"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)
30 de junio de 2025
El amor de Jesús no tiene límites
29 de junio de 2025
San Pedro y San Pablo
Evangelio (Mt 16,13-19)
Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:
—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos respondieron:
—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Él les dijo:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondió Simón Pedro:
—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.
Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.
PARA TU RATO DE ORACION
«ESTOS son los que, mientras estuvieron en la tierra, con su sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios»1. Los apóstoles Pedro y Pablo son considerados como las primeras columnas del cristianismo. San Pedro es la roca sobre la que Jesús edificó su Iglesia, y san Pablo, con sus viajes y sus escritos, es el apóstol de la Iglesia universal. Los dos confirmaron la unidad y la universalidad del nuevo pueblo de Dios con el testimonio del martirio.
La vida de ambos no estuvo marcada principalmente por sus cualidades, sino por el encuentro personal que tuvieron con Jesús: fue él quien los sanó y quien les convirtió en apóstoles para los demás. Pedro fue liberado de su miedo y de su inseguridad. A pesar de ser fuerte e impetuoso, experimentó el sabor amargo de la derrota cuando, después de toda una noche de trabajo, no había pescado nada. Ante las redes vacías, pudo tener la tentación del desaliento, de abandonarlo todo. Pero al confiar en las palabras de Jesús –«guía mar adentro, y echad vuestras redes» (Lc 5,4)–, se dio cuenta de que más bien debía abrazarlo todo: tenía la certeza de que, estando en la misma barca con Cristo, no había nada que temer.
Pablo, en cambio, fue liberado «del celo religioso que lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido»2 y que no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado. Su observancia férrea de la ley sin esa apertura a Cristo le había cerrado al amor divino. Pero tras su caída camino de Damasco se lanzó a una predicación propia de quien «ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios»3. Su vida, que quizá giraba solamente en torno a unos preceptos que cumplir, se fundamenta después en aquel encuentro personal con Cristo. «Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura (...); de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no puede darse a sí mismo»4.
JESÚS, reuniendo a sus discípulos, les lanzó una pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Comenzaron entonces a salir algunos de los nombres que se oían por la ciudad: Juan el Bautista, Elías, Jeremías, alguno de los profetas… Pero Jesús quiso después que cada uno ensayase una respuesta más personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Esta vez nadie se atrevía a decir nada. Solo lo hizo Simón Pedro, quien tomando la palabra respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Ante estas palabras, Jesús le dice a Pedro que será la piedra sobre la que edificará su Iglesia. Pero también añade que su fortaleza no dependerá de sus cualidades –«esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16,17)–, sino del poder de Dios Padre que está en el cielo. De hecho, poco después de contemplar a Pedro como roca, lo vemos reprendido por el Señor tras el anuncio de su Pasión: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,23). Esta tensión entre el don que proviene de Dios y la capacidad humana es lo que marca la vida de san Pedro, de la Iglesia, y de cada uno de nosotros. Por un lado, la luz y la fuerza que viene de lo alto; por otro, la debilidad humana, que solo la acción divina puede transformar cuando encuentra un corazón humilde.
«La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la cruz de Jesucristo»5. Pedro no cambió de un día para otro. En su vida continuaría experimentando los dones de Dios y sus propias debilidades. Así fue la roca de la Iglesia: palpó continuamente sus defectos, pero se supo anclar en el amor de Cristo.
SAN PABLO es considerado el apóstol de los gentiles; es decir, de todos aquellos que no pertenecían al pueblo judío. Visto con perspectiva, tiene incluso su punto de paradoja. Él, que tanto se afanó en perseguir a los cristianos porque no eran lo suficientemente observantes con el judaísmo como lo era él, después destacó precisamente por anunciar la salvación de Dios a las naciones de la tierra. «Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1 Co 9,22), escribió a los de Corintio. Los planes de Dios siempre son mucho más grandes de lo que podemos imaginar.
No hay ninguna barrera terrena que separe a un cristiano de sus hermanos. Todo lo que alejaba a san Pablo de los demás hombres desapareció al encontrarse con el Señor. «Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. (...) Se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos»6. Como decía san Josemaría: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»7. Esa dilatación del corazón fue la que sucedió a san Pablo al encontrarse personalmente con Cristo.
