de su reinado universal. Pero también la estatua puede ser imagen de cada cristiano: con una inteligencia de oro, que nos permite conocer a Dios; un corazón de plata, con una inmensa capacidad de amar; y la fortaleza que dan las virtudes... Pero los pies los tendremos siempre de barro3, con la posibilidad de caer al suelo si olvidamos esta debilidad del fundamento humano, de la que, por otra parte, tenemos sobrada experiencia. Este conocimiento del frágil material que nos sostiene nos debe volver prudentes y humildes. Solo quien es consciente de esta debilidad no se fiará de sí mismo y buscará la fortaleza en el Señor, en la oración diaria, en el espíritu de mortificación, en la firmeza de la dirección espiritual. De esta forma, las propias fragilidades servirán para afianzar nuestra perseverancia, pues nos volverán más humildes y aumentarán nuestra confianza en la misericordia divina. Conocemos bien la realidad de las palabras de San Agustín: «No hay pecado ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad; y si aún no lo he cometido es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado del mal»4.


La experiencia de los propios errores hace presente lo inestable de nuestras disposiciones personales y la realidad de la fragilidad humana: «Muchas tentaciones, muchos tropiezos salen al paso de los que quieren actuar conforme a Dios»5. La gracia, los buenos deseos no extirpan completamente las reliquias del pecado, que nos empujan al mal. Este propio conocimiento tendrá muchas consecuencias en nuestra vida. En primer lugar, nos llevará a buscar la fortaleza fuera de nosotros mismos, en el Señor. «Cuando tú deseabas poder por tus solas fuerzas, Dios te ha hecho débil, para darte su propio poder, porque tú no eres más que debilidad»6. Esa es la realidad. Por eso, «resulta necesario invocar sin descanso, con una fe recia y humilde: ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias –mejor, con nuestras miserias– , seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza»7.


II. Nos enseña la Iglesia que, a pesar de haber recibido el Bautismo, permanece en el alma la concupiscencia, el fomes peccati, «que procede del pecado y al pecado inclina»8. «Lo que la revelación nos dice –afirma el Concilio Vaticano II– coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su tendencia hacia el mal, se ve anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en el Santo Creador (...). Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha –lucha dramática– entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es más: el hombre se siente incapaz de combatir con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas»9.


Tenemos los pies de barro, como esa estatua de la que habla el Profeta Daniel, y, además, la experiencia del pecado, de la debilidad, de las propias flaquezas, está patente en la historia del mundo y en la vida personal de todos los hombres. «Nadie se ve enteramente libre de su debilidad y de su servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro, salvador y vivificador»10. Cada cristiano es como una vasija de barro11, que contiene tesoros de valor inapreciable, pero por su misma naturaleza puede romperse con facilidad. La experiencia nos enseña que debemos quitar toda ocasión de pecado. Es esta una muestra de sabiduría, porque «puestos en ellas, no hay que fiar donde tantos enemigos nos combaten y tantas flaquezas hay en nosotros para defendernos»12.


El Señor, en su misericordia infinita, ha querido que esta fragilidad propia sea para nuestro bien. «Dios quiere que tu miseria sea el trono de su misericordia, y tu impotencia la sede de todo su poder»13. En nuestra debilidad resplandece el poder divino, y es un medio, quizá insustituible, para unirnos más al Señor, que nunca nos deja solos. Enseña a mirar con comprensión a nuestros hermanos que quizá estén pasando una mala época, pues –como enseña San Agustín– no hay falta o pecado que nosotros no podamos cometer. Y si aún no lo hemos cometido se debe a la misericordia divina, que nos ha preservado de ese mal14.


Acudamos a Jesús, llenos de confianza: «Señor, que no nos inquieten nuestras pasadas miserias ya perdonadas, ni tampoco la posibilidad de miserias futuras; que nos abandonemos en tus manos misericordiosas; que te hagamos presentes nuestros deseos de santidad y apostolado, que laten como rescoldos bajo las cenizas de una aparente frialdad...


»—Señor, sé que nos escuchas. Díselo tú también»15.


III. Juan Pablo I, alentando a quien se desanima por haber llevado una vida en el mal, contaba que le preguntó una vez a una señora, llena de pesimismo por su vida pasada, los años que tenía. Respondió que treinta y cinco. «¡Treinta y cinco! –exclamó el Pontífice–, ¡pero si usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas!». Le aconsejó que pensara en el porvenir, y que renovara su confianza en la ayuda de Dios. Y añadió el Papa: «Cité en aquella ocasión a San Francisco de Sales, que habla de “nuestras queridas imperfecciones”. Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto que le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a nosotros de permanecer humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo»16.


