"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de junio de 2016

PRIMEROS MÁRTIRES DE LA IGLESIA *




Mateo 9,1-8.


Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad. 

Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados". 
Algunos escribas pensaron: "Este hombre blasfema". 
Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: "¿Por qué piensan mal? 
¿Qué es más fácil decir: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate y camina'? 
Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa". 
El se levantó y se fue a su casa. 
Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres. 


* Después de Jerusalén y de Antioquía, Roma fue el núcleo cristiano primitivo más importante. Muchos cristianos provenían de la colonia judía existente en Roma; los más, llegaron del paganismo. Hoy se conmemora a los cristianos que sufrieron la primera persecución contra la Iglesia bajo el emperador Nerón, después del incendio de Roma en el año 64.

EN MEDIO DEL MUNDO

— Ejemplares en medio del mundo.
— Actitud ante las contradicciones.
— Apostolado en toda circunstancia.
I. La fe cristiana llegó muy pronto a Roma, centro en aquellos momentos del mundo civilizado; quizá los primeros cristianos de la capital del Imperio fueron judíos conversos que habían conocido la fe en el mismo Jerusalén o en otras ciudades del Asia Menor evangelizadas por San Pablo. La fe se transmitía de amigo a amigo, entre colegas que tenían la misma profesión, entre los parientes... La llegada de San Pedro, hacia el año 43, significó el fortalecimiento definitivo de la pequeña comunidad romana. A través de Roma, la religión se difundió a muchos lugares del Imperio. La paz interior que se gozaba entonces, la mejora de las comunicaciones, que facilitaba los viajes y la rápida transmisión de ideas y noticias, favoreció la extensión del Cristianismo. Las calzadas romanas, que, partiendo de la Urbe, llegaban hasta los más remotos confines del Imperio, y las naves comerciales que cruzaban regularmente las aguas del Mediterráneo fueron vehículos de difusión de la novedad cristiana por toda la extensión del mundo romano1.
Es difícil describir el proceso de cada persona que se convertía al Cristianismo en aquella Roma del siglo i, como lo sigue siendo ahora, pues cada conversión es siempre un milagro de la gracia y de la correspondencia personal. Influencia decisiva fue sin duda la ejemplaridad cristiana –el bonus odor Cristi2–, que se reflejaba en el modo de trabajar, en la alegría, en la caridad y en la comprensión con todos, en la austeridad de vida y en la simpatía humana... Son hombres y mujeres que, en medio de sus quehaceres diarios, tratan de vivir plenamente su fe. Abarcan todos los estratos de la sociedad: «joven era Daniel; José, esclavo; Aquila ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro, centurión, como Cornelio, otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo; y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»3.
De la caridad y de la hospitalidad de los cristianos romanos nos han dejado un precioso testimonio los Hechos de los Apóstoles, al relatar la acogida que hicieron a Pablo cuando este llegó prisionero a Roma. Los hermanos -dice San Lucas-, al enterarse de nuestra llegada, vinieron desde allí a nuestro encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas. Al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimos4. Pablo se sintió confortado por estas muestras de caridad fraterna.
Los primeros cristianos no abandonaban sus quehaceres profesionales o sociales (esto lo harán algunos, por una llamada concreta de Dios, pasados algo más de dos siglos), y se consideraban parte constituyente de ese mundo, del que se sentían sal y luz, con sus vidas y con sus palabras: «lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»5, resumía un escritor de los primeros tiempos.
Nosotros podemos examinar hoy si, como aquellos primeros, somos también ejemplares, hasta tal punto que de hecho movamos a otros a acercarse más a Cristo: en la sobriedad, en los gastos, en la alegría, en el trabajo bien hecho, en el cumplimiento fiel de la palabra dada, en el modo de vivir la justicia con la empresa, con los subordinados y compañeros, en el ejercicio de las obras de misericordia, en que nunca hablamos mal de nadie...
II. Los primeros cristianos encontraron, en ocasiones, graves obstáculos e incomprensiones, que en no pocos casos les llevaron a la muerte por defender su fe en el Maestro. Hoy celebramos el testimonio de los primeros mártires romanos, ocurrida a raíz del incendio de Roma del año 646. Esta catástrofe desencadenó la primera gran persecución. A San Pedro y San Pablo, cuya fiesta celebramos ayer, «se les agregó una gran multitud de elegidos que, padeciendo muchos suplicios y tormentos por envidia, fueron el mejor modelo entre nosotros»7, leemos en un testimonio vivo de los primeros escritos cristianos.
Los obstáculos e incomprensiones con que se encontraban quienes se convertían a la fe no siempre les llevaron al martirio, pero con frecuencia experimentaron en sus vidas las palabras del Espíritu Santo que recoge la Escritura: Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución8. A veces, esas actitudes enfrentadas de los paganos contra los seguidores de Jesús provenían de que aquellos no podían soportar la lozanía y resplandor de la vida cristiana. Otras veces, quienes habían recibido la fe tenían el deber de abstenerse de las manifestaciones religiosas tradicionales, estrechamente ligadas a la vida pública, y consideradas incluso como exponentes de fidelidad cívica a Roma y al emperador. En consecuencia, los paganos que abrazaban el Cristianismo se exponían a sufrir incomprensiones y calumnias «por no ser como los demás».
Es más que probable que el Señor no nos pida derramar la sangre por confesar la fe cristiana; aunque, si esto lo permitiera Dios, le pediríamos su gracia para dar la vida en testimonio de nuestro amor a Él. Pero sí encontraremos, de una forma u otra, la contrariedad en formas muy diferentes, pues «estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios (...). Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo»9.
Las calumnias, el ver quizá que se nos cierran puertas en lo profesional, amigos o compañeros que vuelven la espalda, palabras despectivas o irónicas..., si el Señor permite que lleguen, nos han de servir para vivir la caridad de modo más heroico con aquellos mismos que no nos aprecian, quizá por ignorancia. Actitud siempre compatible con la defensa justa, cuando sea necesaria, sobre todo cuando se han de evitar escándalos o daños a terceros. Estas situaciones nos ayudarán mucho a purificar los propios pecados y faltas y a reparar por los ajenos, y, en definitiva, a crecer en las virtudes y en el amor al Señor. Dios quiere a veces limpiarnos como se limpia al oro en el crisol. «El fuego limpia el oro de su escoria, haciéndolo más auténtico y más preciado. Lo mismo hace Dios con el siervo bueno que espera y se mantiene constante en medio de la tribulación»10.
Si nos llegan contrariedades y molestias por seguir de cerca a Jesús, hemos de estar especialmente alegres y dar gracias al Señor, que nos hace dignos de padecer algo por Él, como hicieron los Apóstoles. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del nombre de Jesús11. Los Apóstoles recordarían sin duda las palabras del Maestro, como las meditamos nosotros en esta fiesta de los santos mártires romanos de la primera generación: Bienaventurados seréis cuando os injurien y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron12.
III. A pesar de las calumnias burdas, de las infamias, de las persecuciones abiertas, nuestros primeros hermanos en la fe no dejaron de hacer un proselitismo eficaz, dando a conocer a Cristo, el tesoro que ellos habían tenido la suerte de encontrar. Es más, su comportamiento sereno y alegre ante la contradicción, y ante la misma muerte, fue la causa de que muchos encontraran al Maestro.
La sangre de los mártires fue semilla de cristianos13. La misma comunidad romana, después de tantos hombres, mujeres y niños como dieron su vida en esta gran persecución, siguió adelante más fortalecida. Años más tarde escribía Tertuliano: «Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros solo hemos dejado los templos...»14.
En nuestro propio ámbito, en las actuales circunstancias, si sufrimos alguna contradicción, quizá pequeña, por permanecer firmes en la fe, hemos de entender que de aquello resultará un gran bien para todos. Es entonces, con serenidad, cuando más hemos de hablar de la maravilla de la fe, del inmenso don de los sacramentos, de la belleza y de los frutos de la santa pureza bien vivida. Hemos de entender que hemos elegido «la parte ganadora» en este combate de la vida, y también en la otra que nos espera un poco más adelante. Nada es comparable a estar cerca de Cristo. Aunque no tuviéramos nada, y nos llegaran las enfermedades más dolorosas o las calumnias más viles, teniendo a Jesús lo tenemos todo. Y esto se ha de notar hasta en el porte externo, en el sentido y en la conciencia de ser en todo momento, también en esas circunstancias, la sal de la tierra y laluz del mundo, como nos dijo el Maestro.
San Justino, refiriéndose a los filósofos de su tiempo, afirmaba con verdad que «cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Verbo, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues Él, por amor nuestro, se hizo hombre para participar de nuestros sufrimientos y curarnos»15.
Con la liturgia de la Misa, pedimos hoy: Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires, concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria16 en este mundo nuestro que hemos de llevar hasta Ti.

29 de junio de 2016

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO *

Mateo 16,13-19.

 Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?". 
Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas".
"Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?". 
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.
Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella.
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo". 


* Solemnidad de los primeros tiempos del Cristianismo. «Los Apóstoles Pedro y Pablo son considerados por los fieles cristianos, con todo derecho, como las primeras columnas, no solo de la Santa Sede romana, sino además de la universal Iglesia de Dios vivo, diseminada por el orbe de la tierra» (Pablo VI). Fundadores de la Iglesia de Roma, Madre y Maestra de las demás comunidades cristianas, fueron quienes impulsaron su crecimiento con el supremo testimonio de «su martirio, padecido en Roma, con fortaleza: Pedro, a quien Nuestro Señor Jesucristo eligió como fundamento de su Iglesia y Obispo de esta esclarecida ciudad, y Pablo, el Doctor de las gentes, maestro y amigo de la primera comunidad aquí fundada» (Pablo VI).