María, como Madre de la Iglesia, se ocupa de mantener unidos a todos los hijos. «Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa»8. Como a Pedro, ella nos ayudará a no perder la esperanza ante nuestros defectos y vivir anclados en la roca que es Dios. Y, como a Pablo, ensanchará nuestro corazón para que descubramos la fraternidad que nos une a la humanidad entera.
28 de junio de 2025
Inmaculado Corazón de María
Evangelio (Lc 2, 41-51)
Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta, como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres. Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y al no encontrarlo, volvieron a Jerusalén en su busca. Y al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre:
—Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.
Y él les dijo:
—¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
PARA TU RATO DE ORACION
«REBOSO de gozo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me ha vestido con ropaje de salvación» (Is 61,10). La Iglesia proyecta estas palabras de la Escritura sobre la figura de María. Después de haber considerado la anchura y profundidad del corazón de Jesús, dirigimos la mirada hacia el corazón de su Madre. Con el objetivo de preparar «una digna morada del Espíritu Santo»1, el Señor colmó el corazón de santa María con gracias innumerables y lo revistió de pureza.
San Efrén comenta que «María fue hecha cielo en favor nuestro al llevar la divinidad que Cristo, sin dejar la gloria del Padre, encerró en los angostos límites de un seno, para conducir a los hombres a una dignidad mayor»2. Al dejarse inundar por la gracia, María, en cierto modo, se convierte en cielo, en luz y gloria de Dios. Por eso nuestra Madre es alegre y serena, pues el amor divino lo abraza todo. Santa María contiene una grandeza que la hace estallar de gozo: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador (…); desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,46-48).
Nos podemos unir a ese coro de generaciones que se alegran al ver lo que la gracia ha obrado en el corazón de María. Al mismo tiempo, puede surgir en nosotros el deseo de compartir esa felicidad de nuestra Madre. Nos gustaría cantar también nuestro Magníficat al recordar cómo Dios ha obrado en nuestra vida, porque Dios quiere entrar también en nuestro corazón con su gloria. Nos podemos unir a la oración que la Iglesia, en la Oración colecta, dirige al Padre: «Haz que nosotros, por intercesión de la Virgen, lleguemos a ser templos dignos de tu gloria»3.
«BIENAVENTURADOS los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8), dirá el hijo de María durante su predicación. La Virgen recibió el don de ver a Dios hecho hombre desde su más tierna infancia. Su mirada limpia era capaz de comprender la mirada de Jesús, incluso para adivinar muchos de sus sentimientos e intenciones. En Caná, por ejemplo, detrás de una respuesta negativa, María sabe percibir la disponibilidad de su hijo para adelantar su manifestación como Mesías; también en la cruz, descubre en la mirada de su Hijo la dulce petición de que no se apartara en aquellos momentos.
La mirada sencilla de santa María le lleva a descubrir la mano de Dios detrás de todos los grandes o pequeños acontecimientos de su existencia; esa era la fuente de su alegría constante. La pureza de corazón nos permite tener una mirada transparente, capaz de penetrar la realidad íntima de las cosas, porque entiende que todo tiene su origen y su fin en Dios. En cambio, cuando falta inocencia en la mirada, cuando no nos abrimos a ese don de Dios, nos podemos quedar atrapados en las apariencias y en lo superficial.
Un corazón puro comprende a las personas, procura no clasificar ni poner etiquetas, tiene facilidad para amarlas con sinceridad. La pureza no aleja a las personas; todo lo contrario: mira a todos como hijas e hijos de Dios que merecen un trato acorde a aquella tan grande dignidad. Nos lleva a amar mucho más y mejor a quienes tenemos a nuestro lado. Un amor como el de la Madre de Jesús descubre maneras de demostrar cariño incluso en las situaciones más precarias: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura»4.
«PERO, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe»5. En el episodio de Jesús niño perdido en el Templo hallamos uno de esos momentos de claroscuro. A la angustia por no saber dónde se encontraba se le unió después el desconcierto ante las palabras de su hijo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).
No podemos pretender abarcar todos los designios del corazón de Jesús. En la vida de quienes le seguimos, incluso en la de su propia Madre, hay momentos en los que Dios nos sorprende, como si quisiera recordarnos que siempre tiene algo que es más amplio que nuestros planes. Es consolador pensar que santa María también pasó por ese tipo de experiencias. La Sagrada Escritura no tiene reparos en decir que María y José no entendieron la respuesta de Jesús. Sin embargo, añade: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).
Saber que la mano de Dios está detrás de todo, no implica que comprendamos inmediatamente y en toda su extensión cada uno de sus planes. En la vida de oración también hay momentos de oscuridad en los que el Señor nos pide confianza, aquella fe madura que ilumina los momentos de la prueba. María sabía que el Espíritu Santo habitaba en su corazón: ese era el lugar indicado para amar, junto a Dios y a veces con dolor, también aquellas circunstancias que con el tiempo iría comprendiendo mejor. Y nosotros, a ejemplo y con ayuda de nuestra Madre, podemos hacer lo mismo.
27 de junio de 2025
FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Evangelio (Lc 15, 3-7)
Entonces les propuso esta parábola:
—¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y sale en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y, cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, y, al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me perdió». Os digo que, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión.
PARA TU RATO DE ORACION
«LOS PROYECTOS de su corazón subsisten de edad en edad, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre»[1]. La Iglesia nos propone estas palabras del salmista para adentrarnos en el misterio del Sagrado Corazón de Jesús y su amor por nosotros. Nos recuerdan que el corazón de Dios alberga proyectos que abrazan la historia personal de cada ser humano; que son proyectos de libertad y de vida. «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[2].
Podemos contemplar a Jesús en la cruz, que se dejó traspasar el corazón para ofrecernos una prueba más de que nos quiere incondicionalmente. San Ambrosio señala que «del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz»[3]. Podemos decir, en cierto modo, que nuestro origen está en el corazón llagado de Jesús. Nuestra vida de cristianos surge de ese costado, que es como una fuente a la que podemos volver una y otra vez, para retomar fuerzas en nuestro camino.
«Jesús en la cruz, con el corazón traspasado de amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos»[4]. Al celebrar el Sagrado Corazón del Señor nos damos cuenta de que, por encima de los sufrimientos y de las derrotas, hay alguien para quien somos insustituibles. Por eso en la oración, ese diálogo de corazón a corazón con Cristo, es donde podemos siempre recuperar la alegría y la confianza.
ALGUNA VEZ nuestra paz se puede ver amenazada al descubrir la presencia del pecado en nuestra vida; quizás sucede en aquellos momentos en los que caemos en la tentación y nos enredamos con nuestros propios vicios. En realidad odiamos el pecado que nos aleja de Dios, que nos hace daño a nosotros mismos y a los demás, pero parece que no encontramos el camino para salir de ahí. En esos momentos, nuestra voluntad parece aletargada y tal vez tenemos la impresión de estar paralizados en la vida espiritual. Si sentimos que de algún modo nuestro corazón no reacciona, podemos recordar que el corazón de Jesús es manso y humilde, descanso para los que se refugian en él: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28) Cristo es, además, el buen pastor que nos busca continuamente, que se abre paso para encontrarnos y cargarnos otra vez sobre sus hombros. Saber que su corazón no duerme, incluso cuando parece que el nuestro está muy lejos, nos llena de confianza para volver a comenzar nuestras luchas diarias.
«El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. (…) Está inclinado hacia nosotros, polarizado especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie»[5]. Nuestros pecados ya no son un motivo para desalentarnos en nuestro anhelo de estar con Dios. El Señor permite que experimentemos la debilidad y esto nos abre a la posibilidad de ser humildes; él cuenta con nuestro esfuerzo para que, impulsados por su gracia, nos levantemos. En ocasiones, «la historia de la salvación se cumple creyendo “contra toda esperanza” (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa solo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad»[6].
EN LA CRUZ, Jesús deja que la lanza traspase su costado «para que así, acercándose al corazón abierto del Salvador, todos puedan beber con gozo»[7]. Contemplar de esta manera a Cristo nos ayudará a despertar nuestro ánimo y a realizar el camino de vuelta hacia la amistad con Dios. «Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado –aconseja san Josemaría–. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y reemprenderás el camino con mayor decisión y eficacia»[8]. Si queremos salir de la trampa del desánimo, el mejor remedio es pensar menos en nuestras limitaciones, y mirar con calma ese corazón que se ha dejado traspasar por los pecados de todos.
