"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

17 de agosto de 2025

Tener un corazón encendido


Evangelio (Lc 12,49-53)


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansioso estoy hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.


PARA TU RATO DE ORACION


LA SAGRADA Escritura presenta a Jesús de Nazaret como un sembrador de paz. La alianza establecida por Dios en el Antiguo Testamento es un pacto de paz (cfr. Is 54,10), y el Mesías que Israel espera es el «Príncipe de la paz» (Is 9,5). El Señor desea la paz a quienes entran en contacto con él (cfr. Mc 5, 34) y espera que sus discípulos sean también constructores de paz (cfr. Mc 9,50). Este anhelo, sin embargo, puede contrastar con las palabras del Señor que recoge el Evangelio de este domingo: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12,49-53). ¿Cómo es posible que el Príncipe de la Paz se presente como un causante de división?


Jesús mismo dice que la paz que deja él no es como la que entiende el mundo (cfr. Jn 14,27). A veces podemos concebir la paz como mera ausencia de problemas, como una especie de tranquilidad que aísla de todo lo que pueda perturbar la propia comodidad. Este planteamiento, sin embargo, difícilmente puede conducir a una existencia plena, pues «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[1].


La paz que propone el Señor es fruto de descubrir quién es él, y esto implica complicarse la vida, aventurarse en territorios quizá desconocidos, pero con la seguridad de que es el mismo Dios quien camina con nosotros. Esta es la paz que Cristo nos da: la certeza de que él está con nosotros siempre, pase lo que pase. «En algunos momentos me he fijado cómo relucían los ojos de un deportista, ante los obstáculos que debía superar. ¡Qué victoria! ¡Observad cómo domina esas dificultades! Así nos contempla Dios Nuestro Señor, que ama nuestra lucha: siempre seremos vencedores, porque no nos niega jamás la omnipotencia de su gracia. Y no importa entonces que haya contienda, porque él no nos abandona»[2].


«HE VENIDO a prender fuego a la tierra –dice el Señor–, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!» (Lc 12, 49). Si bien es cierto que la imagen de un fuego descontrolado evoca tal vez en nosotros imágenes de destrucción, el fuego puede ser también fuerza de purificación, de transformación e incluso de embellecimiento de la realidad: las conquistas de la orfebrería, la artesanía, la alimentación o la medicina deben mucho a esa eficacia del fuego. No es extraño que Jesús emplee esa imagen para hablar de la renovación que él desea dar a nuestra vida y al mundo. Una renovación que consiste precisamente en tomar partido por él, en reconocerlo como Señor y hacerlo crecer dentro de nosotros, con la ayuda del Espíritu Santo, pues él «nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo, supera todos nuestros límites y capacidades»[3].


Es bueno desear que ese fuego arraigue y crezca en nosotros, implorando con el salmista: «Tú eres mi auxilio y mi liberación, Dios mío, no tardes» (Sal 40,18). La oración nos brinda una oportunidad para que ese fuego pueda prender; en la oración perseverante y confiada el Señor nos va conformando a él. Así lo expresaba san Josemaría: «Y, en mi meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz. Por eso cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás aprovechado el tiempo»[4]. Quizá desearíamos que ese fuego arraigase en nosotros de modo impetuoso, y tal vez la oración puede desalentarnos cuando nos parece que allí no brota el fuego que esperábamos. Pero, ¿qué es más útil?, ¿el incendio o la llama pequeña? A veces es la llama pequeña y discreta, en apariencia débil y vacilante, la que puede aplicarse a un instrumento que se convierte así en cauterio para curar y sanar.


DEJAR que ese fuego nos cambie y transforme el mundo en el que vivimos no siempre es plácido. El fuego es purificador, sí, pero también abrasa: para hacer florecer la vida, el cauterio aniquila los sedimentos de muerte. Es natural que nosotros experimentemos cierto vértigo o temor, y es natural que a veces los demás puedan percibir ese fuego como una amenaza. Un testimonio de ello nos lo ofrece la primera lectura de la Misa, donde se narra el encarcelamiento de Jeremías: «Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia» (Jr 38,4). Jeremías no hace más que comunicar la embajada de Dios, transmitiendo aquello que podrá brindar a cada uno y al propio pueblo su verdadero bien, la auténtica vida. Sin embargo, el profeta es acusado de procurar lo contrario, de desear el mal al pueblo. A los hombres nos cuesta comprender en ocasiones que el fuego del Espíritu Santo es de vida y purificación, y no de muerte y destrucción.


La historia de la salvación está jalonada por tantas vidas de hijas e hijos de Dios que, como Jeremías, han sido conscientes de sus limitaciones pero han conservado fielmente el tesoro de la fe y lo han puesto al alcance de tantos. Los santos demuestran ese empeño de Dios por embellecer, sanar y elevar las vidas de sus hijos, y por renovar la faz de la tierra: «Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador»[5]. La Virgen María, quien también recibió el fuego del Espíritu Santo, nos podrá ayudar a tener un corazón encendido que difunda la paz de su Hijo a nuestro alrededor.


16 de agosto de 2025

Aroma de la infancia

 



Evangelio (Mt 19,13-15)


En aquel tiempo, le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús dijo:


—Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.


Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.