SIGUIERON A JESÚS HASTA ROMA

— La vocación de Pedro.
— El primero de los discípulos de Jesús.
— Su fidelidad hasta el martirio.
I. Simón Pedro, como la mayor parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia. Conoció a Jesús a través de su hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su compañía. Andrés no guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, «sino que lleno de alegría corrió a contar a su hermano el bien que había recibido»1.
Llegó Pedro ante el Maestro. Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera gustado contemplar esa mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso y entrañable. Más allá de este pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y también conoce su porvenir:Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino de Pedro, su quehacer en el mundo.
Desde los comienzos, «la situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un edificio»2. La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene como piedra angular, como fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión con el Romano Pontífice; «en Pedro se robustece la fortaleza de todos»3, enseña San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca4, la roca que, con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de Galilea, y quienes después habían de sucederle.
El encuentro de Pedro con Jesús debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados con las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del primer Patriarca: Te llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre5. También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir, Fuerte ante Dios6. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. «Yo tengo otros designios sobre ti», viene a decirle Jesús.
Cambiar el nombre equivalía a tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión divina en el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para indicar la función de Vicario suyo, que te será revelada más adelante con plenitud7. Nosotros podemos examinar hoy en la oración cómo es nuestro amor con obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él, si difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos con prontitud en su defensa cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su Vicario aquí en la tierra!
II. Este primer encuentro con el Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su oficio de pescador, escucha las enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo probable que asistiera al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una pesca excepcional y milagrosa, Jesús le invitó a seguirle definitivamente8. Pedro obedeció inmediatamente –su corazón ha sido preparado poco a poco por la gracia– y, dejándolo todo –relictis omnibus–, siguió a Cristo, como el discípulo que está dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.
Un día, en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos:Vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo9. A continuación, Cristo le promete solemnemente el primado sobre toda la Iglesia10. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de Jesús unos años antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás Cefas...!
Pedro no cambió tan rápidamente como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en Pedro un carácter a veces vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para Él motivo de escándalo11. Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con la buena voluntad de estos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si somos dóciles a la gracia, nos iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha encomendado. Hasta los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y vacilaciones, si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos el corazón en la dirección espiritual, todo nos ayudará a estar más cerca de Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en momentos difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?12. Y veremos junto a nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.
III. El Maestro tuvo con Pedro particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando Jesús más le necesitaba, en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él, que estaba solo y abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros discípulos han vuelto a su antiguo oficio de pescadores, Jesús va especialmente en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa, que recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó definitivamente a seguirle y le prometió que sería pescador de hombres.
Jesús les espera ahora en la orilla y usa los medios materiales –las brasas, el pez...– que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?...13.
Después, el Señor anunció a Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras14. Cuando escribe San Juan su Evangelio esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el Evangelista: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de aquel mismo lago, cambiaron para siempre la vida de Simón: Sígueme.
Una piadosa tradición cuenta que, durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la misma comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la ciudad se encontró a Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro: «¿A dónde vas, Señor?» (Quo vadis, Domine?), le contestó el Maestro: «A Roma, a dejarme crucificar de nuevo». Pedro entendió la lección y volvió a la ciudad, donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella protesta de Pedro contra la cruz la primera vez que Jesús le anunció su Pasión15. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador antiguo refiere que pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su Maestro, con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente, sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia romana16. Al menos desde el siglo iii, la Iglesia conmemora en este día 29 de junio, el martirio de Pedro y de Pablo17, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y Maestro.
Pedro, a pesar de sus debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le pedimos nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las contrariedades y de todo lo que nos sea adverso por el hecho de ser cristianos. Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide18, como el mismo Pedro pedía a los primeros cristianos de su generación. «¿Qué podríamos nosotros pedir a Pedro para provecho nuestro, qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra promesa, por él exigida, de ser fuertes en la fe?»19.
Esta fortaleza es la que pedimos también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin ambigüedades, con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.

28 de junio de 2016

TIEMPO ORDINARIO 13a SEMANA MARTES

Mateo 8,23-27.

Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. 
De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía. 
Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: "¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!". 
El les respondió: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?". Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. 
Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?". 

