"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2018

CORPUS CHRISTI


Hoy, fiesta del Corpus Christi, meditamos juntos la profundidad del amor del Señor, que le ha llevado a quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece como si oyésemos físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre: salió un sembrador a sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca del camino, y vinieron las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en pedregales, donde había poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la superficie, mas nacido el sol se quemaron y se secaron, porque no tenían raíces; otros cayeron entre espinas, las cuales crecieron y los sofocaron; otros granos cayeron en buena tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por uno, otros el sesenta, otros el treinta.

La escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su semilla. La obra de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros: desea que los cristianos abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del mundo. Nos pide que, siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la civil, al desempeñar con fidelidad nuestros deberes, cada uno sea otro Cristo, santificando el trabajo profesional y las obligaciones del propio estado.

Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven —sin saberlo quizá— por ideales nacidos del cristianismo.

Vemos también que parte de la simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y abrojos: que hay corazones que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz, de reconciliación, de fraternidad, son aceptados y proclamados, pero —no pocas veces— son desmentidos con los hechos. Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de Dios, impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa, pero quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia.


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El Pan de vida eterna

Me gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión de cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús que, presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis corpus Christi et membra de membro, vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros. Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna.

Este milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.

Viene a mi memoria una encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de Alfonso X el Sabio. La leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó a Santa María poder contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La Virgen acogió su deseo, y el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando regresó, no reconocía a ninguno de los moradores del monasterio: su oración, que a él le había parecido brevísima, había durado tres siglos. Tres siglos no son nada, para un corazón amante. Así me explico yo esos dos mil años de espera del Señor en la Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El enteramente.

Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin; con esas palabras comienza San Juan la narración de lo que sucedió aquella víspera de la Pascua, en la que Jesús —nos lo refiere San Pablo— tomó el pan, y dando gracias, lo partió y dijo: tomad y comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced esto en memoria mía. Y de la misma manera el cáliz, después de haber cenado, diciendo: este cáliz es el nuevo testamento de mi sangre; haced esto cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía.


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Una vida nueva

Es el momento sencillo y solemne de la institución del Nuevo Testamento. Jesús deroga la antigua economía de la Ley y nos revela que el mismo será el contenido de nuestra oración y de nuestra vida.

Ved el gozo que inunda la liturgia de hoy: sea la alabanza plena, sonora, alegre. Es el júbilo cristiano, que canta la llegada de otro tiempo: ha terminado la antigua Pascua, se inicia la nueva. Lo viejo es sustituido por lo nuevo, la verdad hace que la sombra desaparezca, la noche es eliminada por la luz.

Milagro de amor. Este es verdaderamente el pan de los hijos: Jesús, el Primogénito del Eterno Padre, se nos ofrece como alimento. Y el mismo Jesucristo, que aquí nos robustece, nos espera en el cielo como comensales, coherederos y socios, porque quienes se nutren de Cristo morirán con la muerte terrena y temporal, pero vivirán eternamente, porque Cristo es la vida imperecedera.

La felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el definitivo maná de la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo para nosotros: los corazones, las palabras y las obras.

Esta es la Buena Nueva. Es novedad, noticia, porque nos habla de una profundidad de Amor, que antes no sospechábamos. Es buena, porque nada mejor que unirnos íntimamente a Dios, Bien de todos los bienes. Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad.

Tratar a Jesús en la Palabra y en el Pan


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Tratar a Jesús en la Palabra y en el Pan

Jesús se esconde en el Santísimo Sacramento del altar, para que nos atrevamos a tratarle, para ser el sustento nuestro, con el fin de que nos hagamos una sola cosa con El. Al decir sin mí no podéis nada, no condenó al cristiano a la ineficacia, ni le obligó a una búsqueda ardua y difícil de su Persona. Se ha quedado entre nosotros con una disponibilidad total.

Cuando nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o la adoramos escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe, pensar en esa existencia nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante el cariño y la ternura de Dios.

Perseveraban todos en la doctrina de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan, y en las oraciones. Así nos describen las Escrituras la conducta de los primeros cristianos: congregados por la fe de los Apóstoles en perfecta unidad, al participar de la Eucaristía, unánimes en la oración. Fe, Pan, Palabra.

Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perpetuamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Unico. Es toda nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del vino.


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No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística. Unas veces, con prácticas multitudinarias, profesando públicamente su fe; otras, con gestos silenciosos y callados, en la sacra paz del templo o en la intimidad del corazón.

Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como El trabajaba y amar como El amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario.

Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado.


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Fecundidad de la Eucaristía

Cuando el Señor en la Ultima Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche, lo que —comenta San Juan Crisóstomo— manifestaba que los tiempos habían sido cumplidos. Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección.

También en nuestras vidas hemos de preparar esa alborada. Todo lo caduco, lo dañoso y lo que no sirve —el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía— todo eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus, con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre.


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En esta fiesta, en ciudades de una parte y otra de la tierra, los cristianos acompañan en procesión al Señor, que escondido en la Hostia recorre las calles y plazas —lo mismo que en su vida terrena—, saliendo al paso de los que quieren verle, haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro?

Porque las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con testimonio de conducta cristiana. Si hemos sido renovados con la recepción del Cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi, el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir.

La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.

Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con El se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí.


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El pan y la siega: comunión con todos los hombres

Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo. Echa los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé testimonio de la fecundidad de la Muerte y de la Resurrección del Señor.

Si estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir. Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan.

No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso —por tanto— esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de El. Es buena ocasión esta fiesta del Corpus Christi —Cuerpo de Cristo, Pan de vida— para meditar en esas hambres que se advierten en el pueblo: de verdad, de justicia, de unidad y de paz. Ante el hambre de paz, hemos de repetir con San Pablo: Cristo es nuestra paz, pax nostra. Los deseos de verdad deben recordarnos que Jesús es el camino, la verdad y la vida. A quienes aspiran a la unidad, hemos de colocarles frente a Cristo que ruega para que estemos consummati in unum, consumados en la unidad. El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos.

Paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros, viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley.


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No se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo. Como entonces, ahora siguen faltando peones que quieran soportar el peso del día y del calor. Y si los que trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel: destruida la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No hay cosecha.

No hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla... En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y mirar hoy a Cristo en la Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la hora del descanso, que la jornada continúa.

Se ha recogido en el libro de los Proverbios; el que labra su campiña tendrá pan a saciedad. Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno!.

Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.

Puede seguir la lectura en este link
http://www.escrivaobras.org/book/es_cristo_que_pasa-capitulo-15.htm

30 de mayo de 2018

APRENDER A SERVIR

— El ejemplo de Cristo. Servir es reinar.
— Distintos servicios que podemos prestar a la Iglesia, a la sociedad, a los demás
— Servir con alegría siendo competentes en la propia profesión.
I. El Evangelio de la Misa recoge la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los puestos primeros en el nuevo Reino. El resto de los discípulos, al enterarse de este deseo, se indignaron contra los dos hermanos. El disgusto no fue provocado, probablemente, por lo insólito de la demanda, sino porque todos se sentían con iguales o mejores derechos que Santiago y que Juan para ocupar esos puestos preeminentes. Jesús conoce la ambición de quienes habrán de ser los cimientos de su Iglesia, y les dice que ellos no han de comportarse como los reyezuelos que oprimen y avasallan a sus súbditos. No será así la autoridad de la Iglesia; por el contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos. Es un nuevo señorío, una nueva manera de «ser grande»; y el Señor les muestra el fundamento de esta nueva nobleza y su razón de ser: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.
La vida de Cristo es una constante ayuda a los hombres, y su doctrina, una repetida invitación a servir a los demás. Él es el ejemplo que debe ser imitado por quienes ejerzan la autoridad en su Iglesia y por todos los cristianos; siendo Dios y Juez que ha de venir a juzgar al mundo, no se impone, sirve por amor hasta dar su vida por todos: esta es su forma de ser el primero. Así lo entendieron los Apóstoles, especialmente después de la venida del Espíritu Santo. San Pedro exhortará más tarde a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores, sino sirviendo de ejemplo; y lo mismo San Pablo, que, sin estar sometido a nadie, se hizo siervo de todos para ganarlos a todos.
Pero el Señor no solo se dirige a sus Apóstoles, sino a los discípulos de todos los tiempos. Nos enseña que existe un singular honor en el auxilio y asistencia a los hombres, imitando al Maestro. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solo sirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio», virtudes como la humildad de corazón, la generosidad, la fortaleza, la alegría..., que nos capacitan para poner la vida al servicio de Dios, de la familia, de los amigos, de la sociedad.
II. La vida de Jesús es un incansable servicio –incluso material– a los hombres: los atiende, les enseña, los conforta..., hasta dar la vida. Si queremos ser sus discípulos, ¿cómo no vamos nosotros a fomentar esa disposición del corazón que nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado?
La última noche, antes de la Pasión, Cristo quiso dejarnos un ejemplo particularmente significativo de cómo debíamos comportarnos: mientras celebraban la Cena, se levantó el Señor, se quitó el manto, tomó la toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Realizó la tarea propia de los siervos de la casa. «De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
»Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13, 15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres». Servimos al Señor cuando procuramos ser ejemplares en el cumplimiento de los propios deberes, y cuando nos esforzamos en dar a conocer las enseñanzas de la Iglesia con claridad y con valentía en un mundo confuso, ignorante y frecuentemente errado en puntos claves, incluso de la ley natural. En esta situación, en la que se encuentra buena parte de la sociedad, «el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina»
El ejercicio de la profesión hemos de entenderlo, no solo como un medio de ganar lo necesario y para desarrollar noblemente la propia personalidad, sino como un servicio a la sociedad, un medio de contribuir al desarrollo y al necesario bienestar. Algunas profesiones constituyen un servicio directo a las personas y dan mayor posibilidad de ejercitar una serie de virtudes que vuelven al corazón más generoso y humilde. La figura de Cristo atendiendo a quienes se le acercan, lavando los pies a los discípulos..., ha de ser un poderoso estímulo para atender a aquellos que, por deber profesional, nos son encomendados.
La meditación frecuente de las palabras del Señor –no he venido a ser servido, sino a servir– nos ayudará a no detenernos ante esos trabajos más molestos –a veces más necesarios–: así serviremos como Él lo hizo. La vida familiar es un excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. Estos pequeños servicios –en los que procuramos adelantarnos– son también un ejercicio constante de la caridad, y un medio para no caer en el aburguesamiento y para crecer en la vida de unión con Dios, si los hacemos por Él. El Señor nos llama con ocasión de las necesidades ajenas, particularmente de los enfermos, los ancianos, y de quienes de alguna manera son más indigentes. Estas ayudas son particularmente gratas al Señor cuando se realizan con tal humildad y finura humana que apenas se advierten, y que no piden ser recompensadas.
III. No imaginamos al Señor con un gesto forzado o triste, quejoso, cuando las multitudes acuden a Él, o mientras lava los pies a los discípulos. El Señor sirve con alegría, amablemente, en tono cordial. Y así debemos hacer nosotros cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a quienes están próximos: Servid al Señor con alegría, nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista; es más, el Señor promete la alegría, la felicidad, a quienes sirven a los demás: después de lavar los pies a sus discípulos, afirma: si aprendéis esto, seréis dichosos si lo practicáis. Esta es, quizá, la primera cualidad del corazón que se da a Dios y que busca motivos –a veces muy pequeños– para darse a los demás. Aquello que entregamos con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor nuevo y se apreciara también más. Y cuando se presente la oportunidad, o el deber, de prestar un servicio que en sí es desagradable y molesto, «hazlo con especial alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia». Puede que nos resulte costoso, y entonces pediremos: «¡Jesús, que haga buena cara!».
Para servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo, en el oficio que realizamos. Sin esta competencia poco valdría la mejor buena voluntad: «para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección»
La ayuda y la atención a los demás hemos de prestarlas sin esperar nada a cambio, con generosidad, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece. Y, en todo caso, recordemos que Cristo es «buen pagador» y que, cuando le imitamos, Él tiene en cuenta hasta el menor gesto, el auxilio más pequeño que hemos prestado. Nos mira, y nos sentimos bien pagados.
Examinemos hoy junto al Señor si tenemos una disposición de servicio en el ejercicio de la profesión, si realmente servimos a la sociedad a través de ella, si en nuestro hogar, en el lugar de trabajo, imitamos al Señor, que no vino a ser servido, sino a servir. De modo particular, este espíritu de servicio se ha de poner de manifiesto si ejercemos un cargo de responsabilidad, de autoridad, de formación. Examinemos si procuramos evitar, de ordinario, que los demás nos presten servicios no debidos al cargo y que nosotros mismos podemos realizar. Hemos de tener una actitud muy distinta de aquellos que se valen de la autoridad, del prestigio, de la edad, para pedir o, mucho peor, exigir unas prestaciones que resultarían intolerables incluso desde un punto de vista exclusivamente humano.
Acudimos a San José, servidor fiel y prudente, que estuvo siempre dispuesto a sacar adelante la Sagrada Familia con múltiples sacrificios, y que prestó incontables ayudas a Jesús y a María. Le pedimos que sepamos tener también nosotros esa misma disposición de alma con la propia familia, con las personas con quienes convivimos, sea cual sea el puesto que ocupemos, con las personas que tratamos en el ejercicio de nuestra profesión o por razón de amistad..., con aquellas que se acercan a pedirnos una información o un pequeño favor en medio de la calle. Con la ayuda del Santo Patriarca, veremos en ellos a Jesús y a María. Así nos será fácil servirles.

