"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de octubre de 2025

CUANDO PARECE QUE DIOS NO ESCUCHA

 



Evangelio (Lc 11, 5-13)


Y les dijo:


-¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a media noche y le diga: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle”, le responderá desde dentro: “No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos”? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.


Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.


¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS es un buen pedagogo. Procura acompañar su enseñanza con ejemplos, imágenes o gestos concretos. No escatima tiempo ni energía para que su doctrina llegue y conecte con todos. Le preocupa conocer bien a sus discípulos para atinar en sus discursos y repite las cosas todo lo que sea necesario. Como decía san Josemaría, «el Señor se ha prodigado con nosotros: nos ha instruido pacientemente; nos ha explicado sus preceptos con parábolas, y nos ha insistido sin descanso»[1].


Cuando el Señor habló sobre el valor de la oración, quiso reforzar su enseñanza con un ejemplo que interpelaría a muchos de sus oyentes; es más, quizá incluso era algo que les había ocurrido recientemente. «¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle”, le responderá desde dentro: “No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos?”» (Lc 11,5-6).


Más allá del mensaje concreto de este pasaje, podemos ver la preocupación de Jesús por ponerse en lugar del otro a la hora de transmitir sus enseñanzas. Él aprovechaba los acontecimientos diarios para desvelar grandes realidades divinas. Dios no es «una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el arte de vivir, el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios»[2]. También nosotros, cuando transmitimos la fe, podemos imitar esa inquietud del Señor por conectar sus enseñanzas con realidades del día a día. De este modo, el Evangelio se percibirá no como algo ajeno, sino como más bien familiar, cercano, que despierta el deseo de vivir esa buena nueva.


TODAVÍA resonaban en los oídos de sus discípulos las distintas peticiones que Jesús había sintetizado en el padrenuestro: un modo nuevo de dirigirse a Dios, filial y confiado. En este contexto, Jesús ofrece a continuación el ejemplo de petición de un amigo inoportuno que, a una hora intempestiva, pide panes para un invitado inesperado. Cristo quiere que comparemos nuestro modo humano de responder a las peticiones con el novedoso estilo de Dios.


Para que este modo divino quede sellado en los corazones de sus oyentes y en los nuestros, Jesús sentencia: «Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). En pocas ocasiones el Señor es tan insistente, tanto por las imágenes que utiliza –pedir, buscar, llamar– como por la frecuencia con que las remarca, repitiendo por segunda vez: «Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 10).


Jesús ofrece una consoladora promesa sobre la oración de petición: nada queda sin respuesta. «La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza»[3]. Es lo que han hecho tantos santos a lo largo de la historia, frente a muchas oscuridades u obstáculos. Pedir les ha hecho crecer en su conciencia de que era Dios quien sacaba todo adelante: la misión apostólica que tenían entre manos, la siembra de paz y alegría que querían llevar por todo el mundo, su propia santidad, las preocupaciones familiares... San Josemaría, en un momento de incomprensiones y dificultades, insistía a sus hijos en no dejar de acudir a Dios. Para expresar este deseo, acudía a una frase del profeta Isaías: «Grita, no te canses de hacer oración, levanta tu voz, que suene como una trompeta» (Is 58,1).


«¿QUÉ PADRE de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión?» (Lc 11, 11). Siguiendo su modo de enseñar, Jesús presenta otra comparación para completar la imagen que los oyentes podían tener de Dios. No solo es un Padre al que le puedes pedir todo tipo de bienes, como ha mostrado en el padrenuestro. Tampoco es suficiente para describir esa paternidad el hecho de que no deje súplica sin respuesta. Además de todo esto, es un Padre muy superior al mejor que se pueda encontrar. «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11, 13).


Probablemente tengamos la experiencia de haber pedido algo a Dios que, al final, no nos ha concedido. Entonces podemos pensar que no es cierto aquello de que «todo el que pide, recibe». Pero lo que Jesús quiere transmitir es que, cuando no nos cansamos de suplicar, el primer bien que recibimos es precisamente el de ser verdaderamente hijos de Dios, gracias al Espíritu Santo. En ocasiones, efectivamente, puede parecer que no nos da lo que pedimos, pero tenemos la seguridad de que Dios es bueno y, por tanto, siempre «quiere lo mejor para nosotros»[4]. Aquella oración, si es confiada, nos ayuda a ser humildes, a reconocer que somos hijos necesitados de un Padre amoroso. Y muchas veces el principal fruto de esa petición será el de haber tomado una mayor conciencia de nuestra filiación.


«Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones»[5]. Cuando Jesús parece que no nos concede lo que pedimos, lo hace para que sigamos insistiendo y crezca en nosotros el deseo por obtenerlo. A través de esa oración que no desfallece Dios prepara nuestra alma para acoger el don de la filiación divina, que ilumina nuestro camino a la santidad y que nos hace tener por Madre a la Virgen María. «Llámala fuerte, fuerte. –Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha»[6].

DIOS QUIERE QUE SEAMOS SANTOS

 



Evangelio (Lc 11,1-4)


Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:


—Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.


Él les respondió:


—Cuando oréis, decid:


Padre, santificado sea tu Nombre,

venga tu Reino;

sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano;

y perdónanos nuestros pecados,

puesto que también nosotros perdonamos

a todo el que nos debe;

y no nos pongas en tentación.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS ESTÁ recogido en oración. Sus discípulos le han visto hacerlo con frecuencia anteriormente. A ellos les ilusiona tener esa intimidad con Dios que ven tan natural en el Maestro, y que se manifiesta en sus palabras, en sus acciones, en su alegría… Por eso, se animan a pedirle algo que, junto a ellos, podemos pedir también nosotros: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Jesús entrega a los apóstoles la oración que resume su vida y su aspiración más íntima: hacer la voluntad de Dios, abandonarse en sus manos. «Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra» (Mt 6,9-10). El deseo de Dios es precisamente que seamos santos y, por tanto, felices. Como recordará más adelante san Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3).

En la vida de Jesús vemos que no se limitó a aceptar con resignación la voluntad de su Padre: la abrazó hasta el extremo de entregar su vida por nosotros. San Josemaría hablaba de las diferentes maneras en que podemos acoger el querer divino, sobre todo cuando puede hacerse más difícil: «No lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz»[1].