Si alguna vez fuera más agudo el conocimiento de nuestra debilidad, si las tentaciones arreciaran, oiremos cómo el Señor nos dice también a nosotros: Te basta mi gracia, porque la fuerza resplandece en la flaqueza. Y con San Pablo podremos decir: Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte17, con la fortaleza de Dios.


Aunque sintamos que tenemos los pies de barro, nos dará gran confianza considerar los abundantes medios sobrenaturales que el Señor nos ha dejado para vencer. Se ha quedado en el Sagrario, como especial fortaleza para la lucha; nos dio la Confesión, para recuperar la gracia perdida y aumentar la resistencia al mal y la capacidad para el bien; ha dispuesto que un Ángel nos guarde en todos nuestros caminos; contamos con la ayuda extraordinaria de la Comunión de los Santos, del ejemplo de tantas gentes que se comportan como hijos de Dios, con la ayuda de la corrección fraterna... Tenemos, sobre todo, la protección de María, Madre de Dios y Madre nuestra, Refugio de los pecadores, nuestro refugio, a la que ahora acudimos pidiéndole que no nos deje de su mano.


23 de noviembre de 2020

LA VIUDA POBRE

 

—No tener miedo a ser generosos sin límite.

— Entrega sin condiciones. No negarle nada al Señor.

— Generosidad de Dios.


I. Eran muchas las ofrendas que cada día se presentaban al Señor en el Templo de Jerusalén. Unas correspondían a los productos de la tierra en señal del supremo dominio divino sobre todo lo creado. Consistían en harina y aceite, espigas o pan cocido, sobre las que se depositaba incienso, expresando el deseo de que fueran agradables al Señor1. Parte de la oblación se quemaba sobre el altar, y parte era consumida por el sacerdote en el interior del Templo2. El holocausto era un sacrificio en el que la víctima (un cordero, un ave...), previamente sacrificada, se destruía completamente, casi siempre a través del fuego. Holocausto significaba precisamente que en el sacrificio la víctima se quemaba enteramente. En tiempos del Señor se ofrecía mañana y tarde, y por eso se llamaba sacrificio perpetuo3. Era figura del que había de venir, el sacrificio eucarístico.


También los judíos, como ofrenda a Dios y para el sostenimiento del Templo, depositaban sus limosnas en un lugar visible por todos, el gazofilacio. Un día Jesús se encontraba cerca de este lugar y miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho4. Vio también cómo se acercaba una viuda pobre y echó dos pequeñas monedas5. San Marcos incluso nos ha señalado el valor de estas monedas: la cuarta parte de un as, una cantidad insignificante. Sin embargo, el Señor se conmovió al paso de esta mujer, pues supo enseguida todo lo que representaba para ella. Su ofrenda fue más importante para Dios que la de todos los demás. Aquella pobre viuda dio todo lo que tenía para vivir. Los demás habían echado de lo que les sobraba, esta de lo que le era necesario. Haría la ofrenda con mucho amor, con una gran confianza en la Providencia divina, y Dios la recompensaría incluso en sus días aquí en la tierra. «Ellos echaron mucho de lo mucho que tenían –comenta San Agustín–; ella echó todo lo que poseía. Mucho tenía, pues tenía a Dios en su corazón. Es más poseer a Dios en el alma que oro en el arca. ¿Quién echó más que la viuda que no se reservó nada para Sí?»6. A nosotros nos enseña hoy este pasaje que se lee en el Evangelio de la Misa a no tener miedo a ser generosos con Dios y con las obras buenas en servicio del Señor y de los demás, incluso a sacrificar aquello que nos parece necesario para la vida. ¡Qué poco nos es realmente necesario! A Dios hemos de ofrecerle lo que somos y lo que tenemos, sin reservarnos ni siquiera una parte pequeña para nosotros. Existe un antiguo refrán que viene a decir que a Dios se le conquista con la última moneda. ¿Hay algo en nuestro corazón que no sea del Señor? ¿Tiempo, bienes, amigos...? ¿Qué nos pide Jesús ahora? ¿Qué cosas deberíamos quizá cortar o dejarlas en segundo plano?


Tanta alegría le produjo al Señor aquel gesto de la mujer que enseguida sintió la necesidad de comunicarlo a sus discípulos7. Es el mismo gozo que experimenta su Corazón cuando nos entregamos del todo. «El Reino de Dios no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas (...). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y de unas redes; a la viuda le costó dos moneditas de plata (cfr. Lc 21, 2); a otro, un vaso de agua fresca (cfr. Mt 10, 42)...»8.


