"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2024

FIDELIDAD



Evangelio (Mt 13,44-46)


El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.


Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.




PARA TU RATO DE ORACION 



LA MAYORÍA de las personas sabe reconocer un trabajo bien hecho, especialmente si está relacionado con su ámbito de interés. Un cocinero, un arquitecto o un escritor pueden apreciar con mayor profundidad las virtudes de un plato de comida, de un edificio o de una novela, respectivamente. Jesús se sirvió de esta experiencia para explicar el Reino de Dios. Un comerciante de perlas, por su oficio, sabe detectar casi al instante si una joya es auténtica o no. Si da con una que tiene un gran valor, podemos imaginar el deseo que nacerá en él de hacer lo necesario para conseguirla. Aunque a ojos de los demás pueda parecer idéntica a las otras, no es así: el comerciante sabe reconocer lo que hace única a esa joya.


«Dios elige y llama a todos»[1]. Además de la vocación a la vida, y de nuestra vocación bautismal, el Señor da también a todos los hombres una vocación única y particular, una perla que cada uno puede descubrir. El corazón humano, como el del comerciante, permanece a la búsqueda de aquello que le puede satisfacer plenamente. Y es precisamente la respuesta fiel a las llamadas de Dios lo único que puede dar cumplimiento a esos anhelos. El resto de joyas –el éxito, la comodidad, el placer, el dinero– solo pueden conseguir una felicidad relativa, superficial, más relacionada con el bienestar que con una vida plena junto a Cristo.


«¡Nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti!»[2], señalaba san Agustín. Cuando el comerciante descubrió esa gran perla, es fácil suponer que no descansaría en paz hasta que hubiera podido vender todo lo que tenía. Podría parecer una temeridad empeñar todo su patrimonio para conseguirla, pero, en realidad, sabía que no quedaría defraudado. No quiso conformarse con el atractivo de pequeños diamantes porque había dado con la perla que daba aún más sentido a su propia vida.


TODA VOCACIÓN despierta con un descubrimiento sencillo pero cargado de consecuencias: la convicción de que la verdad de nuestra vida no consiste en vivir solo para nosotros mismos, sino también para los demás. Uno se da cuenta de que en su vida ha recibido mucho amor y que está llamado a eso mismo: a dar amor. Además, también advertimos que hemos recibido muchos dones de Dios para ponerlos a disposición de los demás. Y para muchos, ese camino para dar amor se encuentra en el matrimonio, que es algo bien distinto de una forma de gratificación o una costumbre social: es un don divino. «El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano»[3].


Dios llama a los esposos a ayudarse, a cuidarse, a vivir por el otro: ahí radica el secreto de su realización personal. Vivir significa, en toda la profundidad del término, dar vida. Así vivió Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Así vivieron también José y María, con el amor más sencillo, delicado y feliz que habrá existido sobre la tierra, cuidando el uno del otro, y cuidando sobre todo de la Vida hecha carne.


A nadie escapa que este camino presenta contrariedades: incomprensiones, faltas de comunicación, dificultades materiales, problemas con los hijos… «Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban»[4]. El día en que un hombre y una mujer se casan, responden «sí» a la pregunta acerca de su amor recíproco. Sin embargo, la verdadera respuesta llega con la vida: la respuesta se debe encarnar, se debe hacer a fuego lento en el «para siempre» de ese sí mutuo. Y ese sí de la vida entera, conquistado una y otra vez, se va volviendo cada vez más profundo y auténtico.


SAN JOSÉ encontró la perla en María y en Jesús. Desde que Dios le pidió que los custodiara, dedicó todos sus pensamientos y sus fuerzas a esa misión. Puso en juego su inteligencia y su iniciativa, pero también supo abandonarse confiadamente a la voluntad de Dios, pues el modo en que se iban cumpliendo los designios divinos no siempre coincidía con sus planes humanos. Como en la vida del santo patriarca, también en la nuestra a veces hay eventos «cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge (...). La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Solo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo»[5].


Acoger lo inesperado, aceptarlo de corazón, exigió a san José renovar repetidas veces su fidelidad: fiarse de nuevo de Dios en las cambiadas circunstancias, prescindir otra vez de las seguridades humanas que había logrado, volver a ponerse al servicio del Señor tras haberse modificado la situación. De este modo actualizaba su sí a la llamada original de Dios: no era algo fruto de la inercia, sino que continuamente se renovaba ante lo que el Señor le iba pidiendo. Su fidelidad no fue una simple repetición de actos, sino que fue creativa, abierta a los nuevos desafíos que se presentaban. San José nos puede ayudar a confiar en la perla que nos ofrece Dios y que nos lleva, como él lo hizo, a poner a Cristo y a María en el centro de nuestro corazón.

30 de julio de 2024

SEMBRADORES DE PAZ Y ALEGRIA

 



Evangelio (Mt 13, 36-43)


Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron:


—Explícanos la parábola de la cizaña del campo.


Él les respondió:


—El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.




PARA TU RATO DE ORACION 



UNA VEZ QUE se han marchado las multitudes que le escuchaban, los discípulos piden a Jesús que les explique a ellos solos la parábola del trigo y la cizaña. Cuando el Señor contó ese relato, ponía el acento en el hecho de que el bien y el mal coexistirán en la tierra hasta el fin de los tiempos. Pero ahora desgrana también otros aspectos, mostrando que sus palabras contenían una dimensión alegórica: el que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre, el campo es el mundo, la buena semilla son los hijos del Reino, mientras que la cizaña son los hijos del Maligno. Esa cizaña también ha tenido un sembrador, que no es otro que el diablo, al que Cristo llama «el enemigo» (Mt 13,39).


El mal presente en el mundo, y en nuestra propia vida, no es obra de Dios, sino del diablo. Su mayor astucia es hacernos creer que no existe. Como el enemigo de la parábola, siembra cuando los demás duermen, sin llamar la atención, «como la serpiente que lleva el veneno silenciosamente»[1]. Por eso hacemos bien en vigilar nuestro corazón y nuestras acciones, pues en la mayoría de las ocasiones nos tienta en las pequeñas cosas de cada día para alejarnos del Señor.


El diablo pone un empeño particular en sembrar cizaña en los campos del mundo; es decir, en destruir la caridad y la comunión en las personas para que brote la desconfianza y la división. En este sentido, se conservan unos apuntes personales de san Josemaría en los que se refleja su lucha por evitar que el maligno sembrara la cizaña en su corazón: «Tendré muchísimo cuidado en todo lo que suponga formar juicio de las personas, no admitiendo un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»[2]. Y a continuación, anotaba una serie de propósitos prácticos: «1/ Antes de comenzar una conversación o de hacer una visita, elevaré el corazón a Dios. 2/ No porfiaré, aunque esté cargado de razón. Solamente, si es de gloria de Dios, diré mi opinión, pero sin porfiar. 3/ No haré crítica negativa: cuando no pueda alabar, me callaré»[3]. Podemos, nosotros también, pensar cómo cultivamos en nuestro mundo interior y a nuestro alrededor la caridad y la comunión con los demás, para hacer infecunda la siembra del maligno.


TODOS tenemos experiencia de las insinuaciones que el demonio nos provoca en el corazón. El mismo Jesús también vivió en su propia carne las tentaciones cuando se retiró al desierto. Al mismo tiempo, sabemos que el poder y la influencia del maligno son limitados, porque Dios vino a la tierra «para destruir con la muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a esclavitud» (Heb 2,14-15). Cristo es el único Señor. Satanás, al fin y al cabo, no es más que una criatura. Es cierto que se le permite hacer el mal –por motivos que quizá no acabamos de entender del todo y que en el fondo están ligados al misterio de la libertad–, pero también es verdad que Dios nos concede la fuerza suficiente para superar cualquier tentación y que, incluso si sucumbiéramos, su misericordia es mayor que cualquier pecado.


Las tentaciones, en sí mismas, no son malas: son pruebas en las que podemos crecer en amor a Dios o en una determinada virtud. Por eso, cuando las afrontamos como lo que son –oportunidades para unirnos más a Dios–, no dejaremos que nos invada el miedo o la sorpresa. La victoria del demonio no siempre consiste en hacernos caer, sino en hacernos vivir con inquietud, en hacernos pensar que no es posible vivir cerca del Señor con esas inclinaciones. San Josemaría decía que él se sentía «capaz de todos los errores y de todos los horrores, en los que puedan caer las personas más desgraciadas»[4]. Y añadía que precisamente en el reconocimiento de nuestra debilidad hallamos nuestra fortaleza: nos lleva a ser sinceros y a pedir ayuda al Señor y a los demás, a ser más comprensivo con los defectos y las luchas de otras personas, y a confiar en el amor misericordioso de Dios.


