"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de noviembre de 2022

SER OTRO CRISTO




 «VEN, SEÑOR, y no tardes»[1]. La oración de la Iglesia se llena estos días del deseo de la venida de Cristo, el Mesías esperado, Redentor nuestro. He aquí que el Señor vendrá para salvar a su pueblo; bienaventurados los que estén preparados para salir a su encuentro (cfr. Za 14,5). Durante largos siglos, la esperanza de los hombres aguardó la llegada del Redentor. Al ver ahora tan próximo el misterio de su nacimiento, queremos llenarnos de esos deseos por salir al encuentro del Señor con aquella misma esperanza.


Con la encarnación de su Hijo unigénito, Dios nos ha mostrado su infinito amor: «¿Cuál es la causa de la venida del Señor, sino mostrar su amor hacia nosotros?»[2]. Y se trata de un amor de Padre, porque lo hizo «a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4,4-5).


El Señor llega a la tierra para colmarnos de gracias: «No te pido pago alguno por lo que te doy –nos dice–, antes yo mismo quiero ser tu deudor, por el solo título de que quieras beneficiarte de todo lo mío. ¿Con qué puede compararse este honor? Yo soy padre, yo hermano, yo esposo, yo casa, yo manjar, yo vestido, yo raíz, yo fundamento; todo cuanto quieras soy yo; no te veas necesitado de cosa alguna. Hasta te serviré, “porque vine a servir y no a ser servido” (Mt 20,28). Yo soy amigo, y miembro y cabeza, y hermano y hermana y madre; todo lo soy, y sólo quiero contigo intimidad. Yo, pobre por ti, mendigo por ti, crucificado por ti, sepultado por ti; en el cielo, por ti ante Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí: hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres?»[3].


Toda la vida de Jesús es una genuina expresión de este amor sin límites, de su entrega por nosotros. Los que se acercaron a Jesús pudieron comprobarlo sobradamente. El evangelio de hoy nos habla de una muchedumbre que acude a Jesucristo para presentarle sus necesidades: «Cuando Jesús se marchó de aquel lugar, vino junto al mar de Galilea, subió al monte y se sentó allí. Acudió a él mucha gente que traía consigo cojos, ciegos, lisiados, mudos y otros muchos enfermos, y los pusieron a sus pies, y él los curó» (Mt 15,29-30). Ninguna de nuestras necesidades deja indiferente a Jesús. Todo lo nuestro es un continuo llamado a su corazón; nuestras alegrías y nuestras inquietudes le impulsan a venir a nuestro encuentro.


¡TAN a gusto se encontraba la muchedumbre junto a Jesús que apenas se dieron cuenta de que llevaban con Él tres largos días! Y el Señor se conmueve. «Me da mucha pena la muchedumbre –dice a sus discípulos–, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino» (Mt 15,32). El cariño de Jesús no se fija solo en los grandes problemas sino también en las necesidades de la vida ordinaria; no predica solamente una bella doctrina sino que la vive cuerpo a cuerpo.


La preocupación de Jesús es creativa, le lleva a imaginar los problemas que cada uno puede tener cuando se encuentre camino a casa; no se conforma con haberles atendido durante aquellos momentos en los que se acercaban hasta Él, aunque hayan sido tres días enteros. Y esta inquietud por la felicidad del otro le impulsa a actuar. Con su infinito poder multiplica milagrosamente unos pocos panes y algunos peces, lo único que tenía en ese momento al alcance de la mano, y pide a sus discípulos que los repartan entre la multitud (cfr. Mt 15,35-37). El Señor da de comer a la muchedumbre hambrienta para que no desfallezca en el camino.


Hoy, como entonces, Jesús se conmueve de frente a nuestras necesidades y nos ayuda a resolverlas. No quiere que desfallezcamos, tampoco por falta de alimento espiritual. Si en aquel tiempo el Señor se sentó en el monte a aguardar a quienes quisieran acercarse y les ofreció pan para alimentar sus cuerpos, hoy en cambio nos espera en el Pan eucarístico. Podemos acudir nosotros también a Jesús para presentarle nuestras necesidades, nuestras alegrías y nuestros ideales. Nos sentiremos tiernamente amados y se nos pasarán los días junto a Él.


«Y COMIERON todos y quedaron satisfechos. Con los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas» (Mt 15,37), concluye el relato, aclarando que se trataba de más de cuatro mil personas. Contemplar la magnitud de la generosidad del Señor nos puede ayudar a disponernos lo mejor posible para acoger las gracias que quiere otorgarnos en este tiempo de Adviento; mirar cómo reparte sus dones a manos llenas, hasta hacer que rebosen los recipientes, nos llena de esperanza. Ven, Señor –le decimos–, que nuestro corazón te espera. Ven, que nuestro vacío quiere llenarse, hasta los bordes, de ti.


En la primera lectura de la Misa leemos la promesa del banquete mesiánico que Dios dispone para los hombres. «El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos, en este monte, un banquete de sabrosos manjares, un banquete de vinos añejos, manjares suculentos, y vinos exquisitos. Y eliminará en este monte el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, y el manto que recubre todas las naciones. Eliminará para siempre la muerte. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y apartará el oprobio de su pueblo en toda la tierra, porque ha hablado el Señor. Aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios. En Él esperábamos para que nos salvara; es el Señor, en quien esperábamos: exultemos y gocémonos de su salvación”» (Is 25,6-9).


Este festín divino se hace realidad, cada día, en la sagrada comunión. Por eso, si nos parece lógico poner el mayor empeño posible en prepararnos para recibir al Niño que nacerá en Belén, lo mismo sucede con nuestra espera para cada encuentro diario de la Eucaristía. San Josemaría tenía presente esta realidad, que le llevaba a dedicar la mitad de su jornada a pensar en la Misa que celebraría el día siguiente: «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida? –Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle»[4].


La comunión espiritual puede ser una magnífica expresión de la impaciencia con que nos acercamos cada día a recibir al Señor. Y en ella nos unimos a las disposiciones interiores de María: «Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre»[5]. «Pídelo conmigo a Nuestra Señora –insiste san Josemaría–, imaginando cómo pasaría ella esos meses en espera del Hijo que había de nacer. Y Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!»[6].

29 de noviembre de 2022

Conocer a Jesús cada vez mejor

 



GUIADOS por las enseñanzas y el ejemplo de san Josemaría, hemos aprendido a amar apasionadamente el mundo. Disfrutamos de todas las realidades nobles y buenas de la creación porque sabemos que son un don de Dios. Al mismo tiempo, no somos indiferentes ante el mal en el mundo, que disminuye su belleza y lo aleja de su plan amoroso.

Aunque las causas de estas situaciones son múltiples, entre ellas podemos identificar una que tiene especial relevancia: el desconocimiento que tienen muchas personas de la bondad de nuestro Creador. «Bien pudiera decirse que el mayor enemigo de Dios –porque se ama a Dios después de conocerlo– es la ignorancia: origen de tantos males y obstáculo grande para la salvación de las almas»[1]. Por el contrario, cuando conocemos su amor por nosotros, cuando descubrimos que Dios sueña con que seamos felices, es lógico quererle sobre todas las cosas, acercarnos a quien es el origen de todo bien. «Nadie hará mal ni causará daño en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor» (Is 11,9).