29 de mayo de 2018

DEJAR LAS COSAS PARA SEGUIR A CRISTO

— Necesidad de un desasimiento de los bienes materiales para seguir a Cristo.

— Jesús es infinitamente generoso en su recompensa a quienes le siguen.

—  El ciento por uno aquí en la tierra y la vida eterna junto a Dios en el Cielo.

I. Después del encuentro con el joven rico que considerábamos ayer, Jesús y sus discípulos emprendieron de nuevo el camino hacia Jerusalén. En todos había quedado grabada la triste despedida de este adolescente que estaba muy apegado a sus posesiones, y las fuertes palabras de Jesús hacia aquellos que por un desordenado amor a los bienes de la tierra no son capaces –no quieren– de seguirle. Ahora, ya en el camino, probablemente para romper el silencio que ha provocado la escena anterior, Pedro dice a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido1. San Mateo recogió con toda claridad el sentido de las palabras de Pedro: ¿qué recompensa tendremos?2. ¿Qué vamos a recibir?

San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio de la Misa de hoy, nos interpela con estas palabras: «Te pregunto a ti, alma cristiana. Si se te dijese lo que a aquel rico: Vete, vende también tú todas las cosas y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sigue a Cristo, ¿te irías triste como él?»3.

Nosotros, como los Apóstoles, hemos dejado lo que el Señor nos ha ido pidiendo, cada uno según su vocación, y tenemos el firme empeño de romper cualquier atadura que nos impida correr hasta Cristo y seguirle. Hoy podemos renovar el propósito de poner al Señor como centro de la propia existencia con un desasimiento efectivo, con hechos, de lo que tenemos y usamos para que, como San Pablo, podamos decir: Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo4. Ciertamente, «el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas desprecia todas las cosas; para este son basuras las haciendas, las riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni siquiera que pueda ponerse en su presencia»5. Ninguna cosa tiene valor en comparación con Cristo.

Nosotros lo hemos dejado todo... «¿Qué has dejado, Pedro? Una navichuela y una red. Él, sin embargo, podría responderme: He dejado todo el mundo, ya que nada he guardado para mí (...). Lo abandonaron todo (...) y siguieron a quien hizo el mundo, y creyeron en sus promesas»6, como queremos hacer nosotros. Podemos decir que lo hemos dejado todo cuando nada se interpone en nuestro amor a Cristo. El Señor exige –lo hemos considerado repetidamente, porque es un punto esencial para seguirle– la virtud de la pobreza a todos sus discípulos, de cualquier tiempo y en cualquier situación en la que los hayan colocado las circunstancias de la vida; también pide la austeridad real y efectiva en la posesión y uso de los bienes materiales, y ello incluye «mucha generosidad, innumerables sacrificios y un esfuerzo sin descanso»7, llega a decir Pablo VI; para ello es necesario aprender a vivir de modo práctico esta virtud en la vida corriente de todos los días: a la hora de ahorrar gastos inútiles evitando los caprichos personales, en el aprovechamiento del tiempo, al vivir la virtud de la generosidad en las cosas de Dios; igualmente, en el sostenimiento de obras buenas, en el cuidado de la ropa, de los muebles, de los utensilios del hogar...

También a quienes han recibido en medio del mundo y en el ejercicio de su profesión una llamada más específica al apostolado –como aquellos Doce– les puede pedir el Señor un desprendimiento total de bienes, riquezas, tiempo, familia, etc., en razón de una más plena disponibilidad en servicio de la Iglesia y de las almas.

II. Lo hemos dejado todo... Cuántas veces hemos experimentado, al responder con nueva generosidad ante las exigencias de la vocación cristiana, que el desprendimiento efectivo de los bienes lleva consigo la liberación de un peso considerable: como el soldado que se despoja de su impedimenta al entrar en combate para estar más ágil de movimientos. Saboreamos así, en el servicio de Dios, un señorío sobre las cosas que nos rodean: ya no se es esclavo de ellas y se vive con gozo aquello a lo que aludía San Pablo: estamos en el mundo como quienes nada tenemos, pero todo lo poseemos8. El corazón del cristiano que de esta manera se ha despojado del egoísmo se llena más fácilmente de la caridad, y con ella todas las cosas son suyas: Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios9.

Pedro recuerda a Jesús que, a diferencia del joven que acaban de dejar, ellos lo abandonaron todo por Él. Simón no mira atrás, pero parece tener necesidad de unas palabras del Maestro que les reafirme en que han salido ganando en el cambio, que vale la pena estar junto a Él, aunque no posean nada. El Apóstol se manifiesta muy humano, pero su pregunta expresa a la vez la confianza que le unía al Señor. Jesús se llenó de ternura ante aquellos que, a pesar de sus defectos, le seguían con fidelidad: En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna... «¡A ver si encuentras, en la tierra, quien pague con tanta generosidad!»10. No se queda corto Jesús. Ni un vaso de agua fría –una limosna, un servicio, cualquier buena acción– dado por Cristo quedará sin su recompensa11. Seamos sinceros al examinar cómo vivimos el desprendimiento, la pobreza: ¿podemos afirmar ante Dios que lo hemos dejado todo?