«La gloria de Dios –recordaba san Irineo– consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios»[2]. El lugar más seguro para vivir es junto a Dios, que ha entregado a su propio hijo para salvarnos. Nadie está tan empeñado en nuestra salvación como él. La oración que Jesús enseñó a los apóstoles es, en el fondo, un «sí» al deseo divino de nuestra felicidad. Pronunciarla, dando todo el sentido a esas palabras de Cristo, nos irá llenando de paz, de seguridad y de fortaleza.


DIOS HA HECHO todo lo posible por acercarse a las criaturas que ama, y por hacérnoslo conocer. «Considera, oh hombre –así nos habla–, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo»[3]. La oración que Jesús enseña a sus apóstoles nos introduce en la esencia de lo que somos: hijos queridísimos de Dios; criaturas elegidas desde la eternidad para entrar en su gozo. Para nosotros, inmersos todavía en el tiempo y en la fragilidad de la condición humana, es difícil imaginar en su plenitud todo ese amor divino.

Jesús nos enseña a hablar a Dios con una confianza sorprendente. A él lo terminarán condenando porque llama a Dios su Padre: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26,65). Dios nunca había estado tan cerca de los hombres y mujeres. Unir nuestra oración de hijos a la de Cristo nos llena de esperanza, hace realmente posible que sigamos las huellas de Jesús para cumplir la voluntad de su Padre. Desaparece progresivamente el miedo a lo desconocido, a lo nuevo, a lo que no controlamos. Sabernos hijos nos empuja con fuerza a evangelizar, a llenarnos de la luz de nuestro Padre Dios. «La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz»[4].

En el Padrenuestro se esconde todo un camino para comprender cada vez mejor nuestra filiación. «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor»[5].


PERDONAR como lo hace Dios no está a nuestro alcance. Esa prontitud divina para perdonar hace que, de alguna manera, el cielo esté siempre de fiesta. Jesús, en su oración, nos invita a abandonar la lógica del intercambio cuando nos relacionamos entre personas, porque el amor no puede sobrevivir en ese ambiente de méritos y culpas. Así lo consideramos también en una oración del misal que habla del «admirable comercio» que se da entre Dios y nosotros: desde el punto de vista solamente humano, no es razonable que «al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo»[6]. Pero esa es precisamente la lógica divina.

Es en la Confesión donde experimentamos de manera particular el perdón de Dios; un perdón que es liberación y que va en contra de nuestra lógica, pues no son nuestras propias obras las que nos justifican, sino nuestra sola disposición a convertirnos nuevamente a Dios. «¡Cuántas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente!»[7]. Y en la Confesión experimentamos precisamente ese amor gratuito de Dios.

A la vez, sabernos perdonados por el Señor nos lleva a relativizar las ofensas que podamos recibir de los demás. Nos recomienda san Josemaría: «Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a experimentar el perdón liberador de su Hijo para poder vivirlo con las personas que nos rodean.



7 de octubre de 2025

HOY ES LA VIRGEN DEL ROSARIO !Que se note!

 



Evangelio (Lc 1, 26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.


Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.


PARA TU RATO DE ORACION 


SEGÚN una tradición que data del siglo XIII, se atribuye el inicio del rezo del rosario a santo Domingo de Guzmán, a quien se apareció la Virgen María para enseñarle esta devoción. Más tarde, en el siglo XVI, el papa san Pío V instauró su memoria litúrgica en un día como hoy, aniversario de la victoria en la batalla de Lepanto. Desde entonces, esta oración ha sido constantemente recomendada por los Romanos Pontífices como «plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero»[1].


A través de los misterios de la vida de Cristo, vistos con la mirada de María, puede crecer nuestro amor a Dios y a los demás. De la misma manera en que un niño se acerca a su madre cuando necesita ayuda, así nosotros podemos poner a los pies de la Virgen nuestros deseos de vivir cerca de su hijo. Escribió san Josemaría: «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...” Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día. Y te aconsejé, seguro, que rezaras el santo rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»[2].


«Cuando se reza el rosario, se reviven los momentos más importantes y significativos de la historia de la salvación; se recorren las diversas etapas de la misión de Cristo»[3]. El rosario nos ayuda a vivir los misterios de Jesús entrando en ellos de la mano de María. Ella es la criatura que mejor conoce a Cristo, pues «ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún»[4]. Acercarnos a María es acercarnos a su hijo Jesús.


SAN JOSEMARÍA invitaba a rezar el rosario no solo con los labios, sino con el deseo de acompañar a Jesús y a María en cada una de las escenas. «¿Has contemplado alguna vez estos misterios? Hazte pequeño. Ven conmigo y –este es el nervio de mi confidencia– viviremos la vida de Jesús, María y José. Cada día les prestaremos un nuevo servicio. Oiremos sus pláticas de familia. Veremos crecer al Mesías. Admiraremos sus treinta años de oscuridad… Asistiremos a su Pasión y Muerte… Nos pasmaremos ante la gloria de su Resurrección… En una palabra: contemplaremos, locos de Amor (no hay más amor que el Amor), todos y cada uno de los instantes de Cristo Jesús»[5].


La vida contemplativa nos permite experimentar cada evento con mayor profundidad, disfrutar más, compadecernos más y comprender mejor, como quien hace las cosas junto a Dios. No es lo mismo solamente ver una puesta de sol que contemplarla; uno puede pasar por delante de una obra de arte simplemente posando los ojos sobre ella o bien fijándose en los elementos que forman su belleza, con admiración. Vivir de esta manera nos lleva a no quedarnos en lo superficial o externo, sino a adentrarnos en todo lo que la realidad nos puede ofrecer, especialmente las personas. Y esta contemplación la podemos vivir también al rezar el rosario.


En ese sentido, rezarlo no es cuestión tanto de repetir avemarías sin pensar demasiado, sino de descubrir lo que esas oraciones esconden: en ellas nos unimos a la vida de Jesús, de María, del ángel Gabriel, a través de sus mismas palabras. Queremos que su vida, poco a poco, forme parte de la nuestra: en definitiva, respirar junto a ellos y junto a Dios. «Contemplar no es en primer lugar una forma de hacer, sino que es una forma de ser: ser contemplativo. Ser contemplativos no depende de los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración, como acto de fe y de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios. La oración purifica el corazón, y con eso, aclara también la mirada, permitiendo acoger la realidad desde otro punto de vista»[6].