II. El Señor, a lo largo de su predicación en los tres años de vida pública, y especialmente con su entrega a la Pasión y Muerte, llama a quienes le siguen a ofrecerse a Dios Padre, no ya por medio del sacrificio de animales, aves o frutos del campo, como en el Antiguo Testamento, sino de sí mismos. San Pablo lo recordará a los primeros cristianos de Roma: Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios: este es vuestro culto espiritual9. Especialmente en la Santa Misa, el cristiano puede y debe ofrecerse juntamente con Cristo, pues «para que la oblación, con la cual en este Sacrificio los fieles ofrecen al Padre celestial la víctima divina, alcance su pleno efecto (...) es preciso que se inmolen a sí mismos como hostias (...) y, deseosos de asemejarse a Jesucristo, que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia espiritual con el mismo Sumo y eterno Sacerdote y por medio de Él mismo»10.


Esta entrega se realiza cada día, ordinariamente en pequeños actos que van desde el esmero en ofrecer el día al comenzar la jornada, hasta las atenciones que requiere la convivencia con los demás; con el corazón siempre dispuesto a lo que el Señor quiera pedirnos, con una disposición de no negarle nada. Nuestra entrega ha de ser plena, sin condiciones. En uno de los escritos más antiguos de la Cristiandad primitiva se dice que cuando un hombre llena de buen vino unas tinajas muy bien preparadas y de ellas deja algunas a medio llenar, si luego las revisa de nuevo, no examina las que dejó llenas –pues sabe que el vino allí guardado se conserva bien–, sino que mira las que están a medio llenar, pues teme con razón que se hayan agriado11. Lo mismo pasa con las almas. La «media entrega» acaba rompiendo la amistad con el Maestro. Solo una generosidad plena nos permitirá seguir el ritmo de sus pasos. De otra manera cada vez nos veríamos más distanciados y Él llegaría a ser solo una figura lejana y desdibujada. El cristiano, si quiere ser coherente con su fe, habrá de decidirse a ser de Dios sin reservas, sin dejar ningún campo fuera de Él. El Señor se constituye así en el centro de todos los afectos e ilusiones del discípulo. Esta entrega de lo que somos y tenemos se realiza cada día en la fidelidad, en pequeños detalles, a los compromisos que tenemos con el Señor y con los demás.


No temamos poner a disposición de Jesús todo lo que tenemos. No dudemos en darnos nosotros por entero. «Cuando los hipócritas planteen a vuestro alrededor la duda de si el Señor tiene derecho a pediros tanto, no os dejéis engañar. Al contrario, os pondréis en presencia de Dios sin condiciones, dóciles, como la arcilla en manos del alfarero (Jer 18, 6), y le confesaréis rendidamente: Deus meus et omnia! Tú eres mi Dios y mi todo»12.


III. Cuenta una antigua leyenda oriental que todo aquel que se encontraba con el rey estaba obligado a ofrecerle un presente. Un día un pobre campesino se encontró con el monarca. Y como no tenía cosa alguna que presentarle, tomó un poco de agua en el hueco de la mano y ofreció al soberano aquel sencillísimo obsequio. Al rey le agradó mucho la buena voluntad de aquel súbdito, y mandó –pues era un hombre espléndido– que le diesen como recompensa una escudilla llena de monedas de oro.


El Señor, más generoso que todos los reyes de la tierra, prometió el ciento por uno en esta vida, y luego la vida eterna13. Él nos quiere felices también en esta vida: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya aquí en la tierra, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos. Esta alegría es un anticipo del Cielo, El tenerle cerca es ya la mejor retribución. «Es tan agradecido –escribe Santa Teresa–, que un alzar los ojos con acordarnos de Él no deja sin premio»14.


Cada día, el Señor espera la ofrenda sencilla de nuestros trabajos15 16, de las pequeñas dificultades que siempre encontraremos, de la caridad bien vivida, del tiempo gastado en favor de los demás, de la limosna generosa... En esta entrega diaria a los demás «es necesario andar más allá de la estricta justicia, según la ejemplar conducta de la viuda que nos enseña a dar con generosidad aun de aquello que pertenece a las propias necesidades. Sobre todo se debe tener presente que Dios no mide los actos humanos con una medida que se para en las apariencias del cuánto se ha dado. Dios mide según la medida de los valores interiores del cómo se pone a disposición del prójimo: medida según el grado de amor con el que nos damos libremente al servicio de los hermanos»17.


Nuestras ofrendas a Dios, muchas veces de tan poca importancia aparente, llegarán mejor hasta el Señor si lo hacemos a través de Nuestra Señora. «Aquello poco que desees ofrecer –recomienda San Bernardo–, procura depositarlo en aquellas manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor sin sufrir de Él repulsa»18.


