"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de noviembre de 2014

1er DOMINGO de ADVIENTO

Marcos 13,33-37.

 En aquél tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: 

"Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento. 
Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. 
Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. 
No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos. 
Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Estén prevenidos!". 

HOY COMIENZA EL TIEMPO DE ADVIENTO

— Vigilantes ante la llegada del Mesías.
— Principales enemigos de nuestra santidad: las tres concupiscencias. La Confesión, medio para preparar la Navidad.
— Vigilantes mediante la oración, la mortificación y el examen de conciencia.
I. Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras1.
Quizá hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento2– de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas cuando miraban hacia adelante en espera de la redención de su pueblo. No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de venir el Mesías. Solo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas de la cárcel; que la luz que solo se divisaba entonces como un punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de Dios debía estar a la espera.
Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya se ha cumplido el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.
Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron3. Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo.
Estad vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos repetirá San Pablo4. Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia.
Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirad a Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz5. La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.
«Ven, Señor, y no tardes». Preparemos el camino para el Señor que llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos que inspiran nuestras acciones.
II. Como en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida6.
«La concupiscencia de la carne no es solo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
»El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).
»Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
»La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos»7.
Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca, pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador8.
Prepararemos este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios.
Así lo haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.
III. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a media noche, o al canto del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad9.
Para mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender10. «Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros»11.
Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.
«Hermanos –nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene, para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio»12.
Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.
Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús.
1 Colecta de la Misa del día. — 2 Cfr. R. A. Knox, Sermón sobre el Adviento, 21-XII-1947. — 3 Jn 1, 11.— 4Cfr. Rom 13, 11. — 5 Salmo responsorial. Lunes de la I Semana de Adviento. — 6 1 Jn 2, 16. — 7 San Josemaría EscriváEs Cristo que pasa, 5-6. — 8 Salmo responsorial de la Misa del día. Ciclo C. Sal 24. — 9Mc 13, 33-37. Evangelio de la Misa del día. Ciclo B. — 10 Cfr. 1 Tes 5, 4-11. — 11 Santa TeresaCamino de perfección, 19, 13. — 12 San BernardoSermón sobre los seis aspectos del Adviento, 1.

29 de noviembre de 2014

SABADO de la 34a Semana del tiempo Ordinario

Lucas 21,34-36.

Jesús dijo a sus discípulos: 

"Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes 
como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra. 

Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre". 

COMENTARIO:
El cielo para siempre, para siempre , para siempre....