CON FRECUENCIA puede ocurrir que no conseguimos rezar y contemplar el rosario como nos gustaría. A las posibles limitaciones de tiempo, se añaden también las normales dificultades de atención. Intentamos considerar las avemarías que componen los misterios, pero la cabeza a veces se dirige a otros asuntos que nos ocupan. Pueden darnos consuelo y ánimo aquellas palabras de san Josemaría: «Procura evitar las distracciones, pero no te preocupes, si, a pesar de todo, sigues distraído. ¿No ves cómo, en la vida natural, hasta los niños más discretos se entretienen y divierten con lo que les rodea, sin atender muchas veces los razonamientos de su padre? Esto no implica falta de amor, ni de respeto: es la miseria y pequeñez propias del hijo»[7].


De este modo, la lucha a la hora de rezar el rosario no se centrará exclusivamente en combatir las distracciones; es más, nos serviremos de ellas precisamente para alimentar nuestra oración y poner en manos de María aquellos pensamientos. Así han hecho los santos a lo largo de la historia: «El rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación –escribía san Juan Pablo II–. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo»[8].


De entre todas las intenciones que pueden ser confiadas al rezo del rosario, en los últimos años los pontífices han señalado especialmente dos. Por un lado, la paz, pues «el rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera»[9]. Y, por otro, la familia: «La familia que reza unida, permanece unida (...). Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a los ojos, para comunicar, solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu de Dios»[10]. Podemos confiar estas dos intenciones a María: ser familias que transmitan la paz allá donde se encuentren.



6 de octubre de 2025

AMAR CON OBRAS

 



Evangelio (Lc 10,25-37)


En aquel tiempo, un doctor de la Ley se levantó y dijo para tentarle:


—Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?


Él le contestó:


—¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?


Y éste le respondió:


—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.


Y le dijo:


—Has respondido bien: haz esto y vivirás.


Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús:


—¿Y quién es mi prójimo?


Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo:


—Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Igualmente, un levita llegó cerca de aquel lugar y, al verlo, también pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje se llegó hasta él y, al verlo, se llenó de compasión. Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta». ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?


Él le dijo:


—El que tuvo misericordia con él.


—Pues anda —le dijo Jesús—, y haz tú lo mismo.


PARA TU RATO DE ORACION


EN UNA OCASIÓN, un doctor de la ley plantea a Jesús una cuestión sobre la relación entre la vida eterna con el amor a Dios y al prójimo. Sabe bien que la ley de Moisés manda esto último, pero existía una discusión sobre quién merecía ser considerado como «prójimo», y si aquella distinción coincidía con la pertenencia al pueblo elegido. Jesús aprovecha este diálogo para hablar de un amor que no conoce distinciones, y lo hace a través de la parábola del buen samaritano.


La historia comienza con un hombre que, al bajar de Jerusalén a Jericó, cae en manos de unos salteadores que le dejan medio muerto. Cuando un sacerdote y un levita lo encuentran por el camino, pasan sin detenerse, quizás para no contaminarse con su sangre; antepusieron esa norma, vinculada con el culto, al gran mandamiento de Dios, que ante todo quiere misericordia y no sacrificio (cfr. Mt 9,13).


Puede dar la impresión de que, en el interior de aquel sacerdote o de aquel levita, esa norma y el cuidado lógico a un herido fuesen realidades enfrentadas. Pensaron tal vez: «O elijo cuidar el culto a Dios o bien me ocupo de esa persona». Sin embargo, cuando dejamos que el amor del Señor y a los demás informe toda nuestra vida, esos dilemas desaparecen: «La caridad, en verdad, nos purifica de nuestro egoísmo; derriba las murallas de nuestro aislamiento; abre los ojos y hace descubrir al prójimo que está a nuestro lado, al que está lejos y a toda la humanidad»1. En definitiva, nos hace ver que precisamente cuidando a esa persona damos culto a Dios: «Si yo no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o aquella anciana que sufre, no me acerco a Dios»2.


JESÚS invita al doctor de la ley a salir de sus esquemas, y presenta como héroe de la parábola a un hombre samaritano. Los samaritanos eran un grupo apartado de la religión oficial, lejos de la pureza que rodeaba al pueblo elegido, especialmente a quienes rendían culto en el templo. Las acciones con las que el samaritano entra en escena son las mismas que las de los otros dos viajeros: pasa por el camino y ve al hombre malherido. Pero su reacción es totalmente distinta: «Se conmovió profundamente» (Lc 25,33) y sintió «un rayo de compasión que le llegó al alma»3.


Quizá los oyentes de la parábola se sorprendieron al oír que fue un samaritano el que se compadeció; tal vez creían poder predecir cómo actuaría uno de ellos en esta situación. Pero Jesús quiere mostrar que no debemos reducir la realidad a nuestros propios modelos ni encasillar a las personas. De hecho, el Evangelio nos presenta al menos dos interacciones de Cristo con samaritanos: un leproso que es modelo de agradecimiento a Dios (cfr. Lc 17,11-19), y una mujer que al encontrarse con el agua viva de Jesús se transforma en apóstol (cfr. Jn 4,7-30).


Cuando miramos a los demás sin prejuicios aprendemos a quererles tal como son, además de que nos enriquecemos de sus dones. Imitamos así el amor de Cristo, que siempre mira todo el bien del que somos capaces. Como decía san Josemaría: «La fe –la magnitud del don del amor de Dios– ha hecho que se empequeñezcan hasta desaparecer todas las diferencias, todas las barreras: ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre ni de mujer: “porque todos sois una cosa en Cristo Jesús” (Gal 3,28) Ese saberse y quererse de hecho como hermanos, por encima de las diferencias de raza, de condición social, de cultura, de ideología, es esencial al cristianismo»4.


LA REACCIÓN del samaritano del relato no se quedó solamente en un buen sentimiento de compasión. Al contrario, se puso manos a la obra: «Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta”» (Lc 10,34-35).


El samaritano nos muestra que el amor se manifiesta en lo concreto, en grandes y pequeños gestos. A través de ellos expresamos nuestra voluntad de ayudar en las necesidades del otro y de hacer amable la vida de quienes nos rodean. San Josemaría nos invitaba a concretar nuestro amor, para que no quede solo en palabras, sino que tome cuerpo y se haga tangible en las obras: «Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración “Jesús, te amo”, oyó esta respuesta del cielo: “Obras son amores y no buenas razones”. Piensa si acaso tú no mereces también ese cariñoso reproche»5.