PARA TU RATO DE ORACION 



CUENTA san Mateo que, en una ocasión, presentaron a Jesús «unos niños para que les impusiera las manos y orase» (Mt 19,13). Es fácil imaginar la escena: hombres y mujeres que quieren que sus hijos sean tocados por el Maestro y que rece por ellos. Los buenos padres quieren lo mejor para sus pequeños, y lo mejor es que Cristo los tome en sus brazos y los bendiga. Por eso podemos imaginar que aquellos padres se sentirían más tranquilos por el futuro de sus hijos, pues contaban con la bendición del Señor.


Son muchos los padres que han repetido esta escena desde entonces, hasta el punto de que se ha podido afirmar que «la práctica de bautizar a los niños pequeños es una tradición inmemorial de la Iglesia»[1]. Y es que, cuando se propicia el encuentro de los niños con Jesús, se hace un descubrimiento maravilloso, porque entre Jesús y los niños se da una sintonía muy singular (cfr. Mt 10,25; 18,3). En el Evangelio vemos cómo los pequeños se acercan al Maestro con confianza y él los abraza en medio a sus discípulos (cfr. Mc 9,36), a quienes pide que no los menosprecien (cfr. Mt 18,10) y que no les hagan daño (cfr. Mc 9,42).


Para san Josemaría, niños «quiere decir almas agradables a Dios»[2]. En el modo de obrar de un pequeño no hay engaño: se muestra siempre tal como es, no esconde segundas intenciones. No tiene miedo en mostrarse necesitado: al menor problema acude con confianza a sus padres. Así es como da gloria a Dios, y muestra a los adultos que la relación con el Señor es mucho más sencilla de lo que a veces podemos pensar. Por eso el fundador del Opus Dei señalaba que es preciso «creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños»[3].


LOS discípulos no veían con el mismo entusiasmo de Jesús a esos niños que le ofrecían para que los bendijera. Probablemente creían que eran una molestia para el Señor y pensaban: «Jesús ya tiene bastante con la gente que puede entender su predicación –los adultos– y con quienes de verdad lo necesitaban –los enfermos–. ¿Para qué hacerle perder el tiempo con aquellos niños sin uso de razón?». Los discípulos estaban tan convencidos de ese razonamiento que se tomaron la libertad de reñir a los pequeños y a sus padres (cfr. Mt 19,13). Cristo, en cambio, reaccionó con una frase que no ha dejado de resonar en la vida de la Iglesia a través de los siglos: «Dejad que los niños se acerquen a mí y no les impidáis que vengan conmigo» (Mt 19,14).


A lo largo de los siglos, muchas personas han acogido esta llamada del Señor. En primer lugar, padres y madres, abuelos y abuelas, que han tenido la ilusión de transmitir la fe a los pequeños de la familia, enseñándoles a pronunciar con cariño los nombres de Jesús y de María. Junto a ellos, muchos cristianos se han preocupado por dar a conocer a Dios a los niños y a los jóvenes: catequistas, educadores, sacerdotes, religiosas y religiosos… Todos ellos han rechazado la tentación de pensar que el tiempo con los niños eran horas perdidas. Aunque muchas veces el fruto de esas pequeñas semillas solo se percibe con el paso de los años –o incluso quizá nunca lo verán–, han encontrado una alegría profunda en su misión, pues han compartido con los más pequeños lo más valioso que tenían: la fe.


Educar a un niño implica sacrificio. Cualquier padre, madre o profesor puede describir a la perfección todo lo que esto supone: renunciar a algunos planes personales, tener mucha paciencia, olvidarse del propio cansancio… Es entonces cuando podemos caer en la cuenta de que nuestros padres y educadores vivieron todo eso con nosotros. Seguramente cuando éramos pequeños no nos dábamos cuenta de todo lo que suponía hacernos crecer. Y en buena medida esto se debe a que nuestros padres no veían los sacrificios como renuncias, sino como maneras de demostrar el amor por nosotros. «Cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la santa cruz. –El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz»[4].


SAN Mateo concluye la narración del encuentro del Señor con los niños diciendo que «Jesús, después de imponerles las manos, se marchó de allí» (Mt 19,15). Su preocupación y cuidado de los pequeños no desemboca en sobreprotección ni en ningún tipo de control: les da lo mejor que tiene y deja que sean ellos mismos quienes hagan crecer ese don. Así «es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que cura y que levanta»[5].


Jesús nos ofrece con su conducta el ejemplo del buen educador, que es quien lleva a la persona hacia adelante, en el pleno ejercicio de la propia libertad. Se puede decir que lo contrario de educar es seducir: no conducir hacia afuera, sino atraer hacia uno mismo, para tomar del otro algo que se ambiciona. El Señor no busca arrebatar nada a quien se acerca a él: «Él no quita nada, y lo da todo»[6]. Por eso vemos a los niños y a otras personas frágiles tan a gusto con él, pues perciben su cariño auténtico: les ama porque sí, sin buscar nada a cambio. En cierto modo, nosotros también podemos experimentar la vulnerabilidad de los niños, de ahí que deseemos un amor que nos quiera por lo que somos, y no tanto por lo que le podamos dar.


Un amor que simplemente busca poseer está destinado a la infelicidad, pues no respeta el principio básico del amor: desear el bien del otro. «La ternura, en cambio, es una manifestación de este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a vibrar ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad. El amor al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando sé que no puede ser mío»[7]. La Virgen María y san José son dos ejemplos de ese amor casto y tierno. Con frecuencia, los niños aprenden a tratar a Jesús viéndolo Niño como ellos, en los brazos de sus padres, y lo tratan entonces con las mismas caricias que le darían María y José, las mismas caricias que reciben también ellos de sus padres. Por eso, no es raro que el primer contacto con Jesús traiga consigo el aroma de la infancia, del amor tierno recibido en el hogar.

