"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de agosto de 2024

LAMPARA ENCENDIDA

 



Evangelio (Mt 25,1-13)


Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras». Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora


PARA TU RATO DE ORACION


EN MUCHAS actividades humanas, la preparación es un aspecto fundamental. Por ejemplo, en el deporte, el desempeño en un partido depende en gran parte del entrenamiento y de las horas dedicadas a dominar la técnica. Pero también el éxito de determinados encuentros sociales, como la invitación de unos amigos a comer a la propia casa, dependen en buena medida de cómo nos preparamos. En general, se puede decir que el tiempo y, sobre todo, el interés que ponemos en la organización de ciertos eventos ponen de manifiesto el valor que le damos a esa actividad. Mientras más importante es el encuentro, más nos disponemos para ese momento, aunque sea solamente con nuestros pensamientos y atención. A la vez, tenemos la experiencia de que una buena preparación siempre es satisfactoria: cuando estemos jugando el partido o disfrutando de un momento con ese ser querido que no veíamos desde hace tiempo, si nos hemos preparado bien, lo disfrutaremos al máximo.

No hay ninguna actividad ni ningún encuentro más importante que la santa Misa, ya que en ella vivimos realmente la muerte y la resurrección de Cristo y recibimos su cuerpo como alimento. Por eso, podríamos deducir que ninguna preparación vale tanto la pena como la destinada para participar en el sacrificio del altar. Todo lo que podamos hacer para disponernos a celebrar lo mejor posible la obra de la redención se queda corto ante el gran misterio del amor de Dios por nosotros, esa boda en la que, como las doncellas de la parábola, estamos invitados a participar y disfrutar: «Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo»(Mt 25,1).

San Josemaría, quien veía en la santa Misa el centro y la raíz de su vida, nos invitaba a una profunda preparación con palabras llenas de poesía: «La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la resurrección. También en nuestras vidas hemos de preparar esa alborada. Todo lo caduco, lo dañoso y lo que no sirve –el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía– todo eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus, con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre»[1].


CUENTA la parábola que cinco de las vírgenes «eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!”» (Mt 25,2-6). Aunque esta parábola se refiere especialmente a nuestro abrazo definitivo con el Señor después de la muerte, también podemos aplicarla a nuestro encuentro con Cristo en la Eucaristía. Probablemente nos haya ocurrido que, durante la santa Misa, nos hayamos sentido distraídos o sin fuerza; aunque sabemos que nos encontramos en un lugar sagrado en el que podemos entrar en un diálogo de amor con la Santísima Trinidad, nuestra imaginación está desatada. Quizá pensamos en esos momentos que somos como esas vírgenes que, mientras esperaban la llegada del esposo, se durmieron.

La participación en la santa Misa no se trata de un ejercicio intelectual, en el que lo único que interesa sea la concentración ante cada gesto y palabra del sacerdote. Más bien, la atención a la riqueza de las oraciones y los distintas gestos litúrgicos son como una puerta que debería trasladarnos al misterio divino que se esconde detrás de ellos. Por eso, la pregunta fundamental para poder «vivir la santa Misa»[2], como decía don san Josemaría, es si llevamos con nosotros el aceite que, incluso en momentos de más cansancio o de dispersión, nos permite reconocer en la noche de nuestro corazón el rostro de Cristo, que en la santa Misa está entregando su vida para salvarme. De hecho, el fundador del Opus Dei comentaba que también podemos abandonar el objeto de nuestras distracciones –personas, preocupaciones, etc– en las manos de Dios[3].

«La condición para estar listos para el encuentro con el Señor no es solo la fe, sino una vida cristiana rica en amor y caridad hacia el prójimo. Si nos dejamos guiar por aquello que nos parece más cómodo, por la búsqueda de nuestros intereses, nuestra vida se vuelve estéril, incapaz de dar vida a los otros y no acumulamos ninguna reserva de aceite para la lámpara de nuestra fe; y esta – la fe– se apagará en el momento de la venida del Señor o incluso antes»[4]. La mejor preparación interior para comprender en profundidad la santa Misa es una vida de caridad, porque eso es precisamente lo que celebramos en la Eucaristía: el infinito amor de Jesús, que estuvo dispuesto a dar su vida por cada uno de nosotros.


A MEDIANOCHE las vírgenes escucharon una voz que las despertó del profundo sueño: «¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!» (Mt 25,6). Entonces todas se pusieron a preparar sus lámparas. Pero como las necias no habían llevado suficiente aceite, y tampoco había para todas, tuvieron que ponerse en camino para ir a comprarlo. Mientras estaban fuera, «llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta»(Mt 25,10). Cuando después de algunos minutos llegaron las muchachas agitadas y con retraso, se encontraron con un no rotundo del esposo: «En verdad os digo que no os conozco» (Mt 25,12).

Para participar en la santa Misa dándonos cuenta de la grandeza del misterio que celebramos, necesitamos primero conocer profundamente al Señor. No vaya a ser que Jesús pueda decirnos algo similar a lo que el esposo le contestó a las vírgenes necias: «En verdad os digo que no os conozco» (Mt 25,12). El conocimiento entre dos personas que se quieren no se reduce a la mera acumulación de datos biográficos, ni tampoco a encuentros más o menos esporádicos. Es una actitud del corazón, que nos lleva poco a poco a entrar en los sentimientos y pensamientos del otro. Precisamente por eso es tan importante la adoración eucarística, a través de la cual preparamos nuestro corazón para reconocer al Señor que nos visita en cada santa Misa. Para vivir la celebración eucarística «nos ayuda, nos introduce, estar en adoración delante del Señor eucarístico en el sagrario»[5].

Como el esposo de la parábola, «en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia»[6]. El culto eucarístico fuera de la Misa nos enseña, por tanto, a adorar al Señor en la Misa, es decir, a desear unirnos a él por la Comunión, a acrecentar nuestra hambre de él. De hecho, «recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos»[7]. Podemos pedir a María, Virgen prudente y Mujer eucarística, que nos ayude a prepararnos a cada santa Misa como ella se dispuso a recibir a su Hijo. Y si alguna vez el aceite de nuestra lámpara parece acabarse y la pequeña llama amenaza con apagarse, que ella nos regale del suyo, que nunca se agota y que regala con su generosidad maternal.




29 de agosto de 2024

29 de agosto: martirio de san Juan Bautista



 Evangelio (Mc 6,17-29)


En efecto, el propio Herodes había mandado apresar a Juan y le había encadenado en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo; porque se había casado con ella y Juan le decía a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano». Herodías le odiaba y quería matarlo, pero no podía: porque Herodes tenía miedo de Juan, ya que se daba cuenta de que era un hombre justo y santo. Y le protegía y al oírlo le entraban muchas dudas; y le escuchaba con gusto.


Cuando llegó un día propicio, en el que Herodes por su cumpleaños dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea, entró la hija de la propia Herodías, bailó y gustó a Herodes y a los que con él estaban a la mesa. Le dijo el rey a la muchacha:


—Pídeme lo que quieras y te lo daré.


Y le juró varias veces:


—Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino.


Y, saliendo, le dijo a su madre:


—¿Qué le pido?


—La cabeza de Juan el Bautista —contestó ella.


Y al instante, entrando deprisa donde estaba el rey, le pidió:


—Quiero que enseguida me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.


El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales no quiso contrariarla. Y enseguida el rey envió a un verdugo con la orden de traer su cabeza. Éste se marchó, lo decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha y la muchacha la entregó a su madre. Cuando se enteraron sus discípulos, vinieron, tomaron su cuerpo muerto y lo pusieron en un sepulcro.