Dios se sirvió de algunos hombres y mujeres de diversas épocas para darse a conocer y así dar la oportunidad al hombre de ser más libre. «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Ga 4,4), para llevar esta tarea hasta el fin. Es tan grande el deseo que tiene Dios de que le conozcamos que vino Él mismo, en persona, para indicarnos los proyectos de su amor.

Llenos de reconocimiento y gratitud, podemos unirnos a la oración de alabanza que, como recoge el evangelio de la Misa de hoy, Jesús elevó un día al Padre: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21).


«MIRAD, el Señor llega con poder e iluminará los ojos de sus siervos»[2]. Aquella promesa de sabiduría para los hombres se cumplió con la venida al mundo de Jesús, sobre quien reposó «el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 1,2). Él sigue dispuesto a dialogar personalmente con cada uno de nosotros para instruirnos, para guiarnos, para alentarnos. Con frecuencia, Dios nos habla a través de personas y situaciones, convirtiendo toda la realidad de nuestra vida en un lugar de encuentro con Él. Si procuramos tener una vida contemplativa, en todos los acontecimientos del día a día podremos descubrir la voz de Dios que nos busca.

En ese diálogo, el Señor espera que nos dirijamos a Él con confianza para iluminar lo que no comprendemos. Por esto, con sencillez, nos ponemos en su presencia y le planteamos nuestras dudas de corazón a corazón, recordando que Dios se revela a los pequeños. En cambio, para los sabios según la carne, las palabras del Señor pueden sonar como frases inconexas. Por eso necesitamos poner de nuestra parte para permanecer abiertos a escuchar su palabra, aunque solo la entendamos parcialmente. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz»[3].

Si nos acercamos al Señor con un atrevimiento de niños, entonces nos revelará su sabiduría y nos dará a conocer sus designios. También nos colmará de paz, de alegría, y nos concederá la fortaleza para sobrellevar las dificultades que la vida nos presenta.

EN JESUCRISTO se contiene la plenitud de la revelación. «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lc 10,22). «Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios»[4]. Dios se hizo carne en Cristo para que pudiéramos verlo, entrar en relación directa con Él y para darnos a conocer los planes de su sabiduría. A la hora de buscar respuestas a los interrogantes de nuestra vida, haremos muy bien en acudir a Jesús. En nuestro diálogo con Cristo no existen inquietudes superfluas ni dudas inoportunas. Toda la sabiduría está contenida en el misterio del Verbo hecho hombre: Jesús es la Palabra de Dios.

Es fácil imaginarse a los apóstoles preguntando a Jesús el significado más profundo de alguna parábola que no habían comprendido, o acercándose a pedirle una explicación sobre un suceso determinado que conocían todos. Nosotros tenemos esa misma facilidad para entablar una conversación con el Señor. El trato personal y diario con Él nos lleva a conocerle cada vez mejor, a adquirir una connaturalidad con su manera de reaccionar frente a las diversas circunstancias de la vida. Por eso nos sirve pedirle al Espíritu Santo que nuestro diálogo con Jesús sea luz para nosotros y para los demás.

A lo largo de la vida aprendemos muchas cosas. Algunas de ellas son constitutivas de nuestro modo de pensar, de ser y de actuar. Es probable que varias de esas enseñanzas fundamentales las hayamos recibido de los labios o del ejemplo de nuestras madres. La vida de María constituye para nosotros una enseñanza maravillosa de diálogo con el Señor. ¡Ojalá aprendamos de la Virgen aquella confianza para mirar y escuchar a Jesús!

28 de noviembre de 2022

Prelatura del Opus Dei: algunas claves

 


El 28 de noviembre de 1982 san Juan Pablo II erigió el Opus Dei en prelatura personal mediante la Constitución Apostólica “Ut sit”:En esta carta de D Alvaro del Portillo se relata sobre el proceso la base de su estructura jurídica y misión apostólica.


....  Santo Padre hizo el anuncio oficial de su decisión de erigir el Opus Dei como Prelatura personal, después de haber aprobado -el 5 de agosto de 1982, fiesta de la Virgen de las Nieves- una Declaración de la Sagrada Congregación para los Obispos en la que se explican los rasgos fundamentales de la nueva Prelatura. Finalmente, el Santo Padre mandó que se erigiera la Prelatura con fecha 28 de noviembre de 1982, primer Domingo de Adviento, y que se publicara este acto pontificio en las vísperas de ese Domingo, es decir, en la tarde del sábado 27 de noviembre, que coincide con una fecha tan querida por nuestro Padre: la fiesta de la Virgen de la Medalla Milagrosa, aniversario de la muerte del Abuelo.


Así hemos llegado a la conclusión de este largo camino, tal y como había deseado nuestro Fundador. Gratias Deo super inenarrabili dono eius! (2 Cor 9, 15). ¡Sean dadas gracias a Dios por su don inefable! (…)


Estoy seguro de que vosotros me preguntaréis: pero Padre, ¿cómo dar la importancia debida a este cambio de forma jurídica? ¿cambiará nuestra vida ahora, si el espíritu es idéntico? (…) Os confirmaré que no cambia nada del espíritu, de los fines, de los modos apostólicos que hemos venido viviendo, por la sencilla razón de que, como afirmaba nuestro Padre, primero viene la vida; luego, la norma (…)


Hijos, es la norma la que ahora, por Voluntad divina, se acomoda a nuestra vida como el guante a la mano. Esta norma, por la que nuestro Padre, desde hace tantísimos años, ha rezado, ha sufrido y trabajado sin descanso (…)


En síntesis, nuestro nuevo status jurídico se puede resumir de la siguiente manera:


1º la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei es una Prelatura personal, del tipo de las Prelaturas “para el desempeño de especiales tareas pastorales” que, dotadas de sus propios Estatutos, se prevén en los Documentos emanados por el Concilio Vaticano II y en los sucesivos actos pontificios de aplicación. Por tanto, no se ha concedido ningún privilegio a la Obra -no lo quería nuestro Padre, ni lo queremos nosotros-, ni tampoco se ha creado ahora una nueva forma jurídica exclusivamente para nosotros -aunque el Opus Dei sea la primera institución a la que la Santa Sede ha erigido en Prelatura personal-; se nos encuadra, por tanto, dentro de un derecho común que no existía en 1962 pero que ahora ya vige;


2º nuestra situación no es la de una Prelatura nullius dioecesis, de carácter territorial; ni tampoco de una institución igual a las diócesis rituales de las Iglesia orientales o a cualquier otro tipo de diócesis personal. Todas esas formas jurídicas se basan en el principio de la completa independencia o exención respecto a los obispos diocesanos, mientras que esto no sucede en nuestro caso: tanto porque nunca lo buscó nuestro Padre, como porque jamás lo hemos solicitado, aunque algunos -quizá por ignorancia- han propalado esa calumnia, y a los que perdonamos de todo corazón (…)


El cambio fundamental que recogen los actuales Estatutos consiste en que, desde ahora, los fieles de la Prelatura -es decir, las hijas y los hijos míos Numerarios, Agregados y Supernumerarios- continuarán dedicándose al fin apostólico del Opus Dei, mediante un vínculo de carácter contractual. De esta manera, no sólo queda asegurado perfectamente desde el punto de vista jurídico el rasgo de la secularidad; sino que, además, resulta muy claro que los laicos de la Obra están bajo la jurisdicción del Padre -del Prelado- y de los Directores, en todo lo que se refiere al cumplimiento de los peculiares compromisos ascéticos, apostólicos y formativos, que han asumido por medio de ese vínculo, expresión de una vocación exigente, que informa enteramente nuestra existencia. En lo demás, se encuentran en la misma situación -eclesiástica y civil- que cualquier otro fiel cristiano.