15 de agosto de 2025

Fiesta de la Asunción de la Virgen María a los cielos




 Evangelio (Lc 1,39-56)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.


María exclamó:


Proclama mi alma las grandezas del Señor,

y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:

porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava;

por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las

generaciones.


Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso,

cuyo nombre es Santo;

su misericordia se derrama de generación en generación

sobre los que le temen.


Manifestó el poder de su brazo,

dispersó a los soberbios de corazón.

Derribó de su trono a los poderosos

y ensalzó a los humildes.


Colmó de bienes a los hambrientos

y a los ricos los despidió vacíos.

Protegió a Israel su siervo,

recordando su misericordia,

como había prometido a nuestros padres,

Abrahán y su descendencia para siempre.


María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.



PARA TU RATO DE ORACIÓN 



«UN GRAN signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,1). Estas palabras del Apocalipsis, referidas por la Tradición a la Virgen, abren la liturgia de este día. Con la Iglesia todos los cristianos nos alegramos por esta fiesta, en la que celebramos que Dios ha elevado en cuerpo y alma a la gloria del cielo a la madre de su Hijo. Aunque no conocemos los detalles de su marcha al cielo ni existe certeza sobre su muerte, al hilo de las palabras de san Josemaría podemos imaginar que todos los apóstoles rodeaban a María, que se había dormido. El cielo expectante tiene las puertas abiertas de par en par. Los ángeles han preparado un recibimiento entusiasta para agasajar a la señora. «Jesús quiere tener a su madre, en cuerpo y alma, en la gloria. (...) La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la hija, madre y esposa de Dios... Y es tanta la majestad de la señora, que hace preguntar a los ángeles: ¿Quién es esta?»

La Asunción de María levanta nuestra mirada hasta el cielo, verdadero destino de nuestro caminar terreno. Todos los acontecimientos de nuestra vida adquieren otra dimensión cuando los contemplamos bajo esta perspectiva de eternidad. Con el paso de los años, quizá nos hemos dado cuenta de que aquello a lo que tiempo atrás dábamos tanta importancia –una preocupación familiar, una alegría que buscábamos con determinación en el trabajo o en la universidad, una inquietud sobre el futuro–, en realidad no siempre era tan relevante como pensábamos. La fiesta de hoy nos recuerda que, a fin de cuentas, lo verdaderamente decisivo es saber que estamos camino hacia el cielo y llegar. Todo lo demás será más o menos importante en función de cuánto nos ayude a dirigirnos a esa meta. «Ponte en coloquio con santa María, y confíale: ¡oh, señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar… muy alto, ¡muy alto! No basta despegarte, con la ayuda divina, de las cosas de este mundo, sabiendo que son tierra. Más incluso: aunque el universo entero lo coloques en un montón bajo tus pies, para estar más cerca del cielo…, ¡no basta! Necesitas volar, sin apoyarte en nada de aquí, pendiente de la voz y del soplo del Espíritu. –Pero, me dices, ¡mis alas están manchadas!: barro de años, sucio, pegadizo… Y te he insistido: acude a la Virgen. Señora –repíteselo–: ¡que apenas logro remontar el vuelo!, ¡que la tierra me atrae como un imán maldito! –Señora, tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el corazón de Dios. –Confía, que ella te escucha»


NO HAY ningún testimonio bíblico explícito sobre la Asunción. Por ello, el Evangelio que se proclama en la Misa de hoy no hace referencia a este misterio, sino que recoge el relato de la Visitación (cfr. Lc 1,39-56). Podría parecer, sin embargo, un pasaje poco apropiado. Si lo que se pretende es ensalzar a la madre de Dios, que sube a la gloria del cielo, humanamente parecería que no tiene mucho sentido que la lectura escogida nos muestre a María sirviendo a su pariente Isabel. Pero ese fue precisamente el camino que ella recorrió para llegar a la vida eterna. «Es el amor lo que eleva la vida. Nosotros vamos a servir a nuestros hermanos y hermanas y por este servicio vamos “subiendo”. (...) Es fatigoso, pero es subir hacia lo alto, ¡es ganar el cielo!»

Este Evangelio, además de reflejar el deseo de servir de María, muestra otra actitud que le llevó también a subir al cielo: la alabanza. En cuanto llega a casa de Isabel, entona un canto de agradecimiento por lo que Dios ha hecho en su vida: «Engrandece mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. (...) Ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso» (Lc 1,46-47.49). En el Magnificat encontramos un retrato del corazón de María, y nos revela otro tramo del camino que ella recorrió hasta el cielo. «La alabanza es como una escalera: eleva los corazones. La alabanza levanta el ánimo y vence la tentación de caer. ¿Han visto que las personas aburridas, las que viven de la charlatanería, son incapaces de alabar? Pregúntense: ¿soy capaz de alabar? ¡Qué bueno es alabar a Dios cada día, y también a los demás! ¡Qué bueno es vivir de gratitud y bendición en lugar de lamentaciones y quejas, mirar hacia lo alto en lugar de enfadarse!»