Si es así, Jesús no dejará de confirmarnos en el camino. Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de las acciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de día tras día por puro amor? Quien multiplicó panes y peces para una multitud que le sigue unas jornadas, quizá sin mucha rectitud de intención, ¿qué no hará por los que hayan dejado todo para seguirle siempre? Si estos que van en pos de Él tuvieran necesidad de una ayuda particular para seguir adelante, ¿cómo podrá olvidarse Jesús?, ¿qué nos negará nuestro Padre Dios cuando acudimos a Él ante la falta de medios? «Solo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?»12.

Las palabras de Cristo dieron seguridad a quienes le acompañaban aquel día camino de Jerusalén, y a cuantos a través de los siglos, después de haber entregado todo al Señor, de nuevo buscan en la enseñanza del Señor la firmeza de la fe y de la entrega. La promesa de Cristo rebasa con creces toda la felicidad que el mundo puede dar. Él nos quiere felices también aquí en la tierra: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya en esta vida, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos. Y a este gozo y paz, anticipo del Cielo, hay que añadir la bienaventuranza eterna. «Son dos horas de vida y grandísimo el premio; y cuando no hubiera ninguno, sino cumplir lo que nos aconsejó el Señor, es grande la paga en imitar en algo a Su Majestad»13.

III. «A los hombres y a los animales, Señor –dice el salmista–, aseguráis la salud en proporción a la extensión inmensa de vuestra compasiva bondad (Sal 35, 7). Si Dios concede a todos, a los buenos y a los malos, a los hombres y a los animales, un don tan precioso, hermanos míos, ¿qué no reservará a aquellos que le son fieles?»14. Vale la pena seguir al Señor, serle fieles en todo momento, darlo todo por Él, ser generosos sin medida. Él nos dice, a través de San Juan Crisóstomo: «El oro que piensas prestar, dámelo a mí, que te pagaré más intereses y con más seguridad. El cuerpo que piensas alistar en la milicia de otro, alístalo en la mía, porque yo supero a todos en paga y retribución... Su amor es grande. Si deseas prestarle, Él está dispuesto a recibir. Si quieres sembrar, Él vende la semilla; si construir, Él te dice: edifica en mis solares. ¿Por qué corres tras las cosas de los hombres, que son pobres mendigos y nada pueden? Corre en pos de Dios, que por cosas pequeñas te da otras grandes»15.

No debemos olvidar que a la recompensa el Señor añade con persecuciones, porque estas también son un premio para los discípulos de Cristo; la gloria del cristiano es asemejarse a su Maestro, tomando parte en su Cruz para participar con Él en su gloria16. Si llegan estas pruebas, en sus formas más diversas (la persecución sangrienta, la calumnia, la discriminación profesional, la burla...), debemos entender que podemos convertirlas en un bien, parte del premio, pues permite el Señor que participemos de su Cruz y nos unamos más a Él.

Quien es fiel a Cristo tiene prometido el Cielo para siempre. Oirá la voz del Señor, a quien ha procurado servir aquí en la tierra, que le dice: Ven, bendito de mi Padre, al Cielo que tenía preparado desde la creación del mundo17. Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya compensa todo aquello que dejamos a un lado para seguir mejor a Cristo, o lo poco que hubimos de padecer por Él. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús.

Y aunque seguimos a Cristo por amor, si llegara el momento en que todo parece costar un poco más, nos vendrá bien repetir despacio alguna jaculatoria que nos ayude a pensar en el premio: vale la pena, vale la pena, vale la pena. Saldrá así fortalecida la esperanza y se hará seguro el caminar.

Si tenemos a Jesucristo, ninguna otra cosa echaremos en falta. De la vida de Santo Tomás de Aquino se cuenta que un día le dijo Nuestro Señor: «Has escrito bien de mí, Tomás, ¿qué recompensa deseas?». «Señor –respondió el Santo–, ninguna más que a Ti.» Tampoco nosotros queremos otra cosa: con Jesús, cerca de Él, andaremos por la vida llenos de alegría.

Que Santa María consiga para nosotros, con su intercesión poderosa, disposiciones firmes de desprendimiento y generosidad, y de esta forma, como Ella supo hacerlo, contagiemos a nuestro alrededor un clima alegre de amor a la pobreza cristiana.