Terminada la parábola, Jesús hace una pregunta al doctor de la ley: «¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Y responde el doctor: «El que tuvo misericordia con él» (Lc 10,36-37). Podemos pedir a María que haga más sensible nuestro corazón, y que nos alcance la prontitud para ponernos manos a la obra: solo entonces seremos verdaderamente «prójimos».


1. San Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma, 1986.

2. Francisco, Audiencia general, 27-IV-2016.

3. Card. Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, tomo I, p. 238.

4. San Josemaría, “Las riquezas de la fe”, 2-XI-1969.

5. San Josemaría, Camino, n. 933.

4 de octubre de 2025

LO ÚNICO IMPORTANTE DIOS Y LOS DEMAS


 Evangelio (Lc 17,5-10)

Los apóstoles le dijeron al Señor:

— Auméntanos la fe.

Respondió el Señor:

— Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería.

Si uno de vosotros tiene un siervo en la labranza o con el ganado y regresa del campo, ¿acaso le dice: “Entra enseguida y siéntate a la mesa”? Por el contrario, ¿no le dirá más bien: “Prepárame la cena y disponte a servirme mientras como y bebo, que después comerás y beberás tú”? ¿Es que tiene que agradecerle al siervo el que haya hecho lo que se le había mandado? Pues igual vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”.



PARA TU RATO DE ORACION 


ENSÉÑANOS a orar. Explícanos la parábola. Muéstranos al Padre. Son tres peticiones que los apóstoles dirigen a Jesucristo y que recogen los evangelios. La familiaridad con que se expresan contrasta con la angustia que manifiesta el profeta Habacuc en la primera lectura de este domingo. El profeta se queja con una pregunta en forma de lamento: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Gritaré a Ti: “¡Violencia!”, sin que me salves?» (Ha 1,2). Su desconsuelo contrasta con la audacia de los apóstoles que piden en forma imperativa: enséñanos, explícanos, muéstranos.


También nosotros podemos acercarnos al Señor con esa confianza, y esperar con serenidad su respuesta, sin dejarnos llevar por angustias precipitadas que, más que nacer de la esperanza segura de quien sabe que Dios ha escuchado su oración, brotan de una cierta desesperanza, como si él no nos escuchara. No nos toca a nosotros verificar cómo es la respuesta de Dios, habitualmente diversa a lo que uno podría esperar. «La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos, la experiencia de la oración es un desafío, una “gracia” que invocar, un don de aquel al que nos dirigimos»[1].


El Evangelio de hoy recoge otra petición de los discípulos al Maestro: «Auméntanos la fe». Y escuchamos la sorprendente respuesta del Señor: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería». (Lc 17,6). Una vez más, la sabiduría divina no se pliega a una respuesta de manual, sino que se despliega en la novedad de una propuesta transformadora. Cada vez que rezamos, cada vez que pedimos al Señor, él nos escucha y, si la petición es sincera, nos responde. Pero no con el estilo de respuesta que nosotros podemos esperar, sino con la que él nos quiere transformar. «La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión; es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno»[2].


UNA SEMILLA de mostaza es pequeña y frágil, pero encierra dentro sí una fuerza silenciosa que la hará crecer y convertirse en un árbol grande. Del mismo modo, quizá en nuestra vida conocemos a muchas personas que son como semillas de mostaza: gente sencilla, humilde, que no llama la atención, pero cuya fe firme y perseverante les permite atravesar pruebas difíciles sin perder la esperanza ni el amor. No presumen tanto de sus méritos o capacidades, pues saben que todo lo han recibido de Dios. Es más, se limitan a decir lo que enseña Jesús en el Evangelio: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». «Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían solo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante»[3].


Un hombre de fe no pretende imponer a Dios sus propios planes ni forzarle a actuar según sus expectativas humanas. Sabe que su visión es limitada, que sus deseos pueden estar marcados por el pecado, y por eso no se aferra a ellos como si fueran absolutos. Su actitud se asemeja a la de un siervo fiel: se mantiene atento a la voz de su Señor, dispuesto a obedecer, a esperar y a actuar cuando sea necesario. Reconoce que su grandeza, que todo lo que da sentido a su existencia, radica en saberse amado y sostenido por Dios. «La fe comparable al grano de mostaza es una fe que no es orgullosa ni segura de sí misma (…). Es una fe que en su humildad siente una gran necesidad de Dios y, en la pequeñez, se abandona con plena confianza a él. Es la fe la que nos da la capacidad de mirar con esperanza los altibajos de la vida, la que nos ayuda a aceptar incluso las derrotas y los sufrimientos, sabiendo que el mal no tiene nunca, no tendrá nunca la última palabra»[4].


«LA FE es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios»[5]. Sin embargo, como seres humanos limitados, no siempre vivimos esa adhesión con la constancia y la plenitud que desearíamos. Nuestra búsqueda de Dios se ve a veces interrumpida por distracciones, debilidades o cansancio. San Josemaría lo expresaba con sinceridad en una de sus cartas: «El resumen que saco siempre al final del día, al hacer mi examen, es pauper servus et humilis! Y esto cuando no he de decir: Josemaría, Señor, no está contento de Josemaría. Pero, como la humildad es la verdad, son muchas las veces que −lo mismo que os sucede a vosotros− pienso: Señor, ¡si no me he acordado para nada de mí, si he pensado solo en ti y, por ti, me he ocupado solo en trabajar por los demás! Entonces nuestra alma de contemplativos exclama con el Apóstol: vivo autem iam non ego: vivit vero in me Christus; no soy yo el que vivo, sino que vive en mí Cristo»[6].


Con frecuencia, también a nosotros nos pasa algo parecido: transcurre el día entre múltiples ocupaciones –la atención a la familia, el trabajo profesional, los imprevistos de la jornada–, y al llegar la noche nos invade la impresión de no haber estado del todo a la altura. Tal vez pensemos que podríamos haber rezado mejor, haber amado más, haber servido con mayor generosidad. Y quizá sea cierto. Pero también puede ser verdad, como decía san Josemaría, que sin darnos cuenta hemos vivido volcados en Dios y en los demás, buscando identificarnos con Cristo, que «no vino a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). Esa es, en el fondo, la alegría del siervo humilde: haber pasado su jornada –entre luces y sombras– dándose a su Señor, como lo hizo nuestra Madre. «Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini, de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo»[7].