PARA TU RATO DE ORACION 


EL MARTIRIO de san Juan el Bautista, que celebramos hoy, tuvo lugar mientras Jesús estaba predicando en Galilea. Juan había tratado de que Herodes cayera en la cuenta de su corrupción y del desorden que suponía vivir con Herodías, la mujer de su hermano. Aunque Juan le advertía de su conducta pública y repetidamente, quién sabe el modo en que se expresaría; lo que sabemos es que el mismo Herodes le tenía por un «hombre justo y santo» y que «le escuchaba con gusto» (Mc 6,20). En cualquier caso, era el rey y había decidido encarcelarlo. Tiempo después, con ocasión del cumpleaños del monarca, la hija de Herodías bailó delante de los invitados. Herodes, entusiasmado, le prometió concederle todo lo que pidiera. La chica, empujada por su madre, le pidió la cabeza del Bautista. Bien a su pesar, porque le resultaba un hombre interesante, Herodes le hizo decapitar. Según la tradición, Juan estaba preso en la fortaleza Maqueronte, junto al mar Muerto, y es allí donde fue degollado. Posteriormente, sus discípulos le sepultaron en Sebaste, en Samaría.


Comenta un Padre de la Iglesia refiriéndose al Bautista: «Está encerrado, en la tiniebla de una mazmorra, aquel que había venido a dar testimonio de la Luz, y había merecido de la boca del mismo Cristo (…) ser denominado “antorcha ardiente y luminosa”. Fue bautizado con su propia sangre aquel a quien antes le fue concedido bautizar al Redentor del mundo». Y añade: así «precedió a Cristo en su nacimiento, en su predicación y en su bautismo, anunció también con su martirio, anterior al de Cristo, la pasión futura del Señor»[1].


Juan es conocido como el Precursor porque su testimonio fiel a la verdad (cfr. Jn 5,33) le lleva a anticipar a Jesús tanto en la vida como en la muerte. La misión de Juan está tan unida a la de Cristo que en el calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte. De esta manera, incluso gráficamente se resalta, como dijo el Señor, que «no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista» (Mt 11,11). En el día de su martirio podemos pedirle que nos ayude a ser también precursores de Jesús, anunciando a los demás que no hay mayor alegría que vivir y dar la misma vida por él.


UNOS MESES antes de su martirio, poco después del Bautismo del Señor, Juan les dijo a sus discípulos que su misión había concluido: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Había llegado el momento de hacerse a un lado para que todo el protagonismo lo tuviera Jesús. El tono de este discurso de Juan está empapado de paz; incluso llega a afirmar sin titubeos: «Mi alegría es completa» (Jn 3,29). Su gozo era escuchar la voz del esposo (cfr. Jn 3,29), ver al Señor predicando el Reino y a los hombres arrodillándose delante del Hijo de Dios.


Como al Bautista, también nos puede ocurrir que, en algunos momentos de nuestra vida, las personas sientan admiración por nosotros cuando les abrimos horizontes en el trato con Dios. En realidad se trata de algo lógico: si les estamos transmitiendo algo que les ayuda a encontrar el camino a la felicidad, es normal que nos miren con aprecio. De hecho, es bueno también recordar con agradecimiento a todos aquellos que nos han ayudado a dar nuestros primeros pasos en la fe: padres, hermanos, sacerdotes, amigos, profesores…


Sin embargo, no somos nosotros los protagonistas de ese tesoro que compartimos. «Que solo Jesús se luzca»[2], solía repetir san Josemaría. El fundamento del afán evangelizador es siempre dar a conocer el nombre del Señor. El apóstol no se coloca a sí mismo en el centro, sus obras son tan valiosas como secundarias. Todo persigue un único objetivo: que los demás «busquen a Cristo, que encuentren a Cristo, que traten a Cristo, que sigan a Cristo, que amen a Cristo, que permanezcan con Cristo»[3]. Esto fue lo que hizo el Bautista. Poco a poco él fue disminuyendo, a medida que sus seguidores iban descubriendo a Jesús. Y aunque humanamente quizá su obra se podría percibir como un fracaso –de suscitar el asombro de la muchedumbre pasó a morir solo en una cárcel–, en realidad había triunfado, pues había facilitado que muchos hombres y mujeres vieran en Jesús al Mesías.


«CELEBRAR el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que no se puede descender a negociar con el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad»[4]. El Evangelio de hoy nos presenta, por un lado, a Herodes, incapaz de defender sus creencias; a pesar de que estaba seguro de que Juan era un hombre justo, por temor a quedar mal ante los invitados y ante la hija de Herodías, se traicionó a sí mismo y acabó realizando algo que en realidad no deseaba: dar muerte al Bautista. Quien no supo cambiar su corazón cuando le escuchaba con gusto, tampoco supo cambiar el curso de los acontecimientos cuando le pideron la cabeza del Bautista. En cambio, Juan se nos presenta como alguien que está dispuesto a morir por lo que realmente vale la pena. Al contemplar la vida del Bautista, y en especial la del Señor, descubrimos que la verdad está vinculada a la cruz. La verdad muchas veces nos provoca y «no es en absoluto barata. Es exigente, y quema. El mensaje de Jesús también incluye el desafío que encontramos en esa pugna con sus contemporáneos (…). Quien no quiera dejarse quemar, quien no esté dispuesto a ello, tampoco se acercará a él»[5].


Verdad, bien y belleza están unidas, y van de la mano del amor. Los cristianos estamos llamados a hacer amable la verdad, dando testimonio valiente de nuestra fe, mostrando que se es más feliz viviendo en la verdad que tratando de esquivarla. «Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente: la verdad es inseparable de la auténtica alegría»[6]. Mostrar la amabilidad de la verdad es una buena definición del apostolado, porque en él se unen amor, verdad y bien. Una verdad desnuda y sin amor es desagradable, y muchos podrían llegar a considerarla inalcanzable. Por eso san Josemaría decía que el ejemplo y el celo de un cristiano «nunca debe ser una bofetada moral, arrogante, en la cara del prójimo», sino «brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté»[7], sembrando al mismo tiempo paz y alegría. Podemos pedir a la Virgen María que meta en nuestros corazones la misma pasión por la verdad que le llevó a Juan a entregar su vida con alegría.

28 de agosto de 2024

NATURALIDAD

 



Evangelio (Mt 23, 27-32)


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis las tumbas de los profetas y adornáis los sepulcros de los justos, y decís: «Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas!». Así pues, atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. Y vosotros, colmad la medida de vuestros padres.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS debió de tener un carácter muy pacífico, pues los niños se acercaban a él con naturalidad. Además, no se cansó de predicar que el Reino de Dios es de los que buscan la paz. Por eso, la dureza con que a veces habla puede llamar nuestra atención y causar cierta perplejidad. No solo por el contenido de lo que dice, sino también por al tono que se desprende de sus imprecaciones contra unos líderes religiosos que, llevados por su vanidad, se ponían como ejemplo de unas virtudes que, en realidad, no vivían desde su corazón. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre» (Mt 23,27-32).


Al meditar sobre los evangelios, uno rápidamente se da cuenta de la gran paciencia que vive Jesús ante las más diversas personas: atiende con cariño a los enfermos, desea a abrazar con su misericordia a los pecadores, y tanto los pobres como los ricos encuentran en el Maestro de Nazaret un corazón tierno y atento. Solo la hipocresía, es decir, el afán por aparentar lo que no se es o el esfuerzo desmesurado por dejarse influenciar por el qué dirán parece chocar con su corazón sencillo y humilde. De hecho, una de las pocas alabanzas que le escuchamos a Jesús va dirigida a Natanael, en su primer encuentro. A pesar de que el futuro apóstol lo recibió con unas palabras llenas de escepticismo y de crítica a su lugar de origen –«¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46)–, Jesús valora su sinceridad delante de los demás apóstoles: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47).