28 de mayo de 2018

EL JOVEN RICO

— Dios llama a todos. Necesidad del desprendimiento para seguir a Cristo.
— La respuesta a la personal vocación.
— Pobreza y desprendimiento en nuestra vida corriente.
I. Nos dice el Evangelio de la Misa1 que salía ya Jesús de una ciudad y se ponía en camino hacia otro lugar, cuando vino un joven corriendo y se detuvo ante el Señor. Los tres Evangelistas que nos relatan el suceso nos dicen que era de buena posición social. Se arrodilló a los pies de Cristo, y le hizo una pregunta fundamental para todo hombre: Maestro, le dice, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús está de pie, rodeado de sus discípulos, que contemplan la escena; el joven, de rodillas. Es un diálogo abierto, en el que el Señor comienza dándole una respuesta general: Guarda los mandamientos. Y los enumera: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás... Él respondió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia... ¿Qué me falta aún?, recoge San Mateo2. Es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez ante el desencanto íntimo de las cosas que siendo buenas no acaban de llenar el corazón, y ante la vida que va pasando sin apagar esa sed oculta que no se sacia. Y Cristo tiene una respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida.
Jesús sabía que en el corazón de aquel joven se hallaba un fondo de generosidad, una capacidad grande de entrega. Por eso lo miró complacido, con amor de predilección, y le invitó a seguirle sin condición alguna, sin ataduras. Se quedó mirándolo fijamente, como solo Cristo sabe mirar, hasta lo más profundo del alma. «Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta “mirada amorosa” de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (...). Al hombre le es necesaria esta “mirada amorosa”; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo»3. Así nos ve el Señor ahora y siempre, con amor hondo, de predilección.
El Maestro, con una voz que tendría una entonación particular, le dijo: Una cosa te falta aún. Una sola. ¡Con qué expectación aguardaría aquel joven la respuesta del Maestro! Era, sin duda, lo más importante que iba a oír en toda su existencia. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres... Luego ven y sígueme. Era una invitación a entregarse por entero al Señor. No esperaba esto aquel joven. Los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación, en nuestros ensueños. Los proyectos divinos, de una forma u otra, siempre pasan por el desprendimiento de todo aquello que nos ata. Para seguir a Cristo necesitamos tener el alma libre. Las muchas riquezas de este joven fueron el gran obstáculo para aceptar el requerimiento de Jesús, lo más grande que ocurrió en su vida.
Dios llama a todos: a sanos y a enfermos, a personas con grandes cualidades y a las de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces; a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. Y a todos nos llama a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, a la entrega; a todos nos dice en nuestro interior: ven y sígueme. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de «media entrega», con condicionamientos.
Este joven ve de repente su vocación: la llamada a una entrega plena. Su encuentro con Jesús le descubre el sentido y el quehacer fundamental de su vida. Y ante Él se pone al descubierto su verdadera disponibilidad. Había creído realizar la voluntad de Dios porque cumplía los mandamientos de la Ley. Cuando Cristo le pone delante una entrega completa, se descubre lo mucho que está apegado a sus cosas y el poco amor a la voluntad de Dios. También hoy se repite esta escena. «Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante. —Pero que no “encaja”: si le hablas de sacrificio y apostolado, se entristece y se te va.
»No te preocupes. —No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelista: “si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres” (sacrificio)... “y ven después y sígueme” (apostolado).
»El adolescente “abiit tristis” —se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia»4. Se marchó lleno de tristeza, porque la alegría solo es posible cuando hay generosidad y desprendimiento. Entonces la vida se llena de gozo en esa disponibilidad absoluta ante el querer de Dios que se manifiesta cada día en cosas pequeñas y en momentos bien precisos de nuestra vida. Digámosle hoy al Señor que nos ayude con su gracia para que, en todo momento, pueda contar efectivamente con nosotros para lo que quiera, sin condiciones ni ataduras. «Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me separe de Ti», le decimos en este diálogo con Él.
II. «La tristeza de este joven –comenta el Papa Juan Pablo II– nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo: ¡no estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor y no a la huida! El amor verdadero es exigente (...). Porque fue Jesús –nuestro mismo Jesús– quien dijo: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15, 14). El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios. Significa sacrificio y disciplina, pero significa también alegría y realización humana (...). Con la ayuda de Cristo y a través de la oración vosotros podréis responder a su llamada (...). Abrid vuestros corazones a este Cristo del Evangelio, a su amor, a su verdad, a su alegría. ¡No os vayáis tristes!»5.
La llamada del Señor a seguirle de cerca exige una actitud de respuesta continua, porque Él, en sus diferentes llamamientos, pide una correspondencia dócil y generosa a lo largo de la existencia. Por eso debemos ponernos con frecuencia delante del Señor –cara a cara con Él, sin anonimato– y preguntarle, como este joven: ¿Qué me falta?, ¿qué exigencias tiene hoy, en estas circunstancias mi vocación de cristiano?, ¿qué caminos quieres que siga? Seamos sinceros: quien tiene verdaderos deseos de saber, llega a conocer con claridad los caminos de Dios. «El cristiano va descubriendo así, en medio de su vida corriente, cómo su vocación debe desplegarse a través de un tejido menudo y cotidiano de llamadas y sugerencias divinas (...), de instantes significativos, de “vocaciones” concretas, para realizar, por amor a su Señor, pequeñas o grandes tareas en el mundo de los hombres. Es en medio de este diálogo con el Señor como un hombre puede escuchar esa voz divina que le pide tomar unas decisiones definitivas, radicales (...). La palabra de Dios puede llegar con el huracán o con la brisa (1 Rey 19, 22)»6. Pero para seguirla debemos estar desprendidos de toda atadura: solo Cristo importa. Todo lo demás, en Él y por Él.
III. Aquel joven se levantó del suelo, esquivó aquella mirada de Jesús y su invitación a una vida honda de amor, y se marchó –todos se dieron cuenta– con la tristeza señalada en el rostro. «El instinto nos indica que la negativa de aquel momento fue definitiva»7. El Señor vio con pena cómo se alejaba; el Espíritu Santo nos revela el motivo de aquel rechazo a la gracia: tenía muchos bienes, y estaba muy apegado a ellos.
Después de este incidente, la comitiva emprende su camino. Pero antes, o quizá mientras recorren los primeros pasos, Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Ellos quedaron impresionados por sus palabras. Y el Señor repitió con más fuerza: Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino. Hemos de considerar con atención la enseñanza de Jesús y aplicarla a nuestra vida: no se pueden conciliar el amor a Dios, el seguirle de cerca, y el apegamiento a los bienes materiales: en un mismo corazón no caben esos dos amores. El hombre puede orientar su vida proponiéndose como fin a Dios, al que se alcanza, con la ayuda de la gracia, también a través de las cosas materiales, usándolas como medios, que eso son; o puede, desgraciadamente, poner en las riquezas la esperanza de su plenitud y felicidad: deseo desmedido de bienes, de lujo, de comodidad, ambición, codicia...
Hoy puede ser una buena ocasión para que examinemos valientemente en la intimidad de nuestra oración qué nos mueve en nuestro actuar, dónde tenemos puesto el corazón: si tenemos planteado un verdadero empeño por andar desprendidos de los bienes de la tierra, o bien si, por el contrario, sufrimos cuando padecemos necesidad; si estamos vigilantes para reaccionar ante un detalle que manifieste aburguesamiento y comodidad, servidos a menudo por los reclamos de la sociedad de consumo; si somos parcos en las necesidades personales, si frenamos la tendencia a gastar, si evitamos los gastos superfluos, si no nos creamos falsas necesidades de las que podríamos prescindir con un poco de buena voluntad, si nos esforzamos por no ceder en los caprichos y antojos que fácilmente se pueden presentar, si cuidamos con esmero las cosas de nuestro hogar y los bienes que usamos; si actuamos con la conciencia clara de ser solo administradores que han de dar cuenta a su verdadero Dueño, Dios nuestro Señor; si llevamos con alegría las incomodidades y la falta de medios; si somos generosos en la limosna a los más necesitados y en el sostenimiento de obras buenas, privándonos de cosas que nos agradaría poseer... Solo así viviremos con la alegría y la libertad necesaria para ser discípulos del Señor en medio del mundo.
Seguir de cerca a Cristo es nuestro supremo ideal; no queremos marcharnos como aquel joven, con el alma impregnada de profunda tristeza porque no supo desprenderse de unos bienes de escaso valor ante la riqueza inmensa de Jesús.