LA VIDA cristiana no se reduce a luchar contra el mal. A san Josemaría le gustaba considerar que los primeros cristianos eran sembradores de paz y de alegría: «Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían»[5]. Efectivamente, serían conscientes de la acción del maligno en el mundo, e incluso la experimentarían en sus propia vidas, pero esta realidad no les llevó al pesimismo o al miedo. En los Hechos de los Apóstoles vemos incluso cómo los ataques que sufrían por parte de la autoridad de una ciudad les llevaban a predicar el Evangelio en otros lugares (cfr. Hch 8,1-4).


Los primeros cristianos sabían que no estaban luchando aisladamente. Formaban parte de una comunidad que les impulsaba a sembrar paz y alegría. Compartiendo el Pan y en la Palabra encontraban la fuerza que les ayudaba a permanecer unidos. Sabían que podían recibir aliento de otro hermano y, al mismo tiempo, sentían la responsabilidad de cuidar los gestos cotidianos que reforzaban la pertenencia a una familia. «La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor, donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. A veces, por un don del amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan consoladoras experiencias de Dios»[6]. María nos puede ayudar a tener un corazón atento a esos gestos, para que podamos sembrar paz y alegría en las almas de quienes nos rodean.

29 de julio de 2024

MARTA MARIA Y LAZARO

 



Evangelio (Mt 13, 31-35)


Les propuso otra parábola:


—El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.


Les dijo otra parábola:


—El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.


Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:


Abriré mi boca con parábolas,

proclamaré las cosas que estaban ocultas

desde la creación del mundo.


PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS no puede caminar cerca de la aldea donde viven sus amigos sin pasar a visitarlos. La espontaneidad con la que el evangelista Lucas nos narra la escena subraya esa profunda confianza que existía entre el Señor y los tres hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro. No hacía falta que anunciara su llegada; ni siquiera era necesario que se preocupara de llevar algún regalo. Sabía que siempre era bienvenido y que sus amigos se alegraban con su presencia y con la posibilidad de manifestarle su cariño. El evangelio nos dice que Marta recibió a Jesús al llegar a la casa. Es fácil imaginarse la emoción que le debió de invadir cuando vio llegar al Maestro. Pero a esa alegría le acompañaría también cierto nerviosismo. Como buena dueña del hogar, quiere que la estancia de su amigo sea lo más agradable posible, así que rápidamente se pone manos a la obra. Mientras él habla, Marta sigue las costumbres de toda anfitriona: facilita el agua para purificar las manos, dispone un poco de aceite para ungir la cabeza… Al mismo tiempo, se esmera para que los platos lleguen en el momento justo y en que no falte nada. Este es el modo que tiene para expresar su amor al Señor.


Pero la agitación del trabajo quizá empieza a ser más de la esperada. Su estado de ánimo se angustia poco a poco. Mientras sigue realizando los servicios, continúa razonando para sus adentros. Se agobia por no llegar y, en un fácil cálculo, llega a la conclusión de que, si su hermana María la ayudase, todo cambiaría. Ella, por su parte, está sentada a los pies del Señor. Por eso, ante su aparente impasividad, Marta se planta delante de Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude» (Lc 10,40). Marta podría haber disimulado su apuro, su desasosiego; podría haberse acercado discretamente a su hermana, procurando que nadie lo notase, y requerir su ayuda. En cambio, ha optado por dirigirse abiertamente al Maestro y se siente «incluso con el derecho de criticar a Jesús»[1]. Pero, a fin de cuentas, esta es también una manifestación más de cercanía con el Señor, pues ante un buen amigo no hay necesidad de camuflar lo que uno piensa. Podemos pedir a santa Marta que nos ayude a tener esa misma familiaridad con Jesús, a mostrarnos tal como somos cuando hablamos con él, aunque a veces esa sea la oportunidad para que el Maestro nos muestre una mejor manera de ordenar nuestra vida.


JESÚS no responde a la frustración de Marta con palabras duras. Conoce su buena intención. Por eso, en señal de especial cariño, se refiere a ella con la repetición de su nombre: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,41). En ningún momento el Señor le reprocha a Marta no hacer lo que corresponde. Tampoco la invita a sentarse a sus pies, como María, y a olvidarse de los deberes del hogar. ¿Cómo habrían podido comer y descansar del viaje el resto de acompañantes? El cambio que le pidió era, principalmente, interno: le invitaba a vivir sus quehaceres con otra actitud. Marta estaba haciendo muchas cosas, pero se había olvidado de lo más importante: Jesús estaba en su casa y ella quizás no escuchaba sus palabras.


Muchas veces, durante el día, podemos sentirnos desbordados como Marta. Tal vez pensamos que nuestras obligaciones laborales o familiares hacen imposible encontrar el tiempo que nos gustaría para el trato con Dios. Sin embargo, Jesús no nos propone que dejemos de lado nuestros deberes. Como a Marta, nos invita precisamente a encontrar al Señor en esas ocupaciones, a realizar cada tarea sabiendo que el Señor se encuentra siempre en la casa de nuestra alma. De este modo, el trabajo se convierte en un acto de amor constante, un «te quiero» continuo que va más allá de lo que podamos repetir con nuestros labios o con nuestros pensamientos. «Sobran las palabras –señala san Josemaría–, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[2].


NO FUERON las obras en sí las que distrajeron a Marta de Jesús. La ilusión santa por ofrecerle una buena y reparadora acogida acabó derivando en la tensión y en la angustia porque no llegaba a todo lo que se había propuesto. Había perdido de vista la finalidad de todas sus acciones. Quizá estaba realizando todos esos detalles de servicio por inercia, como lo haría con cualquier otro invitado. Pero Jesús le anima a no olvidar lo verdaderamente importante: Dios estaba en su casa. No estaba simplemente cumpliendo con su cometido de anfitriona: estaba haciendo descansar al Señor. «El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[3].


A todos los que deseamos encontrar a Dios en medio del mundo nos puede ocurrir como a Marta. Tenemos muchas cosas entre manos que requieren nuestra atención y nuestro esfuerzo constante. Esto, como es lógico, produce cansancio. Sin embargo, cuando sabemos que todo ese trabajo tiene un sentido más grande del que podemos intuir en un primer momento, es más difícil que esa fatiga pueda quitarnos la paz, porque sabemos que nuestro éxito no es medible con cálculos humanos. En el diálogo personal con Dios podemos redescubrir que todo lo que hacemos está dirigido a amarle; que nos hacemos cargo de este mundo porque es el suyo. De este modo, no nos moveremos simplemente por inercia o por lo que marquen las circunstancias, sino por el deseo de encontrar al Dios escondido en cada cosa que hacemos. «Sin amor, hasta las actividades más importantes pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién nos da el amor y la verdad sino Jesucristo?»[4]. ¿Y a quién podemos pedir que interceda por nosotros en esta misión de amar a Dios en nuestro trabajo cotidiano si no es a santa María?

28 de julio de 2024

NO PERDER LA ALEGRIA




 Evangelio (Jn 6, 1-15)


Después de esto partió Jesús a la otra orilla del mar de Galilea, el de Tiberíades. Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía con los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Pronto iba a ser la Pascua, la fiesta de los judíos.


Jesús, al levantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, le dijo a Felipe:


— ¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos? — lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer.


Felipe le respondió:


— Doscientos denarios de pan no bastan ni para que cada uno coma un poco.


Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:


— Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?


Jesús dijo:


— Mandad a la gente que se siente — había en aquel lugar hierba abundante.


Y se sentaron un total de unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes y, después de dar gracias, los repartió a los que estaban sentados, e igualmente les dio cuantos peces quisieron.


Cuando quedaron saciados, les dijo a sus discípulos:


— Recoged los trozos que han sobrado para que no se pierda nada.


Y los recogieron, y llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido.


Aquellos hombres, viendo el signo que Jesús había hecho, decían:


— Éste es verdaderamente el Profeta que viene al mundo.