Es interesante que esta haya sido una de las primeras frases que pronunció el Señor a sus nuevos seguidores, quizá para hacerles comprender que no son las flaquezas humanas ni tampoco las limitaciones las que pueden alejarnos de Dios, sino el no querer reconocerlas o consentir algún tipo de doblez en nuestro obrar. Por eso, como enseñaba san Josemaría, los cristianos estamos llamados a dar testimonio de vida sencilla: «Con tu conducta de ciudadano cristiano, muestra a la gente la diferencia que hay entre vivir tristes y vivir alegres; entre sentirse tímidos y sentirse audaces; entre actuar con cautela, con doblez… ¡con hipocresía!, y actuar como hombres sencillos y de una pieza. –En una palabra, entre ser mundanos y ser hijos de Dios»[1].


¿CUÁL es el motivo central que me lleva a obrar? Esta es una pregunta que nos permite dar unidad a nuestra vida. Todo lo que realizamos en nuestro día a día –acciones, palabras, omisiones– apuntan hacia una identidad que queremos construir. En el examen de conciencia intentamos comprobar hasta qué punto todas nuestras expresiones externas están guiadas por la intención última de amar cada vez más a Dios y a los demás. Porque puede ocurrir que se genere un desfase entre lo que aparentamos hacia fuera y lo que llevamos en nuestros corazones: «Por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad» (Mt 23,28).


«Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria»[2]. Para conseguir que la hipocresía no se vaya introduciendo en nuestra alma, nos puede ayudar tomar todas nuestras decisiones desde la presencia de Dios. Cuando nos sentimos mirados por un Padre que nos quiere, acompañados por Jesús, nuestro mejor Amigo, y portadores del Espíritu Santo, entonces resulta casi natural que nuestro porte exterior sea expresión del amor que llevamos dentro. Porque la coherencia que surge de la unidad de vida no se improvisa, sino que nace de las convicciones profundas que anidan en nuestro corazón y que no queremos negociar.


La autoridad que caracteriza a todo cristiano «no consiste en mandar y hacerse oír, sino en ser coherente, en ser testigo y, por ello, ser compañeros de camino del Señor»[3]. Sin coherencia, no hay verdadero apostolado, porque todo lo que nos gustaría transmitir hacia afuera nacería de un corazón apagado. Por eso, nos podemos preguntar en este rato de oración si el amor de Dios y el deseo de darle gloria es el principal motor que mueve nuestros pensamientos y nuestros afectos.


EL AMOR a Cristo es lo que da una armonía sólida a nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Si el Señor ocupa el centro de nuestra vida, será más fácil reflejar la coherencia exterior en el trato con los demás. Lógicamente, es necesaria una cierta adaptación de nuestro comportamiento en función de las personas con las que estamos. No es lo mismo pasar un día de descanso con la propia familia que una reunión de trabajo que resulta decisiva para orientar un proyecto; nuestra confianza hacia los amigos, como es lógico, es mayor que la que sentimos hacia desconocidos. Pero esa adaptación natural al ambiente en que nos encontramos no debería de llevarnos a perder la propia identidad o a esconder aquello que le da sentido a toda nuestra vida: el amor a Jesús.


El afán por querer ser siempre la misma persona nos llevará a vivir una virtud humana muy querida por san Josemaría: la naturalidad. En una ocasión, escribía: «Cuando se trabaja única y exclusivamente por la gloria de Dios, todo se hace con naturalidad, sencillamente, como quien tiene prisa y no puede detenerse en “mayores manifestaciones”, para no perder ese trato –irrepetible e incomparable– con el Señor»[4]. No buscamos hacer el bien para que nos alaben o para que los que nos rodean se formen una buena opinión de nosotros. Por el contrario, lo que nos interesa es que todas nuestras obras sean un reflejo de la gloria de Dios y lleven a que muchos lo conozcan, mientras nosotros pasamos casi desapercibidos. Es la exigente recomendación del Maestro: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).


Para que nuestra naturalidad y coherencia sean verdaderas, no hemos de tener miedo a admitir nuestros errores y flaquezas. De lo contrario, podríamos caer en la tentación de algunos fariseos y escribas, que vivían en un mundo de buenos deseos, pero sin admitir sus propias limitaciones: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas”!» (Mt 23,29-30). El deseo de mostrarse muy seguros hacia los demás los llevaba a defender una falsa concepción de sí mismos y a ocultar sus limitaciones. Nosotros sabemos, en cambio, que incluso a través de nuestras flaquezas podemos reflejar la gloria de Cristo, porque él es nuestro Salvador. Como nuestra Madre, nos atreveremos a decir: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38), sabiendo que en esa verdad, quizá a los ojos del mundo bastante poco atractiva, se esconde toda nuestra riqueza.

27 de agosto de 2024

SER SANTO ES CORRESPONDER LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO

 




Evangelio (Mt 23, 23-26)


»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello!


»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia! Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO nos presenta muchos encuentros de Jesús con los escribas y fariseos. Frecuentemente lo vemos dialogando con ellos, buscando incansablemente su conversión; lo cual no es de extrañar, pues «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,11), y Cristo veía a esas personas más lejos del Reino de Dios que los publicanos y las prostitutas (cfr. Mt 21,31). Sabemos que, ante quien lo necesita, el Señor no niega su ayuda y hace todo lo que está en su mano para recuperar la oveja perdida. Y esas ovejas extraviadas que eran algunos de los escribas y fariseos le costaron grandes esfuerzos. En su vida terrena –y por lo poco que podemos saber– solo pudo contar unas pocas victorias. Ya antes de su pasión y muerte encontramos algún doctor de la ley que se cuenta entre sus discípulos, aunque lo haga a escondidas (cfr. Jn 7,50; Jn 19,38). Después de su resurrección abrazarán la fe unos fariseos (cfr. Hch 15,5). Entre ellos, algunos continuarán con los mismos esquemas de la antigua ley, lo que crearía algunas dificultades en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 15,5); otros, como Pablo (cfr. Hch 23,6), tendrán una eficacia maravillosa.


Es de suponer que Jesús no se sentiría muy cómodo en algunos de esos encuentros con los miembros de la autoridad judía. Muchas veces sabía que lo único que buscaban de él era una declaración para acusarle. Le dolía, además, la ceguera de sus corazones, que les impedía acoger la buena nueva que anunciaba. Pese a todo, Cristo no se alejó de ellos. Según nuestros esquemas, quizá hubiese sido mejor rodearse únicamente de aquellos que entendían su mensaje y lo escuchaban con cariño, pero el Señor no rechazó el diálogo con quienes no lo amaban. Al fin y al cabo, Dios no quiere «la muerte del impío, sino que se convierta de su camino» (Ez 33,11). Cuando se dirigía a ellos lo hacía con el deseo de que rectificaran y cambiaran de vida, también cuando lo hacía con más dureza: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!» (Mt 23,23).


Podemos pedir al Señor que nos ayude a tener esa sed de almas que nos lleve a buscar la salvación de los hombres, también de aquellos que tal vez no nos comprenden. «Queremos hacer el bien a todos –escribía san Josemaría–: a los que aman a Jesucristo y a los que quizá le odian. Pero estos nos dan además mucha pena: por eso hemos de procurar tratarles con afecto, ayudarles a encontrar la fe, ahogar el mal −repito− en abundancia de bien. No hemos de ver a nadie como enemigo: si combaten a la Iglesia por mala fe, nuestra recta conducta humana, firme y amable, será el único medio para que, con la gracia de Dios, descubran la verdad o al menos la respeten»[1].


CRISTO reprocha a los fariseos y a los escribas que cumplan las reglas humanas con rigurosidad mientras descuidan los preceptos básicos divinos. Sin embargo, no critica el hecho de que existan esas normas. Jesús afirma que es necesario cumplirlas, pero sin olvidarse de lo esencial, que es la ley dada por Dios. Y esto es posible si tratamos de ver el bien que hay detrás de todo lo que realizamos: la justicia, la misericordia, la fidelidad… en una palabra, el amor, «pues toda la Ley se resume en este único precepto» (Ga 5,14). El problema de algunos escribas y fariseos es que habían perdido la auténtica perspectiva de todas esas normas y se habían vuelto guías ciegos, capaces de colar un mosquito y tragar un camello (cfr. Mt 23,24).