María solo desea hacer grande a Dios. Nos muestra así que el Señor no es un competidor en nuestra vida que quizá «pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios»[5]. La fiesta de la Asunción nos recuerda que el camino para llegar al cielo está a nuestro alcance. Con la gracia de Dios, podemos hacer el mismo recorrido de su madre, pues Dios mismo nos acompaña y vive en nosotros, y nos ayuda a servir a las personas que nos rodean y reconocer las maravillas que obra en nuestra vida.


LLAMAMOS a María reina del cielo. Al mismo tiempo, ella también es reina de la tierra. El hecho de que esté en el cielo en cuerpo y alma no significa que esté lejos de nosotros. Precisamente por vivir con Dios, está más cerca de lo que podríamos soñar. Ella escucha siempre nuestras oraciones como madre buena de cada uno de sus hijos, y desea como nadie que la acompañemos en el cielo. Al fin y al cabo, pocas cosas alegran más a una madre que estar con sus hijos. «La fiesta de la Asunción de nuestra señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero nuestra madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la santísima Virgen no solo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición –“Monstra te esse Matrem”–, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal»

María nos hace llegar su cercanía en la normalidad de la vida cotidiana. Ella nos ayuda «a levantar siempre la mirada del corazón a Dios a través de lo que tenemos entre manos» Salvo algunas situaciones concretas, la mayoría de sus días fueron sencillos, como los de cualquier mujer de la época: momentos de trabajo, de familia, de oración en la sinagoga, fiestas con sus paisanos... La Virgen fue subiendo poco a poco al cielo porque fue capaz de ver al Señor en las ocupaciones de cada día. «Este es un gran mensaje de esperanza para nosotros; para ti, para cada uno de nosotros, para ti que vives las mismas jornadas, agotadoras y a menudo difíciles. María te recuerda hoy que Dios también te llama a este destino de gloria. No son palabras bonitas, es la verdad. No es un final feliz artificioso, una ilusión piadosa o un falso consuelo. No, es la pura realidad, viva y verdadera como la Virgen asunta al cielo. Celebrémosla hoy con amor de hijos, celebrémosla gozosos pero humildes, animados por la esperanza de estar un día con ella en el cielo»


https://opusdei.org/es-es/article/asuncion-cielo-virgen-maria/  














14 de agosto de 2025

La grandeza del perdón


 Evangelio (Mt 18,21-19,1)


Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:


-Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?


Jesús le respondió:


— No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo y te pagaré todo’. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: ‘Págame lo que me debes’. Su compañero, se echó a sus pies y se puso a rogarle: ‘Ten paciencia conmigo y te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?’ Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.


Cuando terminó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán.


PARA TU RATO DE ORACION 



EN UNA OCASIÓN, Pedro preguntó a Jesús cuántas veces es necesario perdonar las ofensas de un hermano. El Señor entonces respondió con la parábola de un siervo que tenía una deuda de diez mil talentos con su rey. Se trata de una cantidad desorbitada, imposible de restituir: equivale a lo que un empleado ganaría después de trabajar sesenta millones de días, es decir, más de ciento sesenta mil años. «Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda» (Mt 18,27).


El comienzo de esta parábola refleja, en cierto modo, la relación de Dios con los hombres. Como decía san Josemaría: «Tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado»[1]. El rey perdonó aquella deuda para que su siervo dejase atrás la lógica comercial y abrazase la de la misericordia; así podrá trabajar no como quien tiene que pagar una deuda, sino para manifestar el amor que mueve su vida. Porque esto es, a fin de cuentas, a lo que Dios nos invita: a que sea el amor y la misericordia lo que marque nuestra relación con él y con los demás, y no el miedo o la justicia a secas.


La misericordia de Dios no tiene límites. «Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento»[2]. No le interesa ninguna contraprestación por su perdón. Desea, eso sí, que su misericordia nos lleve a vivir centrados en lo que es importante para el Señor y a vivir como enamorados, no como siervos. «No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y solo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»[3].


AL SALIR aquel siervo de la presencia del rey, se encontró con un hombre que le debía cien denarios. Era una cantidad no pequeña –el salario de tres meses de trabajo–, pero insignificante con la deuda que le había sido perdonada. «Su compañero se echó a sus pies y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda». Los presentes, testigos de lo ocurrido, se lo contaron al rey, quien hizo llamar nuevamente a su súbdito: «Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?». Entonces el señor «lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda» (Mt 18,28-34).


A primera vista, la reacción del rey puede interpretarse como un castigo. Sin embargo, lo que está haciendo es actuar según la manera de funcionar del siervo. Como no quiso salir de la lógica comercial para abrazar la de la misericordia, el rey aplicó los mismos esquemas con los que funcionaba el siervo. De hecho, podría decirse que aquel hombre rechazó la salvación que le ofreció el rey: prefería que sus relaciones estuvieran marcadas por las deudas y las obligaciones, y no por la gratuidad. «No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados»[4].


Probablemente en nuestro día a día nos encontremos con personas que nos deben algo: alguien que nos hizo un comentario o una broma que nos ofendió, un amigo que nos dio plantón en el último momento, un compañero que nos interrumpe constantemente en el trabajo… Además de estas situaciones cotidianas, quizá también por nuestra vida hayan pasado personas que tienen una deuda mayor por un sufrimiento casi irreparable que nos hayan causado. En uno y otro caso, el Evangelio nos invita a pensar que, «por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti»[5]. Es más, cada vez que perdonamos a alguien, nos estamos identificando con el Señor. Por eso san Josemaría decía que lo más divino en nuestra vida de cristianos «es perdonar a quienes nos hayan hecho daño»[6], pues Dios se hizo hombre precisamente para perdonarnos.