22 de noviembre de 2020

EL REINADO DE CRISTO

 


— Un reinado de justicia y de amor.

— Que Cristo reine en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en todas las acciones...

— Extender el Reino de Cristo.


I. El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz1, nos recuerda una de las Antífonas de la Misa.


La Solemnidad que celebramos «es como una síntesis de todo el misterio salvífico»2. Con ella se cierra el año litúrgico, después de haber celebrado todos los misterios de la vida del Señor, y se presenta a nuestra consideración a Cristo glorioso, Rey de toda la creación y de nuestras almas. Aunque las fiestas de Epifanía, Pascua y Ascensión son también de Cristo Rey y Señor de todo lo creado, la de hoy fue especialmente instituida para mostrar a Jesús como el único soberano ante una sociedad que parece querer vivir de espaldas a Dios3.


En los textos de la Misa se pone de manifiesto el amor de Cristo Rey, que vino a establecer su reinado, no con la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas; y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad4. Con esta solicitud buscó el Señor a los hombres dispersos y alejados de Dios por el pecado. Y como estaban heridos y enfermos, los curó y vendó sus heridas. Tanto los amó que dio la vida por ellos. «Como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. El Reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la futura bienaventuranza, a la que todos estamos llamados. Por esto en el Prefacio de la celebración eucarística de hoy se habla de Jesús que ha ofrecido al Padre un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz»5. Así es el Reino de Cristo, al que somos llamados para participar en él y para extenderlo a nuestro alrededor con un apostolado fecundo. El Señor ha de estar presente en familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo... «Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un catolicismo de media tinta; ante los que quieren poner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma...: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico Rey de todos los corazones.... también de los suyos»6.


II. Oportet autem illum regnare..., es necesario que Él reine...7.


San Pablo enseña que la soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio universal. El Apóstol presenta este acontecimiento, misterioso para nosotros, como un acto de solemne homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había encomendado8. Su venida gloriosa al fin de los tiempos, cuando haya establecido el cielo nuevo y la tierra nueva9, llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte10.


Mientras tanto, la actitud del cristiano no puede ser pasiva ante el reinado de Cristo en el mundo. Nosotros deseamos ardientemente ese reinado: ¡Oportet illum regnare...! Es necesario que reine en primer lugar en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; es preciso que reine en nuestro corazón, para que ningún amor se interponga al amor a Dios; es necesario que reine en nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo11; en nuestro trabajo, camino de santidad... «¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas»12.


La fiesta de hoy es como un adelanto de la segunda venida de Cristo en poder y majestad, la venida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero es a la vez una llamada y acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las realidades terrenas, pues «la esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el Reino de Dios.


»Los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad –es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo– los volveremos a encontrar, después de que los hayamos propagado (...), y esta vez ya limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal (...). El Reino está ya presente misteriosamente en esta tierra; y cuando el Señor venga alcanzará su perfección»13. Nosotros colaboramos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.


III. A la pregunta de Pilato, contestó Jesús: Mi reino no es de este mundo... Y ante la nueva interpelación del Procurador, respondió: Yo soy Rey. Para esto he nacido...14. No siendo de este mundo, el Reino de Cristo comienza ya aquí. Se extiende su reinado en medio de los hombres cuando estos se sienten hijos de Dios, se alimentan de Él y viven para Él. Cristo es un Rey a quien se le ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra, y gobierna siendo manso y humilde de corazón15, sirviendo a todos, porque ha venido no a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la redención de muchos. Su trono fue primero el pesebre de Belén, y luego la Cruz del Calvario. Siendo el Príncipe de los reyes de la tierra16, no exige más tributos que la fe y el amor.


Un ladrón fue el primero en reconocer su realeza: Jesús -le decía con una fe sencilla y humilde-, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino17. El título que para muchos fue motivo de escándalo y de injurias, será la salvación de este hombre en el que ha ido arraigando la fe, cuando más oculta parecía estar la divinidad del Salvador, que «concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón solo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino»18.


En la fiesta de hoy oímos al Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón: Yo tengo sobre ti pensamientos de paz y no de aflicción19, y hacemos el propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en esa tarea grande de extender su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen. «A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor». Esto solo lo lograremos acercando a muchos a Jesús, mediante un apostolado constante y eficaz entre las personas que diariamente pasan cerca de nuestra vida.


Para hacer realidad nuestros deseos acudimos, una vez más, a Nuestra Señora. «María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como solo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi fluvium pacis (Is 66, 12), como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia».