"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de septiembre de 2021

Ser contemplativos en medio del mundo

 


Evangelio (Lc 10, 1-12)

Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:


–La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”. Pero en la ciudad donde entréis y no os acojan, salid a sus plazas y decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos contra vosotros; pero sabed esto: el Reino de Dios está cerca”. Os digo que en aquel día Sodoma será tratada con menos rigor que aquella ciudad.


Comentario


De los que le siguen, Jesús elige a setenta y dos para que se adelanten y anuncien a los pueblos a los que él irá un mensaje muy concreto: el Reino de Dios está cerca.


Antes de enviarlos, les advierte que la mies es muy extensa: las personas a las que debe llegar el Reino de Dios son muchas, todas, porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2,4). Los que deben proclamar el mensaje son, en cambio, pocos. Ante esta realidad, lo primero que debemos hacer es rogar a Dios que envíe más obreros a su mies.

Con esta enseñanza de Jesús, nos queda claro que el protagonista de la salvación es Él, no nosotros; que los medios más importantes para llevar a los corazones la fe no son los medios humanos, sino los sobrenaturales. Lo primero no es poner en marcha actividades apostólicas, hablar, escribir, moverse de un lado a otro del mundo. Lo primero es orar. El apostolado solo será eficaz si se fundamenta en la oración, en la unión de amor con Dios.


¿Y quiénes son esos obreros que tanta falta hacen? Todos los cristianos: laicos, sacerdotes, religiosos... Todos estamos llamados por Dios a llevar al mundo entero la buena noticia de la salvación: Jesús es el Cristo, el Mesías; ha muerto y resucitado por nosotros; ha venido a instaurar el Reino de Dios en el mundo y en el corazón de cada hombre.


El Concilio Vaticano II ha querido hacer un llamamiento especial a los laicos, recordándoles que es el propio Señor el que los invita «a que se le unan cada vez más íntimamente y a que, sintiendo como propias sus cosas (cf. Filipenses 2,5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares a donde Él ha de ir (cf. Lucas 10,1), para que, con las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia que deberán adaptar constantemente a las nuevas necesidades de los tiempos, se le ofrezcan como cooperadores, abundando sinceramente en la obra del Señor»[1].


PARA TU RATO DE ORACION 


Persuadíos de que no resulta difícil convertir el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta.

Persuadíos de que no resulta difícil convertir el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que El nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy...

¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios! Y quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención, pero que a ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio.

Sin rarezas

Si te decides —sin rarezas, sin abandonar el mundo, en medio de tus ocupaciones habituales— a entrar por estos caminos de contemplación, enseguida te sentirás amigo del Maestro, con el divino encargo de abrir los senderos divinos de la tierra a la humanidad entera. Sí, con esa labor tuya contribuirás a que se extienda el reinado de Cristo en todos los continentes.

Y se sucederán, una tras otra, las horas de trabajo ofrecidas por las lejanas naciones que nacen a la fe, por los pueblos de oriente impedidos bárbaramente de profesar con libertad sus creencias, por los países de antigua tradición cristiana donde parece que se ha oscurecido la luz del Evangelio y las almas se debaten en las sombras de la ignorancia... Entonces, ¡qué valor adquiere esa hora de trabajo!, ese continuar con el mismo empeño un rato más, unos minutos más, hasta rematar la tarea. Conviertes, de un modo práctico y sencillo, la contemplación en apostolado, como una necesidad imperiosa del corazón, que late al unísono con el dulcísimo y misericordioso Corazón de Jesús, Señor Nuestro.

Amigos de Dios, "Trabajo de Dios", 67

¿Qué se cuentan los que se quieren, cuando se encuentran?

Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... ¿No es esto —de alguna manera— un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono? ¿Qué se cuentan los que se quieren, cuando se encuentran? ¿Cómo se comportan? Sacrifican cuanto son y cuanto poseen por la persona que aman.

Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto.

Amigos de Dios, "Hacia la santidad", 296

Dios nos quiere felices

Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo El puede colmar enteramente.

En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones.

Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios.

Es Cristo que pasa, "La Ascensión del Señor a los cielos", 126


El Opus Dei ayuda a encontrar a Cristo en el trabajo, la vida familiar y el resto de actividades ordinarias.


Algunos rasgos del espíritu del Opus Dei son los siguientes:


Filiación divina. «La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei», afirma su fundador. Desde el bautismo, un cristiano es un hijo de Dios. La formación que proporciona la Prelatura fortalece en los fieles cristianos un vivo sentido de su condición de hijos de Dios y ayuda a conducirse de acuerdo con ella: fomenta la confianza en la providencia divina, la sencillez en el trato con Dios y con los demás, un profundo sentido de la dignidad de la persona y de la fraternidad entre los hombres, un verdadero amor cristiano al mundo y a las realidades creadas por Dios, la serenidad y el optimismo.


Vida ordinaria. «Es en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres», decía san Josemaría. La familia, el matrimonio, el trabajo, la ocupación de cada momento son oportunidades habituales de tratar y de imitar a Jesucristo, procurando practicar la caridad, la paciencia, la humildad, la laboriosidad, la justicia, la alegría y en general las virtudes humanas y cristianas.


Santificar el trabajo. Buscar la santidad en el trabajo significa esforzarse por realizarlo bien, con competencia profesional, y con sentido cristiano, es decir, por amor a Dios y para servir a los hombres. Así, el trabajo ordinario se convierte en lugar de encuentro con Cristo.


Oración y sacrificio. Los medios de formación del Opus Dei recuerdan la necesidad de cultivar la oración y la penitencia propias del espíritu cristiano. Los fieles de la Prelatura asisten diariamente a la Santa Misa, dedican un tiempo a la lectura del Evangelio, acuden con frecuencia al sacramento de la confesión, fomentan la devoción a la Virgen. Para imitar a Jesucristo, procuran también ofrecer algunas pequeñas mortificaciones, especialmente aquellas que facilitan el cumplimiento del deber y hacen la vida más agradable a los demás, así como el ayuno y la limosna.


Unidad de vida. El fundador del Opus Dei explicaba que el cristiano no debe «llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social». Por el contrario, señalaba san Josemaría, «hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios».


Libertad. Los fieles del Opus Dei son ciudadanos que disfrutan de los mismos derechos y están sujetos a las mismas obligaciones que los otros ciudadanos, sus iguales. En sus actuaciones políticas, económicas, culturales, etc., obran con libertad y con responsabilidad personal, sin involucrar a la Iglesia o al Opus Dei en sus decisiones ni presentarlas como las únicas congruentes con la fe. Esto implica respetar la libertad y las opiniones ajenas.


Caridad. Quien conoce a Cristo encuentra un tesoro que no puede dejar de compartir. Los cristianos son testigos de Jesucristo y difunden su mensaje de esperanza entre parientes, amigos y colegas, con el ejemplo y con la palabra. Afirma el fundador: «Al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo». Este afán de dar a conocer a Cristo es inseparable del deseo de contribuir a resolver las necesidades materiales y los problemas sociales del entorno.


El Opus Dei ayuda a encontrar a Cristo en el trabajo, la vida familiar y el resto de actividades ordinarias

29 de septiembre de 2021

SAN MIGUEL SAN GABRIEL Y SAN RAFAEL ARCANGELES



Evangelio (Jn 1, 47-51)

Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:

—Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez.

Le contestó Natanael:

—¿De qué me conoces?

Respondió Jesús y le dijo:

—Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.

Respondió Natanael:

—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.


Contestó Jesús:


—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás.

Y añadió:

—En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.


Comentario

Leemos en el pasaje propuesto por la Iglesia para esta fiesta de los Arcángeles Rafael, Miguel y Gabriel el encuentro de Jesús con Natanael, que san Juan sitúa al comienzo de su Evangelio.


Son los primeros momentos de la misión de Jesús, que poco a poco se va dando a conocer y aprovecha la circunstancia de la pregunta de Natanael -que se asombra de que le conozca- para decirle: “en verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.


Jesús se va dando a conocer cómo Mesías y describe cuál es la misión de los ángeles, que forman parte de la historia de la salvación para llevar adelante misiones concretas dadas por Dios.


San Josemaría, desde el inicio de la fundación de la Obra en el año 1928 -día de los ángeles custodios-, sintió que necesitaba mucha ayuda del cielo para llevar adelante la misión que Dios le había confiado: transmitir el mensaje de que se puede ser santo por medio del trabajo y de la vida ordinaria. Parte de esa ayuda le llegó de los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Ocurrió además de una forma providencial: haciendo un curso de retiro en octubre de 1932 en Segovia, junto a la tumba de san Juan de la Cruz. Fue allí, orando, donde Dios le hizo ver que debía poner bajo la protección de los tres arcángeles la tarea apostólica que llevaba entre manos.


El Señor se iba haciendo el encontradizo con san Josemaría y le mostraba el camino. ¿Qué debió sentir en aquellos momentos de encuentro intensísimo con el querer de Dios?


Tuvo que sentir como un trallazo al escuchar las palabras del Señor: “aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez”.


Por un lado, Natanael se sorprendería. Por otro lado, este encuentro nos habla del tipo de personas que quiere Jesús cerca. Personas conscientes de sus pecados pero sinceras. Así lo dijo Jesús en otra ocasión: “Que vuestro modo de hablar sea: «Sí, sí»; «no, no». Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mt 5, 37)


Tanto se sorprende Natanel que le pregunta: ¿De qué me conoces?


Y Jesús le dijo: “antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”.


Quizá podemos pensar que a la sombra de la higuera, Natanael verdadero israelita, pensaba en su proyecto de futuro, qué haría con su vida, qué querría Dios de él, etc. Meditaría a lo mejor pidiendo la luz al Espíritu Santo e inspiraciones de su ángel custodio, que le ayudaría a adentrarse en esos pensamientos para responder con generosidad a Dios.


Eso nos lo hace pensar la respuesta que Natanael da a Jesús: “Rabbí, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”.


Y Jesús le dice: “cosas mayores verás”.


Eso es lo que sucede a las personas que saben poner su confianza en el Señor, que ven cosas mayores. Porque Dios nunca se deja ganar en generosidad. Una de las cosas que ven con muchas frecuencia es la paz que tienen en su vida.


Contamos para ello con la ayuda de los arcángeles, cuya fiesta celebramos hoy y con la ayuda de los ángeles custodios que saben mucho de la tarea de encender corazones fríos y de ayudar a tomar decisiones generosas cara a Dios y a los demás.


PARA TU ORACION PERSONAL


El 29 de septiembre celebramos la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Recordamos la historia de cómo san Josemaría los escogió como patronos del Opus Dei.

El jueves, 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante su retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles; S. Miguel, S. Gabriel y S. Rafael; S. Pedro, S. Pablo y S. Juan. Desde aquel momento los consideró Patronos de los diferentes campos apostólicos que componen el Opus Dei.

Bajo el patrocinio de San Rafael estaría la labor de formación cristiana de la juventud; de ella saldrían vocaciones para la Obra, que colocaría bajo la advocación de San Miguel, al objeto de formarlos espiritual y humanamente. En cuanto a los padres y madres de familia que participasen en las tareas apostólicas, o formasen parte de la Obra, tendrían por patrono a San Gabriel.


Dos días más tarde, el sábado, escribe: — Recé las preces de la Obra de Dios, invocando a los Santos Arcángeles nuestros Patronos: San Miguel, S. Gabriel, S. Rafael... Y ¡qué seguridad tengo de que esta triple llamada, a señores tan altos en el reino de los cielos, ha de ser —es— agradabilísima al Trino y Uno, y ha de apresurar la hora de la Obra!


En otra catalina del 8 de mayo de 1931, fiesta de la "aparición de S. Miguel", se lee: — He encomendado la Obra a San Miguel, el gran batallador, y pienso que me ha oído.


UN POCO DE HISTORIA


Aún se conserva el inmueble de la calle Martínez Campos, 4, donde vivió la familia Escrivá, y la casa -el número 33 de la cercana calle de Luchana- en cuyo primer piso se instaló, en diciembre de 1933, la Academia DYA, la primera «obra corporativa» del Opus Dei.


Bajo esta denominación se comprenden las labores cuya orientación cristiana garantiza el Opus Dei como tal, como corporación; son labores a las que han dado vida los miembros de la Obra, que también las dirigen y atienden en lo espiritual: universidades, colegios, talleres para aprendices, residencias de estudiantes, centros de formación para campesinos y trabajadores, clubes juveniles y tantas cosas más.


Existe hoy una variedad muy diversificada de actividades apostólicas florecientes en docenas de países; todas ellas tratan de ayudar a preparar y a capacitar a personas en todas las condiciones para que conviertan el lugar que ocupan y su entorno en «terra firma Christi», en tierra firme de una fe vivida, a la que puedan inmigrar cada vez más «colonos».


La Academia DYA

Los principios de estas labores corporativas han quedado definitivamente fijados desde el establecimiento de la Academia DYA; definitivamente, decimos, porque esos principios expresan el espíritu del Opus Dei (52): no se trata de iniciativas eclesiásticas, sino seculares, de carácter civil, cuya estructura es totalmente laical; para las personas que las dirigen, ésa es su tarea profesional normal.


La abreviatura DYA tiene un doble significado: las tres letras significan «Derecho y Arquitectura», y se refieren a las materias a las que se dedicaba mayor atención en las clases de la Academia. Pero también se pueden interpretar como «Dios y audacia», y entonces expresan un lema que el Fundador había formulado ya en 1928 y que iba a caracterizar toda su vida.


La Academia ofrecía clases especializadas en las materias indicadas, y seminarios y charlas sobre doctrina católica. Junto a la formación cristiana y apostólica de los miembros de la Obra, que seguían siendo muy pocos, se daba formación y atención religiosa a muchos jóvenes que no pertenecían a la Obra, pero que eran amigos, se sentían atraídos por ella y tenían gran confianza en don Josemaría.


La puesta en marcha y el mantenimiento de la Academia, a pesar de funcionar en un marco muy modesto, traía consigo considerables dificultades materiales y económicas.