AL SERVICIO DE LOS DEMAS

 


Evangelio (Lc 10, 17-24)

Volvieron los setenta y dos con alegría diciendo:

–Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.

Él les dijo:

–Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el Cielo.

En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:

–Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.

Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte:

–Bienaventurados los ojos que ven lo que veis. Pues os aseguro que muchos profetas quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron.


PARA TU RATO DE ORACION 


UN DÍA, mientras san Francisco de Asís rezaba en la iglesia de San Damián, oyó estas palabras: «Ve y repara mi casa en ruinas». Tomó al pie de la letra esta inspiración y se dedicó a la reconstrucción de pequeñas capillas en ruinas que se encontraban en las cercanías de Asís. Más tarde entendió que por «casa» Dios no se refería solamente a los templos materiales, sino a las personas, es decir, a los cristianos de su época. Y esa restauración se llevaría a cabo a través del desprendimiento de los bienes materiales. Otro día, tras oír las palabras de Jesús «no llevéis oro, ni plata, ni alforja» (Mt 10,9), se despojó de todas sus posesiones y comenzó una vida dedicada únicamente al anuncio del Evangelio[1].


Francisco de Asís fue un santo que, entre otras cosas, redescubrió el vínculo profundo entre la pobreza y el camino que lleva a Dios. Todos estamos llamados a recorrer esa senda, con las particularidades propias de la vocación que cada uno ha recibido. «Quien no ame y viva la virtud de la pobreza –recuerda san Josemaría– no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana»[2]. Es decir, aunque las situaciones externas de estas personas sean muy distintas, todos pueden vivir la pobreza con un auténtico espíritu cristiano.


San Josemaría sugería algunos modos de hacerlo a cristianos que viven en medio del mundo: no crearse necesidades, cuidar lo que se tiene, prescindir de algo, dar lo mejor a los demás, aceptar con alegría las incomodidades, no quejarse si falta algo… Al mismo tiempo, señalaba que no se trata tanto de vivir según una serie de criterios, sino de escuchar «esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida»[3]. Hoy podemos pedir a san Francisco de Asís que nos ayude a ver cómo podemos recorrer ese camino de pobreza que lleva a la felicidad junto a Cristo.


«BIENAVENTURADOS los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3): así inicia Jesús el Sermón de la montaña. El Maestro ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios. «Es sabiduría y virtud el no apegarse de corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa. El verdadero tesoro que debemos buscar sin detenernos está en las “cosas de arriba”, donde se encuentra Jesús a la diestra del Padre»[4].


La virtud de la pobreza nos lleva a llenar de sabiduría nuestra relación con los bienes que Dios ha creado. El pobre de corazón disfruta de las cosas, sin ser poseído por ellas; sabe detectar en su interior esa tendencia que tenemos a construir nuestra vida, incluso de manera no tan consciente, como si la felicidad dependiera fundamentalmente de lo que tenemos. La pobreza nos permite darnos cuenta de lo engañosas que son muchas «seguridades» materiales, o de lo efímeros que son ciertos momentos de consuelo que no tocan el fondo del alma. La pobreza de espíritu nos permite, en fin, disfrutar verdaderamente de la realidad, porque nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios, independientemente de las circunstancias externas.


San Francisco de Asís consideraba a la pobreza como la dama de su corazón: «Las almas que se enamoran de ella –escribió el santo– reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo, porque ella templa las armas de la amistad, de la humildad y de la caridad»[5]. En efecto, aunque a veces se nos haga pensar que la prosperidad y el confort son la clave de la felicidad, la experiencia humana y cristiana es diversa; nos damos cuenta de que la verdadera alegría de una persona se mide más bien por la profundidad y la autenticidad de sus relaciones. Esa es la riqueza del pobre de corazón.


SAN PABLO escribe en su carta a los Gálatas: «Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos unos a otros por amor» (Gal 5,13). Y a continuación, recuerda dos preceptos: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,14), «llevad los unos las cargas de los otros» (Gal 6,2). La virtud de la pobreza nos lleva también a sentir la responsabilidad de ponernos al servicio de los demás, sobre todo de los más débiles. «No podemos sentirnos “bien” cuando un miembro de la familia humana es dejado al margen y se convierte en una sombra. El grito silencioso de tantos pobres debe encontrar al pueblo de Dios en primera línea, siempre y en todas partes, para darles voz, defenderlos y solidarizarse con ellos»[6].


Cuando Jesús invita a sus discípulos a hacerse amigos de la riqueza (cfr. Lc 16,9), lo hace porque inmediatamente les empuja a transformar aquellos bienes en relaciones; es decir, a usar los dones recibidos de Dios para el crecimiento de los demás. «Si somos capaces de transformar las riquezas en instrumentos de fraternidad y solidaridad, nos acogerá en el Paraíso no solamente Dios, sino también aquellos con los que hemos compartido, administrándolo bien lo que el Señor ha puesto en nuestras manos»[7].


Esto mismo es lo que vio san Josemaría en muchas personas. En concreto, ponía como ejemplo a una mujer anciana que, en medio de una vida sin apuros económicos, «no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a vivir con esa pobreza de espíritu, camino que nos lleva a Dios: es decir, a nuestra felicidad y a la de los demás.


2 de octubre de 2025

FIESTA DE LOS ANGELES CUSTODIOS Aniversario fundación del Opus Dei

 




EVANGELIO  (Mt 18,1-5.10)


En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:

— ¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?

Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:

— En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.


PARA TU RATO DE ORACION 



ENTRE EL 30 DE SEPTIEMBRE y el 6 de octubre de 1928, los padres paúles organizaron, en Madrid, un retiro espiritual para sacerdotes diocesanos. A aquellas jornadas se sumó Josemaría Escrivá, joven sacerdote de veintiséis años, ya que esas fechas podía disponer de algunos días libres. Solo Dios sabía que, durante aquella actividad, después de celebrar Misa en la mañana del martes 2 de octubre, aquel sacerdote recibiría la misión divina de traer el Opus Dei al mundo; san Josemaría, al revisar algunos apuntes que ha venido tomando desde hace algunos años, comprende por primera vez que está llamado a ser padre de muchos hijos y de muchas hijas en la Obra, todos con la misión de llevar el Evangelio a su propio ambiente de trabajo. «Somos una inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad»[1], explicará gráficamente poco tiempo después. Porque quienes viven del espíritu del Opus Dei, siendo ellos la misma sangre que circula por el mundo, procuran dar la vida de Dios al gran cuerpo formado por los hombres y mujeres de su entorno.