Desarrollar esta actitud de querer entender para vivir la relación con Dios con «voluntariedad actual»[2], por amor, no es ni automático ni sencillo. Por eso, san Josemaría hablaba de la formación como de una batalla que, además de ser ardua, «no termina nunca»[3]. La Ley pide ser entendida, porque ha sido dada para seres inteligentes, que son invitados a dejarse guiar por ella en un modo profundo, no superficial. «Ser santos –comenta el prelado del Opus Dei– no es hacer cada vez más cosas o cumplir ciertos estándares que nos hayamos impuesto como tarea. El camino a la santidad, como nos explica san Pablo, consiste en corresponder a la acción del Espíritu Santo, hasta que Cristo esté formado en nosotros (cfr. Ga 4,19)»[4].


De este modo, podemos ver todo lo que supone la vida cristiana –mandamientos, normas de piedad, obras de misericordia…– como medios que nos llevan a identificarnos con el Señor. Estas prácticas forman «parte de un diálogo de amor que abarca toda nuestra vida y que nos llevan a un encuentro personal con Jesucristo. Son momentos en los que Dios nos espera para compartir su vida con la nuestra»[5].


«¡AY DE VOSOTROS, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia!» (Mt 23,25). Jesús llega a la raíz del problema. Pone de manifiesto el contraste entre lo que esas personas manifiestan por fuera –oraciones en voz alta, ayunos llamativos…– y lo que llevan dentro –deseos de aparentar, búsqueda de reconocimiento…–. «Es necesario decir no a la “cultura del maquillaje”, que enseña a cuidar las formas externas. Sin embargo, debe purificarse y custodiarse el corazón, el interior del hombre, precioso a los ojos de Dios; no lo externo, que desaparece»[6].


El camino indicado por Jesús es el de purificar desde dentro hacia afuera. «Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera» (Mt 23,26). Entendemos así que la formación que el Señor quiere para nosotros no consiste en acumular una gran cantidad de información, sino que exige un desarrollo de la interioridad de la persona. No es cuestión de acoger muchas semillas que crezcan rápidamente en la superficie para dar la impresión de fecundidad. Se trata más bien de trabajar un terreno profundo y rico, capaz de dejar germinar la semilla plantada por Jesucristo en nuestra alma.


Esta es una tarea que compete exclusivamente a cada uno, con la ayuda de la gracia. Mientras las buenas obras externas quizá se pueden realizar en parte por la influencia de los demás –ya sea porque nos animan o porque el ambiente nos empuja a ello–, nosotros somos los responsables de desarrollar nuestra interioridad; es decir, de construir un mundo interior que disfrute del bien que hacemos y rechaza el mal no porque es una prohibición, sino porque nos aleja de la felicidad que queremos. Y esto «requiere la capacidad de detenerse, de “apagar el piloto automático”, para adquirir conciencia sobre nuestra forma de hacer, sobre los sentimientos que nos habitan, sobre los pensamientos recurrentes que nos condicionan, y a menudo sin darnos cuenta»[7]. La Virgen María es modelo de interioridad cuidada que acoge la palabra y la deja fructificar (cfr. Lc 11,28). Ella nos podrá ayudar a caminar fielmente, sin dobleces, tras los pasos de su Hijo.


25 de agosto de 2024

LA SANTIDAD ES FLEXIBLE

 




EVANGELIO Mt 23, 13-22


En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les cierran a los hombres el Reino de los cielos! Ni entran ustedes ni dejan pasar a los que quieren entrar.


¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para ganar un adepto, y cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos!


¡Ay de ustedes, guías ciegos, que enseñan que jurar por el templo no obliga, pero que jurar por el oro del templo, sí obliga! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo, que santifica al oro? También enseñan ustedes que jurar por el altar no obliga. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él".


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS ESCRIBAS y los fariseos eran conocidos por ser celosos creyentes y practicantes de la Ley. Sin embargo, algunos de ellos se limitaban a predicar a los demás y no ponían en práctica lo que enseñaban. Es por eso que Jesús, en varias ocasiones, puso de relieve su hipocresía, con un reproche lleno de dolor por las almas, con el deseo de hacerles cambiar de actitud: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar» (Mt 23,13).


En cierto modo, cada cristiano tiene en común con los escribas y fariseos la misión de enseñar, es decir, de transmitir la fe en el seno de la propia familia y entre sus amigos. En sentido amplio, todos somos de alguna manera líderes, se espera de nosotros que podamos guiar a los demás con delicadeza y pleno respeto de su libertad. Y esto conlleva, en primer lugar, ofrecer un testimonio coherente. «La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras»[1], enseñaba san Antonio de Padua. Un cristiano está llamado a «hacer de su vida diaria un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal, sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios»[2].


El hecho de transmitir la fe con el propio ejemplo no significa que los cristianos tengamos que ser perfectos. Probablemente las personas de nuestro alrededor conozcan algunos de nuestros defectos, las pequeñas o grandes incoherencias entre lo que pretendemos enseñar y lo que realmente somos. Lo decisivo, sin embargo, no es llevar una vida sin tacha, pues esta es imposible. De hecho, esas incoherencias, cuando son reconocidas con humildad y se combaten con esfuerzo y gracia de Dios, pueden iluminar a las personas que nos rodean: se dan cuenta de que el ideal cristiano no consiste en ser perfectos, sino en luchar por asemejarse cada vez más a Cristo. Por eso, aún con ese defecto, los demás pueden ver que es posible estar cerca de Dios, pues él no pone ningún obstáculo a su amor. Al fin y al cabo, la santidad no es algo que se consiga de la noche a la mañana, sino que es un camino que se recorre durante toda la vida.


«¡AY DE VOSOTROS, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro» (Mt 23,22). Jesús denuncia a aquellos que dan demasiada importancia a cosas accesorias y pierden de vista lo esencial. En efecto, algunos escribas y fariseos habían asumido muchos preceptos humanos que no tenían nada que ver con la ley divina. Esto les llevó a formar una minuciosa casuística sobre lo que se podía hacer y lo que no. Con este modo de actuar revelaban cierto orgullo y autosuficiencia: probablemente pensarían que para ganar la vida eterna bastaría simplemente con seguir esas disposiciones. Se olvidaron de que la salvación no es algo que humanamente podamos merecer por nuestros actos, sino que es siempre un don de Dios.


El problema que Jesús pone de relieve no es tanto la existencia de esos preceptos humanos, pues efectivamente quizá podían tener su sentido, sino el hecho de que se descuide lo esencial, que es la Ley dada por Dios. Algunos miembros de la autoridad judía cumplían a la perfección las normas establecidas por ellos mismos, pero se olvidaron de vivir la justicia, la caridad y la misericordia con sus hermanos. El amor a Dios y a los demás había pasado a un segundo plano: lo importante era realizar al pie de la letra sus disposiciones.


Esta actitud de algunos fariseos y escribas también puede estar presente hoy en día. «En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia»[3]. Podemos pedir al Señor, en primer lugar, que sepamos vivir su ley con el corazón, deseando agradarle en lo que hacemos. «Da “toda” la gloria a Dios. –“Exprime” con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu “yo”»[4]. Así podremos transmitir una ley que no es autorreferencial ni se basa solo en prácticas externas, sino que busca ante todo el bien auténtico de los demás: «El Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno»[5].