Y poco ha cambiado, desde entonces hasta nuestros días, en lo que se refiere a esas dificultades (la palabra es un simple eufemismo para descubrir los apuros económicos que a veces cobraban tintes dramáticos). Don Josemaría era y siguió siendo pobre, en el sentido más exacto de la palabra, y el Opus Dei, igual.


El hecho de que se procure que los centros de la Obra estén cuidados e instalados con gusto, no es consecuencia de la riqueza, sino de la pobreza personal de sus miembros, que se esfuerzan por dar a su familia espiritual lo que está al alcance de sus posibilidades. De este modo logran un ambiente familiar y confortable en las diversas sedes donde se realiza la labor apostólica. Ese ambiente es fruto del trabajo esforzado de los miembros del Opus Dei, de su sacrificio y sus privaciones personales.


En ese esfuerzo colaboran, con generosidad ejemplar, muchos amigos, y en ocasiones no falta la ayuda de algún mecenas o bienhechor, como suelen designarse habitualmente en la tradición cristiana. La familia del Fundador vendió todo lo que le quedaba (y no era mucho, unas cuantas tierras) y puso el importe de la venta a disposición de la Obra para colaborar así en la instalación de los primeros centros.


Los problemas económicos nunca han dejado de existir, y seguirán existiendo siempre, porque en todos los lugares en los que comienza su labor el Opus Dei se empieza prácticamente desde cero, también en lo económico; la Obra no cuenta con patrimonio propio y no amontona capital alguno.


De acuerdo con su carácter laical y secular, cada miembro, con responsabilidad personal y por cuenta propia, tiene que reunir los medios, con su labor profesional, buscando y aprovechando las posibilidades locales y regionales. El «pedir limosna» forma parte de cualquier labor apostólica cristiana, y no sólo en el Opus Dei. Es una escuela de humildad y no se refiere tan sólo al dinero. El Fundador pidió siempre «la limosna de la oración».


Hay millones de personas hambrientas o enfermas que piden, hoy como al comienzo de la humanidad; son incontables los que, de forma más o menos abierta, están pidiendo la limosna de un poco de caridad. Quien nunca ha pedido no ha seguido las huellas de Cristo; a quien nunca se le ha pedido, no ha encontrado a Cristo.


Cualquier cosa grande que viene al mundo como un ideal lleno de pureza y, sobre todo, cualquier cosa de Dios, encuentra de inmediato incomprensión, ceguera y malicia (y tiene que encontrarlas, porque Cristo mismo no tuvo otras experiencias).


Tampoco el Fundador y su fundación quedaron dispensados de estos sufrimientos. Desde el principio o, por lo menos, desde el día en que se colocó la primera placa con el nombre de la primera labor del Opus Dei, se produjo en algunos sectores rechazo e incomprensión, actitudes que fueron creciendo a la par que la Obra, aunque, en último término, mucho más lentamente que ésta.


La labor de San Rafael

En 1933, sin embargo, y hasta la explosión de la Guerra Civil, no hubo que inquietarse por ello, pues eran otras las preocupaciones. La más importante consistía en encontrar gente joven.


Por supuesto que, desde el principio, el Opus Dei estuvo abierto a personas de todas las edades; ahora bien, para poder cumplir esa misión universal que venía a realizar hacía falta un buen núcleo de miembros jóvenes, sanos en cuerpo y alma y con la vida por delante, dispuestos a poner esa vida al servicio de la Obra de Dios para ser, como le gustaba decir al Fundador, «apóstoles de apóstoles», sillares en los cimientos.


«Cuando el cristiano -escribía en 1933- comprende y vive la catolicidad de la Iglesia, cuando advierte la urgencia de anunciar la nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que ha de hacerse todo para todos, para salvarlos a todos» (I Cor IX, 22) (53). Y un poco antes había escrito que, «al querernos en su Obra, también nos ha dado un modo apostólico de trabajar, que nos mueve a la comprensión, a la disculpa, a la caridad delicada con todas las almas» (54).


Es un ideal para el que muchas personas están dispuestas naturalmente, pero que se va perdiendo a lo largo de la vida si no se refuerza día tras día. En aquella época había que encenderlo progresivamente en las almas de aquellos jóvenes.


El profesor Jiménez Vargas me contó que el Padre vio pronto, con toda claridad, que Dios quería que comenzara con los jóvenes, como primer paso en el desarrollo de la Obra. Había que empezar con la labor que pondría bajo el patrocinio de San Rafael (54 a).


Después vendrían los casados, las madres y los padres de familia, labor que se encomendaría a San Gabriel. (Ya hemos dicho que la estructura, el soporte del Opus Dei, debían ser los miembros que se comprometían a vivir el celibato, cuya disponibilidad total estaría confiada a la protección especial del Arcángel San Miguel).


Dicho con otras palabras: la «obra de San Rafael» abarcaría toda la labor con la juventud, esa fase en el desarrollo y crecimiento de cada persona previa a una integración plena en la vida profesional y a la importante opción personal -siempre por amor a Cristo- entre el matrimonio y el celibato. A la «obra de San Miguel» o a la «obra de San Gabriel» pertenecerían justamente los que ya habían realizado esa opción.


Más adelante, los miembros del Opus Dei que viven el celibato se denominarían Numerarios o Agregados, y aquellos otros que tienen previsto casarse y fundar una familia, o que ya lo han hecho, se llamarían Supernumerarios. Pero en los años treinta, de los que estamos ahora hablando, no existía aún esta nomenclatura.


Incluso desde un punto de vista meramente pragmático y organizativo se comprende enseguida que lo primero que necesitaba el Opus Dei para poder crecer y extenderse era un núcleo de miembros Numerarios que sacara adelante e impulsara el apostolado, sobre todo entre los jóvenes, en estrecho contacto con el Fundador. Entre éstos deberían salir más vocaciones para la «obra de San Miguel».


Los que querían casarse o ya lo habían hecho, así como los sacerdotes seculares que sentían en su alma la llamada al Opus Dei, permanecerían en estrecho contacto humano y espiritual con el Fundador, vinculados a la pequeña familia de la Obra, pero, de momento, no podrían integrarse todavía en ella. Era necesario, en primer lugar, que el Opus Dei encontrara un lugar jurídico adecuado dentro de la Iglesia Católica: es decir, que la autoridad eclesiástica reconociera su estructura interna.


La «labor de San Rafael»: empeño apostólico por entusiasmar a la juventud en un seguimiento laical de Cristo, hasta la entrega plena en los afanes de la vida cotidiana. Era eso lo que venía enseñando desde 1928. Algo que en 1934 ya «estaba claro» para aquel pequeño grupo que ayudaba al Fundador, un grupo fiel, maduro para el sacrificio por Cristo cualquiera que fuera.


Así fue posible abrir la Academia DYA y, un año después, en el otoño de 1934, la primera Residencia de estudiantes del Opus Dei. Es evidente, sin embargo, que el apostolado entre la juventud y el apostolado entre los adultos están entrelazados y concatenados entre sí, como lo están las diversas edades.


Donde los padres encuentran a Cristo también lo encontrarán sus hijos. Donde le siguen profesores, maestros, jefes, también lo seguirán sus alumnos, discípulos y colaboradores. Y donde los niños y los jóvenes se acercan a Cristo y se ponen a su servicio, arrastrarán también a sus padres, educadores y amigos mayores.