«En mis conversaciones con vosotros –escribía san Josemaría, en 1934, a las pocas personas que entonces formaban parte del Opus Dei– repetidas veces he puesto de manifiesto que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios»[2]. Y, más adelante, resumía lo mismo en pocas palabras: «La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre»[3]. Bastaría repasar la historia del Opus Dei –también la de cada persona del Opus Dei– para ser testigos de que esa movilización de cristianos, ese impulso de bien y de santidad que esta familia fomenta en lugares muy variados a lo largo y ancho del mundo, solo puede ser posible en compañía del Señor. Dios ha estado siempre presente de una manera palpable. La Iglesia ha reconocido oficialmente, en varias ocasiones, que la Obra existe «por inspiración divina»[4], y que «según el don del Espíritu recibido por san Josemaría Escrivá de Balaguer, la Prelatura del Opus Dei, bajo la guía de su Prelado, lleva a cabo la tarea de difundir la llamada a la santidad en el mundo»[5].


«DESDE 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor –decía san Josemaría, casi cuarenta años después de aquella fecha fundacional–. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres (…). Sueño —y el sueño se ha hecho realidad— con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas»[6]. El Opus Dei ha sido querido por Dios para ofrecernos un camino concreto de santidad en medio de las actividades cotidianas: en el trabajo y en el descanso, con la familia y con los amigos, en los momentos de alegría y en los momentos de dolor. San Josemaría nos recuerda que no podemos dividirnos interiormente; que no vivimos, por un lado, nuestra vida espiritual, con ciertos momentos reservados para ello; y, por otro lado, están todas las actividades restantes como si poco tuvieran que ver con Dios. Proclamar la llamada universal a la santidad supone anunciar esa unidad de vida, dejándonos amar por Dios en cada momento de nuestro día, sin dejar ninguno de lado. Entonces seremos apóstoles capaces de descubrir un sentido de misión en todo lo que hacemos.

«Os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día –decía san Josemaría el 8 de octubre de 1967, durante la homilía en el campus de la Universidad de Navarra–. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria»[7]. Ciertamente, dejarnos acompañar por Dios en cada cosa que hacemos, tener la convicción de que el cielo está dentro de nosotros, no es algo que sucede de la noche a la mañana. Para eso san Josemaría nos ha trasmitido un camino, que bebe de la riquísima tradición de la Iglesia Católica, y que se concreta en algunas prácticas de piedad que se adecúan a la situación de cada persona, vividas con la serenidad y confianza de hijos de Dios. El objetivo es dejarse llenar de Dios hasta ser, como le gustaba decir al fundador del Opus Dei para expresar la radicalidad de esta senda, «santos canonizables» o «santos de altar», que experimentan una vida contemplativa en medio del mundo y que iluminan su entorno con la luz del Evangelio.


SAN JOSEMARÍA, en un texto en el que explica detalladamente que aquella luz del 2 de octubre de 1928 se trató de una luz de Dios, termina confesando con viveza que quisiera que las personas llamadas al Opus Dei tuvieran siempre presente –«grabasen a fuego»– tres cosas: primero, que «la Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice»[8]. Segundo, que «cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes»[9]. Y, tercero, que «esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice»[10].

Es decir, que es Dios quien hace la Obra; por lo tanto, si queremos hacer vida el espíritu que transmitió a san Josemaría, ni nos faltará su ayuda, ni nos faltará en el corazón la «dulce y confortadora alegría de evangelizar»[11]. El Opus Dei, como lo dice su mismo nombre, es obra de Dios, no obra nuestra; y eso dará la serenidad de saber que, aunque el Señor cuenta con nuestra colaboración, es él quien realmente lleva las riendas de esta familia, es él quien sabe qué conviene en cada momento histórico, es él quien enciende el fuego de la llamada divina en quien quiere. Al pensar de qué manera Dios nos invita a compartir con él su misión salvadora, a san Josemaría le gustaba imaginar a aquellos fuertes pescadores que dejan a los pequeños poner sus manos en las redes, aunque no sean ellos quienes tienen la fuerza[12]. De esa convicción de quien se sabe en manos del Señor surge el auténtico «gaudium cum pace», la alegría y la paz. Por eso, rememorando el 2 de octubre de 1928, san Josemaría escribía claramente que aquel día «el Señor fundó su Obra»[13].

El prelado del Opus Dei nos recordaba las palabras del fundador: «Si queremos ser más, seamos mejores»[14]. San Josemaría quería que sus hijos, cristianos corrientes que trabajan por hacer de este mundo un mejor hogar, se distinguieran solamente por su «bonus odor Christi», por su aroma a Cristo; es esa atracción divina, inicio de todo apostolado, la que moverá a la gente hacia la auténtica felicidad. Santa María, Regina Operis Dei, que tan cerca ha estado siempre de la Obra, intercede siempre por nosotros, junto a san Josemaría y tantos santos que han vivido este espíritu querido por Dios para el mundo.

1 de octubre de 2025

LAS SORPRESAS DE DIOS

 



Evangelio (Lc 9,57-62)


Mientras iban de camino, uno le dijo:


—Te seguiré adonde vayas.


Jesús le dijo:


—Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.


A otro le dijo:


—Sígueme.


Pero éste contestó:


—Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.


—Deja a los muertos enterrar a sus muertos –le respondió Jesús–; tú vete a anunciar el Reino de Dios.


Y otro dijo:


—Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.


Jesús le dijo:


—Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.



PARA TU RATO DE ORACION 


SUBE JESÚS a Jerusalén, en donde le espera el Calvario. A su alrededor, un tanto asustados, van sus discípulos. Por el camino, en varias personas surge la inquietud por seguirlo. «Te seguiré adonde quiera que vayas» (Lc 9,57), le dice el primero. Jesús, que conoce lo mejor para cada uno en cada momento, serena el ímpetu de aquella persona: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).