EN LOS AÑOS sesenta vivía un gran número de estudiantes en Villa Tevere, que en su momento era la sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, donde muchos miembros de la Obra recibían formación. En una ocasión, les indicaron que, para evitar que se estropeasen, no se sentaran en unos arcones decorativos que se encontraban cerca del comedor. Al cabo de pocos días, al llegar a ese sitio de la casa, se encontraron a san Josemaría sentado en uno de los arcones, al que daba golpecitos con el talón mientras les miraba divertido. Les explicó que aquel aviso se había dado como un detalle concreto para vivir la pobreza porque eran muchos en la casa, pero que no tenía nada de malo que uno se sentara de vez en cuando en un arcón si le daba la gana. Y concluyó: «No somos maniáticos ni de la pobreza, ni del orden, ni de las cosas pequeñas, hijos míos. ¡Todo lo hacemos por amor a Dios!»[6].


A veces la meticulosidad, incluso en las cosas que refieren a la vida espiritual, puede que busque tranquilizar la propia conciencia, antes que agradar a Dios. Así, es fácil que el trato con el Señor se acabe convirtiendo en un formalismo. Por eso san Josemaría solía decir que «la santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite –si no es ofensa a Dios– otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo. La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural»[7].


San Francisco de Sales, muy al principio de su correspondencia con la que un día sería santa Juana de Chantal, la ponía en guardia contra la posible falta de libertad de hija de Dios hacia la que podía deslizarse, incluso a través de sus anhelos de vida cristiana. «Un alma que se ha apegado al ejercicio de la meditación, interrúmpela, y la verás salir con pena, ansiosa y asombrada. Un alma que tiene verdadera libertad saldrá con rostro ecuánime y corazón bondadoso al importuno que la ha molestado, porque todo es uno, o servir a Dios meditando, o servirle soportando al prójimo; ambas cosas son voluntad de Dios, pero el soportar al prójimo es necesario en este momento»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tratar a su Hijo con un corazón libre de formalismos y lleno de un amor auténtico y sencillo.


Historia épica de amor





 Evangelio (Jn 6,60-69)


En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: - Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla? Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo: - ¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen. En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar.


Y añadía: - Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre. Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él.


Entonces Jesús les dijo a los doce: - ¿También vosotros queréis marcharos?


Le respondió Simón Pedro: - Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.


PARA TU RATO DE ORACION


LA PREDICACIÓN del Señor no siempre fue bien recibida por quienes le escuchaban. Un ejemplo claro es lo que ocurrió después del discurso del pan de vida. Algunos de los que hasta ese momento seguían al Maestro comentaron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6,60). Cualquier proyecto que vale la pena en esta vida implica renuncia. El matrimonio, que está llamado a ser una historia de amor a lo largo del tiempo, también cuenta con esa dinámica. Así lo sugiere la segunda lectura al afirmar: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Ef 5,31). No hay duda de que aprender a bailar al compás del otro implica abandonarse en sus manos, pero lo que se alcanza es mucho mayor que lo que uno podría conseguir por su propia cuenta.

En la vida cristiana no se busca simplemente la renuncia por la renuncia. Ciertamente, cuando se pretende vivir de amor, esta es inevitable. Como recuerda san Pablo, aspirar a los bienes de arriba requiere tomar distancia con los de abajo (cfr. Col 3,1-2). No obstante, si pensamos en los grandes relatos épicos de la historia, su repercusión no se debe tanto a las renuncias que han realizado, sino a las gestas que han logrado. De un modo similar, es verdad que a veces podemos percibir que la relación con Dios está marcada por la dureza, pues en ocasiones quizá encontramos gran dificultad en seguir sus mandamientos. Sin embargo, la vida cristiana no se tasa únicamente en eso, sino que sobre todo se mide por los bienes de arriba que nosotros ardientemente buscamos y que él quiere darnos. Unos bienes que no solo se saborean en la vida eterna, sino que también en la terrena podemos empezar a degustarlos. Como recordaba san Josemaría: «Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Solo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos»[1].


EN LA PRIMERA lectura de este domingo, Josué convoca a las tribus de Israel y las invita a una toma de posición de radical: «Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis; que yo y mi casa serviremos al Señor» (Jos 24,15). En realidad, esta exhortación de Josué es la conclusión de un emotivo discurso en el que el sucesor de Moisés rememora desde Abraham todas las vicisitudes por las que ha pasado el pueblo de Israel y cómo Dios ha permanecido fiel en cada circunstancia, protegiéndolo de sus enemigos y colmándolo de muchas bendiciones (cfr. Jos 24,1-14). No es de extrañar que el pueblo, evocando la memoria de la presencia fiel y protectora de Dios, exclame con decisión: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor nuestro Dios es quien nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, de Egipto, de la casa de la esclavitud; y quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios y nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos por los que atravesamos» (Jos 24,16-17).

Josué evoca en el pueblo los dones recibidos de Dios. El pueblo de Israel necesitará en muchísimas ocasiones volver a poner la vista en todo lo que Yahvé ha hecho por él. Porque con frecuencia, ante las adversidades del éxodo, los israelitas llegan a añorar las comodidades de la esclavitud: «¡Quién nos diera carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, y de los pepinos y melones y puerros y cebollas y ajos! En cambio ahora se nos quita el apetito de no ver más que maná» (Nm 11,4-6). «El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre»[2].

Un pueblo al que se le ha brindado la libertad, que ha experimentado el poder protector del Señor, añora la aparente comodidad de la esclavitud. Por paradójico que pueda parecer, la vivencia de Israel puede reflejar también la experiencia de cada uno de nosotros. Podemos acabar viendo a Dios y la vida de fe como algo que nos complica, añorando la engañosa calma que proporciona la lejanía de Dios. Es entonces cuando, como Josué, podemos volver a poner ante nuestros ojos todo el bien que el Señor ha hecho en nuestra vida a través de su presencia, de sus sacramentos, de las personas que ha puesto a nuestro lado. Y al considerar que esa cercanía nunca se retira, que ese Dios tierno y providente no nos abandona si nosotros le dejamos, podemos exclamar como san Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).


«SEÑOR Dios, que unes en un mismo sentir los corazones de tus fieles, impulsa a tu pueblo a amar lo que mandas y a desear lo que prometes, para que, en medio de la inestabilidad del mundo, estén firmemente anclados nuestros corazones donde se halla la verdadera felicidad»[3]. Así reza la oración colecta de este domingo. A través de esta súplica, la Iglesia no nos invita sencillamente a cumplir lo que Dios manda, sino a corresponder a su amor. Cumplir algo que nos viene impuesto desde fuera puede ser una actitud encomiable si lo que se manda es lícito y contribuye al bien nuestro y de la comunidad. Sin embargo, nosotros queremos ir más allá: deseamos amar a un Dios que es bueno y solo nos pide aquello que nos conviene.

Amar exige conocer la razón de bien detrás de lo que Dios propone a través de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Una comprensión que no es abstracta, sino que con la ayuda de la fe alcanza a captar el bien que un mandamiento o una indicación supone para uno mismo. No cumplimos los preceptos divinos solo porque son mandados por alguien con autoridad, sino porque comprendemos el bien que conlleva o, al menos, porque confiamos en quien nos lo pide. Con la luz de la fe y la ayuda de la gracia podemos descubrir la bondad que contienen los mandamientos para nosotros. Se entiende entonces aquella petición de san Agustín: «Da lo que mandas y manda lo que quieras»[4]. Por eso, podemos pedir al Señor que nos ayude a comprender el sentido de sus mandamientos para poder amarlos con todo el corazón.

En este sentido, la oración, la lectura y el acompañamiento espiritual pueden ser para un cristiano los cauces habituales por los que Dios nos da esa sabiduría. Así, podemos enfocar con serenidad los períodos de mayor sequedad o las circunstancias donde sobresale más la renuncia en nuestra historia de amor con Dios. Esa sabiduría no solo nos hace saber que el Señor es bueno y busca nuestro bien, sino que nos permite experimentar cada vez más su bondad y todos los dones que continuamente nos da, como clama el salmista: «Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él» (Salmo 34,9). Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a reconocer y disfrutar todo lo que su Hijo hace por nosotros.