LA META ES EL CIELO

— Anhelo del Cielo.
— La «divinización» del alma, de sus potencias y del cuerpo glorioso.
— La gloria accidental. Estar vigilantes.
I. Me mostró el río del agua de la vida claro como un cristal, procedente del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, y en una y otra orilla del río, está el árbol de la vida, que produce frutos doce veces (...). En ella estará el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto, verán su rostro y llevarán su nombre grabado en sus frentes1. La Sagrada Escritura acaba donde comenzó: en el Paraíso. Y las lecturas de este último día del año litúrgico nos señalan el fin de nuestro caminar aquí en la tierra: la Casa del Padre, nuestra morada definitiva,
El Apocalipsis nos enseña, mediante símbolos, la realidad de la vida eterna, donde se verá cumplido el anhelo del hombre: la visión de Dios y la felicidad sin término y sin fin. San Juan nos presenta en esta lectura el encuentro de quienes fueron fieles en esta vida: el agua es el símbolo del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, representado por el río que surge del trono de Dios y del Cordero. El nombre de Dios sobre las frentes de los elegidos expresa su pertenencia al Señor2. En el Cielo ya no habrá noche: no será necesaria luz ni lámparas ni el sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinará por los siglos de los Siglos3.
La muerte de los hijos de Dios será solo el paso previo, la condición indispensable, para reunirse con su Padre Dios y permanecer con Él por toda la eternidad. Junto a Él ya no habrá noche. En la medida en que vamos creciendo en el sentido de la filiación divina, perdemos el miedo a la muerte, porque sentimos con más fuerza el anhelo de encontrarnos con nuestro Padre, que nos espera. Esta vida es solo el camino hasta Él; «por eso es necesario vivir y trabajar en el tiempo llevando en el corazón la nostalgia del Cielo»4.
Muchos hombres, sin embargo, no tienen en su corazón esta «nostalgia del Cielo» porque se encuentran aquí satisfechos de su prosperidad y confort material y se sienten como si estuvieran en casa propia y definitiva, olvidando que no tenemos aquí morada permanente5 y que nuestro corazón está hecho para los bienes eternos. Han empequeñecido su corazón y lo han llenado de cosas que poco o nada valen, y que dejarán para siempre dentro de un tiempo no demasiado largo.
Los cristianos amamos la vida y todo lo que en ella encontramos de noble: amistad, trabajo, alegría, amor humano..., y no debe extrañarnos que a la hora de dejar este mundo experimentemos cierto temor y desazón, pues el cuerpo y el alma fueron creados por Dios para estar unidos y solo tenemos experiencia de este mundo. Sin embargo, la fe nos dará el consuelo inefable de saber que la vida se transforma, no se pierde; y al deshacerse la casa de nuestra habitación terrena, se nos prepara en el Cielo una eterna morada6. Después nos espera la Vida.
Los hijos de Dios quedarán maravillados en la gloria al ver todas las perfecciones de su Padre, de las que solo tuvieron un anticipo en la tierra. Y se sentirán plenamente en su casa, en su morada ya definitiva, en el seno de la Trinidad Beatísima7.
Por eso, podemos exclamar: «¡Si no nos morimos!: cambiamos de casa y nada más. Con la fe y el amor, los cristianos tenemos esta esperanza; una esperanza cierta. No es más que un hasta luego. Nos debíamos morir despidiéndonos así: ¡hasta luego!»8.
II. Los santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los siglos9.
En el Cielo todo nos parecerá enteramente joven y nuevo. Y esta novedad será tan impresionante que el viejo universo habrá desaparecido como un volumen enrollado10;y, sin embargo, el Cielo no será extraño a nuestros ojos. Será la morada que aun el corazón más depravado siempre anheló en el fondo de su ser. Será la nueva comunidad de los hijos de Dios, que habrán alcanzado allí la plenitud de su adopción. Estaremos con nuevos corazones y voluntades nuevas, con nuestros propios cuerpos transfigurados después de la resurrección. Y esta felicidad en Dios no excluirá las genuinas relaciones personales. «Ahí entran todos los amores humanos verdaderos, auténticamente personales: El amor de los esposos, aquel entre padre e hijos, la amistad, el parentesco, la limpia camaradería...
»Vamos todos caminando por la vida y, según pasan los años, son cada vez más numerosos los seres queridos que nos aguardan al otro lado de la barrera de la muerte. Esta se convierte en algo menos temeroso, incluso en algo alegre, cuando vamos siendo capaces de advertir que es la puerta de nuestro verdadero hogar en el que nos aguardan ya los que nos han precedido en el signo de la fe. Nuestro común hogar no es la tumba fría; es el seno de Dios»11.
Aquí nos encontramos con una pobreza desoladora para hacernos cargo de lo que será nuestra vida en el Cielo junto a nuestro Padre Dios. El Antiguo Testamento apunta la vida del Cielo evocando la tierra prometida, en la que ya no se sufrirán la sed y el cansancio, sino que, por el contrario, abundarán todos los bienes. No padecerán hambre ni sed, ni les afligirá el viento solano ni el sol, porque los guiará el que se ha compadecido de ellos, y los llevará a manantiales de agua12. Jesús, en el que tiene lugar la plenitud de la revelación, nos insiste una y otra vez en esta felicidad perfecta e inacabable. Su mensaje es de alegría y de esperanza en este mundo y en el que está por llegar.