EL SILENCIO DE DIOS

— El Señor siempre oye a quienes acuden a Él.
— Confianza en Dios.
— Cuando parece que Dios guarda silencio.
I. A lo largo del Evangelio vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos clamorosos en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la medida en que le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no anduvieran pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no viene con ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la levadura escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también acoger calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá. El silencio de Jesús durante el proceso ante Herodes y Pilato está lleno de una sublime grandeza. Lo vemos de pie, delante de una muchedumbre vociferante, excitada, que se sirve de falsos testigos para tergiversar sus palabras... Nos impresiona particularmente este silencio de Dios en medio del remolino que agitan las pasiones humanas. Silencio de Jesús, que no es indiferencia ni actitud despreciativa ante unas criaturas que le ofenden: está lleno de piedad y de perdón. Jesucristo espera siempre nuestra conversión. ¡El Señor sabe esperar! Tiene más paciencia que nosotros.
El silencio en la Cruz no es pausa que se toma para represar la ira y condenar. Es Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre de par en par el camino de una nueva y definitiva era de misericordia. Dios escucha siempre a quienes le siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que no nos quiere oír. Él siempre está atento a las flaquezas de los hombres..., pero para perdonar, levantar y ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para que maduren nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
En la escena que nos propone el Evangelio de la Misa1 contemplamos a Jesús cansado después de un día de intensa predicación. El Señor subió con sus discípulos a una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando ya llevaban un tiempo en el mar, se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se quedó dormido. Estaba tan cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación le despertaron. Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje del Evangelio que nos muestra a Jesús dormido.
Los Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron cuenta enseguida de que sus esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la barca y comprendieron que sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Jesús les tranquilizó con estas palabras: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que Yo voy con vosotros, y que esto debe daros una firmeza sin límites en medio de vuestras dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de paz y de alegría. Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros, aunque Él guarde silencio. Y dijeron: ¿Quién es este, que hasta los vientos y el mar le obedecen? Era su Señor y su Dios. Más adelante, con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés, comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas. Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.
II. Este sueño de Jesús, cuando sus discípulos se sentían perdidos en medio de la tempestad, mientras bregaban con todas sus fuerzas, ha sido comparado muchas veces a ese silencio de Dios en que parece, en ocasiones, como si estuviera ausente y despreocupado ante las dificultades de los hombres y de la Iglesia.
Ante situaciones similares, cuando la tempestad se nos echa encima, cuando los esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo de los Apóstoles y acudir a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Sentiremos la eficacia de su poder infinito y nos llenará de serenidad.
¿De qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se encuentran angustiados y a punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con vosotros? Él es la seguridad, la única seguridad verdadera. Basta estar con Él en su barca, al alcance de su mirada, para vencer los miedos y las dificultades, los momentos de oscuridad y de turbación, las pruebas, la incomprensión y las tentaciones. La inseguridad aparece cuando se debilita la fe, y con la debilidad llega la desconfianza: podríamos entonces olvidarnos de que cuando la dificultad es mayor, más poderosa se manifiesta la ayuda del Señor, como sucede siempre: al tratar de vivir en plenitud la propia vocación cristiana, en la vida familiar, en el trabajo profesional..., en el apostolado.
Jesús quiere vernos con paz y con serenidad en todos los momentos y circunstancias.No temáis, soy yo, dice a sus discípulos atemorizados por las olas. Y en otra ocasión: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis...2. Ya desde su entrada en el mundo señaló cómo sería su presencia entre los hombres. El mensaje de la Encarnación se abre precisamente con estas palabras: No temas, María3. Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas4; y a los pastores les repetirá de nuevo:No tengáis miedo5. No podemos andar atemorizados por nada. El mismo santo temor de Dios es una forma de amor: es temor a perderle.
La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario poner en cada situación, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante los acontecimientos y tribulaciones. La consideración frecuente a lo largo de cada jornada de la filiación divina nos lleva a dirigirnos a Dios, no como a un ser lejano, indiferente y frío que guarda silencio, sino como a un padre pendiente de sus hijos. Le veremos como al Amigo que nunca falla y que está siempre dispuesto a ayudar, y a perdonar si es preciso. Junto a Él comprenderemos que todas las tribulaciones y las dificultades resultan un bien para la criatura si las sabemos aceptar con fe, si no nos separamos de Él «¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! —Pobreza, lágrimas, odios, injusticia, deshonra... Todo lo podrás en Aquel que te confortará»6. Y Santa Teresa, con la experiencia segura de los santos, nos ha dejado escrito: «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada»7. El Señor vela por los suyos, aun cuando parece que duerme.
III. Algunos cristianos, que parecen seguir a Cristo si todo acontece según ellos desean, se alejan de Él cuando más le necesitan: en la enfermedad del hijo, del marido, de la mujer, del hermano...; cuando se hace presente la penuria económica, cuando duelen la calumnia y la difamación y algunos amigos dan la espalda...; o si en la propia vida interior se aleja el sentimiento gustoso que en otros momentos hacía fácil la entrega y el apostolado, pero que ahora, quizá como una gracia muy particular de Dios que purifica las intenciones y el corazón, desaparece y deja paso a la sequedad y a un cierto desconsuelo. Piensan que Dios no los oye o que guarda silencio, como si Él fuera neutral o indiferente ante lo nuestro. Es entonces precisamente cuando debemos decir a Jesús con más fuerza:¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él nos oye siempre; espera quizá que recemos con más intensidad y rectitud, y que nos abandonemos más en sus brazos fuertes.
En cualquier tribulación, en las dificultades y tentaciones, debemos acudir enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con presencia real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que hicieron los discípulos. Tenían solo una fe débil, no tenían una gran confianza ni paz, pero por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os defendáis de Él, antes bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que solo Él puede otorgar. Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él, reprochó a sus discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así, aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: “Paz, estad tranquilos”. Y habrá una gran calma»8; el alma se llenará de serenidad en medio de la tribulación.
Con esta nueva paz que el Señor deja en nuestros corazones saldremos confiados a luchar de nuevo en esas batallas de paz –las externas y las del alma–, aceptaremos con alegría la contradicción que purifica y quedaremos más unidos a Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que el Señor ha puesto un Ángel a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y lleve nuestras oraciones con más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción –pequeña o grande–, invoca a tu Ángel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso»9.