HOY en día puede resultar difícil dejar atrás la lógica comercial que adoptó el siervo injusto de la parábola. Quizá preferimos estar a iguales con los demás: no deber nada a nadie, que nadie me deba nada. Por eso, tal vez desconfiamos cuando alguien hace algo por nosotros y nos preguntamos qué es lo que espera como contraprestación. No estamos acostumbrados a los regalos. Preferimos muchas veces saber que hemos conseguido algo con nuestras propias fuerzas, porque eso nos hace autónomos, nos permite experimentar cierto poder; no queremos depender de otros.


Sin embargo, quien ha aprendido a dejarse amar está convencido de que «no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[7]. Lo más grande que podemos llegar a ser siempre es fruto de un don previo: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Quien acoge el amor gratuito de Dios se libera de una vida cristiana reducida a cosas que tengo que hacer y cosas que me están prohibidas. Su vida entonces pasa a estar guiada por el deseo de agradar al Señor en todas sus acciones, como procura hacer un hijo con su padre o un marido con su esposa, y viceversa.


Asomarse a la inmensidad del amor de Dios, que nos quiere con locura, puede ayudarnos a comprender el valor que tiene para Dios lo pequeño, precisamente porque es nuestro. Somos conscientes de que nunca saldaremos la deuda, pero nos entusiasma soñar con contribuir a sostener las cargas familiares. Es su amor el que transforma nuestras baratijas en joyas preciosas. Todo sirve para hacer feliz a Dios. Estas cosas pequeñas liberan al alma porque le ayudan a dejarse amar a cambio de nada. Vividas así, no encorsetan. Por el contrario, no se pueden cuidar con perseverancia si son fruto del afán de controlar, de cancelar la deuda. Se trata, en realidad, de detalles espontáneos y sencillos de quien se sabe mirado con cariño por un Dios todopoderoso y eterno pero, a la vez, un Dios muy casero. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude «a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como él, Padre bueno, pausado en la ira y grande en el amor»[8].




13 de agosto de 2025

Corrección fraterna


 Evangelio (Mt 18,15-20)


Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que ‘cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos’. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano. 


Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.



PARA TU RATO DE ORACION 



LAS OBRAS de misericordia nos invitan a salir de nosotros mismos para ir con los brazos abiertos al encuentro de nuestros hermanos. En el Catecismo se recuerda que «son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestros prójimos en sus necesidades corporales y espirituales (Is 58,6-8 y Hb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar son obras de misericordia espiritual, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia»[1]. De esta manera, nos enseñan a mirar a los demás con los ojos de Dios, buscando únicamente su bien. Una de estas obras de misericordia espirituales es corregir al que se equivoca. Precisamente porque solo queremos el bien de nuestros hermanos, además de sostenerles, servirles, rezar por ellos, etc., también procuramos ayudarles en la medida de lo posible a apartarse del pecado, o animarles con delicadeza a desarraigar un defecto.


Como se lee en el Antiguo Testamento, el mismo Dios puso en práctica esta costumbre «cada vez que los hombres se empeñaban –y podemos decir, nos empeñamos– en emprender el camino del mal. La historia del Pueblo elegido es una clara manifestación de este cuidado divino. En muchas situaciones, Yavhé podría haberlos soltado de su mano, pero siempre –también a veces con castigos y otras con advertencias de los profetas–, volvía a atraerlos hacia sí, reencaminándolos por las vías de la salvación (...). En el Evangelio, vemos que Jesucristo no se abstiene de reprender, de corregir, a quienes desea llevar por la senda recta; no solo a los fariseos que rechazaban su mensaje, sino también a sus amigos: a Pedro, incluso con dureza, cuando el apóstol le insinúa que debe evitar la Pasión; o a Marta en Betania, con dulzura, por preocuparse en exceso de las tareas de la casa. El Señor sabía utilizar el tono y el lenguaje que más convenía a cada persona»[2]. Podemos pedir a Dios que nos dé una mirada «que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cfr. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[3].


EN EL MARCO de esta misericordia divina está la costumbre evangélica de la corrección fraterna, que nace de un verdadero interés por la salvación y la santidad de los demás. Ya en el Antiguo Testamento nos encontramos referencias: «Interroga al amigo: quizá no haya hecho nada y si algo ha hecho, para que no lo haga más. Interpela al prójimo: quizás no haya dicho nada, y si algo ha dicho, para que no lo repita. (...) Interpela a tu prójimo antes de reñirle» (Ecl 19,13-4.17). En el contexto de un discurso sobre el servicio a los más pequeños y el perdón sin límites, Jesús establece el cauce por el que discurre esta obra de misericordia: «Si tu hermano peca, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15).


A partir de la enseñanza y el ejemplo del Señor, la corrección fraterna es una tradición de la familia cristiana, que brota como una verdadera necesidad, una obligación de amor y de justicia al mismo tiempo. San Ambrosio escribe en el siglo IV: «Si descubres algún defecto en el amigo, corrígele en secreto (...). Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad muda. Si el amigo se siente ofendido, corrígelo igualmente; insiste sin temor, aunque el sabor amargo de la corrección le disguste. Está escrito en el libro de los Proverbios que las heridas de un amigo son más tolerables que los besos de los aduladores (Pr 27,6)»[4]. La corrección fraterna es también una expresión concreta de la comunión de los santos: porque formamos un solo cuerpo y no somos indiferentes a lo que les sucede a los demás, siempre que sea posible y prudente ayudamos con nuestros consejos a superar las dificultades o peligros con los que se puedan encontrar. Queremos cuidar a nuestros hermanos como lo hizo Cristo, cooperando a su salvación para que ninguno se pierda (cfr Jn 17,12). San Agustín advierte sobre la grave responsabilidad que supondría omitir esta ayuda: «Peor eres tú callando que él faltando»[5].