Los sacerdotes del Opus Dei -que son los únicos que forman el clero o presbiterio de la Prelatura- están incardinados en la misma Prelatura: por eso son plenamente -no sólo de espíritu, sino también por su condición jurídica- sacerdotes seculares en todas las diócesis donde estén. Los sacerdotes Agregados y Supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no forman parte del presbiterio de la Prelatura: se asocian a la Obra -igual que lo están ahora: nada cambia-, movidos por nuestro mismo espíritu y vocación divina, para recibir la específica ayuda de carácter espiritual que les lleva a buscar la santidad personal en el ejercicio de su ministerio, y manteniendo al mismo tiempo su dependencia canónica de los respectivos obispos diocesanos


La potestad del Padre -del Prelado y Ordinario propio de la Prelatura del Opus Dei- es una potestad ordinaria de régimen o jurisdicción, que no difiere substancialmente en su contenido de la que venía gozando hasta ahora, aunque desde el punto de vista jurídico es conceptualmente distinta, ya que la Prelatura es una entidad eclesiástica, diferente de los Institutos Seculares y Religiosos, como lo es también de los simples Movimientos y Asociaciones de fieles (…)

Álvaro del Portillo, Rendere amabile la verità. 

Librería Editrice Vaticana. Roma, 1995, pp. 48-90


Los Estatutos del Opus Dei (título IV, capítulo V) establecen los criterios para las relaciones de armónica coordinación entre la prelatura y las diócesis en cuyo ámbito territorial la prelatura lleva a cabo su misión específica. Algunas características de esta relación son las siguientes:


a) No se inicia la labor del Opus Dei ni se procede a la erección canónica de un centro de la prelatura sin el consentimiento previo del obispo diocesano.


b) Para erigir iglesias de la prelatura, o cuando se encomiendan a ésta iglesias ya existentes en las diócesis —y, en su caso, parroquias— se estipula un convenio entre el obispo diocesano y el prelado o el vicario regional correspondiente; en estas iglesias se observan las disposiciones generales de la diócesis respecto a las iglesias llevadas por el clero secular.


c) Las autoridades regionales de la prelatura informan regularmente y mantienen relaciones habituales con los obispos de las diócesis donde la prelatura realiza su tarea pastoral y apostólica; y también con los obispos que ejercen cargos directivos en las Conferencias Episcopales y con sus respectivos organismos.


27 de noviembre de 2022

COMIENZA EL TIEMPO DE ADVIENTO

 



De la mano de San Josemaría podemos en nuestro rato de oracion comenzar este tiempo que es vital para un cristiano corriente como vos.


Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! —«Ecce veniet!» —¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia.


Forja, 548


La cuenta atrás


Abrid los ojos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca (Lc 21, 28) hemos leído en el Evangelio. El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza. Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria.


No quería deciros más en este primer domingo de Adviento, cuando empezamos a contar los días que nos acercan a la Natividad del Salvador. Hemos visto la realidad de la vocación cristiana; cómo el Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones. El Señor nos quiere entregados, fieles, delicados, amorosos. Nos quiere santos, muy suyos.


Es Cristo que pasa, 11


Para oír a Dios


Si acudimos a la Sagrada Escritura, veremos cómo la humildad es requisito indispensable para disponerse a oír a Dios. Donde hay humildad hay sabiduría, explica el libro de los Proverbios. Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza.


¡Qué bien lo entendía Nuestra Señora, la Santa Madre de Jesús, la criatura más excelsa de cuantas han existido y existirán sobre la tierra! María glorifica el poder del Señor, que derribó del solio a los poderosos y ensalzó a los humildes. Y canta que en Ella se ha realizado una vez más esta providencia divina: porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.


María se muestra santamente transformada, en su corazón purísimo, ante la humildad de Dios: el Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. La humildad de la Virgen es consecuencia de ese abismo insondable de gracia, que se opera con la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima en las entrañas de su Madre siempre Inmaculada.


Amigos de Dios, 96


Los 'enemigos del alma'


Empieza hoy el tiempo de Adviento, y es bueno que hayamos considerado las insidias de estos enemigos del alma: el desorden de la sensualidad y de la fácil ligereza; el desatino de la razón que se opone al Señor; la presunción altanera, esterilizadora del amor a Dios y a las criaturas. Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios (Sal 24, 1-3), hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: "espero en Tí, ¡que yo no sea confundido!".


Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que "después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia" (Tit 3, 5).


Es Cristo que pasa, 7


Todos esperan ser salvados


Jesucristo Dios-Hombre. Una de las "magnalia Dei", de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14). A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijo de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.


Es Cristo que pasa, 13

26 de noviembre de 2022

Una actitud vigilante



  • Una actitud vigilante.
  • La libertad que nos dan las virtudes.
  • Las virtudes nos unen a los demás.

A LAS PUERTAS del tiempo de Adviento, que siempre nos llena de esperanza, escuchamos un último mensaje de vigilancia. «Vigilaos a vosotros mismos –se recoge en el Evangelio de este sábado–, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida» (Lc 21,34). Son consejos breves y concretos que escuchamos directamente de labios del Señor. La actitud de quien vigila puede entenderse de dos modos. Por un lado, como si fuera un encargado de controlar que todo transcurra en orden, dando la alerta si se rompe esa quietud. O, por otro lado, puede ser la de la persona que está en vigilia, en gozosa espera ante algo que está por llegar. En este segundo caso tiene que ver con la cercanía de un evento importante y es comprensible que la expectación pueda incluso robar horas al sueño. Lo que está por venir nos interesa tanto, que no queremos despistarnos. Por eso queremos evitar todo aquello que pueda hacernos perder la orientación de lo que verdaderamente ansiamos.