Jesús, conociendo que estaban dispuestos a llevárselo para hacerle rey, se retiró otra vez al monte él solo.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


EL EVANGELIO de hoy nos muestra el episodio de la multiplicación de los panes y de los peces narrado por san Juan (cfr. Jn 6,1-15). A diferencia de los otros relatos, este evangelista hace notar que es el Señor quien advierte la falta de alimento. «¿Dónde vamos a comprar pan para que coman estos?» (Jn 6,5), le pregunta a Felipe después de contemplar la gran muchedumbre que lo rodeaba. Acto seguido, san Juan añade que «lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,6).


Jesús reconoce las necesidades espirituales y materiales de las personas que se acercan a él. De hecho, él es capaz de verlas «con una sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros deseos. ¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es infinitamente generoso!»[1]. Esto en parte puede explicar por qué a veces cuando acudimos a él con una petición no nos la concede. Dios sabe mejor que nadie lo que nos conviene. Si le pedimos algo y aparentemente no hay ningún resultado, se puede deber a varios motivos. Quizá quiere que le insistamos más, para afianzar en nosotros el deseo de lo que le estamos pidiendo; y otras se puede deber a que, en realidad, el Señor nos tiene reservado un bien mucho más grande de lo que podemos intuir en un primer momento.


Al mismo tiempo, el Señor nos invita, como a Felipe, a desarrollar una mirada atenta a las necesidades de los demás. Es decir, a asumir los problemas de las personas que nos rodean como si fueran de uno mismo. Aunque sabía lo que iba a hacer, «desea que cada uno de nosotros sea partícipe concretamente de su compasión»[2]; una compasión que no es solo sentimiento, sino que se manifiesta en obras, en multiplicar los panes y los peces para que los allí presentes puedan comer. Pero su acción no se queda ahí. Jesús sabe que el alimento que busca esa multitud va más allá del pan físico; están hambrientos de la palabra de Dios, de amor y de esperanza, algo que solo él puede dar. Por eso después de este episodio hablará de un pan que abrirá las puertas de la vida eterna. Podemos pedir «al Señor que nos ayude a redescubrir la importancia de alimentarnos no solo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran conciencia en la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a él»[3].


ANTE la pregunta de Jesús, Felipe responde con realismo: «Doscientos denarios de pan no bastan ni para que cada uno coma un poco» (Jn 6,7). Andrés aparece haciendo referencia a lo que han conseguido encontrar: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?» (Jn 6,9). Se trata de una frase muy parecida a la pronunciada por el criado del profeta Eliseo en la primera lectura de la Misa de hoy, cuando se hallaban en una situación similar con solo veinte panes: «¿Qué hago yo con esto para cien personas?» (2Re 4,43). Ambos episodios acabarán de la misma manera. San Juan señala que todos «quedaron saciados» y que los discípulos «llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron» (Jn 6,13). Y el criado de Eliseo comprobó que todos comieron y «sobró conforme a la palabra del Señor» (2Re 4,44).


A veces la realidad se nos presenta como un muro infranqueable. Sentimos que nuestras fuerzas no dan abasto para resolver un problema que vemos tan complejo como alimentar una multitud con cinco panes y dos peces. Y una primera reacción puede ser desentendernos, como Felipe, o desilusionarnos por lo poco que tenemos, como Andrés. En esos momentos, quizá nos puede servir de ayuda observar la historia del cristianismo, que es la historia de lo imposible. Humanamente no tiene sentido que doce hombres sin especiales cualidades hayan logrado llevar el Evangelio hasta el extremo del mundo entonces conocido. Pero lo que es más imposible todavía es algo que ocurre todos los días en la santa Misa: un trozo de pan y un poco de vino que se convierten en Dios.


«El milagro no se produce de la nada, sino de la modesta aportación de un muchacho sencillo que comparte lo que tenía consigo. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino que nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede realizarse un milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don»[4]. En la multiplicación de los panes y de los peces, Jesús quiere enseñar a sus discípulos que la eficacia de sus obras no dependerá tanto de la buena voluntad o del empeño que pongan, sino de dejar hacer a Dios con su gracia. Él quiere que le demos, como el muchacho, los cinco panes y los dos peces que tengamos. Y él hará el resto.


PROBABLEMENTE los apóstoles no olvidaron el milagro de la multiplicación. Cuando años después tuvieron que lidiar con problemas más graves –persecuciones, peligros de muerte, abandonos…–, quizá recordarían esa escena junto a Jesús: el agobio por no saber cómo atender a la multitud, la frustración por haber conseguido muy poca comida, el miedo a que la gente desfalleciera… Pero sobre todo la alegría al comprobar que al final todos quedaron saciados y que, incluso, sobraron doce cestos llenos. Jamás habían pensado que cinco panes y dos peces darían para tanto.


«Nuestra vida, si lo pensamos bien, está llena de milagros: llena de gestos de amor, signos de la bondad de Dios. Sin embargo, ante ellos, también nuestro corazón puede acostumbrarse y permanecer indiferente, curioso pero incapaz de asombrarse, de dejarse “impresionar”. Un corazón cerrado, un corazón blindado, no tiene capacidad para sorprenderse. ‘Impresionar’ es un bonito verbo que hace pensar en la película de un fotógrafo. Esta es la actitud correcta ante las obras de Dios: fotografiar en la mente sus obras para que se impriman en el corazón, a fin de revelarlas en la vida mediante muchos gestos de bien»[5]. Esto fue lo que hicieron los apóstoles. Supieron recordar la foto de aquel milagro cuando se presentaron retos futuros: aprendieron a abandonar todo a los pies de Jesús, sin dejarse abrumar por la falta de medios o de circunstancias favorables. Y eso es lo que les llenaría de seguridad. No tanto que las cosas salieran más o menos bien, sino el saber que Dios se encontraba cerca de ellos y que estaban haciendo lo que humanamente podían.


En este rato de oración podemos recordar con el Señor los milagros que ha obrado en nuestra vida. Situaciones en las que, como los apóstoles, sentimos la desproporción entre el desafío y las propias cualidades pero que notamos cómo Dios nos ayudaba. Personas a las que el Señor ha hecho llegar su gracia a través de nuestra amistad. Sufrimientos que supimos llevar con paz y serenidad porque supimos que Jesús nos acompañaba. La Virgen María nos podrá ayudar a no perder la alegría cuando nos sintamos sobrepasados y a asombrarnos ante las maravillas que su Hijo realiza en nosotros.




27 de julio de 2024

El amor es paciente

 


Evangelio (Mt 13, 24-30)


En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola al gentío: “El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» Él les dijo: «Algún enemigo lo habrá hecho». Le respondieron los siervos: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega les diré a los segadores: “Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero».”


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


«SEÑOR, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» (Mt 13,27). Estas preguntas del Evangelio reflejan la sorpresa de los siervos de una parábola que, después de sembrar la buena semilla, descubren que también crece cizaña en el campo. Están desconcertados, sin entender su origen. Al principio, quizá piensan que es culpa suya, ya que para ojos no expertos ambas plantas pueden parecer similares. Pero rápidamente comprenden que su señor no habría permitido algo malo. Entonces, acuden a él para averiguar qué ha sucedido. La respuesta del dueño es clara y sencilla: «Algún enemigo lo habrá hecho» (Mt 13,28).


Más adelante, al explicar esta parábola u otras relacionadas con la siembra, Jesús aclarará que el campo puede representar el mundo o el corazón humano. De ahí el profundo sentido de nuestras preguntas cuando nos sorprende el mal que encontramos: ¿De dónde salen los malos afectos que descubrimos en nuestro corazón y a nuestro alrededor? Ante esta misma inquietud, san Josemaría comentaba: «El mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades»[1].


Comprobar la presencia de cizaña en la sociedad o en nosotros mismos, lejos de desalentarnos, nos puede ayudar a ser humildes y a confiar en la gracia de Dios. Los propios defectos, cuando los combatimos, nos llevan hacia el Señor. Él no se escandaliza al descubrir el mal que pueda haber en nuestra vida, sino que nos impulsa a hacer crecer todo lo bueno que hay en nosotros e, incluso, a aprovechar la presencia de la cizaña para fortalecer nuestros deseos de servirle. «Por eso, cuando sintamos en nosotros mismos −o en otros− cualquier debilidad, no debemos mostrar extrañeza: acordémonos de aquellos que, con su flaqueza indiscutible, perseveraron y llevaron la palabra de Dios por todos los pueblos, y fueron santos. Estemos dispuestos a luchar y a caminar: lo que cuenta es la perseverancia»[2].