«Sigues teniendo despistes y faltas –decía también el fundador del Opus Dei–, ¡y te duelen! A la vez, caminas con una alegría que parece que te va a hacer estallar. Por eso, porque te duelen –dolor de amor–, tus fracasos ya no te quitan la paz»[9]. Dios no quiere que nuestros pecados nos llenen de tristeza ni que sean un peso que arrastramos con fatiga. Por eso nos ha dejado la confesión, para que podamos recuperar la alegría cuantas veces lo necesitemos. La contrición, el dolor por nuestras propias faltas, es propio de un corazón enamorado; no es un sentimiento que esconde cierto desánimo por no haber estado a la altura de lo que los demás –o nosotros mismos– esperaban: es un dolor fruto del amor a un Dios que hace todo lo necesario por nosotros.
En el corazón de Cristo siempre tendremos un lugar para volver. Basta hacerse pequeño y entrar ahí a través de la humildad. Y si alguna vez nos cuesta emprender el camino de vuelta, contamos con la ayuda de María: ella nos muestra, con su mirada materna, cuál es la ruta para entrar en el costado abierto de su hijo.
26 de junio de 2025
SAN JOSEMARIA
Evangelio (Lc 5, 1-11)
Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:
—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
Simón le contestó:
—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.
Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:
—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.
Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
PARA TU RATO DE ORACION
CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»1. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.
«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»2. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»3.
Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»4.
«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»5.
San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»6. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»7.
«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra».8
EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»9.
En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»10. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»11.
«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»12.
San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios.
25 de junio de 2025
SI SI, NO NO
Evangelio (Mt 7,15-20)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.’
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS no tuvo reparos en rodearse de personas que no gozaban de buena fama entre el pueblo judío. Comía con publicanos, estaba dispuesto a entrar en casa de gentiles e, incluso, se acercaba y tocaba a los leprosos. Con sus gestos y sus palabras manifestaba una apertura a todos los hombres que, probablemente, sorprendería a sus contemporáneos. Él no amaba el pecado, pero sí al pecador. Por eso, en una ocasión quiso advertir a la gente de que el mayor peligro con el que se enfrentarían no sería tanto rodearse de gente que la sociedad rechaza. La mayor amenaza –dicho con palabras de hoy– sería la de aquellos que, teniéndose por justos, buscarán solamente su propio bienestar, su éxito y su posición. «Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces» (Mt 7,15).
Esos falsos profetas de los que hablaba el Señor eran aquellos que habían traicionado su verdadera identidad. En lugar de velar por el pueblo de Israel habían puesto su esperanza en las riquezas y en las alabanzas. En cambio, los auténticos profetas eran aquellos que hacían suyos los sufrimientos del pueblo. «Los grandes saben escuchar y de la escucha hacen, porque su confianza y su fuerza están en la roca del amor de Jesucristo»[1]. Conocer las preocupaciones y las ilusiones de las personas que la providencia de algún modo nos confía es una de las principales cualidades del Buen Pastor. Esto era lo que hacía el Señor: no huía de la compañía de nadie. Escuchaba los lamentos más profundos de las personas y les liberaba de sus miedos. En nuestra oración podemos preguntarnos: ¿conozco las alegrías y las tristezas de las personas que me rodean?
TODA la existencia de un cristiano está llamada a hacerse adoración de Dios (cfr. Jn 4,23), de modo que la luz de la gracia convierta los distintos espacios de nuestra vida en lugares habitables para el Señor y los demás. La unidad de vida permite que todas nuestras acciones estén encaminadas a Dios y a los demás en él. Esa unificación refuerza cada vez más nuestra identidad de hijos suyos en Cristo, por la fuerza del Espíritu Santo, que lo vivifica todo a través de la caridad y nos impulsa a la santidad y al apostolado en las ocupaciones de nuestra jornada.