27 de junio de 2016

TIEMPO ORDINARIO 13a SEMANA LUNES

Mateo 8,18-22.

Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla. 
Entonces se aproximó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré adonde vayas". 
Jesús le respondió: "Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza". 
Otro de sus discípulos le dijo: "Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre". 
Pero Jesús le respondió: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos". 

EL VALOR DE UN JUSTO

— Por diez justos, Dios habría perdonado a miles 
— Nuestra participación en los infinitos méritos de Cristo.
— Como luceros en el mundo.
I. La Sagrada Escritura nos muestra a Abrahán, nuestro padre en la fe, como un hombre justo en el que Dios se alegró de una manera muy particular y a quien hizo depositario de las promesas de redención del género humano. La Epístola a los Hebreos habla con emoción de este santo Patriarca y de todos los hombres justos del Antiguo Testamento que murieron sin haber alcanzado las promesas, sino viéndolas y saludándolas desde lejos1, con un gesto lleno de alegría. «Es una comparación –comenta San Juan Crisóstomo– sacada de los navegantes que, cuando ven de lejos las ciudades a donde se dirigen, sin haber entrado aún en el puerto, lanzan saludos emocionados»2.
Aunque no llegaron a ser poseedores en esta vida de la redención prometida, ni participaron de la unión que nosotros podemos tener con el Hijo Unigénito de Dios, Yahvé los trató como amigos íntimos y confió en ellos plenamente; por su fe y su fidelidad se olvidó muchas veces de los errores de otros. Muchos hombres se salvaron porque fueron amigos de estos «amigos de Dios». Cuando Dios dispuso la destrucción de Sodoma y de Gomorra a causa de sus muchos pecados, se lo comunicó a Abrahán3, y este se sintió solidario de aquellas gentes. Entonces se acercó Abrahán y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás?, ¿no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?, le dice lleno de confianza. Y Dios le responde: Si encuentro en Sodoma cincuenta justos, perdonaré a todo el lugar por amor de ellos. Pero no se encontraron estos cincuenta justos. Y Abrahán hubo de ir bajando la cifra de los hombres santos: ¿Y si hubiera cinco menos, es decir, cuarenta y cinco? Y el Señor le dice: No la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco hombres justos. Pero tampoco los había. Y Abrahán seguía intercediendo ante el Señor: ¿Y si solo hubiese cuarenta?..., ¿treinta?..., ¿veinte?... Finalmente, se vio que no había ni diez hombres justos en aquella ciudad. El Señor había dicho a la última petición de Abrahán: Si hay diez, tampoco la destruiré. ¡Por el amor de diez justos, Dios habría perdonado todo el lugar! ¡Tanto es el valor de las almas santas ante los ojos del Señor! ¡Tanto está dispuesto a realizar por ellas!
Con frecuencia se habla en la Sagrada Escritura de la solidaridad en el mal, en el sentido de que el pecado de unos puede dañar a toda la comunidad4. Pero Abrahán invierte los términos: pide a Dios que, ya que estima tanto la justicia de los santos, estos sean la causa de bendiciones para todos, aunque muchos sean pecadores. Y Dios acepta este planteamiento del Patriarca.
Nosotros podemos meditar hoy en la alegría y en el gozo de Dios cuando procuramos serle fieles. En el valor que pueden tener nuestras obras cuando las hacemos por Dios, aun las más ocultas, las que parece que nadie ve y que quizá no tendrán «aparentemente» ninguna trascendencia: Dios da mucho valor a las obras de quienes luchan por la santidad.Dios se goza en los santos; y por ellos su misericordia y su perdón se derraman sobre otros hombres que de por sí no lo merecen. Es un misterio maravilloso, pero real, el que Dios se goza en las personas que caminan hacia la santidad.
II. Con Jesucristo se cumplirá lo que había sido anunciado: por la muerte de uno solo podrán salvarse todos5. El misterio de la solidaridad humana alcanza en Cristo una plenitud insospechada. Nada ha sido ni será jamás, con una distancia infinita, tan agradable a Dios como el ofrecimiento –el holocausto– que Jesús hizo de su vida por la salvación de todos, y que culminó en el Calvario: «para que se diese en la tierra, en un alma humana, un acto de amor de Dios de valor infinito, era necesario que esa alma humana fuera la de una Persona divina. Tal fue el alma del Verbo hecho carne: su acto de amor tomaba en la Persona divina del Verbo un valor infinito para satisfacer y para merecer»6.