La actitud con la que se hace la corrección fraterna es siempre delicada y prudente, utilizando palabras empapadas de verdadero afecto y comprensión, que evitan humillar al que es corregido. Hecha de esta manera, no se verá como un juicio sino como un servicio, «una prueba de sobrenatural cariño y de confianza»[6]. Por este motivo, antes de hacerla es muy conveniente hablar con el Señor en la oración, examinando nuestro propio corazón para caer en la cuenta de que nosotros somos los primeros que necesitamos corrección y, al mismo tiempo, para descubrir si hay junto al deseo de ayudar otras intenciones que no sean tan santas. «La regla suprema de la corrección fraterna es el amor: querer el bien de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. Y muchas veces es también tolerar los problemas de los demás, los defectos de los demás en silencio, en la oración para después encontrar el camino correcto para corregirle»[7].


A LA HORA de ejercitar la corrección fraterna, san Josemaría aconsejaba: «Obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios. Mostraos naturales en vuestro lenguaje y en vuestra actuación. Llegad al fondo de los problemas; no os quedéis en la superficie. Mirad que hay que contar por anticipado con el disgusto ajeno y con el propio, si deseamos de veras cumplir santamente y con hombría de bien nuestras obligaciones de cristianos»[8].


La corrección fraterna es un gesto de honestidad hacia la otra persona, pues en lugar de criticarla a sus espaldas le decimos cara a cara, con amabilidad, aquello que consideramos que podría cambiar. «Pero, por desgracia, lo primero que se suele crear en torno a quien se equivoca son las habladurías, mediante las que todo el mundo se entera del error, con todos los detalles, ¡menos el interesado! Esto no es justo, hermanos y hermanas, esto no agrada a Dios. No me canso de repetir que los chismes son una plaga en la vida de las personas y de las comunidades, porque traen división, traen sufrimiento, traen escándalo, y nunca ayudan a mejorar, a crecer»[9]. Aunque hacer y recibir la corrección fraterna cuesta, pues implica entrar en la vida de otra persona, puede dar vergüenza e incluso parecer que que el otro en el fondo tendrá sus razones para actuar de un modo determinado, también es cierto que Dios bendice esa ayuda de hermano a hermano, y deja en el corazón un fruto de paz. El que la hace se llena de paz porque en lugar de murmurar ha intentado ayudar a un hermano; y el que recibe sabe que cuenta con la oración y el cariño de alguien a quien le importa su propio bien.


La virtud de la prudencia desempeña un papel importante para discernir el momento adecuado y la forma de hacer y recibir la corrección. Generalmente, la prudencia nos llevará a pedir consejo a alguna persona sensata sobre su oportunidad, y a entender que la corrección debe versar sobre aspectos realmente necesarios e importantes, no sobre pequeñeces o errores ocasionales. Asimismo, movidos por la prudencia no corregiremos con demasiada frecuencia sobre los mismos defectos, porque todos necesitamos tiempo y gracia de Dios para mejorar. Le podemos pedir a María, a quien veneramos como Virgen prudentísima, que sepamos apoyarnos unos a otros en nuestro caminar cristiano, conscientes de que «el hermano ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada» (Pr 18,19).




12 de agosto de 2025

Hacerse como niños

 


Evangelio (Mt 18,1-5.10.12-14)

En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:


—¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?


Entonces, llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:


—En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe.


»Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.


»¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte y saldrá a buscar la que se le había perdido? Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se habían perdido. Del mismo modo, no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños.


PARA TU RATO DE ORACION 



SAN MATEO recopila cinco grandes discursos de Jesús en su Evangelio. Uno de ellos comienza con una pregunta que le hacen sus discípulos: «¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?» (Mt 18,1). El Señor responde con un ejemplo vivo: «Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”» (Mt 18,2-3). Ante un público que quizá estaba procurando ganarse méritos para tener una posición privilegiada junto al Maestro, Cristo desmonta toda lógica humana. No son nuestros logros los que nos aseguran un puesto de honor en el Reino, sino la lucha por hacerse como niños y aceptar con humildad nuestros límites. Los niños viven abandonados, con confianza en que los adultos arreglarán los problemas que se presenten y despreocupados de su reputación. Los pequeños entienden que su verdadera riqueza es la que reciben de Dios y de los demás.


Si observamos cómo se comportan los niños, podemos ver que buscan en primer lugar la atención de los mayores. «Ellos tienen que estar en el centro, ¿por qué? ¿Porque son orgullosos? ¡No! Porque necesitan sentirse protegidos. Es necesario también que nosotros pongamos en el centro de nuestra vida a Jesús»[1]. Un pequeño sabe que, por sí solo, no puede hacer nada. Conforme crece, va obteniendo una mayor independencia, y muchos, cuando llegan a la adolescencia, pasan al extremo opuesto: creen que son autosuficientes y que no necesitan nada de los otros. El siguiente paso de madurez consiste en reconocer que quienes están a nuestro alrededor tienen mucho que aportarnos: sin ellos no seríamos la misma persona.