Los tres ejemplos que pone el Señor son claros. Lo que suele enredarnos está en relación con los excesos y con las cosas que nos agobian de manera desordenada. Se nos nubla la inteligencia cuando cedemos en la lucha por los buenos hábitos, cuando intentamos evadirnos de los aspectos a veces difíciles de lo cotidiano, o cuando sucumbimos a dar mil vueltas y vueltas a lo que nos preocupa. Por eso, si queremos cultivar la actitud de vigilia amable ante la llegada del Señor –sea ante su segunda venida al final de los tiempos, o ante el recuerdo de su primera venida en Navidad– queremos evitar esas posibles trabas. ¿Cómo hacerlo? Jesús mismo nos lo dice en el Evangelio: «Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21,36). Con palabras de san Josemaría, podríamos decir también que «para custodiar el Amor se precisa la prudencia, vigilar con cuidado y no dejarse dominar por el miedo»1.


ANHELAMOS PERMANECER despiertos para recibir al Señor. Su futura llegada nos devuelve las energías, sabernos fortalecidos por quien nos aguarda en la meta es lo que nos da esperanza. «La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino del amor que recibimos y del amor que damos»2; nuestra alegría está en esa relación que cultivamos a la espera de un Dios que nos invita a compartirla con los demás.


En ese proceso de no enredarnos en lo que no nos lleva hacia Dios, resulta clave el empeño en vivir en vigilia a través de las virtudes. Con ellas aprendemos a recibir el amor de Dios para después regalarlo a quienes nos rodean. Las virtudes son un camino de libertad porque nos liberan de las diversas esclavitudes. ¿Qué hay más importante en la vida que ser libres para dejarse alcanzar por Cristo? En este recorrido en el que vamos aprendiendo a buscar lo que nos lleva a Jesús, las virtudes nos ayudan a gozar de una cierta «connaturalidad» con el verdadero bien, hacen que nos guste cada vez más escoger las cosas buenas que nos acercan a Dios3 y nos ayudan a sostener esa elección.


Las virtudes humanas nos permiten estar –como nos señala hoy el Evangelio– «de pie ante el Hijo del Hombre» (Lc 21,36), nos permiten superar los agobios de cada día con un señorío particular; son parte de ese «cuidado» que nos pide el Señor. En algún momento pueden parecer un peso pero, vivificadas por la caridad, nos llevan a reflejar una imagen cada vez más clara de Jesús. «Cualquier otra carga te oprime y abruma –señala san Agustín–, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites ese peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela»4.


LAS VIRTUDES SON CAMINO para amar y gustar las cosas buenas. «Pondus meum amor meus: mi amor es mi peso, decía san Agustín (Confesiones, XIII, 9,10), refiriéndose, no al hecho evidente de que a veces amar sea costoso, sino a que el amor que llevamos en el corazón es lo que nos mueve, lo que nos lleva a todas partes»5.


Las virtudes nunca nos aíslan, sino que necesariamente nos unen a los demás. «Hemos de considerar –decía san Josemaría– que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son radicalmente personales. Sin embargo –continuaba–, en esa batalla de amor nadie pelea solo, ninguno es un verso suelto, suelo repetir: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena. Pide ahora conmigo, a Dios Señor Nuestro, que esa cadena nos ancle en su corazón, hasta que llegue el día de contemplarle cara a cara en el cielo para siempre»6. En la medida en que luchamos por ser mejores, ayudamos también a los demás. Todo ese comenzar y recomenzar, llenos de alegría, nos empuja a la contemplación del Señor, también en quienes nos rodean.


Es verdad que las virtudes humanas nos permiten dar lo mejor de cada uno, pero sobre todo nos disponen a recibir las sobrenaturales, que vienen de Dios: la fe, la esperanza y la caridad. En el fondo, nos disponen para abrirnos al amor de Dios. Al final del año litúrgico cultivamos en el corazón esa íntima aspiración: que nuestra existencia entera sea para el Señor… Desde las acciones más habituales hasta las decisiones más meditadas e importantes. En este camino nos ayuda santa María, con las manos delicadas que hicieron crecer a Jesús y que contemplaremos frecuentemente este tiempo de Adviento que se avecina.

25 de noviembre de 2022

LA VERDAD ES SU PALABRA



  • Las palabras de Jesús nos cambian.
  • La Sagrada Escritura.
  • El Evangelio es siempre nuevo.

EN ESTE VIERNES, último del tiempo ordinario, dice Jesús en el Evangelio: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33). Aunque en aquel momento hablaba concretamente de la profecía sobre la ruina de Jerusalén, la palabra de Dios incide cada vez que la escuchamos en la oración, en la liturgia, en la lectura de la Sagrada Escritura… Si no ofrecemos resistencia, nos transforman poco a poco por dentro, no pasan sin cambiar las cosas. «El Señor dijo “hágase la luz”, y se hizo» (Gén 1,3), dicen los primeros versículos del Génesis.


San Josemaría, al repasar con atención la vida de Cristo, afirmaba que «para todos tiene una palabra, para todos abre sus labios dulcísimos; y les enseña, les adoctrina, les lleva nuevas de alegría y de esperanza, con ese hecho maravilloso, único, de un Dios que convive con los hombres. Unas veces les habla desde la barca, mientras están sentados en la orilla; otras, en el monte, para que toda la muchedumbre oiga bien; otras veces, entre el ruido de un banquete, en la quietud del hogar, caminando entre los sembrados, sentados bajo los olivos. Se dirige a cada uno, según lo que cada uno puede entender: y pone ejemplos de redes y de peces, para la gente marinera; de semillas y de viñas, para los que trabajan la tierra; al ama de casa, le hablará de la dracma perdida; a la samaritana, tomando ocasión del agua que la mujer va a buscar al pozo de Jacob»1.


Las palabras del Señor no pasarán porque siempre encuentran un camino concreto para llegar hasta lo más profundo de cada uno de nosotros. «Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada hay más verdadero que esta palabra de verdad», repetimos en el himno Adoro Te devote, porque Cristo mismo es la verdad.


DIOS HA QUERIDO quedarse cerca de nosotros de muchas maneras, y una de ellas es en la Sagrada Escritura. «La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque –dice el Deuteronomio– no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cfr. Dt 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida (...). La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja “en paz”. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. “Conviértanse”, dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa solo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano»2.


La lectura de la Sagrada Escritura es, a la vez, cercanía con Dios y cercanía con los demás; es una lectura que nos transforma y nos acerca a quienes nos rodean. «Al abrir el santo Evangelio –aconsejaba san Josemaría–, piensa que lo que allí se narra, obras y dichos de Cristo, no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” ¡La voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos»3.


«AFIRMABA SAN IRENEO: “Cristo, en su venida, ha traído consigo toda novedad”. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad (...), la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»4.


En la Sagrada Escritura habla el Espíritu Santo, el mismo Consolador que Jesús prometió que nos enviaría hasta el final de los tiempos (cfr. Jn 15,26). Por eso, allí se nos revelan las mismas verdades que Dios suscita en nuestro interior. «La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que solo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano»5.


La lectura del Evangelio nos impulsa por caminos nuevos y nos adentra, junto a Jesús, en el conocimiento sobre quién somos verdaderamente: hijos de un mismo Padre. En este camino nos acompaña María. Aunque, como dice san Juan Pablo II, «hubiéramos deseado indicaciones más abundantes que nos permitieran conocer mejor a la Madre de Jesús», tenemos varios relatos de la infancia de Cristo y pasajes que nos indican cuál era el lugar de María en la comunidad cristiana. Dejémonos acompañar por ella en nuestra lectura de la Sagrada Escritura6.