El alma y sus potencias, y el cuerpo después de la resurrección, quedarán como divinizados, sin que esto suprima la diferencia infinita entre la creatura y su Creador. Además de contemplar a Dios tal como es en sí mismo, los bienaventurados conocen en Dios de modo perfectísimo a las criaturas especialmente relacionadas con ellos, y de este conocimiento obtienen también un inmenso gozo. Afirma Santo Tomás que los bienaventurados conocen en Cristo todo lo que pertenece a la belleza e integridad del mundo, en cuanto forman parte del universo. Y por ser miembros de la comunidad humana, conocen lo que fue objeto de su cariño o interés en la tierra; y en cuanto criaturas elevadas al orden de la gracia, tienen un conocimiento claro de las verdades de fe referentes a la salvación: la encarnación del Señor, la maternidad divina de María, la Iglesia, la gracia y los sacramentos13.
«Piensa qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso que en su honor se quema; piensa también en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas empiezan ya se acaban...
«En cambio, un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia ... ! Y sin empalago: te saciará sin saciar»14.
III. En el Cielo veremos a Dios y gozaremos en Él con un gozo infinito, según la santidad y los méritos adquiridos aquí en la tierra. Pero la misericordia de Dios es tan grande, y tanta su largueza, que ha querido que sus elegidos encuentren también un nuevo motivo de felicidad en el Cielo a través de los bienes legítimos creados a los que el hombre aspira; es lo que llaman los teólogos gloria accidental. A esta bienaventuranza pertenecen la compañía de Jesucristo, a quien veremos glorioso, al que reconoceremos después de tantos ratos de conversación con Él, de tantas veces como le recibimos en la Sagrada Comunión..., la compañía de la Virgen, de San José, de los Ángeles, en particular del propio Ángel Custodio, y de todos los santos. Especial alegría nos producirá encontrarnos con los que más amamos en la tierra: padres, hermanos, parientes, amigos..., personas que influyeron de una manera decisiva en nuestra salvación...
Además, como cada hombre, cada mujer, conserva su propia individualidad y sus facultades intelectuales, también en el Cielo es capaz de adquirir otros conocimientos utilizando sus potencias15. Por eso será un motivo de gozo la llegada de nuevas almas al Cielo, el progreso espiritual de las personas queridas que quedaron en la tierra, el fruto de los propios trabajos apostólicos a lo largo del tiempo, la fecundidad sobrenatural de las contrariedades y dificultades padecidas por servir al Maestro... A esto se añadirá, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo, resucitado y glorioso, para el que fue creada el alma. Esta gloria accidental aumentará hasta el día del juicio universal16.
Es bueno y necesario fomentar la esperanza del Cielo; consuela en los momentos más duros y ayuda a mantener firme la virtud de la fidelidad. Es tanto lo que nos espera dentro de poco tiempo que se entienden bien las continuas advertencias del Señor para estar vigilantes y no dejarnos envolver por los asuntos de la tierra de tal manera que olvidemos los del Cielo. En el Evangelio de la Misa de hoy17, el último del año litúrgico, nos advierte Jesús: Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida, la preocupación del dinero y se os eche encima aquel día... Estad siempre despiertos... y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.
Pensemos con frecuencia en aquellas otras palabras de Jesús: Voy a prepararos un lugar18. Allí, en el Cielo, tenemos nuestra casa definitiva, muy cerca de Él y de su Madre Santísima. Aquí solo estamos de paso. «Y cuando llegue el momento de rendir nuestra alma a Dios, no tendremos miedo a la muerte. La muerte será para nosotros un cambio de casa. Vendrá cuando Dios quiera, pero será una liberación, el principio de la Vida con mayúscula. Vita mutatur, non tollitur (Prefacio I de Difuntos) (...). La vida se cambia, no nos la arrebatan. Empezaremos a vivir de un modo nuevo, muy unidos a la Santísima Virgen, para adorar eternamente a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el premio que nos está reservado»19.
Mañana comienza el Adviento, el tiempo de la espera y de la esperanza; esperemos a Jesús muy cerca de María.
1 Primera lectura. Año II. Apoc 22, 1-6. — 2 Cfr. Sagrada Biblia, EUNSA, Pamplona 1989, vol. XII,Apocalipsis, in loc. — 3 Apoc 22, 5. — 4 Juan Pablo IIAlocución 22-X-1985. — 5 Heb 13, 14. — 6 Misal RomanoPrefacio de difuntos. — 7 Cfr. B. PerquinAbba, Padre, p. 343. — 8 San Josemaría Escrivá, en Hoja informativa sobre el proceso de beatificación de este Siervo de Dios, n. 1, p. 5. — 9 Primera lectura. Año I.Dan 7, 18. — 10 Apoc 6, 14. — 11 C. López-PardoSobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973, p. 358. — 12 Is 49, 10. — 13 Cfr. Santo TomásSuma Teológica, 1, q. 89, a. 8. — 14 San Josemaría EscriváForja, n. 995. — 15 Cfr. Santo Tomáso. c., 1, q. 89, ad 1 ad 3, aa. 5 y 6; 3, q. 67, a. 2. — 16 Cfr. Catecismo Romano, 1, 13, n. 8. — 17 Lc 21, 34-36. — 18 Jn 14, 2. — 19 A. del PortilloHomilía 15-VIII-1989, en Romana, n. 9, VII-XII-89, p. 243.