LA BUENA disposición de los criados, aunque lleguen tarde por no haber estado vigilantes, les impulsa a tomar una medida contundente: acabar con la cizaña. Pero antes de actuar, son prudentes y deciden preguntar primero: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» (Mt 13,28). La mirada de su señor tiene mayor alcance y ve las dificultades que pueden surgir al llevar a cabo esa operación: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo» (Mt 13,29).


No basta con querer deshacerse de la cizaña. Las energías que se desatan en el ser humano ante la percepción de la injusticia y del mal necesitan ser encauzadas adecuadamente. Un uso intempestivo e imprudente de ellas puede hacer que nos dejemos llevar por juicios precipitados que nos impidan reconocer la buena semilla y que la arranquemos junto con la cizaña. De ahí la necesidad de mirar en nuestro interior el bien y el mal que pueda estar creciendo. «Existe un hermoso método para hacerlo: aquello que se llama el examen de conciencia, que es ver qué sucede hoy en mi vida, qué me impactó en el corazón y qué decisión tomé. Y esto sirve precisamente para verificar, a la luz de Dios, dónde están las hierbas malas y dónde la semilla buena»[3].


Tras una primera reacción, quizá impetuosa, lo prudente será acudir al Señor en nuestra oración y pedirle que nos ayude a entender los acontecimientos a la luz de su mirada. Buscaremos su consejo y el de personas que nos puedan ayudar. Les contaremos tal vez lo que tenemos intención de hacer y cómo vemos las cosas, dejándoles que nos puedan sugerir otros puntos de vista, como hace el señor en la parábola: «Dejad que crezcan juntos hasta la siega» (Mt 13,30).


EL PROPÓSITO de dejar crecer juntos el trigo y la cizaña no es una cuestión de cálculo o de pereza. Responde más bien a la capacidad de percibir el bien como algo que se debe proteger hasta que haya madurado, pues muchas veces no resulta sencillo distinguirlo del mal. «En el campo del Señor, esto es, en la Iglesia, a veces, lo que era trigo se vuelve cizaña y lo que era cizaña se convierte en trigo; y nadie sabe lo que será en el futuro. Por eso, el padre de familia no consintió arrancar la cizaña a sus braceros indignados; querían arrancarla, pero no les permitió separar la cizaña»[4].


La mala semilla, en nuestro día a día, puede ser más complicada de reconocer cuando tiene aspecto de buena. «El método del diablo es el de mezclar siempre la verdad con el error, revestido este con las apariencias y colores de la verdad, de manera que pueda seducir fácilmente a los que se dejan engañar»[5]. El enemigo buscará engañarnos para que nos centremos en hacer algo bueno, siempre y cuando no sea la semilla que Dios quiere plantar en nosotros. Y solo quizá cuando ha pasado el tiempo y vemos las consecuencias, comprobamos que no ha producido el fruto que esperábamos.


Por este motivo, cuando procuramos ayudar a alguien, conviene tener presente que las personas no cambiamos de un día para otro: todos necesitamos de una mirada llena de comprensión y cariño para aprender a distinguir la cizaña y el trigo que crecen simultáneamente en la propia vida. También, incluso, podemos aprender de los efectos de la mala semilla –cuando nos equivocamos– para decidirnos con más convicción a hacer crecer la buena semilla y dedicar las más nobles energías a hacer el bien. «La paciencia no es solo una necesidad, sino una llamada: si Cristo es paciente, el cristiano está llamado a ser paciente. Y esto exige ir a contracorriente respecto a la mentalidad generalizada de hoy, en la que dominan la prisa y el “todo ahora”; en la que, en lugar de esperar a que las situaciones maduren, se fuerza a las personas, esperando que cambien al instante. No olvidemos que la prisa y la impaciencia son enemigas de la vida espiritual. ¿Por qué? Dios es amor, y quien ama no se cansa, no se irrita, no da ultimátums, sino que sabe esperar»[6]. La Virgen María, como buena madre, nos puede ayudar a entender que el amor es paciente y respeta el ritmo de los demás.



26 de julio de 2024

San Joaquín y Santa Ana

 





Evangelio (Mt 13, 18-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


“Escuchad, pues, vosotros la parábola del sembrador. A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril. Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.


PARA TU RATO DE ORACION


UN DÍA, mientras Jesús estaba predicando, una mujer se hizo oír entre la multitud para alabar a su Madre: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Hoy, la Iglesia nos invita a remontarnos más atrás en esa cadena de agradecimiento. Primero, nos dice: «Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija: porque en ella el Señor les dio la bendición de todos los hombres»[1]. Y después, nos anima a ir aún más allá: «Hagamos el elogio de nuestros padres según sus generaciones. Ellos fueron hombres de bien, cuyos méritos no han quedado en el olvido. En sus descendientes se conserva una rica herencia» (Sir 44,1.10-11).


Dios se hizo hombre con todas sus consecuencias. Al acoger María a Jesús en su seno, toda su familia lo acogió con ella: una familia con raíces propias, con una historia en la que se entreteje la misericordia de Dios con las decisiones libres de muchos hombres y mujeres. Jesús se dejó moldear por esa herencia, que plasmó los rasgos de su personalidad, y le dio un pasado, unos lazos, unas costumbres, unas tradiciones. El Señor entró plenamente en aquel hogar: «Esta es mi casa por siempre, aquí viviré, porque la deseo» (Sal 131,14).


San Mateo y san Lucas dedicaron un amplio espacio en sus evangelios a la genealogía de Jesús. Hoy nosotros podemos también levantar la mirada hacia la cadena de generaciones que nos precede y de la que el Señor se ha servido para llamarnos a la vida. Es reconfortante descubrir que no nos ha querido como un verso suelto, sino como eslabones de una cadena; nos ha dado un terreno firme en donde podemos ponernos de pie, una tierra preparada por Dios con ilusión, pensando personalmente en nosotros, para que echemos allí nuestras raíces.


SEGÚN una tradición, Joaquín y Ana tenían una casa en Jerusalén, a dos pasos de la piscina probática, donde se reunía una gran multitud de enfermos y donde Jesús, ya adulto, curaría a un paralítico[2]. En aquella casa nació su madre, María; y quizá fue allí donde se alojó la Sagrada Familia en sus frecuentes subidas a Jerusalén, dando a Jesús la oportunidad de disfrutar del cariño de sus abuelos.


Al igual que los padres, los abuelos ofrecen «un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[3]. Al mismo tiempo, contribuyen de una manera única al ambiente familiar a través de la comprensión y el cariño. En efecto, es propio de la juventud querer que las cosas salgan con perfección a la primera. No obstante, tarde o temprano es inevitable darse cuenta de que los fracasos, muchas veces, serán más frecuentes que las victorias. Es entonces cuando la frustración amenaza con robar la esperanza. Los abuelos, que han pasado ya por esa situación y han visto muchas cosas en la vida, pueden comprender el sentimiento de sus nietos.


Dios nos puede hacer llegar su ternura a través de los abuelos. Ellos, con su disponibilidad y su escucha, nos ayudan a relativizar nuestras derrotas y, sobre todo, a fijarnos en todo lo bueno que nos rodea. «Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos»[4].


EN OCASIONES, el ritmo con el que nos movemos no nos facilita compartir tiempo suficiente con los miembros de nuestra familia; cuánto más esto puede darse con aquellos que no habitan en nuestra casa. San Josemaría solía repetir que quien padece alguna limitación o quien está enfermo es un tesoro para la familia, pues puede ser el detonante del crecimiento del amor. Algo similar se podría decir también de los mayores. Con el cuidado y el cariño que les dirigimos no solo estamos realizando un acto de justicia, sino que estamos ensanchando nuestra capacidad de amar. Escucharles con atención, ayudarles en una tarea o manifestarles cariño y cercanía son algunos gestos que sacian nuestra sed por construir relaciones fuertes, especialmente dentro de la familia.


Entre jóvenes y ancianos se puede entablar una relación que enriquece a los dos. Los jóvenes pueden aprender de los mayores actitudes como la disponibilidad o la generosidad, además de las experiencias concretas de la vida que les puedan transmitir; también les permiten conocer el pasado para afrontar el futuro. Los ancianos, por su parte, se sienten rejuvenecidos al contacto con los más jóvenes; estos últimos les recuerdan que no se encuentran solos y que tienen mucho que aportar. «La ancianidad (...) es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos enseñe a honrar a nuestros abuelos y a nuestros mayores, para perpetuar esta cadena de bendiciones que Dios derrama abundantemente de generación en generación.