La incoherencia de vida, en la que caen los «falsos profetas», es una falta de paz que quiebra el equilibrio personal. En la unidad de vida, por el contrario, hallamos progresivamente una mayor armonía, pues no dejamos que sean las circunstancias o el ambiente quienes dicten nuestra manera de ser o decidir: a la luz de la fe, podemos encontrar sentido a cada faceta de nuestra vida y de lo que nos sucede, tanto de lo bueno como de lo que parece malo o rechazable; aprendemos a reconciliarnos con el pasado y a hacernos amigos del presente. La amistad con Dios nos brinda la confianza necesaria para expresar nuestra identidad de cristianos en cualquier situación y para integrar la realidad en nuestra vida, sin vivir entre agujeros negros, esos espacios densos y cerrados en los que incluso la luz queda atrapada.
El fundamento de la unidad de vida se encuentra en la conciencia de nuestra filiación divina. Esto «nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»[2]. Por eso san Josemaría decía que la filiación divina acaba informando la existencia entera: «Está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[3].
PARTE de la unidad de vida consiste en amar el lugar y el tiempo en el que vivimos. Creación y redención se realizan aquí, hoy y ahora, siempre que vibremos por conocer y comprender nuestro mundo, para amarlo como han hecho los santos. San Josemaría, por ejemplo, invitaba a no soñar «sueños vanos»[4], a huir de cualquier «mística ojalatera»[5]. La unidad de vida se disfruta en el lugar donde vivimos junto a Dios y con las personas que tenemos alrededor, procurando soñar con las actividades en las que estamos inmersos –para llenarlas de los dones de Dios– y sin tender a evadirnos a otros mundos más bellos pero irreales. San Pablo invita a los Tesalonicenses a trabajar y ganarse el sustento y a que se ayuden mutuamente a comportarse de ese modo (cfr. 2 Tes 3,6-15). Esta coherencia de vida nos permite al mismo tiempo ser flexibles ante lo imprevisible, porque al rezar y vivir para Dios y los demás, experimentamos que la caridad une lo que se presenta dividido y ordena lo que estaba disgregado Así, podemos asistir a una cita aunque hubiéramos preferido realizar un plan aparentemente mejor, o podemos pagar el billete del transporte público aunque el estado de ese servicio invite a rebelarse y no pagar, buscando alternativas en el modo de proponer mejoras.
Vivir así es luchar para poner en práctica la exhortación del Señor: «Que vuestro modo de hablar sea: “sí, sí”; “no, no”. Lo que exceda de esto, viene del Maligno» (Mt 5,37). Cristo señala un modo de hablar: un estilo de vida cristiano que se actualiza mediante la presencia de Dios, una «atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones»[6], que se concreta en no mentir nunca, aunque en un momento dado eso nos pudiera sacar de algún apuro; comportarnos con dignidad, aunque nadie nos vea; no dar rienda suelta a la ira cuando nos ponemos al volante o jugamos un partido de fútbol. Como enseña el Concilio Vaticano II, los bautizados cumplen «fielmente sus deberes temporales, guiados por el Espíritu del Evangelio. […] Por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado»[7]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a adquirir esa unidad de vida para que sepamos transmitir con autenticidad la alegría de vivir junto a su Hijo.
24 de junio de 2025
Natividad de san Juan Bautista
Evangelio (Lc 1,57-66.80)
Entretanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había agrandado su misericordia con ella y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo:
—De ninguna manera, sino que se llamará Juan.
Y le dijeron:
—No hay nadie en tu familia que tenga este nombre. Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo:
—¿Qué va a ser, entonces, este niño?
Porque la mano del Señor estaba con él.
Mientras tanto el niño iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y habitaba en el desierto hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel.
PARA TU RATO DE ORACION
LA IGLESIA suele conmemorar a los santos el día de su marcha al cielo, que en los primeros tiempos del cristianismo coincidía muchas veces con su martirio. Sin embargo, el caso de san Juan Bautista ha sido singular desde los primeros siglos, pues se celebraba también su nacimiento, acontecido seis meses antes que el de Jesús. La Iglesia siempre entendió, a través de la Escritura, que el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo desde el seno materno (cfr. Lc 1,15), cuando María, ya con el Señor en su vientre, visitó a su prima santa Isabel.