24 de noviembre de 2022

La brevedad de nuestra vida.



  • La brevedad de nuestra vida.
  • Dios nos acompañará al final del camino.
  • La urgencia de hacer felices a los demás.


PENSAR EN LA BREVEDAD de la vida y considerar que nuestro paso por la tierra tiene un final puede producirnos temor. «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación (...). Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas» (Lc 21,20-25), dice hoy Jesús en el discurso escatológico que la Iglesia nos presenta en la liturgia. De hecho, pocos años después, al ver que los ejércitos rodeaban la ciudad, algunos cristianos que recordaban las palabras del Señor efectivamente huyeron a Transjordania1.


Sin embargo, los apóstoles habían vivido una ocasión parecida a la que describe Jesús, con un mar agitado y grandes olas. Lo tenían bien guardado en su memoria. Aquella vez estuvieron sobre una barca y todo parecía indicar que morirían ahogados en la tempestad. Entonces, el Señor se había levantado, había calmado las aguas y serenado sus ánimos. «“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes, solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros necesitaban las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»2.


San Josemaría miraba con mucha seguridad las realidades últimas que la Iglesia nos propone considerar estos días. A algunas personas «la muerte les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio»3.


EN MUCHOS SARCÓFAGOS antiguos se representa la figura de Cristo mediante la imagen del buen pastor. En el arte romano, «el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. El verdadero pastor es aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo”, era la nueva esperanza que brotaba en la vida de los creyentes»4.


Llegará el momento, cuando Dios quiera y como Dios quiera, en el que el Señor nos llamará a su presencia. La Iglesia pone en labios del sacerdote que asiste a un moribundo unas palabras especiales para esos instantes: «Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios (…), con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos (…). Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra»5. Considerar que saldremos de este mundo sin nada, nos puede ayudar a vivir con mayor ligereza para movernos al ritmo de Dios. ¿Qué es realmente lo importante? ¿Qué he de custodiar en el corazón para que, cuando llegue el momento, atraviese el umbral de la vida terrena hacia la eternidad sin congojas? Sabemos bien que solo el amor está destinado a durar para siempre. Nos hacemos eternos al entregarnos cada día, en cada cosa que hacemos.


SABER QUE NUESTRO TIEMPO es limitado aviva el sentido de misión que tiene nuestra vida de bautizados. Nos impulsa a aprovechar cada día como si fuese el último. ¿Qué aspiración es más grande que llevar la felicidad eterna a quienes nos rodean? Lo haremos gradualmente, uno a uno, pensando en las circunstancias de cada persona concreta, tratando de discernir qué pasos quiere dar Dios en sus corazones… pero con esa prisa de saber que cada momento es único, que el tiempo se nos escapa de entre las manos. «Si el Señor te ha llamado “amigo”, has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios!»6.


«La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca. Pidamos, como hacía san Josemaría: “¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo!”. Ese es el camino. Solo identificándonos con los sentimientos de Cristo –tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)– podremos llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos, a través de nuestra amistad»7.


Identificarse con los sentimientos del Señor, sin miedo a la muerte porque nos lleva al cielo, y con la inquietud de llevar hacia esa felicidad a las personas que queremos, podría ser un buen resumen de la vida cristiana en esta tierra. Queremos llegar a la presencia de Dios rodeados de nuestros familiares y amigos, para compartir la vida con Jesús y María durante toda la eternidad.

23 de noviembre de 2022

Mártires en lo ordinario



  • El testimonio del martirio.
  • Mártires en lo ordinario.
  • La fecundidad de la vida de un apóstol en el mundo.

JESÚS HABÍA RESPONDIDO varias preguntas de sus oyentes cuando, casi al final, uno de ellos comienza a elogiar la belleza del Templo de Jerusalén. El Señor toma pie del comentario para, sorprendentemente, hablar de su futura destrucción y, con mayor misterio todavía, para decir algunas cosas sobre el fin de los tiempos. Este discurso escatológico de Cristo –es decir, sobre lo que sucederá al final– no pasó desapercibido a ninguno de los evangelistas, pues lo encontramos en los tres evangelios sinópticos; y es lo que la liturgia de la Iglesia nos propone reflexionar esta semana, en los últimos días del tiempo ordinario.


No sabremos cuándo llegará el final, Dios mismo no ha querido revelarlo. Pero el Evangelio de hoy nos impulsa a «dar testimonio» en todo tiempo y en cualquier circunstancia, permaneciendo siempre en actitud de espera. El martirio es el mayor testimonio de fe en Jesucristo. De hecho, la palabra mártir proviene del griego y significa «testimonio». Jesús no es ajeno a que, desde los inicios del cristianismo hasta nuestros días, algunos hermanos nuestros sufrirán esta persecución: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio» (Lc 21,12-13).


«Los mártires son los que sacan adelante la Iglesia, los que han sostenido la Iglesia y la sostienen hoy (...). Muchos cristianos en el mundo hoy son bienaventurados porque son perseguidos, insultados, encarcelados. Hay tantos en la cárcel solo por llevar una cruz o por confesar a Jesucristo. Esa es la gloria de la Iglesia, nuestro apoyo y también nuestra humillación (...). En los primeros siglos de la Iglesia un antiguo escritor decía: “La sangre de los mártires es semilla de los cristianos”. Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, también dando la vida, ofreciendo la vida, siembran cristianos para el futuro»1.


«ESTE MUNDO en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones»2. El resplandor de una vida cristiana humilde y alegre es fuente de esperanza para nuestro mundo. Cada esfuerzo que, unidos a Dios, llevamos a cabo en nuestra jornada, es ocasión para dar testimonio; en las cosas del día a día podemos permanecer cerca de todos los cristianos, especialmente de quienes sufren dificultades y nos necesitan.


San Josemaría recordaba que «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina»3.


Es probable que la llamada de Dios a cada uno de nosotros sea la de vivir coherentemente la fe en cualquier circunstancia: en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos; quizá el martirio al que estamos llamados será constante, en las cosas ordinarias hechas con cariño, mientras procuramos hacer felices a los demás. «Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión– y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!»4.


QUÉ SORPRESAS nos deparará el final de nuestra vida, cuando descubramos el inmenso bien que hemos hecho durante los años que Dios nos ha regalado aquí en la tierra. Descubriremos con asombro los frutos de nuestro testimonio cristiano, que muchas veces pensamos que pasa desapercibido o incluso nos engañamos pensando que no es fecundo. Al final veremos que nuestro apostolado ha sido mucho más eficaz de lo que nos parece.


San Pedro, en una de sus cartas, aseguraba a los primeros cristianos: «¿Quién podrá haceros daño, si sois celosos del bien? De todos modos, si tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros: No temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones» (1 P 3,13-15). La lealtad que Dios espera implica, de una parte, la convicción de que estamos muy protegidos siempre por él; y, de otra, el deseo de perseverar en nuestro testimonio humilde y escondido.