En nuestra vida interior puede suceder algo parecido. Aprendemos a tratar a Dios gracias a nuestros padres, a un catequista o a un sacerdote. Quizá pensamos que llegará un momento en que no nos hará falta la ayuda que nos brindan los demás. En este sentido, san Josemaría comentaba que los grandes errores que cometen los hombres «proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no solo a Dios; al amigo, al sacerdote. Y aquella pobre alma, aislada en su desgracia, se hunde en la desorientación»[2]. Por eso el fundador del Opus Dei recomendaba fomentar el deseo de ser como los pequeños para que la propia vida sea grande: «¡Que seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años –¡qué largos y qué cortos se me han hecho!–, que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios. Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor»[3].


SI OBSERVAMOS de nuevo cómo son los niños, podemos descubrir otro aspecto de su manera de ver la vida: les encanta jugar. Y muchas veces no se conforman con pasarlo bien con los de su edad, sino que quieren que sus padres participen del juego. Esto, para un adulto, supone abandonar la propia lógica y volver a ser pequeño. «Si queremos que se divierta es necesario entender lo que a él le gusta y no ser egoístas»[4]. En cierto modo, implica dejar a un lado las preocupaciones personales –probablemente mucho más urgentes que ese juego– y pensar en lo que el hijo espera en ese momento de su padre o de su madre. Esta actitud también la podemos desarrollar con las personas que están a nuestro alrededor. Cuando tenemos un detalle de servicio o de afecto con alguien estamos siguiendo la lógica del juego: identificamos lo que el otro puede necesitar y tratamos de satisfacerlo.


A veces, efectivamente, puede no resultar sencillo encontrar tiempo para jugar, es decir, para tener esas atenciones con los demás. Sin embargo, san Josemaría consideraba que esas manifestaciones de aprecio tienen una importancia decisiva para lograr la propia felicidad y la de los otros. Por eso animaba a sus hijos: «No me importa repetirlo muchas veces. Cariño, lo necesitan todas las personas, y lo necesitamos también en la Obra. Esforzaos para que, sin sensiblerías, aumente siempre el afecto hacia vuestros hermanos. Cualquier cosa de otro hijo mío debe ser –¡de verdad!– muy nuestra: el día que vivamos como extraños o como indiferentes, hemos matado el Opus Dei»[5]. El esfuerzo de pensar en quienes nos rodean, además de llenarnos de alegría, nos facilita reconocer que el Señor es el primero que juega con nosotros. «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[6].


EN BUENA medida, podemos conocer a Dios en aquellos que, desde un punto de vista meramente material, parece que tienen poco que aportarnos: los niños, los enfermos, los ancianos… En este sentido, san Josemaría comentaba: los pobres «son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo»[7]. Desde el comienzo de su trabajo pastoral, el fundador del Opus Dei tenía clara esta jerarquía proclamada por Jesús. «–Niño. –Enfermo. –Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son él»[8]. Son palabras que emergen después de su experiencia atendiendo a personas necesitadas en el patronato de Santa Isabel, en los años treinta en Madrid.


El cuidado de los más débiles nos acerca al Señor. En primer lugar, porque todo lo que hacemos por ellos es como si se lo hiciéramos al mismo Dios: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). En cierto modo también nos divinizamos, pues seguimos el mismo estilo de vida de Jesús –«no vino para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28)–, y nos convertimos en sus embajadores,pues hacemos llegar a la otra persona el consuelo que le brinda Dios. Además, nos hace tener un corazón similar al del Señor, que ama sin esperar nada a cambio. Es cierto que quizá materialmente esas personas pueden darnos poco, pero en realidad nos dan lo más grande: nos muestran al mismo Dios.


«Darle a alguien todo tu amor nunca es seguro de que te amarán de regreso –comentaba santa Teresa de Calcuta–, pero no esperes que te amen de regreso; solo espera que el amor crezca en el corazón de la otra persona, pero si no crece, sé feliz porque creció en el tuyo. Hay cosas que te encantaría oír, que nunca escucharás de la persona que te gustaría que te las dijera, pero no seas tan sordo para no oírlas de aquel que las dice desde su corazón»[9]. En muchas ocasiones, el niño, el enfermo o el anciano al que cuidamos no nos manifestará explícitamente su agradecimiento. Nuevamente nos ofrecen otra posibilidad para asemejarnos a Dios, pues él también nos dispensa su cariño constante, aunque no nos demos cuenta. La Virgen María nos podrá ayudar a tener un corazón de madre, que no tiene miedo en darse a las personas a las que ama.

11 de agosto de 2025

Ojalá no te falte sencillez


 Evangelio (Mt 17, 22-27)


Cuando estaban en Galilea les dijo Jesús:


—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará.


Y se pusieron muy tristes.


Al llegar a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron:


—¿No va a pagar vuestro Maestro el tributo?


—Sí —respondió.


Al entrar en la casa se anticipó Jesús y le dijo:


—¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben tributo o censo los reyes de la tierra: de sus hijos o de los extraños?