27 de mayo de 2018

SANTISIMA TRINIDAD




— Presencia de Dios, Uno y Trino, en el alma en gracia.
— La vida sobrenatural del cristiano se orienta al conocimiento y al trato con la Santísima Trinidad.
— Templos de Dios.I. Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él1, respondió Jesús en la Última Cena a uno de sus discípulos que le había preguntado por qué se habría de manifestar a ellos y no al mundo, como los judíos de aquel tiempo pensaban de la aparición del Mesías. El Señor revela que no solo Él, sino la misma Trinidad Beatísima, estaría presente en el alma de quienes le aman, como en un templo2. Esta revelación constituye «la sustancia del Nuevo Testamento»3, la esencia de sus enseñanzas.

Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– habita en nuestra alma en gracia no solo con una presencia de inmensidad, como se encuentra en todas las cosas, sino de un modo especial, mediante la gracia santificante4. Esta nueva presencia llena de amor y de gozo inefable al alma que va por caminos de santidad. Y es ahí, en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida: en la calle, en el trabajo, en el deporte, mientras descansamos... «Oh, pues, alma hermosísima –exclamaba San Juan de la Cruz– que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y mirarte con él, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el lugar y escondrijo donde está escondido; que es cosa de gran contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en ti o, por mejor decir, tú no puedes estar sin él. Cata –dice el Esposo– que el reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17, 21); y su siervo el Apóstol San Pablo: Vosotros -dice- sois templos de Dios (2 Cor 6, 16)»5.

Esta dicha de la presencia de la Trinidad Beatísima en el alma no está destinada solo para personas extraordinarias, con carismas o cualidades excepcionales, sino también para el cristiano corriente, llamado a la santidad en medio de sus quehaceres profesionales y que desea amar a Dios con todo su ser, aunque, como señala Santa Teresa de Jesús, «hay muchas almas que están en la ronda del castillo (del alma), que es adonde están los que le guardan, y no se les da nada entrar dentro, ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar, ni quién está dentro...»6. En ese «precioso lugar», en el alma que resplandece por la gracia, está Dios con nosotros: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Esta presencia, que los teólogos llaman inhabitación, solo difiere por su condición del estado de bienaventuranza de quienes ya gozan de la felicidad eterna en el Cielo7. Y aunque es propia de las Tres divinas Personas, se atribuye al Espíritu Santo, pues la obra de la santificación es propia del Amor.

Esta revelación que Dios hizo a los hombres, como en confidencia amorosa, admiró desde el principio a los cristianos, y llenó sus corazones de paz y de gozo sobrenatural. Cuando estamos bien asentados en esta realidad sobrenatural –Dios, Uno y Trino, habita en mí– convertimos la vida –con sus contrariedades, e incluso a través de ellas– en un anticipo del Cielo: es como meternos en la intimidad de Dios y conocer y amar la vida divina, de la que nos hacemos partícipes. ¡Océano sin fondo de la vida divina! // Me he llegado a tus márgenes con un ansia de fe. // Di, ¿qué tiene tu abismo que a tal punto fascina? // ¡Océano sin fondo de la vida divina! // Me atrajeron tus ondas... ¡y ya he perdido pie!8.

II. El cristiano comienza su vida en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y en este mismo Nombre se despide de este mundo para encontrar en la plenitud de la visión en el Cielo a estas divinas Personas, a quienes ha procurado tratar aquí en la tierra. Un solo Dios y Tres divinas Personas: esta es nuestra profesión de fe, la que los Apóstoles recogieron de labios de Jesús y transmitieron, la que creyeron desde el primer momento todos los cristianos, la que el Magisterio de la Iglesia ha enseñado siempre. Los cristianos de todos los tiempos, en la medida en que avanzaban en su caminar hacia Dios, han sentido la necesidad de meditar esta verdad primera de nuestra fe y de tratar a cada una de Ellas. Santa Teresa de Jesús nos cuenta en su Vida cómo meditando precisamente una de las más antiguas reglas de fe sobre el misterio trinitario –el llamado Símbolo Atanasiano o Quicumque– recibió especiales gracias para penetrar en esta maravillosa realidad. «Estando una vez rezando el Quicumque vult -escribe la Santa-, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y me consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando o pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento»9.

Toda la vida sobrenatural del cristiano se orienta a ese conocimiento y trato íntimo con la Trinidad, que viene a ser «el fruto y el fin de toda nuestra vida»10. Para este fin hemos sido creados y elevados al orden sobrenatural: para Conocer, tratar y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, que habitan en el alma en gracia. De estas divinas Personas, el cristiano llega a tener en esta vida «un conocimiento experimental» que, lejos de ser una cosa extraordinaria, está dentro de la vía normal de la santidad11. Santidad a la que es llamada la madre de familia que apenas tiene tiempo para atender y sacar adelante el hogar, el obrero que comienza su trabajo antes del amanecer, el enfermo al que no le permite hacer nada su enfermedad... Dios, en su amor infinito por cada alma, desea ardientemente darse a conocer de esa manera íntima y amorosa a quienes de verdad siguen tras las huellas de su Hijo.

En ese camino hacia la Trinidad, a la que deben conducir todos nuestros empeños, llevamos como Guía y Maestro al Espíritu Santo. Yo rogaré al Padre -había prometido el Señor, y su palabra no puede fallar- y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, Yo volveré a vosotros12. En este vosotros nos incluimos, dichosamente, quienes hemos sido bautizados y, de modo particular, quienes queremos seguir a Jesús de cerca, desde el lugar y las circunstancias donde la vida nos ha situado. Es dulce meditar que este misterio inaccesible a la sola razón humana se hace luminoso con la luz de la fe y la ayuda del Espíritu Santo: a vosotros se os han dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos13. Pidámosle hoy que nos guíe en ese camino lleno de luz.