Jesús vivía así, ligero de equipaje, sin más cosas que las imprescindibles para su misión, entregado a la voluntad de su Padre Dios. Y quien quisiera ser su discípulo estaba invitado a ese mismo estilo de vida. Seguirlo era entusiastamente, llenaba el alma de alegría, pero no era cómodo. San Josemaría, recogiendo la sabiduría humana de tantos siglos, repetía que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»1. La aspiración más profunda del ser humano es amar y ser amado. Por eso, los bienes materiales no llenan el corazón.


Llevar una vida templada, gozando con libertad de los bienes creados, sin depender de ellos, nos ayuda a dirigir todas esas realidades al servicio de quien amamos. No se trata de un simple ejercicio de la voluntad por rechazar algo que nos atrae, sino en renovar el amor que mueve nuestra vida, en no dejar que nada nos aparte de él y ordenar todo lo que disponemos al servicio de nuestra misión como cristianos. Así, cada esfuerzo asumido libremente nos recordará que no hay mayor felicidad que la que encontramos en Dios.


MÁS ADELANTE, es Jesús quien toma la iniciativa y dice a una persona con la que se encuentra: «Sígueme» (Lc 9,59). No tenemos muchos más datos sobre este hombre. Tampoco sabemos por qué el Señor se fijó en él. Pero sí conocemos con certeza que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). No hay ninguna persona que se encuentre fuera del cariño de Dios: todos estamos llamados a verle un día cara a cara en el cielo, fuimos creados para ello. Como recuerda el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»2.


La santidad no está reservada solamente a aquellos con unas cualidades particulares. «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra»3. Precisamente es en las «tareas pequeñas» en donde san Josemaría decía que se hallaba la santidad «grande»4; es decir, en realizar esas actividades junto a Jesús, en asemejarnos cada vez más a él. «Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores»5. Es verdad que, en este camino, podemos encontrarnos con la experiencia de nuestra debilidad; pero, entonces, aprenderemos una y otra vez que para la santidad es preciso humildad y esperanza: porque es Jesús quien habita en nosotros y nos lleva como de la mano.


JESÚS siempre supera nuestras expectativas. Cuando los apóstoles decidieron seguirle, probablemente no eran del todo conscientes de lo que iban a vivir. Quizás esperarían empaparse de sus enseñanzas para poder transmitirlas a otros más adelante; pero es poco probable que se imaginaran a sí mismos haciendo milagros o difundiendo la alegría del cristianismo por todos los rincones del mundo. «Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas»6.


En contraste con la alegría de los apóstoles, en el Evangelio también encontramos personas que, después de haber conocido a Jesús, se marchan desilusionadas. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con los que no aceptaron que para salvarse tendrían que comer la carne y beber la sangre del hijo de Dios: «Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66), nos dice san Juan. Algo similar sucedió también con los que creyeron que el Mesías les liberaría de la dominación romana. Lo que parecen tener en común estas personas es que quisieron reducir el poder de Cristo a sus propios esquemas. Y este es un peligro siempre presente: cuando en lugar de dejarnos sorprender por los panoramas que Dios pone ante nuestros ojos, preferimos aferrarnos a nuestras expectativas o a lo que ya creemos conocer bien. Entonces corremos el riesgo de cerrarnos a las sorpresas –más o menos pequeñas– que Dios nos tiene reservadas.


Seguramente la Virgen María tampoco imaginaba todo lo que vendría después del anuncio del ángel. Sin embargo, supo abrirse con fe a los planes que Dios tenía para ella. A ella podemos pedirle que sepamos siempre dejarnos sorprender por el amor de su Hijo.

29 de septiembre de 2025

JESUS MENDIGA UN POCO DE AMOR

 


Evangelio (Lc 9,51-56)


Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:


—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?


Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.


PARA TU RATO DE ORACION 


«CUANDO iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén» (Lc 9,51). El Señor sabía que al emprender aquel trayecto estaba dando inicio a su subida al Calvario; al ser hombre y Dios, conocía el destino que le esperaba, sin que eso quitase libertad a quienes estaban por darle muerte. «Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33), dirá más adelante. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, apenas unos días antes, había comenzado a preparar a sus discípulos para ese desenlace al revelarles de qué manera moriría (cfr. Lc 9,22.44).


Sorprende la determinación con la que Jesús camina hacia el Calvario. Es una actitud que deja claro que «Jesús se entregó porque quiso»1. «Por eso me ama el Padre –confiesa el Señor–, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,17-18). Resulta pasmosa esa «libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz (…). No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz: Él “se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor”2»3.


El amor de Cristo es un amor que le lleva a la entrega total, sin reservas, fuera de toda medida. Si bastaba una sola gota de su sangre «para liberar de todos los crímenes el mundo entero»4, ¿por qué permitió que los hombres le hiciéramos derramar hasta la última gota? Desde la perspectiva de Jesús, que se entrega siempre sin cálculos, podemos entrever una respuesta: permitió que le hiciesen derramar toda su sangre porque no tenía más. Y nos la sigue entregando libremente cada día en los sacramentos, especialmente en la santa Misa.


JESÚS, al poco tiempo de haber empezado el largo trayecto que le llevaría hasta el Calvario, «envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén» (Lc 9,52). Esta reacción poco acogedora se comprende si tenemos en cuenta que difícilmente se establecían relaciones entre judíos y samaritanos.


El Señor, como lo hizo con aquellos mensajeros, cuenta con nosotros para preparar su encuentro con tantas personas. Jesús desea asociarnos gratuitamente a su tarea salvadora; ha querido que trabajemos codo a codo con él en ese anhelo por llevar la auténtica felicidad a muchas personas. Es normal que, en ese esfuerzo, encontremos dificultades, como les ocurrió a los discípulos en aquella aldea de samaritanos. Entonces podemos acudir a Jesús para no caer en el desánimo y para anhelar, en cambio, vivir con la paciencia de Dios. Esas situaciones nos recuerdan que nuestro propósito es colaborar en que se haga su voluntad, y que procuramos extender su Reino, no otro imaginario.


Jesús, efectivamente, animó a sus apóstoles a no caer en una indignación que podría ser señal de no entrar todavía del todo en la lógica divina. «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?», preguntaron Santiago y Juan. «Pero él se volvió y los reprendió» (Lc 9, 54-55). Jesús quiere que recordemos siempre, sobre todo en nuestra propia vida, que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande (...). Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»5.