«Os he hecho considerar -decía el Fundador en 1960- que en nuestra tarea apostólica no se puede hacer como en un laboratorio: sacar una fibra, y decir: ¡ésta es la obra de San Rafael!... No; tiene que ser un solo tejido. Si hay obra de San Rafael, hay obra de San Gabriel y hay todo tipo de vocaciones para nuestra Familia y, por tanto, hay obra de San Miguel y obras corporativas » (55).


Sin restar validez en absoluto a esta afirmación fundamental, ya entonces y muchas veces más en años sucesivos, Mons. Escrivá de Balaguer destacó también la importancia excepcional de la labor de la Obra «entre la juventud», por utilizar una expresión moderna.


Una de las leyes vitales de cualquier asociación que quiera influir sobre el mundo es que no puede existir sin que tenga siempre sangre joven. La vocación al Opus Dei, por ser cosa de Dios, no conoce fronteras de edad; el Señor, si quiere, puede llamar también a una persona de ochenta años para servirle en su viña; pero no hay que olvidar que, normalmente, una persona joven que comienza su andadura en la vida se deja encontrar, «contratar» y enviar a trabajar en la viña con más facilidad que un jubilado cargado de años; y, además, por muy maravilloso que sea que una persona pueda trabajar para el Señor la última hora o media hora de su vida, antes de que el sol se ponga para él, el Reino de Dios necesita sobre todo aquellas personas que desde el amanecer aguantan el peso y el calor de todo el día...


En cierta ocasión, el Fundador se preguntaba si no vendrían al Opus Dei muchas vocaciones al margen de la «labor de San Rafael», y se contestó: «Sí, hijos míos. Las habrá siempre. Pero el caudal más numeroso debe venir de ahí. Ése es el camino y no hay otro» (56).


A comienzos de los años setenta, en cierta ocasión, estaba hablando en Roma de los primeros años. Cuando alguien planteó la cuestión de cómo se puede iniciar un apostolado así, le replicó: «¿Y cómo se comienza esta labor? ¡Como se puede! ¿Y dónde se comienza? ¡Donde se puede! Hijos míos, estamos cansados de hacer la obra de San Rafael en casas de amigos, en hoteles, en dos habitaciones que se alquilan..., de cualquier forma. ¡Pero se hace! Es para nosotros tan imprescindible como respirar (...) ¿Cómo creéis que comencé yo? Comencé en casa de mi madre con tres chicos, hace ya cuarenta años ...» (57).


Las cinco columnas de la labor de San Rafael


Mons. Escrivá de Balaguer dejó establecidos, hasta en los menores detalles, el espíritu y la práctica de este apostolado con la juventud; un apostolado que se fundamenta (por lo menos así me parece) en cinco columnas: la catequesis, que afianza y profundiza (y a veces incluso facilita por vez primera) los conocimientos de la religión; la vida de piedad, que no es otra cosa que el trato personal con Jesucristo en la oración, en los Sacramentos, en la devoción eucarística, en la lucha ascética; el enseñar a santificar el estudio y el trabajo; el servicio a los pobres y enfermos como muestra práctica de caridad y como obra de misericordia, y, finalmente, el trato alegre, amistoso, familiar, que ayuda a trabajar, a compartir, a festejar y a estar siempre de buen humor.


Estos puntos son intocables. «No está en nuestras manos -escribía el Fundador ya en 1934- ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra de Dios se refiera» (58). Alienta de un modo y otro, constantemente: ¡No perdáis los ánimos! ¡Dad la clase de formación o la meditación prevista aun cuando venga una sola persona en vez de las ocho o nueve que se esperaban!


Recordando el comienzo de la labor de San Rafael en 1935, comentaría más tarde que, en aquella ocasión, «al dar la bendición con el Santísimo, no vio solamente tres muchachos, sino tres mil, trescientos mil, tres millones...; blancos, negros, cobrizos, amarillos, de todas las lenguas y de todas las latitudes» (59).


Nunca faltarán dificultades de diversos tipos, ataques de fuera, preocupaciones materiales, fallos personales, decepciones. Nunca faltará la Cruz, no puede ni debe faltar. Pero el que las dificultades, al final, supongan una victoria o una derrota, lo deciden tan sólo la vida interior del alma y la medida de la santidad de cada uno y de todos.



28 de septiembre de 2021

Permiso, Gracias y Perdón, 3 palabras claves en el matrimonio

 



Evangelio (Lc 9,51-56)


Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:


—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?


Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.


Comentario


El breve episodio que nos narra san Lucas en el evangelio de hoy nos sirve para meditar en la grandeza de la paciencia.


Comienza una nueva etapa en la misión del Maestro: «Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén» (v. 51). El Señor está determinado en ir hacia la ciudad santa, donde daría la vida por nosotros. Su voluntad es firme, pero se encuentra rápidamente con un obstáculo: la gente del pueblo por el que pasaría no quieren recibirlo.


Santiago y Juan no toleran la falta de hospitalidad de los samaritanos y piden un castigo ejemplar: ¡que arda el pueblo! La reacción de los apóstoles puede parecer totalmente desproporcionada. Sin embargo, el Antiguo Testamento recoge algunos pasajes de castigos fuertísimos a pueblos enteros, e incluso en los Salmos se pueden encontrar peticiones tan duras contra los adversarios como: «Que les caigan encima ascuas encendidas, que los arroje en el abismo profundo y no puedan levantarse» (Salmo 140,11). Quizá Santiago y Juan piensan que esos castigos ejemplares de antaño tendrían que repetirse entonces.


Pero Jesús los reprende. Nos anuncia ya, con este sencillo gesto, cuál va a ser su actitud ante la gente que lo rechazará en el momento de la Pasión. Su respuesta es la paciencia. Jesús nos ha salvado a través de su paciencia. Lo comentaba Benedicto XVI al iniciar su pontificado: «El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[1].


El evangelio nos dice que Jesús sigue su camino por otra ruta. Jesús está dispuesto a condescender, pero no se detiene en su misión. La paciencia y la comprensión no son aliadas de la pasividad; al contrario, estas virtudes nos permiten encontrar las soluciones más efectivas, que no suelen ser intempestivas o violentas. El amor paciente siempre da fruto, aunque sea a largo plazo.


PARA TU RATO DE ORACION


Siguiendo las enseñanzas del Papa Francisco ofrecemos algunas consideraciones de san Josemaría para meditar sobre el amor conyugal y cómo conservar la ilusión de los comienzos a lo largo del tiempo.


El Papa Francisco enseña que estas palabras resultan más fáciles de decir que de poner en la práctica, pero son absolutamente necesarias. Son palabras vinculadas a la buena educación, en su sentido genuino de respeto y deseo del bien, lejos de cualquier hipocresía y doblez.


"El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también", dice San Josemaría y recomienda a los conyugues tratrar de conquistarse cada día para que el matrimonio conserve la ilusión de los comienzos.