No vale la pena detenerse en los obstáculos del camino. «El desaliento es enemigo de tu perseverancia –escribe san Josemaría–. Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. Sé optimista»5. No sabemos cuándo llegará el final, pero en la tierra podemos estar siempre alegres porque, incluso en las dificultades, sabemos que Dios es el Señor de la historia. Y queremos que el mundo sea más de Dios con la esperanza de ver, al final de los tiempos, a nuestra Madre, María, que nos espera.


22 de noviembre de 2022

Dios habita en cada cristiano



  •  Poner la seguridad en Dios.
  • Cristo en la Eucaristía.
  • Dios habita también en cada cristiano.

LA BELLEZA DEL TEMPLO de Jerusalén era admirada por las civilizaciones de la época. Después de su destrucción por Nabucodonosor y de la deportación a Babilonia, el Templo fue reconstruido con gran esfuerzo gracias a la fe del pueblo hebreo. Este nuevo templo data del 536 a.C. El libro de los Macabeos cuenta cómo se retomó para el culto del Señor tras las profanaciones. Y, ya en tiempos de Jesús, el rey Herodes había reformado y ampliado el conjunto. Para los judíos, a pesar de todas las vicisitudes históricas, seguía suponiendo un motivo de orgullo y de fidelidad a la alianza con Dios.


Por todo esto, el temor y la sorpresa se apoderan de los oyentes cuando Jesús revela que en unos años el Templo será arrasado de nuevo. Se trataba de un peligro evidente y, como venía de labios del Señor, tenían más razón para sentirse inquietos. «¡Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús! Pero él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas. En nuestra vida, ¡cuántas presuntas certezas pensábamos que eran definitivas y después se revelaron efímeras!».


«Habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: ésta es la arriesgada seguridad del cristiano –decía san Josemaría–. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y, acercarse un poco más a él, quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma».


CON LA INSTITUCIÓN de la Iglesia, el templo al que se acudía para adorar a Dios pasó a ser el mismo cuerpo de Cristo y, de manera especial, su presencia eucarística. La sagrada comunión es el «lugar» en el que nos espera. «Ese pan que veis en el altar –dirá san Agustín–, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. En esta forma quiso nuestro Señor Jesucristo dejarnos su cuerpo y dejarnos su sangre, que derramó por nosotros en remisión de nuestros pecados. Si lo recibís bien, seréis vosotros lo mismo que recibís».


«La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única».


De hecho, los hombres experimentamos su presencia sacramental como una antesala de la eternidad. Mucho más en este mes de los difuntos en el que hemos soñado con el cielo, donde nos espera Dios, la Santísima Virgen, los santos, las santas y tantas personas queridas. Recibir la comunión y los momentos de acción de gracias después de comulgar pueden ser una pregustación de ese gozo. La iluminación de las ciudades por las noches, vista desde el cielo, es similar a esos otros puntos de luz que no se apagan nunca, donde está escondido el Señor: cada Sagrario es claridad infinita.


EN EL CORAZÓN DEL CRISTIANO habita el Señor. Sabemos que somos también templo del Espíritu Santo y, por eso, de cierta manera, no necesitamos ir a ningún lugar para dirigirnos a Dios. Nada puede darnos miedo. Y si quizás nos entristece la posibilidad de ofenderle, tampoco eso nos lleva a vivir con temor porque tenemos siempre la posibilidad de ser perdonados. El amor de Dios es tan grande que le lleva incluso a olvidar voluntariamente nuestras ofensas y a perdonarnos.


En continua alegría por todos los «lugares» de la presencia de Dios, nada nos quitará la paz a pesar de que las dificultades puedan llegar a ser muy grandes y verdaderamente dolorosas. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). La serenidad interior, la fortaleza en medio de las adversidades, son un don que brota de experimentar la continua cercanía del Señor. Lo que sucede a nuestro alrededor es también ocasión permanente para llevar todo al Señor.


«Somos almas contemplativas –dice san Josemaría–, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a él por su madre santa María y, por él, al Padre y al Espíritu Santo».

21 de noviembre de 2022

PRESENTACION DE LA VIRGEN MARIA EN EL TEMPLO



  • María, completamente de Dios.
  • Para formar parte de una familia divina.
  • Fidelidad en lo grande y en lo pequeño.


UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).


Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.


«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].


JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).


Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que lo creó a ella y en ella se hizo carne»[3].


De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.


EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.


La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].


De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.

20 de noviembre de 2022

Jesucristo REY del Universo

 


El último domingo del año litúrgico, se celebra la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Jesucristo es definido "rey" para un reino que no tendrá fin. Su realeza permaneció escondida durante sus treinta años de vida en Nazaret

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.


¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo (Jn 18, 36), aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz(Jn 18,37). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14, 17).


Es Cristo que pasa, 180


La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que —traída a la arena— serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.


Es Cristo que pasa, 180


Un reino en lo cotidiano


No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos.


Es Cristo que pasa, 22


En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios. Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara.


Es Cristo que pasa, 116


Mucho más que todo eso


Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos...


Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. —Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!— tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía.


Camino, 432


Escribías: "simile est regnum cælorum” —el Reino de los Cielos es semejante a un tesoro... Este pasaje del Santo Evangelio ha caído en mi alma echando raíces. Lo había leído tantas veces, sin coger su entraña, su sabor divino".


¡Todo..., todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el tesoro, la margarita preciosa de la Gloria!


Forja, 993


En Cristo tenemos todos los ideales: porque es Rey, es Amor, es Dios.


Camino, 426


Se gana con la pelea santa de cada instante


Algunos se comportan, a lo largo de su vida, como si el Señor hubiera hablado de entregamiento y de conducta recta sólo a los que no les costase —¡no existen!—, o a quienes no necesitaran luchar.


Se olvidan de que, para todos, Jesús ha dicho: el Reino de los Cielos se arrebata con violencia, con la pelea santa de cada instante.


Surco, 130


Es para todos


El reino de los cielos se parece a un padre de familia, que al romper el día salió a alquilar jornaleros para su viña. Ya conocéis el relato: aquel hombre vuelve en diferentes ocasiones a la plaza para contratar trabajadores: unos fueron llamados al comenzar la aurora; otros, muy cercana la noche.


Todos reciben un denario: el salario que te había prometido, es decir, mi imagen y semejanza. En el denario está incisa la imagen del Rey. Esta es la misericordia de Dios, que llama a cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, porque quiere que todos los hombres se salven.


Pero nosotros hemos nacido cristianos, hemos sido educados en la fe, hemos recibido, muy clara, la elección del Señor. Esta es la realidad. Entonces, cuando os sentís invitados a corresponder, aunque sea a última hora, ¿podréis continuar en la plaza pública, tomando el sol como muchos de aquellos obreros, porque les sobraba el tiempo?


No nos debe sobrar el tiempo, ni un segundo: y no exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros. Si te sobra tiempo, recapacita un poco: es muy posible que vivas metido en la tibieza; o que, sobrenaturalmente hablando, seas un tullido. No te mueves, estás parado, estéril, sin desarrollar todo el bien que deberías comunicar a los que se encuentran a tu lado, en tu ambiente, en tu trabajo, en tu familia.