24 de agosto de 2024

SAN BARTOLOMÉ Apóstol





Evangelio (Jn 1,45-51)


En aquel tiempo, Felipe encontró a Natanael y le dijo:


— Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José. Entonces le dijo Natanael:


— ¿De Nazaret puede salir algo bueno?


—Ven y verás, le respondió Felipe.


Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:


— Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez. Le contestó Natanael:


— ¿De qué me conoces? Respondió Jesús y le dijo:


— Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.


Respondió Natanael:


—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.


Contestó Jesús:


—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás. Y añadió:


— En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


TRADICIONALMENTE se identifica al apóstol san Bartolomé con Natanael, natural de Caná de Galilea (cfr. Jn 21,2). Era amigo de Felipe, quien le habló con entusiasmo de aquel maestro de Nazaret que acababa de conocer, pues estaba convencido de que era el Mesías. La respuesta de Natanael, sin embargo, fue como un jarro de agua fría a estas esperanzas: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46).


Es fascinante ver, en el primer capítulo del Evangelio de san Juan, cómo los primeros discípulos de Jesús hablan con toda naturalidad del Maestro a sus amigos y parientes. Les mueve la alegría que experimentan y un gran sentido de novedad: han encontrado un tesoro y quieren compartirlo con quienes tienen más cerca. Quizá no saben describir con palabras qué es lo que les atrae tanto de Jesús, y por eso recurren a una invitación muy directa: «Ven y verás» (Jn 1,46). No será Felipe quien cambiará directamente la vida de Natanael, sino el encuentro cara a cara con el Señor. «La fe nace por atracción, uno no se vuelve cristiano porque sea forzado por alguien, no, sino porque es tocado por el amor»[1].


El diálogo entre Felipe y Natanael manifiesta una gran amistad, llena de confianza. Cada uno comparte con el amigo lo que lleva en el corazón, mostrándose como es y exteriorizando con sencillez sus opiniones. Así lo hace Natanael, expresando inicialmente su escepticismo en que un profeta, y menos aún el Mesías, pueda salir de un sitio como Nazaret. No obstante, la confianza que tiene en Felipe es más fuerte que ese recelo, de ahí que decida aceptar la invitación a conocer al Señor. «Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús»[2].


NATANAEL se queda muy sorprendido cuando el Señor, al verlo llegar, dice directamente sobre él: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez» (Jn 1,47). Ante este elogio, responde un tanto confundido: «¿De qué me conoces?» (Jn 1,48). La respuesta de Jesús es, a primera vista, extraña: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). Esta frase es todo un misterio para nosotros, pero evidentemente Natanael sabía muy bien a qué se estaba refiriendo el Señor: a algo que tenía que ver de manera profunda e importante con su vida. Por eso, «se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1,49). En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús»[3].


En el elogio de Jesús a Natanael se descubre el agrado que una persona sencilla y sincera despierta en el corazón de Cristo. En cierto modo, es algo que también nosotros sabemos apreciar: que una persona se presente ante nosotros tal como es, sin máscaras ni segundas intenciones. La sencillez y la sinceridad son dos virtudes íntimamente unidas, que nos ayudan a ser coherentes y auténticos: personas que se muestran como son en las palabras y en las obras, con claridad y verdad. «Meditad, hijos –escribió san Josemaría–, estas claras y estupendas palabras de san Pablo: “Toda nuestra gloria consiste en el testimonio, que nos da la conciencia, de haber procedido en este mundo con sinceridad de corazón y sinceridad delante de Dios” (2Cor 1,12). Esta es la gloria de la Obra, y esto es lo que cada uno de nosotros ha de procurar vivir en cualquier situación y circunstancia en que se encuentre. La sencillez y la sincera naturalidad de nuestro espíritu brillarán bien en el mundo, ante los hombres, si os esmeráis en ser filialmente sencillos y sinceros en el trato con Dios, si continuamente procuráis poner de acuerdo con la Verdad vuestros pensamientos, vuestras palabras y vuestras obras»[4].


LA RAÍZ de la sencillez que marcó la vida de san Bartolomé se halla en la humildad, virtud que nos permite reconocer en la presencia de Dios quiénes somos realmente y cuál es la situación de nuestra alma. Este conocimiento propio nos lleva a ponernos plenamente en manos del Señor, a confiar en él más que en nosotros mismos y a abrazar de corazón los designios de Dios sobre nuestra vida. Para vivir esta humildad, y con ella una gran sencillez y descomplicación interior, nos conviene ser como niños en la vida espiritual, como aconsejaba san Josemaría: «Haceos niños delante de Dios. Solo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros si somos sencillos»[5].


Uno de los aspectos que caracteriza a un niño es que no tiene problemas en reconocer su debilidad. Ante algo que le ha hecho daño o que le causa miedo, no duda en acudir inmediatamente a sus padres. Por eso san Josemaría animaba a imitar esa actitud en la vida espiritual. «Ese desaliento, ¿por qué? ¿Por tus miserias? ¿Por tus derrotas, a veces continuas? ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas? Sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aún puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza. Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!»[6]. Si sabemos hacernos niños delante de Dios, también la Virgen María nos protegerá tomándonos en sus brazos. Podemos pedir a san Bartolomé que nos ayude a vivir esa sencillez que conquistó el corazón de Jesús.



23 de agosto de 2024

UN AMOR INCONDICIONAL




Evangelio (Mt 22, 34-40)


“En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:


—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?


Él le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.



PARA TU RATO DE ORACION 


LOS EXPONENTES de la clase dirigente del pueblo de Israel solían plantear a Jesús cuestiones con el objeto de calibrar su rigor y su integridad. En una ocasión, después de que el Señor respondiera con acierto a un enrevesado caso relativo a la resurrección, los fariseos optaron por una pregunta abierta y frontal: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Y Cristo no duda en contestar: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40).


La respuesta de Jesús evocaría en sus oyentes aquellos versículos tan conocidos y familiares del Deuteronomio: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (Dt 6,6-7). Pero el Señor añade un segundo mandamiento: es necesario amar a los demás como uno se ama a sí mismo. No se trata de una exhortación totalmente nueva, puesto que en este mismo sentido se expresa Dios, según recoge el libro del Levítico: «No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). Quizá lo llamativo de esta invitación es la medida: amar como nos amamos a nosotros mismos. Tal vez estaríamos más tranquilos si la referencia fuera más objetiva y fiable, es decir, si se tratase de amar a los demás como Dios ama o como los hombres santos aman a Dios.


Sin embargo, amar a los demás como nos amamos a nosotros es una invitación a amar en los otros aquello que es más sagrado e íntimo en nosotros mismos, lo que nos confiere nuestro valor más hondo: el hecho de que antes que nada y por encima de todo, es Dios quien nos ama a nosotros. Así lo intuyeron, como san Juan, los apóstoles: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (…). Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,11-12). Compartimos con los demás aquello que a nosotros nos hace sentirnos orgullosos de nosotros mismos: la realidad de que somos hijas e hijos queridos por Dios. Ese es el motivo y la medida del amor por nuestros hermanos.