Permiso


La palabra "Permiso” nos recuerda que debemos ser delicados, respetuosos y pacientes con los demás, incluso con los que nos une una fuerte intimidad. Como Jesús, nuestra actitud debe ser la de quien está a la puerta y llama. Papa Francisco


El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza. Conversaciones, 105


Los esposos no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Es Cristo que pasa, 25


Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta. Conversaciones, 108


Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida. Es Cristo que pasa, 22


LOS ESPOSOS NO HAN DE TENER MIEDO A EXPRESAR EL CARIÑO. LO QUE LES PIDE EL SEÑOR ES QUE SE RESPETEN MUTUAMENTE,

SAN JOSEMARÍA

La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria. Es Cristo que pasa, 23




Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia. Surco, 797


El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantes que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz. Conversaciones, 91


Que cuidéis con cariño de vuestros hijos, dándoles ese buen ejemplo de vuestra unión de vuestro afecto, de vuestra comprensión mutua, para que ellos no recuerden nunca haber visto u oído reñir a sus padres. Y dirán de vosotros, maravillas siempre. Seréis bendecidos mil veces. Este es el modo de formar a los hijos: amándose de verdad el marido y la mujer, en todo: en lo agradable y en lo desagradable. Notas de una reunión familiar, Perú, 25 de julio de 1974


Gracias


Dar las "Gracias”, segunda palabra. La dignidad de las personas y la justicia social pasan por una educación a la gratitud. Una virtud, que para el creyente, nace del corazón mismo de su fe. Papa Francisco


¡SI EL AMOR HUMANO ES UN REGALO QUE OS DA DIOS! ¿NO LE AGRADECÉIS ESE AMOR?, ¡AGRADECEDLO!,

SAN JOSEMARÍA

¡Si el amor humano es un regalo que os da Dios! ¿No le agradecéis ese amor?, ¡agradecedlo!, el cariño de vuestros maridos, agradecedlo. Y ellos agradecen vuestra delicadeza y vuestra correspondencia. Notas de una reunión familiar, Argentina 21 de junio de 1974


Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también. Conversaciones, 107


Quiere mucho a tu mujer. Es la más guapa de todas. Te la ha destinado el Señor desde la eternidad. Notas de una reunión familiar, Argentina 21 de junio de 1974


Agradece a tus padres el hecho de que te hayan dado la vida, para poder ser hijo de Dios. —Y sé más agradecido, si el primer germen de la fe, de la piedad, de tu camino de cristiano, o de tu vocación, lo han puesto ellos en tu alma. Forja, 19


No te quejes nunca por los hijos. Recíbelos como lo que son, una prueba de confianza del Señor, que os manda esas criaturas para hacer de vuestra casa un cielo. Notas de una reunión familiar, Perú, 25 de julio de 1974




Perdón


"Perdón”, tercera palabra, es el mejor remedio para impedir que nuestra convivencia se agriete y llegue a romperse. Esposos, si algún día discuten y se pelean no terminen nunca el día sin reconciliarse, sin hacer la paz. Papa Francisco


A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios. Conversaciones, 108


Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño. Conversaciones, 108


PERDONAR. ¡PERDONAR CON TODA EL ALMA Y SIN RESQUICIO DE RENCOR! ACTITUD SIEMPRE GRANDE Y FECUNDA,

SAN JOSEMARÍA

Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora... Conversaciones, 108


Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde —a solas— reñid, que ya haréis en seguida las paces. Es Cristo que pasa, 26


Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda. —Ese fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”, y de ahí vino tu salvación y la mía. Surco, 805


Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada. Conversaciones, 101


Te quejas de que no es comprensivo... —Yo tengo la certeza de que hace lo posible por entenderte. Pero tú, ¿cuándo te esforzarás un poquito por comprenderle? Surco, 759


Se han desatado las lenguas y has sufrido desaires que te han herido más porque no los esperabas. Tu reacción sobrenatural debe ser perdonar —y aun pedir perdón—.Camino, 689


Decía —sin humildad de garabato— aquel amigo nuestro: “no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer”. Surco, 804


No devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor. Jesucristo quiso enseñar a sus discípulos —a ti y a mí— una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Amigos de Dios, 225


Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad. Amigos de Dios, 77


Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida. Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión. Amigos de Dios, 79



27 de septiembre de 2021

ASPIRAR A ALGO GRANDE

 



Evangelio (Lc 9,46-50)


Les vino al pensamiento cuál de ellos sería el mayor. Pero Jesús, conociendo los pensamientos de sus corazones, acercó a un niño, lo puso a su lado y les dijo:


—El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado: pues el menor entre todos vosotros, ése es el mayor.


Entonces dijo Juan:


—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.


Y Jesús le dijo:


—No se lo prohibáis, pues el que no está contra vosotros con vosotros está.


Comentario


En el Evangelio de la Misa de hoy, Jesús nos propone un camino privilegiado para poder tratarlo: es el camino de la sencillez. Mientras sus discípulos se enredan con pensamientos sobre quién sería el mayor entre ellos, el Señor realiza el pequeño pero significativo gesto de abrazar a un niño. Los discípulos aprenderían, así, que quien es sencillo como un niño puede ser levantado por los brazos de Dios y alcanzar la grandeza de sus hijos.


Jesús no quiere apagar el deseo de plenitud de sus discípulos, de aspirar a algo grande. Sin embargo, les hace ver que si se dejan atrapar por las comparaciones perderán inútilmente sus energías, porque para ser grandes no necesitamos que los demás sean más pequeños que nosotros.

Tampoco nos ayuda dejarnos llevar por el afán de controlar la actividad de los demás o perder la paz si realizan una buena labor fuera de la nuestra, ya que «el que no está contra vosotros, con vosotros está» (v. 50). La nueva lógica que propone el Señor nos ayuda a sanear las relaciones en el seno de nuestras familias, del trabajo y, especialmente, de la vida de la Iglesia. Por eso, san Josemaría animaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados»[1].


Todos somos pequeños delante de Dios y los dones que Él distribuye entre sus hijos son una riqueza para todos nosotros. Recordar esto nos ayudará a superar las rivalidades sin sentido, y a ver en la persona de al lado más que a un competidor, a un hermano, a alguien con el que podemos crecer juntos para alcanzar la gloria del Cielo.


PARA TU RATO DE ORACION


La fachada de la basílica de la Natividad en Belén deja adivinar aún hoy el rastro de su antiguo portal, que con el tiempo se redujo a una puertecita de apenas un metro y medio de altura. Así se impedía que se pudiera entrar a caballo, y se protegía el lugar santo. Las reducidas dimensiones de esta puerta interpelan también al visitante actual: le dicen, sin palabras, que «debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido»[1].


Somos hijos e hijas de Dios


En su segunda encíclica, el papa Francisco nos recuerda uno de los porqués profundos de la humildad. Se trata de una verdad sencilla y grande que corremos el peligro de olvidar demasiado fácilmente en el ajetreo de la vida cotidiana: «No somos Dios»[2]. La creación es, en efecto, el punto de partida firme de nuestro ser: hemos recibido nuestra existencia de Dios. Cuando aceptamos esa verdad fundamental, nos dejamos transformar por la gracia divina; conocemos entonces la realidad, la perfeccionamos y la ofrecemos a Dios. El amor al mundo que nos transmite san Josemaría nos lleva a querer mejorar lo que amamos, allí donde nos encontramos, y según nuestras posibilidades. Y en el centro de esta tarea inmensa yace la humildad, «que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»[3]: la miseria, que experimentamos con frecuencia, y la grandeza de ser, por el bautismo, hijas e hijos de Dios en Cristo.