28 de noviembre de 2014

VIERNES de la 34a Semana del Tiempo Ordinario

Evangelio según San Lucas 21,29-33.

Jesús hizo a sus discípulos esta comparación:

"Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol.Cuando comienza a echar brotes, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.

Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el Reino de Dios está cerca.

Les aseguro que no pasará esta generación hasta que se cumpla todo esto.


El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán."

COMENTARIO:

La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar

San Josemaría

MI PALABRA NO PASARA

— Lectura del Evangelio.
— Dios nos habla en la Sagrada Escritura.
— Para sacar fruto.



I. A punto de concluir el ciclo litúrgico, leemos en el Evangelio de la Misa esta expresión del Señor: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán1. Son palabras eternas las de Jesús, que nos dieron a conocer la intimidad del Padre y el camino que habíamos de seguir para llegar hasta Él. Permanecerán porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene a este mundo. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por el ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo2. «Estos días» son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando, y sus palabras, por ser divinas, son siempre actuales.
Toda la Escritura anterior a Cristo adquiere su sentido exacto a la luz de la figura y de la predicación del Señor. San Agustín, con una expresión vigorosa, escribe que «la Ley estaba preñada de Cristo»3. Y en otro lugar afirma el Santo Doctor: «Leed los libros proféticos sin ver en ellos a Cristo: no hay nada más insípido, más soso. Pero descubrid en ellos a Cristo, y eso que leéis no solo se vuelve sabroso, sino embriagador»4. Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación anterior: Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras5. Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre con un gran tesoro dentro, pero sin la llave para abrirlo. Sus entendimientos -escribe San Pablo a los cristianos de Corinto- estaban velados, y lo están hoy por el mismo velo que continúa sobre la lectura de la alianza antigua, porque solo en Cristo desaparece6, pues «el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal, y de su reino mesiánico (...). Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera al Nuevo»7. Es conmovedor en este sentido el diálogo entre el apóstol Felipe y el etíope, ministro de Candace, que leía al Profeta Isaías. ¿Entiendes por ventura lo que lees?, le preguntó Felipe. ¿Cómo voy a entenderlo si alguien no me guía?Entonces, comenzando por esta escritura, le anunció a Jesús8. Jesús era el punto clave para comprender.
San Juan Crisóstomo comenta así este pasaje de los Hechos de los Apóstoles: «Considera qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura ni siquiera durante el viaje (...). Piensen esto los que ni siquiera en su casa las leen y, porque están con la mujer, o porque militan en el ejército, o tienen preocupaciones por sus familiares y ocupaciones en otros asuntos, creen que no les conviene hacer ese esfuerzo por leer las divinas Escrituras (...). Este bárbaro etíope es un ejemplo para nosotros: para los que tienen una vida privada, para los miembros del ejército, para las autoridades y también para las mujeres –más aún las que están siempre en casa– y para los que han escogido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es impedimento para la lectura divina, que es posible realizar no solo en casa sino en la plaza, en el viaje, en compañía de muchos o en medio de una ocupación. No descuidemos, os ruego, la lectura de las Escrituras»9.
Desde siempre la Iglesia ha recomendado su lectura y meditación, principalmente del Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos a Cristo que sale a nuestro encuentro. Unos pocos minutos diarios nos ayudan a conocer mejor a Jesús, a amarle más, pues solo se ama lo que se conoce bien.
II. Todas las Escrituras habían trazado el camino que debía recorrer Cristo10, todas eran en cierto modo anunciadoras del Mesías. Los profetas habían descrito este día y deseado verlo11. Los discípulos reconocerán en Cristo al que tantas veces y de tantas formas fue predicho y anunciado12. Cuando San Pablo tenga que defenderse de las amenazas del rey Agripa, argüirá simplemente que se limita a anunciar el cumplimiento de lo que ya predicaron los Profetas13. Con todo, no es Cristo quien mira y obedece a los Profetas y a Moisés. Fueron estos los que en sus descripciones, por inspiración divina, se sujetaron a lo que sería la existencia en la tierra del Hijo de Dios. Moisés escribió acerca de Él14. Y Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró15.
Jesucristo se aplica a sí las viejas figuras: el templo16, el maná17, la roca18, la serpiente de metal19. Por eso dirá en cierta ocasión: Escudriñad las Escrituras: ellas son las que dan testimonio de Mí20. Cuando en el Evangelio de la Misa leemos hoy que el cielo y la tierra pasarán, pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir. Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. «En darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar»21.