En el evangelio leemos el nacimiento y la imposición del nombre de Juan Bautista, y aquellos sucesos nos invitan a considerar el designio divino que los precede. «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Estas palabras del profeta Isaías enuncian una de las realidades más profundas de la existencia humana: no aparecimos en esta tierra por azar, ni somos un ejemplar más, anónimo y poco relevante, de nuestra especie. Nuestra llegada a la vida es, al mismo tiempo, una llamada de Dios, una elección que promete felicidad y misión. Él nos ha creado como somos, con cada una de nuestras particularidades; ha pronunciado nuestro nombre propio, personal, nos ha querido únicos e irrepetibles. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno –dice el salmista–. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras» (Sal 139,13-14).
«Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti (...). Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí: si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»1. San Josemaría explicaba que para recibir la luz del Señor y dejar que ilumine el sentido de nuestra existencia, «hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna (...)”. Si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad»2.
«A TI, NIÑO, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1,76). Estas palabras pronunciadas por Zacarías, que repetimos en la aclamación antes del evangelio, ponen de manifiesto la unión inseparable que existe entre vocación y misión, entre llamada y envío. La grandeza de la vocación de Juan, en efecto, reside en la importancia irrepetible de su misión. «El mayor de los hombres fue enviado para dar testimonio al que era más que un hombre»3, dice san Agustín. Y Orígenes añade otro aspecto de la vocación del Bautista que se extiende hasta nuestros días: «El misterio de Juan se realiza todavía hoy en el mundo. Cualquiera que está destinado a creer en Jesucristo, es preciso que antes el espíritu y el poder de Juan vengan a su alma a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17) y, “allanar los caminos, enderezar los senderos” (Lc 3,5) de las asperezas del corazón. No es solamente en aquel tiempo que “los caminos fueron allanados y enderezados los senderos”, sino que todavía hoy el espíritu y la fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador»4.
Cada cristiano está también llamado a continuar la misión de Juan Bautista, preparando a las personas para el encuentro con Cristo: «¡Qué bonita es la conducta de Juan el Bautista! –dice san Josemaría–. ¡Qué limpia, qué noble, qué desinteresada! Verdaderamente preparaba los caminos del Señor: sus discípulos sólo conocían de oídas a Cristo, y él les empuja al diálogo con el Maestro; hace que le vean y que le traten; les pone en la ocasión de admirar los prodigios que obra»5. La vida de san Juan Bautista fue sobria y penitente, en consonancia con el mensaje de conversión que compartía. Su predicación fue un intrépido anuncio de la verdad de Dios, de la que dio testimonio hasta la muerte. Como él, también nosotros estamos llamados a llevar a Cristo hacia los lugares donde se desenvuelve nuestra vida. Para eso, como Juan y sus discípulos, pondremos nuestros ojos en Jesús para, llenos de su vida, invitar a hacerlo a quienes están a nuestro lado.
CUANDO JUAN estaba por concluir el curso de su vida, decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hch 13,25). San Juan Bautista es un ejemplo de humildad y de intención recta. Nunca buscó brillar con luz propia, anunciarse a sí mismo, aprovecharse de su vocación para recabar protagonismo, u otras ventajas personales. «No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo» (Jn 3,27), explicó a varios de sus discípulos, cuando estos se preocuparon al ver que sus seguidores empezaban a disminuir. «Mi alegría es completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), continuaba. El apostolado y la conversión de los corazones son tarea de Dios, en la cual nosotros somos humildes colaboradores. Él es dueño del fruto y de los tiempos. En palabras de san Agustín, Juan siempre fue consciente de que él «era la voz, pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio»6.
También en nuestra vida de apóstoles conviene que Cristo crezca y que nuestro yo disminuya. Esto requiere una profunda humildad, como explicaba san Josemaría: «Yo me imagino que todos estáis haciendo el propósito de ser muy humildes. Os evitaréis así muchos disgustos en la vida, y seréis como un árbol frondoso; pero no con fronda de hojas, ni de frutos que, cuando son vanos, cuando no tienen una pulpa carnosa y dulce, no pesan, y el árbol tiene las ramas hacia arriba, ¡vanidoso! En cambio, cuando los frutos son maduros, cuando están macizos, cuando la pulpa, como decía antes, es dulce y grata al paladar, entonces las ramas se bajan, con humildad (...). Vamos a pedírselo a Santa María, nuestra Madre, que por algo he hecho que tengáis siempre en los labios como un piropo encantador dirigido a la Virgen, aquel grito: Ancilla Domini!»7, esclava del Señor.