Al responderle que de los extraños, le dijo Jesús:


—Luego los hijos están exentos; pero para no escandalizarlos, vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por mí y por ti.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS a veces resulta difícil de comprender. En el Evangelio vemos que los apóstoles no siempre captan el sentido de sus palabras o de sus obras. Por ejemplo, poco después de la multiplicación de los panes, ante un comentario del Señor sobre la levadura de los fariseos, él nota que les falta adquirir la verdadera perspectiva: «¿Por qué vais comentando entre vosotros que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis?» (Mt 16,8-9). En otra ocasión, es san Pedro quien no comprende el anuncio de la pasión de Jesús. Al tratar de disuadirle, el Maestro le reprende: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16, 23).


Es normal que, en nuestro camino hacia Dios, nos encontremos con el claroscuro de la fe; momentos de duda en los que no vislumbramos el sentido de las cosas que nos ocurren. El Señor no nos evita esas oscuridades. Los apóstoles, y tantos santos a lo largo de los siglos, también han pasado por esas pruebas. Al mismo tiempo, como ellos, podemos adquirir la seguridad de que detrás de las nubes se encuentra el sol. Quizá una primera reacción puede ser como la de san Pedro, y tratar de huir de esa contrariedad a toda costa. Jesús, en cambio, nos invita a descubrir el bien que se halla en esa dificultad. Del mismo modo que de su muerte en la cruz nos vino la vida, las contrariedades también pueden esconder algo de un valor inmenso.


A veces, como dice san Josemaría, la principal riqueza que podemos obtener de esas situaciones es la necesidad de anclarnos con más confianza en el Señor: «Esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando cada día un poco para no apartarme de él. Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de su mano»[1]. En este rato de oración podemos pedir al Señor que nos ayude a descubrir el sentido de las cosas que nos suceden cada día, y a no perder la alegría cuando no las entendamos, pues sabemos que en todo momento él nos ve, nos acompaña, nos bendice y nos cuida.


DESPUÉS de varias experiencias de incomprensión, el Señor vuelve a anunciar a sus discípulos: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará» (Mt 17,22). Podría parecer que a estas alturas sus discípulos ya habrían adquirido cierta connaturalidad con las profecías sorprendentes de su Maestro. Sin embargo, el Evangelio muestra que todavía distan mucho de poseer la adecuada visión sobrenatural para entender sus palabras: ante este anuncio «se pusieron muy tristes» (Mt 17,23).


Los apóstoles dejan que su mirada se empañe por la tristeza. Ese sentimiento no les deja ver con claridad que el Señor les está dando la clave de su alegría, esa que no dejan que invada su corazón: que su pasión tiene sentido porque resucitará y les liberará del pecado. La tristeza impide que puedan alegrarse por la buena nueva de la salvación. Por eso algunos «padres del desierto la describían como un gusano del corazón, que roe y vacía a quien lo alberga»[2]: hace dirigir la atención a todo lo que no se ajusta a nuestras expectativas, y nos dificulta disfrutar de las realidades que tenemos a nuestro alrededor.


El Señor, en nuestro día a día, nos sigue anunciando, como a los apóstoles, promesas y deseos, momentos de pasión y de resurrección. Lo hace a través de nuestras tareas cotidianas, mediante las relaciones que tejen nuestras vidas. Cada suceso, cada persona, es en cierto sentido un mensaje de Dios. Si los recibimos con la alegría de la resurrección, podremos intuir el significado también de aquellas cosas dolorosas. «Por muy llena que esté la vida de contradicciones, de deseos incumplidos, de sueños no realizados, de amistades perdidas, gracias a la resurrección de Jesús podemos creer que todo se salvará. Jesús ha resucitado no solo para sí mismo, sino también para nosotros, a fin de rescatar todas las felicidades que no se han realizado en nuestras vidas. La fe expulsa el miedo, y la resurrección de Cristo quita la tristeza como la piedra del sepulcro»[3].


SER testigos del proceso de los apóstoles nos puede llenar de consuelo. Ellos tenían fallos, dudas, tristezas... pero nunca les faltaba sencillez. Manifiestan, por ejemplo, sus dudas con claridad. Ante el milagro fallido del lunático, preguntan: «¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?» (Mt 16,19). En otro momento desean saber el sentido del modo de enseñar del Señor: «¿Por qué les hablas en parábolas?» (Mt 13,10). Tampoco esconden sus sentimientos: muestran su alegría cuando están en la gloria del Tabor –«Qué bien estamos aquí» (Mt 17,4)– y su tristeza ante el segundo anuncio de la pasión (cfr. Mt 17,23). San Josemaría invitaba a fijarse en esta cualidad de los discípulos: «Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes. Tú también tienes miserias patentes e innegables. –Ojalá no te falte sencillez»[4].


Esta virtud nos ayuda a abandonarnos en las manos de Dios, a anclarnos en sus seguridades y no en las nuestras. Cada día nos ofrece varias oportunidades para encarnar esta actitud apostólica: dirigirnos a Dios como los niños, sin necesidad de discursos brillantes; amar a las personas como él las ha hecho, sin querer cambiarlas a nuestro modo; vivir en el presente, y no en fantasías; manifestar con confianza a Jesús las dudas que tengamos… La sencillez atrajo la mirada de Dios hacia la Virgen María. Ella, «en su pequeñez, conquista primero los cielos. El secreto de su éxito reside precisamente en reconocerse pequeña, en reconocerse necesitada. Con Dios, solo quien se reconoce como nada es capaz de recibirlo todo. Solo quien se vacía es llenado por él. Y María es la “llena de gracia” (Lc 1,28) precisamente por su humildad»[5].