Enseña Santo Tomás de Aquino que Jesucristo ofreció a Dios más de lo que exigiría la justa compensación de la ofensa inferida por todo el género humano. Y esto se cumplió: por la grandeza del amor con que padecía; por la dignidad de la Vida que entregaba en satisfacción por todos, pues era la vida del Dios-Hombre; por la enormidad del dolor que padeció...7. «Mayor fue la caridad de Cristo paciente que la malicia de los que le crucificaron, y por eso pudo Cristo satisfacer más con su Pasión que ofender los que le crucificaron dándole muerte, hasta tal punto que la Pasión de Cristo fue suficiente y sobreabundante por los pecados de los que le crucificaron»8, y por los de todos los hombres de todos los tiempos, tanto los personales como el pecado original de todas las almas, «como si un médico preparara una medicina con la que pueden curarse cualesquiera enfermedades aun en el futuro»9.
Jesucristo ha dado plena satisfacción al amor eterno del Padre10. Así lo ha enseñado siempre la Iglesia11. El amor de Cristo muriendo por nosotros en la Cruz agradaba a Dios más de lo que pueden desagradarle todos los pecados de todos los hombres juntos. Y en la medida en que vamos identificando nuestra voluntad con la del Señor, nos apropiamos los méritos de Cristo. ¡Reparamos a Dios haciendo nuestros el amor y los méritos de su Hijo! Aquí se fundamenta el valor incomparable que un solo hombre santo tiene para Dios. Aunque son muchos los pecados que se cometen cada día, ¡hay también muchas almas que, pese a sus miserias, desean agradar a Dios con todas sus fuerzas!
No importa si nuestra vida no tiene una gran resonancia externa; lo que importa es nuestra decisión de ser fieles, al convertir los días de la vida en una ofrenda a Dios. Quien sabe mirar a su Padre Dios, quien le trata con la confianza y amistad de Abrahán, no cae en el pesimismo, aunque el empeño constante por servir al Señor no dé resultados externos de los que uno pueda ufanarse. ¡Qué engaño tan grande cuando el diablo intenta que el alma se llene de pesimismo ante resultados aparentemente escasos, y, en cambio, el Señor está contento, a veces muy contento, por la lucha diaria puesta, por el recomenzar continuo!
«“Nam, et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala” –aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré temor alguno. Ni mis miserias, ni las tentaciones del enemigo han de preocuparme, “quoniam tu me cum es”– porque el Señor está conmigo»12. Siempre has estado presente en mi vida, Señor.
III. En atención a los diez no la destruiré. ¡Habrían bastado diez justos! Las personas santas compensan con creces todos los crímenes, abusos, envidias, deslealtades, traiciones, injusticias, egoísmos... de todos los habitantes de una gran ciudad. Por nuestra unión al sacrificio redentor de Jesucristo, Dios mirará con especial compasión a familiares, amigos, conocidos... que quizá se extraviaron por ignorancia, por error, por debilidad, o porque no recibieron las gracias que nosotros hemos recibido. ¡Cuántas veces tendremos ese amistoso y afable regateo con Jesús, semejante al que tuvo Abrahán con Yahvé! Mira, Señor –le diremos–, que esta persona es mejor de lo que manifiesta, que tiene buenos deseos... ¡ayúdala! Y Jesús, que conoce bien la realidad, la moverá con su gracia en atención a nuestra amistad con Él.
Dios acoge las peticiones de los suyos en el mundo con particular atención: las oraciones de los niños, que rezan con un corazón sin malicia, y las de quienes se hacen como ellos; las súplicas de los enfermos, a quienes pone más cerca de su Corazón; las de quienes hemos repetido tantas veces que no tenemos otra voluntad que la Suya, que queremos servirle en medio de nuestras tareas normales de todos los días. Sostienen verdaderamente al mundo quienes procuran estar unidos a Cristo. Y esa unión no se manifiesta ordinariamente en hechos exteriores llamativos. «Son más numerosos sin comparación los acontecimientos cuyo realce social queda por ahora oculto: es la multitud inmensa de las almas que han pasado su existencia gastándose en el anonimato de la casa, de la fábrica, de la oficina; que se han consumido en la sociedad orante del claustro; que se han inmolado en el martirio cotidiano de la enfermedad. Cuando todo quede manifiesto en la parusía, entonces aparecerá el papel decisivo que ellas han desempeñado, a pesar de las apariencias contrarias, en el desarrollo de la historia del mundo. Y esto será también motivo de alegría para los bienaventurados, que sacarán de ello tema de alabanza perenne al Dios tres veces Santo»13.
San Pablo dice a los primeros cristianos que brillan como luceros en el mundo14, alumbrando a todos con la luz de Cristo. Dios mira desde el Cielo la tierra y se goza en esas personas que viven una vida corriente, normal, pero que son conscientes de la dignidad de su vocación cristiana. El Señor se llena de alegría al contemplar nuestra tarea, casi siempre menuda y sin relieve, si procuramos ser fieles.