LLAMA la atención la manera tan mansa que tiene Jesús, durante su Pasión, de ofrecernos su amistad. El Señor «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»6. Y nos pide que en esto sigamos sus pasos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Además, ha querido unir a esa mansedumbre una bendición: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5,5). La recompensa del manso es una herencia, es decir, algo que no ocurre de inmediato. Su espera es serena, pues su esperanza es cierta: recibirá su recompensa como quien recibe un regalo inmerecido.


No es la de Jesús la mansedumbre cobarde de quien cede en todo por no atreverse a hacer frente a las dificultades. Tampoco es la mansedumbre del astuto calculador que está esperando que llegue su hora. Jesús es manso porque es libre del deseo de imponerse, de dominar, de avasallar. Es manso porque su amor le lleva a respetar la libertad de los demás; no pretende poseer a la persona, al contrario, porque «el amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz»7.


Dios ama y respeta nuestra libertad que es, al fin y al cabo, un don suyo. Con esta actitud nos da ejemplo también de cómo respetar la libertad de los demás. Y, al mismo tiempo, con su vida Jesús nos muestra el valor más grande de este don: entregarla en servicio de las personas. Podemos pedir a la Virgen que nos ayude a tener un corazón como el de su Hijo: un corazón manso, movido por la pasión y la alegría de servir.

SAM MIGUEL GABRIEL Y RAFAEL ARCÁNGELES




 Evangelio (Jn 1, 47-51)


Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:


—Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez.


Le contestó Natanael:


—¿De qué me conoces?


Respondió Jesús y le dijo:


—Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.


Respondió Natanael:


—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.


Contestó Jesús:


—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás.


Y añadió:


—En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL ARCÁNGEL san Miguel es presentado en el Antiguo Testamento como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido de los peligros. Y en el libro del Apocalipsis se narra la guerra que mantuvo con las fuerzas del mal: «Se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo» (Ap 12,7-8). Entre las primeras consecuencias de la victoria de Cristo se encuentra la derrota del diablo. Y corresponde a este arcángel ejecutarla. «Miguel significa: “¿Quién como Dios?” (…). Por esto –escribe san Gregorio Magno–, cuando se trata de alguna misión que requiere un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que solo Dios puede hacer»1. Confiar una misión a san Miguel es tanto como decir que aquello únicamente puede hacerlo el Señor: «San Miguel vence porque es Dios quien actúa en él»2.


Decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino»3. Todos los cristianos formamos parte del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Hoy podemos pedir a este arcángel, príncipe de la milicia celestial, que cuide a todos los hombres y mujeres, que nos defienda en la lucha y nos ampare de las asechanzas del demonio4. Y lo hacemos con la seguridad de la victoria, «porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12,10). Intensificar nuestra relación con san Miguel acrecentará nuestra fe en el poder de Dios, nos hará más humildes, hasta identificarnos cada vez más con su propio nombre: «Todos mis huesos dirán: ¿Quién como Tú, Señor?» (Sal 35, 10).


EL CATECISMO de la Iglesia señala que «con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios»5. Su ser se agota en servir: existen para cooperar gozosamente con los planes del Señor y transmitir a los hombres sus designios. Y, entre todos los mensajeros, no hay otro como Gabriel. Su nombre significa «fuerza de Dios»; fue enviado como embajador del Señor en repetidas ocasiones para comunicar su plan de salvación y para dar ánimo a quienes invita a realizarlos. «Yo soy Gabriel –dice, por ejemplo, el ángel a Zacarías–, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte una buena nueva» (Lc 1,19). También el profeta Daniel escribió sobre el arcángel: «Llegó volando raudo hasta mí, a la hora de la ofrenda vespertina. Él se hizo comprender, habló conmigo y dijo: “Daniel, ahora he salido para infundirte comprensión”» (Dn 9,21-22).


Cuenta san Lucas que cuando la Virgen se sobresaltó al oír el saludo del arcángel, él respondió: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,31). Gabriel alcanza de Dios el consuelo necesario para afrontar las situaciones de manera serena y esperanzada; también cuando lo que comunica parece sobrepasar nuestras propias capacidades, como en el momento de la Anunciación. Él nos recuerda que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37), y siempre puede ser un importante apoyo en nuestras luchas. «Parece que el mundo se te viene encima –escribe san Josemaría–. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. El no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos»6. El arcángel Gabriel anuncia la voluntad de Dios y nos ayuda a comprender que de allí solo puede venir la alegría y la paz.


TOBIT y su mujer sufrían ante la perspectiva de enviar al joven Tobías solo, en un viaje tan lleno de incertidumbres, hasta una lejana ciudad. Ellos solo podían acompañarlo desde la distancia, y no les parecía suficiente. Entonces apareció un joven alegre (cfr. Tb 5,10), dispuesto a acompañarlo: «Soy experto y conozco bien todos los caminos» (Tb 5,6). Se trataba del arcángel san Rafael. Él acompañó a Tobías en su juventud, enseñándole a aprender de los desafíos que se le presentaban (cfr. Tb 6,1-9); le dio ánimo para superar los miedos que le impedían lanzarse a la aventura del matrimonio con Sara (cfr. Tb 6,16.18); le enseñó a querer a la que sería su mujer (cfr. Tb 6,19); y le ayudó a ser la alegría de sus padres (cfr. Tb 11,9-15).


Por esta tarea cumplida con Tobías, san Josemaría confió el trabajo apostólico con gente joven al arcángel san Rafael. Veía esta parte del apostolado del Opus Dei como la niña de sus ojos, pues la formación cristiana de la juventud es una prioridad en la Iglesia y en la Obra, ya que las siguientes generaciones también ansían lo mismo que nos ha traído la paz a nosotros. Es una misión a la que estamos llamados todos los cristianos, de forma que seamos sembradores de la alegría del Evangelio. Estamos invitados a ayudar a muchos jóvenes para que «sean –ahora y después a lo largo de su vida– fermento cristiano en las familias, en las profesiones, en todo el campo inmenso de la vida humana en medio del mundo»7.


«En el camino y en las pruebas de la vida no estamos solos, estamos acompañados y sostenidos por los ángeles de Dios, que ofrecen, por decirlo así, sus alas para ayudarnos a superar tantos peligros, para poder volar alto respecto a las realidades que pueden hacer pesada nuestra vida o arrastrarnos hacia abajo»8. Los tres arcángeles nos acompañarán toda la vida hasta el final del camino. Y allí, en el cielo, podremos contemplar a la Virgen, Reina de los ángeles.