EL HUMILDE DESARROLLA UNA SENSIBILIDAD HACIA LOS DONES DE DIOS, TANTO EN SU PROPIA VIDA COMO EN LA DE LOS DEMÁS; COMPRENDE QUE CADA PERSONA ES UN DON DE DIOS, Y ASÍ ACOGE A TODOS, SIN COMPARACIONES NI RIVALIDADES

La humildad es «la virtud de los santos y de las personas llenas de Dios […]: cuanto más crecen en importancia, más aumenta en ellas la conciencia de su nulidad y de no poder hacer nada sin la gracia de Dios (cfr. Jn 15,8)»[4]. Así son los niños pequeños, y así somos delante de Dios. Por eso es bueno volver a lo esencial: Dios me ama. Cuando una persona se sabe amada por Dios –un Amor que descubre en el amor que le muestran otras personas– puede querer a todos.


Humildad con los demás


La humildad nos lleva a aceptar la realidad que nos viene dada, y en particular a las personas que nos son más cercanas por lazos familiares, por vínculos de fe, por la vida misma. «Mientras disponemos de tiempo hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Ga 6,10). Nos enseña el Apóstol a no cansarnos de ejercer una caridad ordenada. A los que, como nosotros, han recibido el don del bautismo ¿cómo no los vamos a mirar como hermanos, hijos del mismo Padre de bondad y misericordia? «La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad»[5].


El humilde desarrolla una sensibilidad hacia los dones de Dios, tanto en su propia vida como en la de los demás; comprende que cada persona es un don de Dios, y así acoge a todos, sin comparaciones ni rivalidades: cada uno es único a los ojos de Dios, y aporta algo que los demás no pueden dar. La humildad lleva a alegrarse por la alegría de los demás, por el hecho de que existen y cuentan. El humilde aprende a ser uno más: uno entre los demás. La familia tiene en este sentido un papel primordial: el niño se acostumbra a relacionarse, a hablar y a escuchar; entre los propios hermanos y hermanas, no es siempre el centro de la atención; aprende a dar las gracias, porque poco a poco se da cuenta de lo que cuestan las cosas. Así, con el tiempo, a la hora de un éxito personal, descubre que tantas cosas han sido posibles gracias a la entrega de sus familiares y amigos, de las personas que le cuidan, dándole de comer y creando hogar. La humildad crece con el agradecimiento, y también con el perdón: perdonar, pedir perdón, ser perdonado. ¿Quién soy, para que me digan: “perdóname”? La humildad de quien pide perdón, siendo quizá alguien revestido de autoridad, resulta amable y contagiosa. Lo es entre esposos, entre padres e hijos, entre superiores y colaboradores.


QUIEN TIENDE A HABLAR CON FRECUENCIA DE LAS COSAS QUE LE “PONEN NERVIOSO” O LE IRRITAN, SUELE HACERLO POR FALTA DE AMPLITUD DE MIRAS, INDULGENCIA, APERTURA DE MENTE Y DE CORAZÓN

Sin ser por eso un ingenuo, el cristiano tiene una buena disposición habitual hacia lo que viene del prójimo, pues realmente cada persona vale, cada persona cuenta; cada forma de inteligencia, ya sea más especulativa o venga del corazón, da una luz. La conciencia de la dignidad de los demás evita caer en «la indiferencia que humilla»[6]. El cristiano está por vocación girado hacia los demás: se abre a ellos sin preocuparse excesivamente de si hace el ridículo o queda mal. Hay quien intimida a fuerza de ser tímido, en vez de comunicar luz y calor: piensa demasiado en sí mismo, en qué dirán los demás… quizá por un excesivo sentido del honor, de la propia imagen, que podría encubrir orgullo y falta de sencillez.


Polarizar la atención sobre sí mismo, expresar repetidamente deseos excesivamente concretos y singulares, enfatizar problemas de salud más o menos comunes; o, al contrario, esconder de modo exagerado una enfermedad que los demás podrían conocer para ayudarnos mejor, con su oración y apoyo: son todas ellas actitudes que necesitan probablemente de una purificación. La humildad se manifiesta también en una cierta flexibilidad, en el esfuerzo por comunicar lo que vemos o sentimos. «Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Co 9,22)»[7].


Ver lo bueno y convivir


«Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis hecho duelo» (Mt 11,17): el Señor se sirve de una canción o quizá de un juego popular para ilustrar cómo algunos de sus contemporáneos no le saben reconocer. Nosotros estamos llamados a descubrir a Cristo en los acontecimientos y en las personas; nos toca respetar los modos divinos de actuar: Dios crea, libera, rescata, perdona, llama... «No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el que Dios entra en la vida de cada persona»[8].


Abrirse a los demás implica amoldarse a ellos; por ejemplo, para participar en un deporte colectivo con otros que tienen menos técnica; u olvidando alguna preferencia, para descansar con los demás como a ellos les gusta. En la convivencia, la persona humilde ama ser positiva. El orgulloso, en cambio, tiende a subrayar demasiado lo negativo. En la familia, en el trabajo, en la sociedad, la humildad permite ver a los demás desde sus virtudes. Quien, en cambio, tiende a hablar con frecuencia de las cosas que le “ponen nervioso” o le irritan, suele hacerlo por falta de amplitud de miras, indulgencia, apertura de mente y de corazón. Quizá deberá aprender a amar a los demás con sus defectos. Se pone así en obra una pedagogía del amor que, poco a poco, crea una dinámica irresistible: uno se hace más pequeño para que los demás crezcan. Así fue con el precursor: «Conviene que Él crezca y yo disminuya» (Jn 3,30), dijo el Bautista. El Verbo se hizo más pequeño todavía: «Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: “Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28)... El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance»[9].


AL HUMILDE NADA LE RESULTA AJENO: SI, POR EJEMPLO, SE ESFUERZA POR MEJORAR SU FORMACIÓN PROFESIONAL, ADEMÁS DEL NATURAL INTERÉS POR SU ESPECIALIDAD, ES PARA SERVIR MEJOR A LOS DEMÁS

Jesucristo se puso al alcance de todos: sabía dialogar con sus discípulos, recurriendo a parábolas, poniéndose a su nivel –por ejemplo, al solucionar el problema del impuesto al César, no duda en tomar a Pedro como igual (cfr. Mt 17,27)[10]–, con las mujeres, santas o más alejadas de Dios, con los fariseos, con Pilatos. Importa llegar a desprenderse del propio modo de ser, para salir hacia los demás: se desarrolla así, por ejemplo, una cierta capacidad de amoldarse a los demás, evitando dejarse llevar por obsesiones o manías; descubriendo en cada persona ese algo amable, esa chispa del amor divino; conformándose con ser uno más, a tono con lo que se celebra en nuestra casa o país, también a la luz del tiempo litúrgico, que marca el ritmo de nuestra vida de hijos e hijas de Dios. El humilde vive atento, pendiente de quienes le rodean. Esta actitud es la base de la buena educación y se manifiesta en muchos detalles, como no interrumpir una conversación, una comida o una cena, y menos todavía la oración mental, para contestar al teléfono, salvo en caso de verdaderas urgencias. La caridad, en fin, nace en el humus –terreno fértil– de la humildad: «la caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia» (1 Co 13,4).