26 de junio de 2016

TIEMPO ORDINARIO 13a SEMANA DOMINGO

Lucas 9,51-62.

Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. 
Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. 
Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?". 
Pero él se dio vuelta y los reprendió. 
Y se fueron a otro pueblo. 
Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: "¡Te seguiré adonde vayas!". 
Jesús le respondió: "Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza". 
Y dijo a otro: "Sígueme". El respondió: "Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre". 
Pero Jesús le respondió: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios". 
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos". 
Jesús le respondió: "El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios". 

NO MIRAR ATRÁS

NO MIRAR ATRÁS
— Exigencias de la vocación: prontitud en la entrega, desprendimiento, no poner condiciones...
— Las pruebas de la fidelidad.
— Virtudes que sostienen nuestro camino hacia el Señor.
I. Las lecturas de la Misa nos ayudan a meditar las exigencias que la propia vocación lleva consigo en el servicio a Dios y a los hombres. La Primera lectura1 muestra cómo Elías es enviado por Dios desde el Horeb, para que consagrara como profeta de Yahvé a Eliseo. Bajó Elías del monte y encontró a Eliseo arando; pasó a su lado y le echó encima el manto, indicando con este gesto que Dios lo tomaba a su exclusivo servicio. Eliseo respondió con prontitud y con plenitud, sin dejar atrás nada que le retuviera: cogió la yunta de bueyes y los mató, hizo fuego con los aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente. Luego se levantó y marchó tras Elías...
San Lucas nos presenta en el Evangelio de la Misa2 a tres personas que pretenden seguir al Señor. El primero se acerca a Jesús mientras iban de camino en ese largo viaje, el último, hacia Jerusalén y hacia el Calvario. Las disposiciones de este nuevo discípulo parecen excelentes: te seguiré a dondequiera que vayas, le dice al Maestro. Y ante esta muestra de generosidad, el Señor quiere dejarle claro el género de vida que le espera si de verdad le sigue, para que luego no se llame a engaño. La misión de Cristo es un ir y venir constante, predicando el Evangelio y dando la salvación a todos, y no tiene dónde reclinar la cabeza. Así ha de ser la vida de los que le sigan: han de estar desprendidos de las cosas y su disponibilidad ha de ser completa.
Al segundo, es el mismo Señor quien le llama: Sígueme, le dice. Este posible discípulo que es invitado a seguir de cerca al Maestro quiere oír la llamada, pero no inmediatamente; piensa en un tiempo más oportuno, porque le retiene un asunto familiar. No se da cuenta de que, cuando Dios llama, ese es precisamente el momento más oportuno, aunque en apariencia, miradas con ojos humanos las circunstancias que rodean una vocación, puedan encontrarse razones que aconsejen dilatar la entrega para más adelante. Dios tiene unos planes más altos para el discípulo y para quienes, aparentemente, saldrían perjudicados por su marcha. Tiene todo dispuesto desde la eternidad para que de esa elección resulte el bien de todos. La disponibilidad de quien siga a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones3. Dilatar la entrega ante Jesús que pasa a nuestro lado puede significar que más tarde, cuando intentemos de nuevo darle alcance, ya no lo encontramos. El Señor sigue su camino. Es grave ceder a la «tentación de las dilaciones» ante la entrega que pide Cristo4.
Dios nos llama, a cada uno en unas peculiares circunstancias. Veamos hoy en nuestra oración si estamos respondiendo con prontitud, con desasimiento, sin condiciones, a la peculiar vocación que Cristo nos ha dado.
II. El tercero de los discípulos (solo San Lucas lo menciona) quiere volver atrás para despedirse de los suyos. Quizá desea estar un tiempo, el último, con los de su familia. Este parece que ya «ha puesto la mano en el arado», que está decidido a seguir al Maestro. Pero la llamada del Señor siempre urge porque la mies es mucha y los operarios son pocos. Y hay mieses que se estropean porque no hay quien las recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner «peros» a la entrega, todo es lo mismo. Jesús le dice: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
La nueva labor del que es llamado es como la del arado palestino, que es difícil de guiar y más aún en la tierra dura de las orillas del lago de Genesaret. No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano en el arado; no se puede volver la cara atrás después de la llamada del Señor. Para ser fieles, y felices, es preciso tener siempre los ojos fijos en Jesús5, como el corredor que, iniciada la carrera, no se distrae en otros asuntos: solo le importa la meta; como el labrador que se fija en un punto de referencia y hacia él dirige el arado. Si mira atrás, el surco le sale torcido.