A LO LARGO de los siglos, en Israel se había reflexionado sobre quién era el prójimo al que debía amarse. En tiempos de Jesús, esa pregunta seguía viva. Precisamente san Lucas cuenta que uno de los oyentes preguntó a Cristo quién era ese prójimo, a lo que el Señor respondió con la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 22, 35-27). Para los bautizados, un prójimo muy cercano a nosotros lo compone la multitud de los hijos de la Iglesia. Si estamos llamados a amar en los demás aquello que tanto amamos en nosotros mismos, ¡cuánto más, si cabe, amaremos a quienes comparten con nosotros una misma fe! Precisamente la misteriosa visión que trae el libro de Ezequiel es una imagen de la Iglesia. «Imaginaos toda una llanura llena de huesos. Dios le pide, entonces, que invoque sobre ellos al Espíritu. En ese momento, los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y luego la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida (cfr. Ez 37,1-14). He aquí, esta es la Iglesia. (...) Es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, quien infunde en cada uno la vida nueva del resucitado y nos coloca uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de todos nosotros un cuerpo, edificado en la comunión y en el amor»[1].


Es lógico que nosotros sintamos, como cosa propia, las cosas de la Iglesia, tanto sus gozos como sus sufrimientos. Nos gustaría saber trascender las pequeñas diferencias e incomprensiones. No se trata de los avatares de una gran organización humana cargada de buenos desvelos e intenciones, sino que es el destino del cuerpo místico del Señor. «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[2]. Y porque amamos a todos, es lógico desear que muchos se acerquen a la Iglesia, para que puedan dejarse alcanzar por Dios y puedan llegar a la fuente de la vida que da la verdadera felicidad: «Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna. Estimo sinceramente a todos, católicos y no católicos, a los que creen en algo y a los que no creen, que me causan tristeza. Pero Cristo fundó una sola Iglesia, tiene una sola Esposa»[3].


«ERRABAN por un desierto solitario –exclama el salmista–, no encontraban el camino de ciudad habitada; pasaban hambre y sed, se les iba agotando la vida; pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Los guió por un camino derecho, para que llegaran a una ciudad habitada. Gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación» (Salmo 107,4-7). Quizá cada uno de nosotros podemos atravesar por circunstancias parecidas en las que parece, con más o menos intensidad, que la vida se agota, que el hambre y la sed se recrudecen, que aquello de lo que más orgullosos deberíamos sentirnos se desdibuja, que lo que en nosotros es lo más grande corre el riesgo de ser olvidado. Y nos unimos al salmista para gritar también nosotros al Señor que no queremos perder de vista su amor por nosotros. Porque si bien el amor de Dios por nosotros es perfecto, es a veces imperfecta y limitada nuestra percepción de ese amor.


«El primer paso que Dios da hacia nosotros es el de un amor que se anticipa y es incondicional. Dios ama primero. Dios no nos ama porque en nosotros hay alguna razón que suscita amor. Dios nos ama porque él mismo es amor, y el amor tiende por su naturaleza a difundirse, a donarse. Dios no une tampoco su bondad a nuestra conversión: más bien esta es una consecuencia del amor de Dios»[4]. Tenemos necesidad de conservar frescas en la memoria las intervenciones del Señor en nuestra vida y en cada uno de nuestros días. Así reza una de las colectas del formulario de la Misa de acción de gracias: «Oh Dios, Padre de todos los dones, de quien procede cuanto somos y tenemos, enséñanos a reconocer los beneficios de tu inmensa bondad y a amarte con sincero corazón y con todas nuestras fuerzas»[5]. La acción de gracias nos permite descubrir que, también en medio del hambre y la sed del desierto, el Señor sigue velando por nosotros. Cultivar esa memoria agradecida nos ayuda a recuperar la vida cuando notamos que se nos agota. Podemos pedir a la Virgen María que sepamos acoger el amor incondicional de su Hijo, que nos sostiene y nos protege continuamente en nuestro caminar terreno.


22 de agosto de 2024

22 de agosto: Bienaventurada Virgen María Reina


 

Evangelio (Lc 1, 26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.


Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Y el ángel se retiró de su presencia.



PARA TU RATO DE ORACION 



LA FIESTA de hoy nos invita a elevar nuestras miradas para contemplar a la Reina de todo lo creado: la Virgen María. En este día podemos meditar aquellas palabras de san Josemaría: «Quiera Dios Nuestro Señor (...) se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra»[1]. Sentirnos cobijados bajo su manto nos llena de confianza en las adversidades y de alegría en los éxitos. De María Reina podemos esperar su intercesión atenta en las dificultades, y con gozo le ofrecemos las primicias de nuestros frutos de lucha y amor.


Sin embargo, celebrar el reinado de María en nuestra vidas puede también generarnos una cierta inquietud. Normalmente, preferimos acentuar nuestra libertad e independencia a subrayar el señorío que otra persona pudiese tener sobre nuestra vida. Por eso, podemos llegar a creer que, para mantener una buena relación con nuestra Madre, hace falta renunciar a ser uno mismo. No obstante, si se piensa un poco más en profundidad, uno puede darse cuenta de que, así como hay un tipo de reinado que nos quita la libertad, hay otro señorío que, por el contrario, nos hace felices y libera energías en nosotros que nos llevan a nuestra mejor versión. Es el reinado del amor, por el que nos abrimos a la voluntad de otra persona y que nos lleva a la propia plenitud.


«Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza»[2]. El reinado de Cristo consiste en la transformación de nuestras vidas: él nos eleva y nos hace hijos de Dios. De algún modo esto fue lo que le ocurrió a la Virgen María. Al aceptar ser la esclava del Señor su existencia cambió por completo. No se empequeñeció, sino todo lo contrario: con su sí a la voluntad divina se convirtió en la Madre de Dios y acabaría siendo Madre de todos los cristianos. A ella le podemos pedir que nos ayude a decir que sí a los planes divinos, que son mucho más grandes y ambiciosos de lo que nosotros podemos imaginar. Como escribía san Josemaría: «Nunca te habías sentido más absolutamente libre que ahora, que tu libertad está tejida de amor y de desprendimiento, de seguridad y de inseguridad: porque nada fías de ti y todo de Dios»[3].


PARA que se manifieste el señorío de María en nuestras vidas, es necesario en primer lugar purificarse de todo aquello que nos pueda separar de ella. «Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará –anuncia el profeta Ezequiel–: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar» (Ez 362,25). Acercarse a María y al señorío de su amor es abrirse a la purificación interior, para que seamos capaces de recibir sin estorbo de ningún tipo las gracias de su Hijo.


El término «purificación», desde el punto de vista del culto y de la liturgia, significa limpiar una persona u objeto para que sea digno de Dios. Por eso, el primer acto de purificación en nuestra vida se realiza a través de las aguas del Bautismo, que nos llevan de un estado de separación de Dios a la filiación divina. Es bonito pensar que una de las tareas de la Virgen es purificarnos para que seamos capaces de mantener nuestra unión originaria con la Santísima Trinidad. A veces serán sus lágrimas las que nos limpian las heridas de nuestros pecados, otras veces derramará en nuestras almas el bálsamo de su ternura, cuando nos vea más desanimados; y en los momentos de alegría, nos limpia con la mezcla de sus perfumes, que le regalan a nuestras almas una honda presencia de Dios.


Esa tarea de purificación requiere el esfuerzo diario por limpiar nuestras almas para poder percibir así el reinado de Dios. San Josemaría le preguntaba en una ocasión a uno de sus hijos: «¿Tienes deseos de rectificación, de purificación, de mortificación, de tratar más al Señor, de aumentar tu piedad, sin teatro ni cosas externas, con naturalidad?»[4]. Si queremos que la Virgen reine verdaderamente en nuestros corazones, para que así nos convierta en buenos hijos de Dios, podemos preguntarnos en este rato de oración: ¿Qué aspectos de mi vida requieren de purificación? ¿Intento pasar todos mis afectos y pensamientos por el corazón de María? «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso… –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor»[5].


LA PURIFICACIÓN es el primer paso para gozar de la libertad que nos quiere regalar la Virgen María con su reinado. Al habérnosla dado como Madre, Jesús le confió una tarea muy concreta: forjar en nuestro interior un nuevo corazón, que sea capaz de tener los mismos afectos que los de su Hijo. Así, María nos ayuda a que en cada uno de nosotros se cumplan las proféticas palabras de Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26-27). ¿No es acaso la principal tarea de una buena madre, ir cultivando poco a poco la sensibilidad de sus hijos, para que puedan disfrutar de este mundo dándole gloria a Dios?