Amigos de Dios, 42


La puerta del Cielo


Esta es la llave para abrir la puerta y entrar en el Reino de los Cielos: "qui facit voluntatem Patris mei qui in coelis est, ipse intrabit in regnum caelorum" —el que hace la voluntad de mi Padre..., ¡ése entrará!


Camino, 754


Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestro fracasos.


Amigos de Dios, 290


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19 de noviembre de 2022

LA OTRA VIDA ES LA VERDADERA VIDA



  • Dios nos sorprenderá en la vida eterna con su amor y misericordia.
  • El Señor ha establecido un pacto con nosotros.
  • La vida futura ilumina nuestra vida terrena.
"Calma, deja que corra el tiempo"
Estás intranquilo. -Mira: pase lo que pase en tu vida interior o en el mundo que te rodea nunca olvides que la importancia de los sucesos o de las personas es muy relativa. -Calma: deja que corra el tiempo; y, después, viendo de lejos y sin pasión los acontecimientos y las gentes adquirirás la perspectiva, pondrás cada cosa en su lugar y con su verdadero tamaño. Si obras de este modo serás más justo y te ahorrarás muchas preocupaciones. (Camino, 702)


CREEMOS Y ESPERAMOS en «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»: así lo recogen los símbolos de la fe, que son un compendio de la doctrina cristiana. Mañana celebraremos la solemnidad de Cristo Rey y, en la víspera de este gran día, la Iglesia nos invita a considerar la resurrección de la carne. Esta verdad de fe forma parte, desde el principio, del contenido esencial del mensaje que transmitían los apóstoles.


Entre los judíos existía división sobre la posibilidad de la vida eterna. Un grupo, el de los saduceos, no creía en la resurrección de la carne y afirmaba «que el alma muere con el cuerpo»[1]. Otro grupo, por el contrario, el de los fariseos, la aceptaba porque así venía expuesta en algunos textos de la Escritura (cfr. Dn 12,2-3) y en la tradición oral (cfr. Hch 23,8). Por eso, en cierta ocasión, algunos saduceos de intención poco recta le preguntan a Jesús sobre este tema, con el fin de ridiculizar la fe en la resurrección. Parten de un caso imaginario y enrevesado: una mujer tuvo siete maridos, todos hermanos de una misma familia, que murieron uno tras otro sin dejar descendencia. Le preguntan a Jesús: «En la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?» (Lc 20,33).


Con paciencia, Jesús les contesta –y, al mismo tiempo, nos ilumina a nosotros– que la vida después de la muerte no responde a los mismos esquemas de la vida terrena. La vida eterna es «otra» vida. Los resucitados –dijo Jesús– serán «iguales a los ángeles» (Lc 20,36), vivirán en un estado diverso, del que no tenemos experiencia y no podemos sospechar. «En Jesús, Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que esta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[2].


EN SU RESPUESTA a los saduceos, sencilla y al mismo tiempo llena de originalidad, Jesús puntualiza que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para él» (Lc 20,38). Jesús recuerda el episodio de Moisés ante la zarza ardiente en el que Dios se revela a sí mismo como «el Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob» (Lc 20,37). «El que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos»[3].


Dios ha querido dejar unido su nombre al de aquellos con los que estableció una alianza, con los que realizó un pacto que es más fuerte que la muerte. «El Señor no se goza tanto cuando se le llama el Dios del cielo y de la tierra, como cuando se le llama el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»[4], dice san Juan Crisóstomo. Y aquella alianza la ha sellado también con nosotros, por lo que podemos decir con total seguridad: ¡él es nuestro Dios! El Señor lleva nuestro nombre unido al suyo: yo soy de Dios y Dios es mío. «Necesito confiarte mi emoción interior –exclama san Josemaría–, después de leer las palabras del profeta Isaías: “Ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!” . Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío! ¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de amor!»[5].


Dios nos ama como algo suyo y ha establecido una alianza con nosotros. Es el Dios vivo que nos quiere dar la vida en su Hijo. Jesucristo vive, él mismo es la alianza, él es la vida y la resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la muerte y al poder de las tinieblas. En la vida de Jesús, en la experiencia de su amor fiel por nosotros, podemos paladear algo de la vida resucitada.


EN EL ANTIGUO Testamento, a Dios se le llama numerosas veces «el Dios vivo». Así reza, por ejemplo, un salmo: «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). También el profeta Jeremías le llama «Dios verdadero», «Dios vivo y rey eterno» (Jer 10,10). En el Nuevo Testamento, por su parte, encontramos la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). No hay espacio para la duda: en Dios solamente hay vida y lo mismo quiere para nosotros.


Los saduceos pensaban, sin embargo, que la vida del hombre conducía definitivamente hacia la muerte. Así han sospechado también muchos pensadores a lo largo de la historia. Pero Jesucristo da la vuelta completamente a esta concepción. Al contrario de lo que sostenían los saduceos, en realidad hemos nacido para no morir nunca, estamos destinados a una felicidad eterna. Ni siquiera se podría decir que esta vida ilumina la que vendrá después de la muerte, sino que «es la eternidad –aquella vida– la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros»[6].


Nuestro caminar, que ciertamente comprende momentos gratos y también sinsabores, es una peregrinación hacia la eternidad. Allí nos espera Dios. Estamos caminando en esta vida terrena hacia la vida plena. Si miramos solamente con ojos humanos, podríamos pensar que el camino del hombre parte de la vida con destino hacia la muerte. Pero, si procuramos mirar con los ojos de Dios, descubrimos que es precisamente al revés: caminamos hacia la vida plena, es la vida eterna la que aclara nuestro andar diario. «La muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre»[7]. María, que misteriosamente dió a luz al Dios de la vida, nos puede ayudar a tener fija la mirada en esa vida que no acaba nunca, y que ya ha iniciado en nuestros corazones


18 de noviembre de 2022

Dedicación de las basílicas de san Pedro y san Pablo



  • Pedro y Pablo, columnas de la fe.
  • Eran distintos, pero los unía el Evangelio.
  • Somos piedras vivas del templo que es la Iglesia.

LAS VIDAS DE san Pedro y san Pablo están entrelazadas por el amor a Jesucristo y por un mismo afán evangelizador. Aunque poseían un origen, un temperamento y una formación muy distintos, a partir de la llamada del Señor dedicaron sus mejores energías a dar testimonio por toda la tierra de la alegría que habían recibido, cada uno con su peculiar misión y estilo: Pedro como cabeza de la Iglesia, Pablo como apóstol de las gentes.


Se conocieron en Jerusalén, cuando Pablo visitó a los apóstoles tres años después de su conversión (cfr. Gal 1,15-18). Allí convivieron apenas unos pocos días. Es posible que posteriormente coincidieran en Roma, cuando Pablo fue encarcelado en la capital del Imperio. Sabemos que ambos dieron en esta ciudad su máximo testimonio de amor a Cristo en el martirio: Pedro fue crucificado; Pablo, decapitado. En la ciudad eterna reposan hoy sus reliquias en las basílicas dedicadas a ellos. Así se recoge hacia el año 200 en el testimonio del sacerdote romano Gayo: «Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia»[1].