Humildad en el trabajo


En su encíclica Laudato si’, el Papa señala que en todo trabajo subyace «una idea sobre la relación que el ser humano puede o debe establecer»[11] con lo que le rodea y con quienes le rodean. El trabajo ofrece no pocas ocasiones de crecer en humildad.


Si, por ejemplo, un dirigente se muestra demasiado autoritario, se puede buscar una excusa, pensar que lleva mucho peso encima, o simplemente que ha dormido mal. Cuando un colaborador se equivoca, cabe corregir el error sin herir a la persona. Entristecerse de los éxitos de los demás denotaría falta de humildad, pero también de fe: «todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). Al humilde nada le resulta ajeno: si, por ejemplo, se esfuerza por mejorar su formación profesional, además del natural interés por su especialidad, es para servir mejor a los demás. Eso supone rectificar la intención, volver al punto de mira sobrenatural, no dejarse arrastrar por un ambiente superficial o incluso corrompido, sin mirar por eso a los demás por encima del hombro. El humilde rehuye el perfeccionismo, reconoce las propias limitaciones y cuenta con que otros podrán mejorar lo que ha hecho. El humilde sabe rectificar y pedir perdón. Cuando hace cabeza, es el reconocimiento de su autoridad, más que un cierto poder establecido, lo que le confiere el liderazgo.


Dios nos ha llamado a ser, con un amor gratuito; sin embargo, a veces nos parece que necesitamos justificar nuestra propia existencia. El afán por distinguirse, por hacer las cosas de otro modo, por llamar la atención, una excesiva preocupación por sentirse útil y lucirse hasta en el servicio, pueden ser síntomas de una enfermedad del alma, que invitan a pedir ayuda, y a aceptarla siendo dóciles a la gracia. «Con una mirada apagada para el bien y otra más penetrante hacia lo que halaga el propio yo, la voluntad tibia acumula en el alma posos y podredumbre de egoísmo y de soberbia (…), la conversación insustancial o centrada en uno mismo, (…) aquel non cogitare nisi de se, que se exterioriza en non loqui nisi de se (…), se resfría la caridad, y se pierde la vibración apostólica»[12]. Pensar mucho en sí mismo, hablar solo de uno mismo… La persona humilde evita conducir las conversaciones a su historia, a su experiencia, a lo que ha hecho: evita buscar desmedidamente que se reconozcan sus méritos. Bien diferente, en cambio, es hacer memoria de las misericordias de Dios e integrar la propia vida dentro del designo de la Providencia. Si uno habla de lo que hizo, es para que el otro pueda desarrollar su historia. Así pues, el testimonio de un encuentro personal con Cristo, dentro del legítimo pudor del alma, puede ayudar al otro a descubrir que a él también Jesús le ama, le perdona y le diviniza. ¡Qué alegría entonces! «Soy amado, luego existo»[13].


¿SOMOS DE ESAS PERSONAS QUE QUIEREN QUE LOS DEMÁS SE RINDAN A NUESTRO MODO DE PENSAR? LA TENDENCIA EXCESIVA A INSISTIR EN EL PROPIO PUNTO DE VISTA PUEDE DENOTAR RIGIDEZ DE MENTE

Hay momentos especialmente propicios para renovar los deseos de humildad. Por ejemplo, cuando uno recibe una promoción o empieza a tener un trabajo con cierta visibilidad pública. Es hora entonces de tomar decisiones que reflejan un estilo cristiano de trabajar: acoger esa posición como una oportunidad que Dios nos da de servir aún más; rehuir cualquier ventaja personal innecesaria; intensificar nuestra atención a los más débiles, sin sucumbir a las tentación de olvidarlos, ahora que uno trata con gente a la que antes no tenía acceso. También es entonces el momento de dar ejemplo de desprendimiento de las ganancias y honores inherentes a ese cargo o trabajo, de quitar peso a los aplausos que suele recibir quien manda y, en cambio, estar abierto a las críticas, que suelen pasar más ocultas y que contienen signos de verdad. Son muchas las manifestaciones de esa sencillez en el trabajo: reírnos de nosotros mismos cuando nos sorprendemos, por ejemplo, buscando enseguida si salimos en una fotografía o si nos citan en un texto; superar la tendencia a dejar nuestra firma en todo, o a amplificar un problema cuando no se nos pidió consejo para resolverlo, como si tuvieran que consultar siempre con nosotros...



Aprender a rendir el juicio


En el ambiente profesional, familiar, incluso recreativo, se organizan reuniones donde se intercambian puntos de vista quizá opuestos. ¿Somos de esas personas que quieren que los demás se rindan a nuestro modo de pensar? Lo que tendría que ser, lo que habría que hacer… La tendencia excesiva a insistir en el propio punto de vista puede denotar rigidez de mente. Sin duda, ceder no es algo automático, pero en todo caso muchas veces prueba que se posee una inteligencia de las situaciones. Aprovechar las ocasiones de rendir el propio juicio es algo agradable a los ojos de Dios[14]. Con frase lapidaria, Benedicto XVI comentaba en una ocasión el triste giro que dio Tertuliano en los últimos años de su vida: «Cuando solo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final se pierde precisamente esta grandeza»[15].


Alguna vez hemos de escuchar a personas más jóvenes, con menos experiencia, pero que quizá gozan de más dotes de inteligencia o de corazón, o tienen funciones en las que la gracia de Dios les asiste. Ciertamente, a nadie le gustaría pasar por tonto, o por alguien sin corazón, pero si nos preocupa mucho lo que los demás piensan de nosotros, es que nos falta humildad. La vida de Jesús, el Hijo de Dios, es una lección infinita para cualquier cristiano investido de una responsabilidad que el mundo juzga alta. Las aclamaciones de Jerusalén no hicieron olvidar al Rey de Reyes que otros lo iban a crucificar y que era también el Siervo doliente (cfr. Jn 12,12-19).


El rey san Luis aconsejaba a su hijo que, si un día llegaba a ser rey, en las reuniones del consejo real no defendiera con viveza su opinión, sin escuchar antes a los demás: «Los miembros de tu consejo podrían tener miedo de contradecirte, cosa que no conviene desear»[16]. Es muy saludable aprender a no opinar con ligereza, sobre todo cuando no se tiene la responsabilidad última y se desconoce el trasfondo de un asunto, además de carecer de la gracia de estado y de los datos que quizá posee quien está constituido en la autoridad. Por otro lado, tan importante como la ponderación y la reflexividad es la disposición a rendir el juicio con nobleza y magnanimidad: a veces hay que ejercer la prudencia de escuchar a consejeros y cambiar de parecer, y en eso se manifiesta cómo la humildad y el sentido común hacen a la persona más grande y eficaz. La prudencia en el juicio es favorecida por el trabajo en equipo: hacer equipo, aunar esfuerzos, elaborar un pensamiento y llegar a una decisión con los demás: todo eso es también un ejercicio de humildad y de inteligencia.