El reinado de la Virgen consiste, por lo tanto, en difundir por todo el mundo ese Amor infinito de su Hijo en la cruz. De él aprendió que el auténtico reino no se basa en privilegios u honores. «Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar. Es reina precisamente amándonos, ayudándonos en todas nuestras necesidades»[6]. María ejerce su realeza velando por nosotros y ofreciéndonos su protección maternal. Pero para recibir ese amor y transmitirlo a las personas más cercanas, nos hace falta poseer un nuevo corazón que vibre con el servicio. La Virgen quiere romper la cáscara de nuestro egoísmo, que nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos, para que podamos abrirnos a las gracias de su Hijo y a las necesidades de todos los hombres. Como los criados de la parábola de la boda del hijo del rey, nuestra Madre no se cansa de invitar a todos los hombres y mujeres a descubrir que, solo cuando buscamos hacer la voluntad de Dios, nuestra existencia se convierte en una gran fiesta. «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda» (Mt 22,4).


Podemos terminar este rato de oración dirigiéndonos a nuestra Madre con unas palabras de san Josemaría: «Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida»[7]. Madre, ayúdanos a tener un corazón tan libre y limpio como el tuyo.

21 de agosto de 2024

SAN PIO X El dulce Cristo en la Tierra



Evangelio (Mt 20, 1-16)


El Reino de los Cielos es como un hombre, dueño de una propiedad, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo». Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?». Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña».


A la caída de la tarde le dijo el amo de la viña a su administrador: «Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros». Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Y cuando llegaron los primeros pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el dueño: «A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor». Él le respondió a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?». Así los últimos serán primeros y los primeros últimos



 PARA TU RATO DE ORACIÓN 


CELEBRAMOS hoy la fiesta de san Pío X, a quien los fieles del Opus Dei encomiendan lo referente a las relaciones de la Obra con la Santa Sede. San Josemaría lo nombró Intercesor en 1953. Ya antes tenía devoción personal a este santo pontífice, de quien admiraba especialmente su piedad eucarística, su amor a la Iglesia y sus deseos de que el Reino de Cristo fuera instaurado en todas las personas, como rezaba el lema de su pontificado: Instaurare omnia in Cristo.


Giuseppe Melchiorre Sarto nació en 1835 en Riese, una localidad del norte de Italia. Fue el segundo en una familia con diez hijos, de condición social modesta. Cuando tenía quince años recibió una beca y pudo entrar en el seminario de Padua. Fue ordenado sacerdote en 1858 y desempeñó diversos encargos pastorales con gran celo por las almas. En 1884 fue nombrado obispo de Mantua y recibió la consagración episcopal en la basílica de San Apolinar, en Roma. Desde 1893 fue patriarca de Venecia y cardenal. Y en 1903 fue elegido Papa. Su pontificado duró diecisiete años, hasta su fallecimiento en agosto de 1914: desde ese momento, creció en toda la Iglesia una gran devoción popular hacia él, con muchas personas que acudían a rezar ante su tumba en la basílica de San Pedro. En 1954 fue canonizado.


San Pío X promovió diversas reformas litúrgicas y canónicas en la Iglesia. Su mayor empeño fue poner en el centro de la vida cristiana la Eucaristía, fomentando su recepción diaria y anticipando la primera comunión de los niños a los siete años de edad. También procuró dar un impulso a la difusión de la doctrina cristiana. Ya en sus años de párroco había preparado un catecismo. Y como romano pontífice redactó un texto para la diócesis de Roma que se difundió enseguida por muchos lugares del mundo. «Este catecismo, llamado “de Pío X”, fue para muchos una guía segura a la hora de aprender las verdades de la fe, por su lenguaje sencillo, claro y preciso, y por la eficacia expositiva»[1]. Como ha escrito el santo padre Francisco: «Pío X siempre ha sido conocido como el Papa de la catequesis. ¡Y no solo eso! Un Papa manso y fuerte. Un Papa humilde y claro. Un Papa que hizo comprender a toda la Iglesia que sin la Eucaristía y sin la asimilación de las verdades reveladas, la fe personal se debilita y muere»[2].


«GRACIAS, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»[3], escribió san Josemaría en Camino. Con estas palabras, expresaba cómo su unión filial al Romano Pontífice, siendo a la vez muy humana, sin embargo iba más allá de una simpatía superficial o de tener ideas afines. Tampoco la entendía como una simple convicción de su inteligencia o una pura decisión de su voluntad, sino como un don de Dios, una gracia puesta en su corazón por el Señor que le hizo amar intensamente a los distintos papas que se sucedieron en la sede de Pedro a lo largo de su vida. De hecho, la misma mañana del día de su fallecimiento, el fundador de la Obra pidió a dos de sus hijos que transmitieran este mensaje a una persona muy cercana a san Pablo VI: «Desde hace años, ofrezco la santa Misa por la Iglesia y por el Papa. Podéis asegurarle –porque me lo habéis oído decir muchas veces– que he ofrecido al Señor mi vida por el Papa, cualquiera que sea»[4].


Para un cristiano, estar unido a la persona e intenciones del Papa es cuestión de fe, de confianza en el Señor, que dirigiéndose a un pobre pescador con evidentes límites le aseguró: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,18-19). «La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra –explicaba san Josemaría–, no son una invención humana: se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo. ¡Qué poco sentido tiene entonces enfrentar el gobierno del Papa con el de los obispos, o reducir la validez del Magisterio pontificio al consentimiento de los fieles! Nada más ajeno que el equilibrio de poderes; no nos sirven los esquemas humanos, por atractivos o funcionales que sean. Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo –el Romano Pontífice– para su Esposa peregrina en esta tierra»[5].


Por eso, «el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo»[6].


CON FRECUENCIA los Romanos Pontífices afirman que cuentan con nuestras oraciones. Por ejemplo, Benedicto XVI, nada más ser elegido, pronunció las siguientes palabras desde el balcón central de la basílica vaticana: «Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones»[7]. El Papa Francisco ha recordado en muchas de sus intervenciones la necesidad de ese apoyo: «Pidan al Señor para que me bendiga. La oración de ustedes me da fuerzas y me ayuda para que pueda discernir y acompañar a la Iglesia escuchando al Espíritu Santo»[8]. En una carta dirigida a un cardenal, san Josemaría expresaba el convencimiento de que con la oración ayudaba al Papa y a la Iglesia: «Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo»[9].


Además de rezar por su persona e intenciones, la fe y la comunión que vivimos en la Iglesia nos lleva a los católicos a conocer y secundar las enseñanzas del Romano Pontífice, así como a tratarle con afecto filial. Si alguna vez no comprendemos algún aspecto de sus palabras o de sus obras, esto no nos impide acoger con espíritu de fe y confianza sus enseñanzas. En este sentido, san Josemaría, quien tenía una gran devoción a santa Catalina de Siena por su defensa del Papa, decía: «Mil veces me cortaría la lengua con los dientes y la escupiría lejos, antes de pronunciar la menor murmuración de quien más amo en la tierra, después del Señor y de Santa María: il dolce Cristo in terra, como suelo decir, repitiendo las palabras de santa Catalina»[10]. Esta actitud es todo lo contrario a hablar negativamente en público sobre el Papa o a menoscabar la confianza en él, tampoco en casos en los que no se comparta algún criterio personal concreto. De todas formas, es debido al menos un «asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»[11].


Podemos terminar acudiendo a la intercesión de la Virgen María, para que la fiesta de san Pío X nos ayude a fortalecer cada vez más nuestra unión filial con el Romano Pontífice: «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María!»[12].