Hoy contemplamos lo que Dios puede hacer con quienes se abren generosamente a su acción. «¡Ánimo! Tú... puedes –escribía san Josemaría–. ¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde... con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?»[2]. «La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo»[3]. Ambos son fundamento de la Iglesia, símbolos de su unidad y columnas de la fe. Por este motivo, la Iglesia ha unido en un mismo día la Dedicación de las basílicas romanas de san Pedro y san Pablo, edificadas sobre sus tumbas.


DELANTE DE LA fachada de la basílica de San Pedro están colocadas dos grandes estatuas, fácilmente reconocibles por lo que llevan en sus manos: las llaves entre las de Pedro, y la espada entre las de Pablo.


El símbolo de las llaves –que Pedro recibe de Cristo– representa su autoridad. El Señor le promete que, como fiel administrador de su mensaje, a él le corresponderá abrir la puerta del reino de los cielos (cfr. Ap 3,7). La espada que Pablo porta en sus manos es el instrumento con el que fue asesinado. Sin embargo, leyendo sus cartas descubrimos que la imagen de la espada también evoca su misión evangelizadora. Cuando siente que se acerca su muerte, escribe a su discípulo Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). Pablo ha sido denominado el decimotercer apóstol, pues, aunque no formaba parte del grupo de los doce, fue llamado por Cristo Resucitado en el camino de Damasco.


Humanamente eran muy distintos y probablemente no faltaron diferencias en su relación. Pero estas no fueron obstáculo para que uno y otro muestren «un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos»[4]. Así lo expresaba San Josemaría: «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[5].


AL DEDICAR un templo al culto, ese edificio deja de ser un lugar corriente para transformarse en un espacio sagrado, que tendrá como fin dar gloria a Dios. La parte central del rito de dedicación es la consagración del altar que, estando totalmente desnudo, es ungido con el crisma en el centro y en sus cuatro ángulos. A continuación, se inciensa, y se viste con los manteles, las flores, los cirios y la cruz. El celebrante, con una vela encendida en la mano, invoca a la «luz de Cristo», de modo análogo a como se hace durante la Vigilia Pascual.


A imagen de un templo, todos los cristianos hemos sido consagrados a Dios en nuestro Bautismo, hemos sido ungidos en el pecho con el santo crisma. También a nosotros se nos ha entregado una vela, encendida a partir de la llama del cirio pascual, para que seamos fuentes de luz en el mundo. Podemos cooperar con entusiasmo a la edificación de la Iglesia porque somos «piedras vivas» (1 P 2,5) de este edificio sobrenatural. Estos dos testigos de la fe son admirables no tanto por poseer unas capacidades inigualables, sino más bien porque en el centro de su historia «está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás»[6].


«Pedro conoció personalmente a María y, en diálogo con ella, especialmente en los días que precedieron Pentecostés (cf. Hch 1,14), pudo profundizar el conocimiento del misterio de Cristo. Pablo, al anunciar el cumplimiento del designio salvífico “en la plenitud del tiempo”, no dejó de recordar a la “mujer” de la que el Hijo de Dios había nacido en el tiempo (cfr. Gal 4,4)»[7]. Les pedimos a ella que, a ejemplo de san Pedro y san Pablo, abracemos en nuestra vida la aventura de edificar la Iglesia.

17 de noviembre de 2022

SOMOS IGLESIA



  • Purificar el templo para la oración.
  • La Iglesia es el templo para el mundo.
  • Junto a Cristo somos piedras vivas de la Iglesia.

DURANTE SUS ESTANCIAS en Jerusalén, Jesús enseñaba todos los días en el Templo. Ese era el lugar del encuentro con Dios a través de la oración y los sacrificios; era el símbolo de la protección de Yahvé, de su presencia, siempre dispuesto a escuchar a su pueblo y a socorrer a quienes acudían a él en las necesidades. Dios ha querido habitar entre los hombres para que, así, los hombres encuentren a Dios.


El Señor se dirigía hasta allí, acompañado por los apóstoles, con la alegría del Hijo que acude a orar a la casa de su Padre. Sin embargo, no siempre el ambiente que se respiraba era el más propicio para la oración. La dinámica que se había establecido, a causa de los sacrificios prescritos en la ley, hacía que el Templo –y, de modo especial, su enorme explanada– pareciera más bien un lugar de negocios. No es difícil imaginar los gritos, el movimiento de personas y animales.


En una de esas visitas, Jesús decidió «expulsar a los que vendían, diciéndoles: Está escrito: Mi casa será casa de oración» (Lc 19,45). La escena tuvo que ser impactante. Y con esta imagen en mente podemos recordar que nosotros también «somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí (...). También nosotros debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía»[1].


EL TEMPLO donde Dios habita no es solamente un edificio construido con nuestras manos. En último término, el templo es el Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia: la Iglesia acoge la presencia de Dios. «Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la “casa de Dios” (...). Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia»[2].


Ciertamente, los hombres podemos «ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia»[3] porque, aunque se trate de un pueblo santificado por Cristo, está compuesto por criaturas frágiles. San Josemaría hacía notar que «esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres, y los hombres tenemos defectos (...). Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad (...). En la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan»[4]. La Iglesia es templo para todo el mundo en la vida de cada cristiano. Por eso queremos, con la ayuda de Dios, traslucir con la mayor transparencia posible a Dios que se quiere hacer presente en nosotros.


LA IGLESIA DE CRISTO está construída con «piedras vivas» (1 P 2,5) de las cuales, la primera, aquella «desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios» (1 P 2,4), es Jesús. Al mismo tiempo, cada bautizado es «piedra viva» para construir un «edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P 2,5). Ya no son necesarios largos rituales ni sacrificios de animales. La principal ofrenda que Dios espera es la entrega diaria de nuestra vida unida a la de Cristo: ese es «el sacrificio puro, inmaculado y santo»[5], la hostia agradable a los ojos de Dios.


El Señor desea que el templo de nuestro corazón no sea, como lo dice san Ambrosio, una «casa de mercaderes, sino de santidad»[6]. Con la purificación del Templo, Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones, de modo que nuestra búsqueda de Dios sea lo más auténtica posible. Para que el corazón sea casa de oración necesitamos alejar el ruido, el barullo, encontrando momentos de silencio interior en los cuales contemplar a Jesús. En ese silencio es donde, imperceptiblemente, suceden las grandes cosas, los grandes cambios para nuestra vida y nuestro entorno.


Así lo expresa un himno de la Liturgia de las horas de hoy: «Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor, / pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón. / Y dice siempre “nosotros”, / incluso si dice “yo”». Y en el centro de ese «nosotros» está María, templo del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia: ella intercede por nosotros para que nuestra vida sea cada día más santa, más feliz: mejor piedra viva del Templo que es su Hijo.