25 de julio de 2024

SANTIAGO APOSTOL


Evangelio (Mt 20, 20-28)


Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición.


Él le preguntó: ¿Qué quieres?


Ella le dijo: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.


Jesús respondió: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?


Podemos —le dijeron.


Él añadió: Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.


Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.


Pero Jesús les llamó y les dijo: Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.


PARA TU RATO DE ORACIÓN


MIENTRAS caminaba Jesús a orillas del mar de Galilea, «vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que reparaban sus redes, y los llamó»[1]. Ellos, después de dejar todas las cosas, le siguieron. Así comienza la nueva vida de Santiago junto al Señor. Su aventura será tan veloz como intensa: se convertirá en el primero de los apóstoles en dar su vida por Cristo, que quiso reclamarlo pronto junto a sí (cfr. Hch 12,2). A Juan, en cambio, el Señor le pedirá que espere hasta que él vuelva a buscarlo, después de gastarse en una vida tan larga que hizo pensar a los discípulos que no moriría nunca (cfr. Jn 21,23).


El Maestro pidió a los dos hermanos una entrega total, aunque con manifestaciones distintas. Ofreció a ambos beber de su mismo cáliz, y ellos acogieron la invitación con todo el ardor de su naturaleza apasionada (cfr. Mt 20,22). Jesús llamaba a aquellos hermanos los Boanerges, es decir, «los hijos del trueno» (Mc 3,17), y les enseñó a encauzar toda su energía hacia una donación total en el servicio. Cuando la madre de los Zebedeo le pidió para sus hijos el primer puesto en su reino, Jesús les explicó que reinar con él es servir; que el primero en su reino es el que se hace el último y el servidor de todos (cfr. Mt 20,25-28). Esta lógica muchas veces contrasta con la nuestra, es revolucionaria porque se opone a la dominación de unos sobre otros; por eso, Jesús también nos anima a estar vigilantes, a estar siempre atentos para no engañarnos con lecturas atenuadas de su Evangelio.


Cristo «no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo “llenó” de contenido la libertad que, de lo contrario, sería solo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor»[2]. Jesús ayudó a Santiago y a Juan a llenar sus vidas de sentido, de amor por las demás personas, abriendo a aquellos sencillos pescadores de Galilea horizontes insospechados, «los horizontes del servicio»[3], muchos más amplios de los que se hubieran imaginado. Y así, transformó su vida en una apasionante aventura.


IMPULSADOS por Jesús, Santiago y Juan tuvieron «prisa en amar»[4], en apostar toda su existencia a una vida de intenso servicio. La de Santiago –haciendo honor a su apelativo– fue como un relámpago que cruza el cielo en un instante, llenándolo de luz. Él se puso inmediatamente en marcha y llevó a Jesucristo hasta los confines del mundo conocido, antes de regresar a Jerusalén y fecundar con su sangre los inicios de la misión de la Iglesia. La vida de Juan, en cambio, fue como el trueno, que llega sin prisa pero con contundencia, con peso, llenándolo todo con sus palabras profundas y bellas. Juan pudo meditar largamente sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, para dejarnos el tesoro de sus escritos.


El relámpago y el trueno se reclaman el uno al otro, manifiestan una misma fuerza y traen un mismo mensaje. No podemos separarlos, como no podemos separar a los Boanerges. Mientras estaba con ellos, Jesús los quiso juntos. De hecho, los dos formaban junto a Pedro un pequeño grupo de discípulos con los que el Maestro tenía más intimidad. Cuando el Señor subió al cielo, Santiago y Juan continuaron propagando el mismo mensaje, cada uno a su modo.


Santiago lo sigue haciendo hoy, convocando a los pueblos a su tumba en Compostela. Nos invita a ponernos en camino, a estar dispuestos a llegar a los confines de nuestro mundo y superar nuestras seguridades y comodidades. «Esto es fundamental para los cristianos; nosotros discípulos de Jesús, nosotros Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos, ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? No es cristiano decir: “Pero que vengan, yo estoy aquí, que vengan”. No, ve tú a buscarlos, da tú el primer paso»[5]. Juan, en cambio, nos recuerda que, si no estamos radicados en el amor a Jesucristo, todo ese movimiento y ese caminar valen muy poco. Escribía san Agustín: «Quien corre fuera del camino corre en vano; más aún, solo corre para fatigarse. Fuera de él, cuanto más corre, más se extravía. ¿Cuál es el camino por el que corremos? Cristo lo dijo: Yo soy el camino. ¿Cuál es la patria a donde nos dirigimos? Cristo dijo: Yo soy la verdad. Por él corres, hacia él corres, en él hallas el descanso»[6].


HAY algo grande en la vida del apóstol Santiago que permanece oculto a nuestros ojos. Es muy poco lo que sabemos de este apóstol de vida tan corta, que no dejó ningún escrito. El Evangelio, además, recoge muy pocas palabras suyas. Frente al silencio del Zebedeo, aparece la figura de otro Santiago, con títulos tan importantes como «hermano del Señor» (Gal 1,19), testigo destacado de su resurrección (cfr. 1 Cor 15,7), obispo de Jerusalén (cfr. He 15,12-21) y columna de la Iglesia (cfr. Gal 2,9). Este otro Santiago gozó de gran autoridad en la primera comunidad cristiana, como se lee en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo. Da nombre, además, a uno de los escritos del Nuevo Testamento. Por eso, sorprende que la Tradición haya querido atribuir el título de Mayor al hermano de Juan, de quien conocemos poco.


El hijo de Zebedeo llegó a ser el Mayor, siguiendo el camino que le había propuesto el Maestro. Jesús le había dicho: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos. (Mt 20, 26-28). Eso hizo Santiago: vivir para servir, dar su vida. «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24), escribirá Juan en su Evangelio, arrojando un poco de luz que nos permite entender el misterio de la vida y de la muerte de su hermano Santiago. Un misterio que se extiende al impresionante poder de convocatoria que tiene aún hoy el sepulcro del apóstol.


Jesús dio a los Boanerges otro ejemplo destacado de la grandeza del servicio: la Virgen María, a quien acompañarían con frecuencia. Ella también nos ayudará para que nos lancemos a la aventura de «ser felices en amistad con Dios y llevar una vida de dedicación y de servicio»[7].


24 de julio de 2024

Sabernos elegidos por Dios



 Evangelio (Mt 13, 1-9)


Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas: -Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga.


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS RELATOS vocacionales de la Sagrada Escritura poseen muchos elementos en común. Uno de ellos es la desigualdad entre las cualidades humanas de la persona que es llamada y la misión que Dios le encomienda. A simple vista, no parece que se trate de una elección adecuada. Pero el Señor no se fija tanto en las apariencias como en una faceta que suele pasar desapercibida: la sencillez de corazón. Esto es lo que hace que la tierra sobre la que caiga la semilla divina sea buena y produzca fruto (cfr. Mt 13,9): sabe que su crecimiento no depende tanto de lo que él haga, sino de colaborar dejando hacer a Dios. «Te reconoces miserable –escribe san Josemaría–. Y lo eres. –A pesar de todo –más aún: por eso– te buscó Dios. –Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la “obra” es suya. –A ti solo te pide docilidad»[1].


Por otro lado, «el soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores»[2]. En los Evangelios vemos que Jesús, cuando se encuentra con personas demasiado seguras de sí mismas, «las medica con el remedio de la humildad. Esto nos enseña que la salvación no está en nuestras propias manos, sino que es un don gratuito que Dios nos quiere regalar»[3].


En el trato con quienes nos rodean podemos desarrollar una serie de actitudes que nos podrán ayudar a cultivar un corazón sencillo: reaccionar con serenidad y agradecimiento cuando nos corrigen, fijarnos en los aspectos positivos de los demás, tomarse con sentido del humor los errores propios y ajenos, reconocer los dones que el Señor nos ha dado… De este modo, nuestra vida será esa buena tierra que hará crecer la semilla divina, porque «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (St 4,6).


A VECES sucede que quien es llamado por Dios experimenta la incomprensión de los demás. Moisés tuvo que soportar las críticas y murmuraciones de su propio pueblo cuando pasaron dificultades en el desierto. Jeremías sufrió el desprecio cuando sus llamadas a la conversión fueron ignoradas. Anunciar la presencia de Dios hoy en día también puede resultar una tarea costosa. Sin embargo, el cristiano sabe que no está solo. No está difundiendo una ideología o vendiendo un producto, sino proclamando una Palabra que le supera y le trasciende, que trae esperanza y paz, y que responde a los anhelos más profundos de la persona humana.