III. A la vez que pedimos al Espíritu Santo un deseo grande de purificar el corazón, hemos de desear este encuentro íntimo con la Beatísima Trinidad, sin que nos detenga el que quizá cada vez vemos con más claridad nuestras flaquezas y nuestra tosquedad para con Dios. Cuenta Santa Teresa que al considerar la presencia de las Tres divinas Personas en su alma «estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como es mi alma»; entonces, le dijo el Señor: «No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen»14. Y la Santa quedó llena de consuelo. A nosotros nos puede hacer un gran bien considerar estas palabras como dirigidas a nosotros mismos, y nos animarán a proseguir en ese camino que acaba en Dios. También debemos tratar a quienes cada día encontramos y hablamos como poseedores de un alma inmortal, imagen de Dios, que son o pueden llegar a ser templos de Dios.

Sor Isabel de la Trinidad, recientemente beatificada, escribía a su hermana, al tener noticia del nacimiento y bautizo de su primera sobrina: «Me siento penetrada de respeto ante este pequeño santuario de la Santísima Trinidad... Si estuviese a su lado, me arrodillaría para adorar a Aquel que mora en ella»15.

La Iglesia nos recomienda alimentar la piedad con un sólido alimento, y por eso hemos de rezar o meditar esas reglas de fe y las oraciones compuestas para alabanza de la Trinidad: el Símbolo Atanasiano o Quicumque (que antiguamente los cristianos recitaban cada domingo después de la homilía, y que aún hoy muchos recitan y meditan en honor de la Santísima Trinidad), el Trisagio Angélico, especialmente en esta Solemnidad, el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo... Cuando, con la ayuda de la gracia, aprendemos a penetrar en estas prácticas de devoción es como si volviéramos a oír las palabras del Señor: dichosos vuestros ojos, porque ven; y dichosos vuestros oídos, porque oyen: pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver los que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron16.

Terminamos este rato de oración repitiendo en nuestro corazón, con San Agustín: «Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Que yo ansíe siempre ver tu rostro. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y que me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana esta, conserva aquella. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia: si me abres, recibe al que entra; si me cierras el postigo, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa (...).

»Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin comprenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, alabándote unánimemente, y hechos en Ti también nosotros una sola cosa»17.

La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es la sustancia de nuestra vida sobrenatural, y ese es también nuestro fin: porque en el Cielo, junto a nuestra Madre Santa María –Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: ¡más que Ella, solo Dios!18–, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

26 de mayo de 2018

COMO NIÑOS

— Infancia espiritual y sencillez.

— Manifestaciones de piedad y de naturalidad cristiana.

— Para ser sencillos.

I. En diversas ocasiones relata el Evangelio cómo los niños se acercaban a Jesús, quien los acogía, los bendecía y los mostraba como ejemplo a sus discípulos. Hoy nos enseña una vez más la necesidad de hacernos como uno de aquellos pequeños para entrar en su Reino: En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos1.

En esos niños que Jesús abraza y bendice están representados no solo todos los niños del mundo, sino también todos los hombres, a quienes el Señor indica cómo deben «recibir» el Reino de Dios.

Jesús ilustra de una manera gráfica la doctrina esencial de la filiación divina: Dios es nuestro Padre y nosotros sus hijos; nuestro comportamiento se resume en saber hacer realidad la relación que tiene un buen hijo con un buen padre. Ese espíritu de filiación divina lleva consigo el sentido de dependencia del Padre del Cielo y el abandono confiado en su providencia amorosa, igual que un niño confía en su padre; la humildad de reconocer que por nosotros nada podemos; la sencillez y la sinceridad, que nos mueve a mostrarnos tal como somos2.

Volverse interiormente como niños, siendo personas mayores, puede ser tarea costosa: requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios. «La infancia espiritual no es memez espiritual, ni “blandenguería”: es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios»3. El cristiano decidido a vivir la infancia espiritual practica con más facilidad la caridad, porque «el niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el fraude, ni se atreve a engañar. El cristiano, como el niño pequeño, no se aíra si es insultado (...), no se venga si es maltratado. Más aún: el Señor le exige que ore por sus enemigos, que deje la túnica y el manto a los que se lo llevan, que presente la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5, 40)»4. El niño olvida con facilidad y no almacena los agravios. El niño no tiene penas.

La infancia espiritual conserva siempre un amor joven, porque la sencillez impide retener en el corazón las experiencias negativas. «¡Has rejuvenecido! Efectivamente, adviertes que el trato con Dios te ha devuelto en poco tiempo a la época sencilla y feliz de la juventud, incluso a la seguridad y gozo –sin niñadas– de la infancia espiritual... Miras a tu alrededor, y compruebas que a los demás les sucede otro tanto: transcurren los años desde su encuentro con el Señor y, con la madurez, se robustecen una juventud y una alegría indelebles; no están jóvenes: ¡son jóvenes y alegres!

»Esta realidad de la vida interior atrae, confirma y subyuga a las almas. Agradéceselo diariamente “ad Deum qui laetificat iuventutem” —al Dios que llena de alegría tu juventu»5. Verdaderamente, el Señor alegra nuestra juventud perenne en los comienzos y en los años de la madurez o de la edad avanzada. Dios es siempre la mayor alegría de la vida, si vivimos delante de Él como hijos, como hijos pequeños siempre necesitados.

II. La filiación divina engendra devociones sencillas, pequeñas obras de obsequio a Dios Nuestro Padre, porque un alma llena de amor no puede permanecer inactiva6. Es el cristiano, que ha necesitado de toda la fortaleza para hacerse niño, quien puede dar su verdadero sentido a las devociones pequeñas. Cada uno ha de tener «piedad de niños y doctrina de teólogos», solía decir San Josemaría Escrivá. La formación doctrinal sólida ayuda a dar sentido a la mirada que dirigimos hacia una imagen de Nuestra Señora y a convertir esa mirada en un acto de amor, o a besar un crucifijo, y a no permanecer indiferente ante una escena del Vía Crucis. Es la piedad recia y honda, amor verdadero, que necesita expresarse de alguna forma. Dios nos mira entonces complacido, como el padre mira al hijo pequeño, a quien quiere más que a todos los negocios del mundo.