Humildad del siervo inútil


En las iniciativas pastorales, en las parroquias, en las asociaciones de beneficencia, en los proyectos para ayudar a los inmigrantes, muchas veces las soluciones a los problemas no son evidentes, o simplemente caben distintos modos de enfrentarlos. La actitud humilde lleva a manifestar la propia opinión, a decir de manera oportuna si algún punto no resulta claro, y a aceptar incluso una orientación distinta de la que uno veía, confiando en que la gracia de Dios asiste a quienes ejercen su función con rectitud de intención y cuentan con la ayuda de expertos en la materia.


Es poco conocido que la Iglesia católica, desde una preciosa humildad colectiva, es la institución que más iniciativas vivifica en el mundo entero para ayudar pobres y enfermos. En el pueblo de Dios justamente, donde conviven lo humano y lo divino, la humildad es especialmente necesaria. ¡Qué bonito aspirar a ser el sobre que se tira cuando se lee una carta, o la aguja que deja el hilo y desaparece, una vez que ha cumplido su misión! El Señor nos invita a decir: «Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). Así, el sacerdote tendrá la humildad de «aprender a no estar de moda»[17], no buscar estar siempre a la última, a la vanguardia de todo; a rechazar de manera casi instintiva el protagonismo que, fácilmente, va de la mano de una mentalidad de propietario de las almas. A su vez, el fiel laico, si es humilde, respeta a los ministros del culto por lo que representan: no critica a su párroco o a los sacerdotes en general, sino que les ayuda, con discreción. Los hijos de Noé cubrieron la desnudez de su padre embriagado (cfr. Gn 9,23). «Como los hijos buenos de Noé, cubre con la capa de la caridad las miserias que veas en tu padre, el Sacerdote»[18]. Santo Tomás Moro aplicaba este relato incluso al Romano Pontífice, por quien el pueblo cristiano hubiese debido rezar… ¡en vez de perseguirle![19]



El tiempo es de Dios: fe y humildad


«El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: “Nuestro Dios está en los cielos. Cuanto le agrada, lo hace” (Sal 115,3); y de Cristo se dice: “si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3,7); “hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza” (Pr 19,21)»[20]. Y la dirección espiritual es un medio excelente para situarnos mejor en ese horizonte. El Espíritu Santo actúa, con paciencia, y cuenta con el tiempo: el consejo recibido debe hacer su camino en el alma. Dios espera la humildad de un oído atento a su voz; entonces es posible sacar un provecho personal de las homilías que uno escucha en su parroquia, no solo para aprender algo, sino sobre todo para mejorar: tomar unas notas durante una charla de formación o un rato de oración, para comentarlas después con alguien que conoce bien nuestra alma, es también reconocer la voz del Espíritu Santo.


Fe y humildad van de la mano: en nuestro peregrinar hacia la patria celestial es necesario dejarnos guiar por el Señor, acudiendo a Él y escuchando su Palabra[21]. La lectura sosegada del Antiguo y del Nuevo Testamento, con los comentarios de carácter teológico-espiritual, nos ayuda a entender qué nos dice Dios en cada momento, invitándonos a la conversión: «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos –oráculo del Señor»(Is 55,8; cfr. Rm 11,33). La humildad de la fe se arrodilla ante Jesucristo presente en la Eucaristía, adorando al Verbo encarnado como los pastores en Belén. Así sucedió santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein: nunca se olvidó de aquella mujer, que entró en una iglesia con su bolsa de compras y se arrodilló para hacer su oración personal, en conversación íntima con Dios[22].


La humildad lleva a vivir un presente aligerado de todo porvenir, porque los cristianos somos de esos que «han deseado con amor su venida» (2 Tm 4,8). Si nos enfadamos ante unas circunstancias menos favorables, necesitamos crecer en fe y en humildad. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»[23]. De este modo, se evita un descontento exagerado, o la tendencia a retener en la memoria las humillaciones: un hijo de Dios perdona los agravios, no guarda rencor, va adelante[24]. Y si alguno piensa que otro le ha ofendido, trata de no hacer memoria de las ofensas, no guarda rencor: mira a Jesús, sabiendo que «a mí, que todavía me ha perdonado más, ¡qué gran deuda de amor me queda!»[25]. El humilde dice, con San Pablo: «olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús» (Flp 3,13-14).


Esta actitud nos ayuda a aceptar la enfermedad, y a convertirla en una tarea fecunda: es una misión que Dios nos da. Y parte de esa misión es aprender a facilitar que otros nos puedan ayudar a aliviar nuestro dolor y las posibles angustias: dejarse asistir, curar, acompañar, es prueba de abandono en las manos de Jesús, que se hace presente en nuestros hermanos. Hemos de completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).


La conciencia de que somos débiles nos llevará a dejarnos ayudar, a ser indulgentes con los demás, a comprender la condición humana, a evitar sorpresas farisaicas. Nuestra debilidad nos abre la inteligencia y el corazón para comprender la de los demás: se puede salvar la intención, por ejemplo, o pensar que una persona se encontró en situaciones muy difíciles de gestionar, aunque evidentemente eso no supone ignorar la verdad, llamando «al mal bien y al bien mal», y cambiando «lo amargo en dulce y lo dulce en amargo» (Is 5,20). Por otro lado, puede suceder a veces que uno tienda a infravalorarse. Esa baja autoestima, frecuente en muchos ambientes, tampoco es saludable, porque no corresponde a la verdad y corta las alas de quien está llamado a volar alto. No hay motivo para desmoralizarse: la humildad nos lleva a aceptar lo que nos viene dado, con la convicción profunda de que los caminos por los que el Señor desea conducirnos son de misericordia (cfr. Hb 3,10; Sal 95[94],10); pero nos lleva también, por eso mismo, a soñar con audacia: «Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios?»[26]



Apertura a la Providencia


El hombre y la mujer humildes están abiertos a la acción de la Providencia sobre su futuro. No buscan ni desean controlar todo, ni tener explicaciones para todo. Respetan el misterio de la persona humana y confían en Dios, aunque parezca incierto el día de mañana. No intentan conocer las secretas intenciones divinas, ni lo que supera su fuerza (cfr. Si 3,21). Les basta la gracia de Dios, porque «la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12,9). Encontramos esa gracia en el trato con Jesucristo: es participación en su vida.


Tras una emocionante acción de gracias a Dios Padre, Jesús invita a sus discípulos de todos los tiempos a acercársele, quia mitis sum et humilis corde (Mt 11,29): el Señor es manso y humilde de corazón, y por eso encontraremos en Él comprensión y sosiego. Nos acercamos a Cristo en la Eucaristía, a su Cuerpo herido y resucitado: in humilitate carnis assumptae, reza el Prefacio I de Adviento –viene por primera vez en la humildad de nuestra carne. Tocamos la inefable humildad de Dios. «Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... –Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz»[27]. La Virgen María nos acompaña para que le recibamos con la humildad con la que ella recibió a su Hijo Jesús. Salve radix, salve porta, ex qua mundo lux est orta[28]: Salve Raíz, salve puerta, de quien nació la Luz para iluminar un mundo sumergido en las tinieblas del orgullo; Jesucristo, Luz de Luz[29], nos revela la misericordia de Dios Padre.