A veces, la tentación de mirar atrás puede llegar a causa de las propias limitaciones, del ambiente que choca frontalmente con los compromisos contraídos, de la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona; en otras ocasiones puede llegar esa tentación a causa de la falta de esperanza, al ver la santidad como lejana a pesar de los esfuerzos, de luchar una y otra vez. «Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. —Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida.
»Te daré un medio seguro para superar esos temores –tentaciones del diablo o de tu falta de generosidad!–: “desprécialos”, quita de tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace veinte siglos: “¡no vuelvas la cara atrás!”»6. Por el contrario, en esas situaciones, que pueden cargarse de añoranzas, hemos de mirar a Cristo que nos dice: Sé fiel, sigue adelante. Y siempre que nuestra mirada se dirige a Jesús adelantamos un buen trecho en el camino. «No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás»7.
«Mirar atrás -enseña San Atanasio- no es sino tener pesares y volver a tomarle gusto a las cosas del mundo»8. Es la tibieza, que se introduce en el corazón de quien no tiene los ojos puestos en el Señor; es no haber llenado el corazón de Dios y de las cosas nobles de la propia vocación.
Mirar atrás, a lo que se dejó, «a lo que pudo ser», con nostalgia o tristeza puede significar en muchos casos romper la reja del arado contra una piedra, o por lo menos que el surco, la misión encomendada, salga torcido... Y en la tarea sobrenatural a la que el Señor nos llama a todos, lo que está en juego son las almas.
Nosotros queremos solo tener ojos para mirar a Cristo y todas las cosas nobles en Él. Por eso podemos decir con el Salmo responsorial de la Misa: El Señor es mi lote y mi heredad. Me enseñarás el sendero de mi vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha9. «El sendero de la vida» es la propia vocación, que hemos de mirar con amor y agradecimiento.
III. El Espíritu Santo ha querido, a través de San Lucas, señalarnos las palabras a estos tres discípulos para que las apliquemos a la llamada que hemos recibido de Dios.
El hombre se define por la vocación recibida. Cada hombre es aquello para lo que Dios lo ha creado, y la vida humana no tiene otro sentido que ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. «El hombre se realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios»10. Todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a reconocerle como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal, a la oración; una llamada a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirle, a tomar decisiones teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de manera radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que conozcan a Dios; una llamada para entender que esto se ha de realizar en la propia vida, según las condiciones en las que Dios ha colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponde desarrollar11.
La fidelidad a la propia vocación lleva consigo responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de la vida. Habitualmente se trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las alegrías y penas que conlleva toda existencia, de rechazar con firmeza aquello que de alguna manera signifique mirar donde no podemos encontrar a Cristo. La fidelidad se apoya en una serie de virtudes esenciales, sin las cuales se haría difícil o imposible seguir al Maestro: la humildad para reconocer que –como aquella estatua colosal de la que nos habla el Libro de Daniel12– tenemos los pies de barro; la prudencia y la sinceridad, que son consecuencias de la humildad; la caridad y la fraternidad, que impiden encerrarnos en nosotros mismos; el espíritu de mortificación, que lleva a la templanza, a la sobriedad, a la lucha contra la comodidad y el aburguesamiento, a no buscar compensaciones, que acabarían resultando amargas, pues alejan del Señor; el espíritu de oración, que nos lleva a tratar a Dios como a un Amigo, como al Amigo de toda la vida. «El que no deja de ir adelante –enseña Santa Teresa–, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración»13.
Le decimos al Señor que queremos ser fieles, que no deseamos otra cosa en la vida que seguirle de cerca en las horas buenas y en las malas. Él es el eje alrededor del cual gira nuestra vida, es el centro al que se dirigen todas nuestras acciones. Señor, sin Ti nuestra vida quedaría rota y descentrada.
Acudamos al terminar nuestra oración a la Virgen fidelísima, nuestra Madre Santa Marí