La Carta a los hebreos22 enseña que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. Es nueva cada día, expresamente dirigida a cada uno si sabemos leerla con fe. «En los libros sagrados, el Padre que está en el Cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es en verdad apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de vida espiritual»23.
De alguna manera, es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo, la necesidad de la levadura para transformar la masa del mundo, los leprosos que quedan sanos en su encuentro con Jesús. Cuántas veces hemos pedido a Jesús luz para nuestra vida con las palabras –ut videam!, que vea, Señor– de Bartimeo; o hemos acudido a su misericordia con las del publicano: ¡Oh Dios, apiádate de mí que soy un pecador! ¡Cómo salimos reconfortados después de ese encuentro diario con Jesús en el Evangelio!
III. ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!24.
A veces –relata Ronald Knox25–, cuando varias personas están cantando sin acompañamiento de instrumento musical, existe en el grupo una tendencia a bajar el tono; la voz baja cada vez más y más. Por eso, si el coro no está acostumbrado a cantar sin acompañamiento musical, el director suele tener escondido un diapasón con el que de vez en cuando da una pequeña señal, para recordar a todos la nota más alta que deben dar.
Cuando la vida cristiana comienza a bajar de tono, a languidecer, también es necesario un diapasón que dé una nota más alta. ¡Cuántas veces la meditación de un pasaje del Evangelio, sobre todo de la Pasión de Nuestro Señor, ha sido como una enérgica llamada a huir de esa vida menos heroica a la que nos empujaba un excesivo cuidado de la salud, un tono menos vibrante...! No podemos pasar las páginas del Santo Evangelio como si fuera un libro cualquiera. ¡Con qué amor era custodiado durante tantos siglos, cuando solo algunas comunidades cristianas tenían el privilegio de poseer una copia o solo unas páginas! ¡Con qué piedad y reverencia era leído! Su lectura –enseña San Cipriano a propósito de la oración– es cimiento para edificar la esperanza, medio para consolidar la fe, alimento de la caridad, guía que indica el camino...26. San Agustín señala que sus enseñanzas son como lámparas colocadas en un lugar oscuro»27, que siempre esclarecen nuestra vida. Para sacar fruto de la lectura y meditación, «piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.
»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.
»Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...” -¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante.
»Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han procedido los santos»28.
Entonces podremos decir con el Salmista: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero29.
1 Lc 21, 33. — 2 Heb 1, 1. — 3 San AgustínSermón 196, 1. — 4 ídemComentario al Evangelio de San Juan, 9. 3. — 5 Lc 24, 45. — 6 2 Cor 3, 14. — 7 Conc. Vat. II, Const. Dei Verbum, 15 ss. — 8 Cfr. Hech 8, 27-35. — 9 San Juan CrisóstomoHomilías sobre el Génesis, 35. — 10 Cfr. Lc 22, 37. — 11 Cfr. Lc 10, 24.— 12 Cfr. Jn 1, 41-45. — 13 Cfr. Hch 26, 2. — 14 Jn 5, 46. — 15 Jn 8, 56. — 16 Jn 2, 19. — 17 Cfr. Jn 6, 32. — 18 Cfr. Jn 7, 8. — 19 Cfr. Jn 3, 14. — 20 Jn 5, 39. — 21 San Juan de la CruzSubida al Monte Carmelo, 11, 22. — 22 Hebr 4, 12. — 23 Conc. Vat. II, Const. Dei Verbum, 2. — 24 Sal 118, 103. — 25 R. A. Knox,Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid 1962, p. 177. — 26 Cfr. San CiprianoTratado sobre la oración. — 27 San AgustínComentarios sobre los Salmos, 128. — 28 San Josemaría EscriváForja, n. 754. — 29 Sal118, 105.

27 de noviembre de 2014

Jueves de la 34a Semana del Tiempo Ordinario. fiesta de la Medalla Milagrosa

Lucas 21,20-28.


Jesús dijo a sus discípulos: 

"Cuando vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está próxima. 

Los que estén en Judea, que se refugien en las montañas; los que estén dentro de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no vuelvan a ella. 

Porque serán días de escarmiento, en que todo lo que está escrito deberá cumplirse. 

¡Ay de las que estén embarazadas o tengan niños de pecho en aquellos días! Será grande la desgracia de este país y la ira de Dios pesará sobre este pueblo. 

Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que el tiempo de los paganos llegue a su cumplimiento. 

Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. 

Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. 

Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. 

Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación". 

COMENTARIO:

Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? 

Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz.

Amigos de Dios , El tesoro del Tiempo San Josemaría