La voz del cristiano se escucha especialmente, más que con palabras sonoras, a través del testimonio de su vida. La semilla que hemos recibido con el Bautismo va dando fruto cada día con discreción y naturalidad a través de la amistad y del cuidado de los demás. «Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven –sin saberlo quizá– por ideales nacidos del cristianismo»[4].


Sabernos elegidos por Dios y contemplar el bien que podemos sembrar a nuestro alrededor nos ayudará a dar sentido a las dificultades que se puedan presentar en nuestro camino. «La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad»[5]. En cambio, Dios premia la generosidad «con una humildad llena de alegría»[6].


«EL CRISTIANO se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía»[7]. A través de los sacramentos somos constituidos en lo que es Jesús: Sacerdote, Rey y Profeta[8]. Todos, fieles laicos y pastores, cada uno a su manera, participamos en la misión de la Iglesia, que es expresión verdadera del triple oficio que Cristo desempeña en favor de su pueblo[9].


Por un lado, el sacerdocio común nos consagra y nos da la capacidad de llevar a Dios todas las cosas, ofreciéndole el sacrificio de nuestra propia existencia. Como escribe san Pablo: «Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Co 10,31). Cualquiera de nuestras acciones, desde las que consideramos más insignificantes hasta las más importantes, pueden ser ofrecidas al Señor. Por otro lado, también podemos participar en la función real de Cristo, que siendo Señor del universo se hizo servidor de todos[10]. Para el cristiano, «servir a Cristo es reinar»[11]. Ser rey no consiste en mandar para que otros obedezcan. Reinar con Cristo es servir por amor, reinar es ponerse de rodillas y lavar los pies de los demás, como hizo Jesús con los apóstoles.


El fiel cristiano participa, finalmente, también del carácter profético de Cristo. Es profeta sobre todo cuando profundiza en la comprensión de la fe y se hace testigo de Jesús en medio de este mundo[12]. El profeta no es el que anuncia cosas futuras, sino aquella persona que habla en nombre de Dios, que ayuda a los demás a interpretar la propia historia y las circunstancias más comunes desde los ojos divinos. Por nuestro Bautismo todos somos en este sentido profetas del Señor, llamados a anunciar a nuestros familiares, amigos y conocidos la belleza de su amor y de su misericordia. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a ser fieles a la misión que Dios nos ha dado, sabiendo que de nuestro sí «dependen muchas cosas grandes»[13].

23 de julio de 2024

MARIA.desató los nudos

 



Evangelio (Mt 12, 46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces: -Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo. Pero él respondió al que se lo decía: -¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: -Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS se encontraba rodeado por la multitud cuando, de repente, alguien se acercó a él y le dijo: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor entonces respondió: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y señalando a aquellas personas que lo buscaban, añadió: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12,46-50).


En un primer momento, la reacción de Cristo puede parecer fría. Da la impresión de que no hace demasiado caso a su madre. Sin embargo, después le dirige el mayor de los elogios porque María, como nadie, ha cumplido la voluntad de Dios. San Agustín dice que ella concibió a Jesús primero por la fe, y que es bienaventurada porque guardó la verdad antes en su mente que en su seno[1]. La afirmación es atrevida: María es más madre de Cristo por la fe que por la naturaleza. Ella cumplió la voluntad de Dios cuando aceptó la propuesta del ángel de ser la madre del Mesías. Pero no solo. Más adelante se presentaron otras ocasiones para volver a acoger los planes divinos.


«La Virgen no solo dijo fiat –comentaba san Josemaría–, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que él quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente»[2]. A lo largo de nuestra vida tendremos muchas oportunidades para abrazar la voluntad de Dios en lo grande y en lo pequeño. La actitud de María nos muestra que no hay nada que nos haga más felices que seguir con amor y libertad los planes que el Señor tiene pensado para nosotros. «Acepta sin miedo la Voluntad de Dios; formula sin vacilaciones el propósito de edificar, toda tu vida, con lo que nos enseña y exige nuestra fe. –De este modo, ten por cierto que, también con penas e incluso con calumnias, serás feliz, con una felicidad que te impulsará a amar a los demás, y a hacerles participar de tu alegría sobrenatural»[3].


MARÍA, con su obediencia a la voluntad divina, desató los nudos que había provocado la desobediencia de Eva[4]. El deseo de ser como Dios de la primera mujer había herido profundamente la naturaleza humana. María, al confesarse como esclava del Señor, permitió que Dios se hiciera hombre para liberarnos de la esclavitud del pecado. El sí de la Virgen, por tanto, contribuyó a darnos una nueva libertad.


A veces se puede pensar que la obediencia y la libertad son dos realidades contrapuestas. Se cree entonces que optar por una irá siempre en detrimento de la otra. Este planteamiento sería cierto en una relación marcada por el pecado. En ese caso, obedecer a los dictados del mal efectivamente contribuye a reducir la propia libertad. Poco a poco uno va perdiendo la autonomía para elegir el bien y se siente incapaz de obrar por amor. Se actúa no tanto por un ideal que inspira la propia existencia y que llena de alegría, sino por la fuerza irresistible con que el pecado se manifiesta.


María, en cambio, nos enseña que es posible obedecer a Dios y ser auténticamente libres. «La libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad solo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[5]. Por este motivo, como recuerda el prelado del Opus Dei, la obediencia a Dios, cuando se realiza por amor, «no solo es acto libre, sino además acto liberador»[6]: nos desata de los lazos del pecado y nos permite descubrir el bien que supone para la propia vida cumplir la voluntad divina. Esta es la felicidad que canta el salmista: «Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón. Los mandamientos del Señor son puros, dan luz a los ojos» (Sal 19,9).


A LO LARGO de la historia de la salvación, el Señor comunicó su voluntad a través de personas bien concretas. Algunos profetas, por ejemplo, exhortaron a sus contemporáneos judíos a abandonar los cultos extranjeros para adorar solamente al Dios de Israel. David fue elegido para ser rey de Israel a través de Samuel, quien recibió del Señor la indicación de ungirlo. También hoy Dios «puede hacernos ver su voluntad a través de las personas que nos rodean, revestidas de mayor o menor autoridad, dependiendo de la instancia y del contexto. Saber que Dios nos puede hablar a través de otras personas o de sucesos más o menos corrientes, la convicción de que ahí podemos escucharle, genera en nosotros una actitud dócil frente a sus designios, escondidos también en las palabras de quienes nos acompañan en el camino»[7].


Ciertamente, esto no quiere decir que todo consejo que recibamos sea infalible. «Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente»[8]. Y esto supone confrontar lo que nos dicen con lo que pensamos, en un diálogo abierto con la otra persona, a quien manifestamos con humildad y confianza nuestro punto de vista. En este sentido, el prelado del Opus Dei recuerda que «quienes tienen autoridad deben extremar la delicadeza para no imponer innecesariamente sus criterios, y para evitar que sus indicaciones o consejos puedan interpretarse en sí mismos como una expresión diáfana de la voluntad de Dios»[9].


Habrá ocasiones en las que una persona nos pueda transmitir la voluntad divina porque nos recuerda un precepto de las enseñanzas de la fe católica cuando, por ejemplo, tenemos la disyuntiva entre un acto pecaminoso y otro que no lo es. Pero la mayoría de las veces será más difícil discernir, pues varias de las opciones pueden ser buenas y no sabemos cuál es la preferible en ese caso concreto: aceptar o rechazar un empleo, comprar o prescindir de algo, realizar o no un determinado plan… El consejo de una persona que nos quiere, y que tiene la gracia del Señor para ayudarnos, puede darnos un poco de luz, pues advertimos la propia insuficiencia y nos damos cuenta de que nuestros sentimientos pueden restar objetividad a nuestro juicio. Sin embargo, esos consejos son una ayuda para que cada uno tome con total libertad una decisión prudente. La Virgen María nos podrá ayudar a cumplir y amar la voluntad divina en todo momento, sabiendo que el Señor es el primer interesado en nuestra propia felicidad y es quien hace cada vez más ancha y valiosa la propia libertad.

22 de julio de 2024

Santa María Magdalena

 


Evangelio (Jn 20, 1-2; 11-18)


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo: -Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.


María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:


-Mujer, ¿por qué lloras?


-Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto -les respondió.


Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:


-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?


Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:


-Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.


Jesús le dijo:


-¡María!


Ella, volviéndose, exclamó en hebreo:


-¡”Rabbuni”! -que quiere decir: «Maestro».


Jesús le dijo:


-Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».


Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:


-¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.



PARA TU RATO DE ORACION 



UN NUMEROSO grupo de mujeres acompañaba al Señor y a los apóstoles (cfr. Lc 8,3). Con su servicio, cooperaban en la tarea apostólica de la predicación del Reino de Dios (Lc 8,1). Sin embargo, las mujeres, a diferencia de la mayoría de los discípulos, no abandonaron a Jesús en la Pasión: fueron su consuelo permaneciendo junto a él al pie de la cruz. Son también «las primeras en estar junto al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras en oír: “No está aquí: ha resucitado, como había dicho”. Son las primeras en abrazar sus pies. También son las primeras llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles»[1]. Al contemplar el comportamiento de estas santas mujeres, san Josemaría exclamaba: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!»[2].


Esta misma fidelidad y fortaleza se renuevan con el pasar de los siglos, de generación en generación, como lo manifiesta la historia de la Iglesia. La mujer ha tenido «un papel activo e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la construcción, desde sus fundamentos, de la primera comunidad cristiana y de las comunidades posteriores, gracias a sus carismas y a sus múltiples maneras de servir»[3]. Sin duda, «la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres»[4]. También hoy, en nuestros días, «la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que solo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad»[5].


ENTRE aquellas mujeres que seguían a Cristo destaca, de manera particular, «María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios» (Lc 8,2). Ella acompañó a la Virgen en el camino de la cruz. Junto con la Madre de Dios y el discípulo amado, recogió el último suspiro del Señor y contempló su costado traspasado. En la madrugada del día de Pascua fue la primera que se encontró con el Señor (cfr. Mc 16,9). Posteriormente, fue ante los apóstoles testigo ocular de Cristo resucitado.


Jesús le encargó de manera especial a María Magdalena la tarea de anunciarles su gloriosa Resurrección: «Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. Ella fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”» (Jn 20,17). Por este motivo, santo Tomás de Aquino reserva para ella el calificativo único de «apóstol de los apóstoles», y añade: «Así como una mujer anunció al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer anunció a los apóstoles palabras de vida»[6].


Siguiendo el ejemplo de María Magdalena, los cristianos tenemos la misión de «proclamar a Cristo vivo»[7], dando con ilusión testimonio de su reinado por toda la tierra. Ella se llenó de alegría cuando descubrió, en la puerta del sepulcro, que aquel a quien buscaba muerto estaba vivo, y de nuevo la llamaba por su nombre. «¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado (...) sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre. (...) Cada hombre es una historia de amor que Dios escribe en esta tierra»[8]. Por medio de nuestro testimonio y de nuestras palabras, podemos anunciar que el Señor ha resucitado: él vive entre nosotros, nos llama por nuestro nombre y nos trae la salvación.


ANTES de encontrarse con Cristo, la Magdalena había tenido una vida llena de problemas: el Señor había expulsado siete demonios de ella. A partir de su curación, comenzó a seguir al Maestro, movida sin duda por amor y agradecimiento. En la Pasión no se separó de su lado, y acompañó a los discípulos que llevaban su cuerpo hasta el sepulcro. El domingo, antes de que amaneciera, corrió para terminar de embalsamar a su Maestro. Aún creyendo que estaba muerto, ardía en deseos de Cristo.


Desde aquel milagro, el más grande de todos, el corazón de la Magdalena latía de una manera especial. Sus debilidades habían sido muchas, pero no dejó que el pecado guiase más su vida: había descubierto un amor que daba sentido a su existencia. Por eso fue la primera en ir al sepulcro. Y aunque en un primer momento no dio con Jesús, «perseveró luego en la búsqueda, y así fue como lo encontró; con la dilación, iba aumentando su deseo, y este deseo aumentado le valió hallar lo que buscaba»[9].


María Magdalena nos muestra que la vida cristiana se arraiga en nuestra experiencia personal con Cristo. A partir de nuestro encuentro con Jesús, nace el deseo de llevar una nueva vida, centrada en el Señor. En compañía de las santas mujeres, seguramente la Magdalena forjó una estrecha amistad con la Madre de Jesús. Podemos pedirles a ambas que nos den aquel amor perseverante con el que se mantuvieron unidas al Señor al pie de la cruz.



21 de julio de 2024

HAMBRE DE FELICIDAD




Evangelio (Mc 6, 30-34)


Reunidos los apóstoles con Jesús, le explicaron todo lo que habían hecho y enseñado.


Y les dice: —Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco.


Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer. Y se marcharon en la barca a un lugar apartado ellos solos.


Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles


 PARA TU RATO DE ORACION 


LOS APÓSTOLES acaban de volver de su misión. Han recorrido de dos en dos las aldeas vecinas predicando la conversión, expulsando demonios y curando enfermedades. Están maravillados por lo que han vivido esos días. Por eso sienten la necesidad de compartir con Jesús «todo lo que habían hecho y enseñado» (Mc 6,30). Y el Señor, después de escucharles atentamente, les dice: «Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco» (Mc 6,31). Aunque seguramente percibe la emoción y la alegría de los discípulos, Cristo se preocupa por su cansancio. «¿Y por qué hace esto? Porque quiere ponerles en guardia contra un peligro que está siempre al acecho, también para nosotros: el peligro de dejarse llevar por el frenesí del hacer, de caer en la trampa del activismo, en el que lo más importante son los resultados que obtenemos y el sentirnos protagonistas absolutos»[1].


La vida de un apóstol hoy en día también está llena de intensidad. En ocasiones quizá nos gustaría que las jornadas tuvieran más de veinticuatro horas, pues con frecuencia sentimos que no llegamos a todo lo que nos proponemos. El tiempo que dedicamos a la familia, al trabajo, a las amistades o a los compromisos sociales ocupan una parte importante de nuestros quehaceres. Por eso, tal vez la invitación de Jesús a descansar y apartarse puede verse como algo que uno querría hacer, pero que en realidad resulta imposible por tener una agenda demasiado llena. Sabemos que necesitamos detenernos, ir más allá del corto plazo, pero pensamos que eso supone un riesgo porque implicaría dejar de lado nuestras responsabilidades.


En este sentido, san Josemaría animaba a distinguir lo importante de lo urgente[2]. En ocasiones dedicamos a lo urgente una parte considerable de nuestro tiempo y de nuestras energías: lo queremos realizar todo cuanto antes y de la mejor manera. Quizá esta actitud sea necesaria para algunos asuntos, pero muchas veces nos damos cuenta de que esa urgencia se podría programar de otro modo. En cualquier caso, y ya logremos ir con más o menos respiro en la vida, sabemos que lo importante es lo que da sentido a las actividades del día a día y saber que Dios Padre nos mira con bondad y benevolencia. Los momentos de reposo, como cuando el Señor invita a descansar a los apóstoles, nos permiten redescubrir esa realidad. Saber apartarse un poco nos ayuda a conectar con lo más importante: reforzar la intimidad con Cristo y recordar que él nos acompaña en todo lo que hacemos. Los discípulos pueden realizar milagros no por sus propias capacidades, sino porque han recibido ese poder de Jesús. De ahí que cuidar la relación con él sea lo más importante que puedan llevar a cabo. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”»[3].


LA PRESENCIA de Jesús y los apóstoles no pasó desapercibida. A pesar de que habían marchado «en la barca a un lugar apartado ellos solos» (Mc 6,32), muchos de los habitantes de las ciudades vecinas los reconocieron y se acercaron. Cristo, al desembarcar, «vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). «A nadie niega Jesús su palabra –comentaba san Josemaría–, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina. –Para que tú y yo lo recordemos siempre, también cuando nos encontremos fatigados por el peso del trabajo o de la contradicción»[4].


El activismo dificulta reconocer las necesidades de los demás: lo que uno cree que tiene que hacer se convierte en prioritario. Y aunque esas tareas puedan ser buenas en sí mismas, a veces impiden que prestemos atención a lo que las otras personas quieren de verdad. Por ejemplo, un padre o madre de familia puede dedicar más tiempo de lo previsto al trabajo para que los hijos tengan una vida holgada. Sin embargo, quizá lo que realmente necesitan no es tanto disponer de más capacidad económica: simplemente desean que sus padres pasen más tiempo en casa y disfrutar de su compañía.