La fe sencilla y profunda lleva a manifestaciones concretas de piedad, colectivas o personales, que tienen una razón de ser humana y divina. A veces, son costumbres piadosas del pueblo cristiano que nos han transmitido nuestros mayores en la intimidad del hogar y en el seno de la Iglesia. Junto al deseo de mejorar más y más la personal formación doctrinal –la más profunda que podamos adquirir en nuestras circunstancias personales–, hemos de vivir con amor esos detalles sencillos de piedad que nos hemos inventado nosotros o que han servido, durante muchas generaciones, para amar a Dios a tantas gentes diversas, que agradaron a Dios porque se hicieron como niños. Así, desde los orígenes de la Iglesia ha sido costumbre adornar con flores los altares y las imágenes santas, besar el crucifijo o el rosario, tomar agua bendita y santiguarse...

En algunos lugares, al no apreciarlas como manifestaciones de amor, algunos rechazan estas piadosas y sencillas costumbres del pueblo cristiano, que consideran equivocadamente propias de un «cristiano infantil». Han olvidado estas palabras del Señor: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él; no quieren tener presente que delante de Dios siempre somos como hijos pequeños y necesitados, y que en la vida humana el amor se expresa frecuentemente en detalles de escaso relieve. Estas muestras de afecto, observadas desde fuera, sin amor y sin comprensión, con crítica objetividad, carecerían de sentido. Sin embargo, ¡cuántas veces se habrá conmovido el Señor por la oración de los niños y de los que por amor se hacen como ellos!

Los Hechos de los Apóstoles han dejado constancia de cómo los primeros cristianos alumbraban con abundantes luces las salas donde celebraban la Sagrada Eucaristía7, y gustaban de encender sobre los sepulcros de los mártires lamparillas de aceite hasta que se consumían. San Jerónimo elogia de este modo a un buen sacerdote: «Adornaba las basílicas y capillas de los mártires con variedad de flores, ramaje de árboles y pámpanos de viñas, de suerte que todo lo que agradaba en la iglesia, ya fuera por su orden o por su gracia, era testimonio del trabajo y fervor del presbítero»8. Son pequeñas manifestaciones externas de piedad, apropiadas a la naturaleza humana, que necesita de las cosas sensibles para dirigirse a Dios y expresarle adecuadamente sus necesidades y deseos.

Otras veces la sencillez tendrá manifestaciones de audacia: cuando estamos recogidos en la oración, o cuando caminamos por la calle, podemos decirle al Señor cosas que no nos atreveríamos a decir –por pudor– delante de otras personas, porque pertenecen a la intimidad de nuestro trato. Sin embargo, es necesario que sepamos –y nos atrevamos– decirle a Él que le queremos, pero que nos haga más locos de Amor por Él...; que, si lo desea, estamos dispuestos a clavarnos más en la Cruz...; que le ofrecemos nuestra vida una vez más... Y esa audacia de la vida de infancia debe desembocar en propósitos concretos.

III. La sencillez es una de las principales manifestaciones de la infancia espiritual. Es el resultado de haber quedado inermes ante Dios, como el niño ante su padre, de quien depende y en quien confía. Delante de Dios no cabe el aparentar o el disimular los defectos o los errores que hayamos cometido, y también hemos de ser sencillos al abrir nuestra alma en la dirección espiritual personal, manifestando lo bueno, lo malo y lo dudoso que haya en nuestra vida.

Somos sencillos cuando mantenemos una recta intención en el amor al Señor. Esto nos lleva a buscar siempre y en todo el bien de Dios y de las almas, con voluntad fuerte y decidida. Si se busca a Dios, el alma no se enreda ni se complica inútilmente por dentro; no busca lo extraordinario; hace lo que debe, y procura hacerlo bien, de cara a Él. Habla con claridad: no se expresa con medias verdades, ni anda continuamente con restricciones mentales. No es ingenuo, pero tampoco suspicaz; es prudente, pero no receloso. En definitiva, vive la enseñanza del Maestro: Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas9.

«Por este camino llegarás, amigo mío, a una gran intimidad con el Señor: aprenderás a llamar a Jesús por su nombre y a amar mucho el recogimiento. La disipación, la frivolidad, la superficialidad y la tibieza desaparecerán de tu vida. Serás amigo de Dios: y en tu recogimiento, en tu intimidad, gozarás al considerar aquellas frases de la Escritura: Loquebatur Deus ad Moysem facie ad faciem, sicut solet loqui homo ad amicum suum. Dios hablaba a Moisés cara a cara, como suele hablar un hombre con su amigo»10. Oración que se expresa a lo largo del día en actos de amor y de desagravio, en acciones de gracias, en jaculatorias a la Virgen, a San José, al Ángel Custodio...

Nuestra Señora nos enseña a tratar al Hijo de Dios, su Hijo, dejando a un lado las fórmulas rebuscadas. Nos resulta fácil imaginarla preparando la comida, barriendo la casa, cuidando de la ropa... Y en medio de estas tareas se dirigirá a Jesús con confianza, con delicado respeto, ¡pues bien sabía Ella que era el Hijo del Altísimo!, y con inmenso amor. Le exponía sus necesidades o las de otros (¡No tienen vino!, le dirá en la boda de aquellos amigos o parientes de Caná), le cuidaba, le prestaba los pequeños servicios que se dan en la convivencia diaria, le miraba, pensaba en Él..., y todo eso era perfecta oración.

Nosotros necesitamos manifestar a Dios nuestro amor. Lo expresaremos en muchos momentos a través de la Santa Misa, de las oraciones que la Iglesia nos propone en la liturgia..., o a través de una visita de pocos minutos mientras transcurre el ajetreo diario, o colocando unas flores a los pies de una imagen de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Pidámosle hoy que nos dé un corazón sencillo y lleno de amor para tratar a su Hijo, que aprendamos de los niños, que con tanta confianza se dirigen a sus padres y a las personas que quieren.