Jesús, después de haber pasado un tiempo de descanso con sus discípulos en la barca, mostró una mirada atenta a las auténticas preocupaciones de aquella gente. «Solo el corazón que no se deja secuestrar por la prisa es capaz de conmoverse, es decir, de no dejarse llevar por sí mismo y por las cosas que tiene que hacer, y de darse cuenta de los demás, de sus heridas, de sus necesidades. La compasión nace de la contemplación. Si aprendemos a descansar de verdad, nos hacemos capaces de compasión verdadera; si cultivamos una mirada contemplativa, llevaremos adelante nuestras actividades sin la actitud rapaz de quien quiere poseer y consumir todo; si nos mantenemos en contacto con el Señor y no anestesiamos la parte más profunda de nuestro ser, las cosas que hemos de hacer no tendrán el poder de dejarnos sin aliento y devorarnos»[5


CRISTO reconoció el hambre de plenitud de aquellas gentes. Más tarde saciaría también su hambre física multiplicando los panes y los peces, pero antes quiso nutrir el alma de los allí presentes. «Esto significa que Dios quiere para nosotros la vida, quiere guiarnos a buenos pastos, donde podamos alimentarnos y reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino que lleguemos a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es lo que desea cada padre y cada madre para sus propios hijos: el bien, la felicidad, la realización»[6].


Muchas personas de nuestro alrededor esperan que se les dé a conocer a Jesús. Lo expresarán de un modo u otro, habitualmente como una sed de felicidad que –por experiencia propia– sabemos que solo el Señor puede saciar. Por eso san Josemaría definía el apostolado cristiano como «una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina»[7].


Uno de los mejores alimentos que podemos compartir con los demás es transmitir la alegría de vivir junto al Señor. No hay nada que tenga más fuerza como el propio testimonio. «Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tener una mirada como la de su Hijo, siempre atenta a saciar el hambre de Dios de las personas que nos rodean.

20 de julio de 2024

No es lo mismo santidad que perfeccionismo




 Evangelio (Mt 12,14-21)

Al salir, los fariseos se pusieron de acuerdo contra él, para ver cómo perderle.

Jesús, sabiéndolo, se alejó de allí, y le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:

Aquí está mi Siervo, a quien elegí,

mi amado, en quien se complace mi alma.

Pondré mi Espíritu sobre él

y anunciará la justicia a las naciones.

No disputará ni gritará,

nadie oirá su voz en las plazas.

No quebrará la caña cascada,

ni apagará la mecha humeante,

hasta que haga triunfar la justicia.

Y en su nombre pondrán su esperanza

las naciones.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


AL POCO de comenzar su vida pública, Jesús ensalzó a los mansos como bienaventurados (cfr. Mt 5,5). Más tarde, diría de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). La mansedumbre es un rasgo que marcó el caminar terreno del Señor. Y no solo por las palabras, sino sobre todo por los hechos. Frente a los que lo rechazaban y tramaban contra él, Cristo no pretendió rebelarse ni imponer su autoridad: él supo acoger con paciencia las incomprensiones y los desprecios. Esta actitud llegó a su culmen en la cruz, porque la mansedumbre se manifiesta sobre todo «en los momentos de conflicto, se puede ver por la forma en que se reacciona a una situación hostil. Cualquiera puede parecer manso cuando todo está tranquilo, pero ¿cómo reacciona “bajo presión” si es atacado, ofendido, agredido?»[1]. San Pedro recuerda cómo Jesús respondió a esa situación hostil: «Al ser insultado, no respondía con insultos; al ser maltratado, no amenazaba, sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia» (1Pe 2,23).


En nuestro día a día quizá no atravesamos situaciones tan hostiles como las del Señor, pero probablemente se presenten pruebas ordinarias dolorosas. Las relaciones familiares y con los compañeros de trabajo son quizá el contexto en el que más necesitamos para vivir la mansedumbre. Esto implica a veces resistir una primera reacción lógica marcada por el enfado o la indignación para responder con serenidad y paciencia, como haría el Señor, y como nos gustaría que hicieran con nosotros. El manso sabe que es más importante respetar cristianamente a las personas que el asunto concreto que le haya podido molestar. Manifiesta así un modo de amar que puede ser heroico, pues evita causar un daño mayor para protegerse a sí mismo. En este sentido, san Josemaría proponía algunas prácticas que pueden ayudar a imitar la mansedumbre de Cristo: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior»[2].


EL MODO de actuar manso y humilde del Señor ya había sido predicho por Isaías, como recoge san Mateo: «No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante» (Mt 12,19-20). El secreto del siervo doliente, que está describiendo el profeta, y que se cumplirá en Jesucristo, es que no vive en función de lo que otros piensan o dicen de él. No está atado a los aplausos o al reconocimiento humano, a los rechazos o las acogidas de su mensaje, sino que actúa pensando en la mirada paterna: «Aquí está mi Siervo, a quien elegí, mi amado, en quien se complace mi alma» (Mt 12,18). Jesús vive para agradar a su Padre. Aunque algunas de sus obras puedan haber pasado inadvertidas para sus contemporáneos, sabe que su Padre lo ha visto y se ha complacido.


La filiación divina nos permite sentirnos contemplados por Dios en los pequeños combates diarios, ocultos, tal vez no percibidos por los ojos humanos. Cuando le ofrecemos lo que nos disponemos a hacer, él «ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que él nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a él, a nuestro Padre Dios!»[3].


Así entendida, la vida del cristiano es una vida de enamorado. El amor hacia una persona se manifiesta a través de muchos y pequeños detalles que buscan hacer su existencia más agradable. En ocasiones, el otro los sabrá identificar y agradecer; en otras, sin embargo, quizá no los habrá detectado. En cualquier caso, aunque a veces sea natural y lógico exigir cierto reconocimiento, lo que mueve a obrar de esa manera es que la persona amada esté feliz. De la misma manera, una sana relación con Dios no está fundada en el temor al castigo o en el mero afán por cumplir una serie de reglas, sino en el deseo de agradarle en todo momento. Al mismo tiempo, él nos invita a descubrir su continuo desvelo por cada uno; de hecho, esto es lo primero que espera de nosotros: que nos dejemos amar por él.


EL DESEO de agradar a Dios puede ir acompañado de cierto miedo a entristecerlo. En parte es algo lógico, pues significa que le queremos de verdad: nadie se preocupa por decepcionar a alguien a quien no conoce. Sin embargo, este sentimiento no puede ser fundamento de una vida plena. Tal vez por eso «en las Sagradas Escrituras encontramos 365 veces la expresión “no temas”, con todas sus variaciones. Como si quisiera decir que todos los días del año el Señor nos quiere libres del temor»[4]. El prelado del Opus Dei señalaba hace unos años una de las formas que puede adquirir ese miedo. Animaba a «exponer el ideal de la vida cristiana sin confundirlo con el perfeccionismo, enseñando a convivir con la debilidad propia y la de los demás; asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina»[5]. Una persona santa teme ofender a Dios y no corresponder a su amor. El perfeccionista, en cambio, teme no estar haciendo las cosas suficientemente bien y, por eso, teme que Dios esté enfadado. No es lo mismo santidad que perfeccionismo, aunque en ocasiones se puedan confundir.


El miedo se puede presentar al contemplar que nos hemos dejado llevar, una vez más, por nuestras pasiones, que hemos vuelto a pecar, que somos débiles para cumplir los propósitos más sencillos. Nos enfadamos, y llegamos a pensar que Dios está decepcionado. Nos invade la tristeza. En esas ocasiones, conviene recordar que esta es aliada del enemigo: no nos acerca al Señor, sino que nos aleja de él. Confundimos nuestro enfado y nuestra rabieta con una supuesta decepción de Dios. Pero el origen de todo eso no es el Amor que le tenemos, sino nuestro yo herido, nuestra fragilidad no aceptada. Ante el posible temor a contristar a Jesús, podemos preguntarnos: ¿este temor me une a Dios, me hace pensar más en él?, ¿o me centra en mí: en mis expectativas, en mi lucha, en mis logros? ¿Me lleva a pedir perdón a Dios en la Confesión, y llenarme de gozo al saber que me perdona?, ¿o me conduce a la desesperanza? Cuando sintamos esa tristeza, podemos acudir a la Virgen María para recomenzar siempre con alegría, sabiendo que su Hijo se conmueve cada vez que nos levantamos de una nueva caída.