"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de septiembre de 2023

LA VIDA COMO UN DIÁLOGO CON DIOS

 



Evangelio (Lc 9, 43b-45)


Entre la admiración general por lo que hacía, dijo a sus discípulos:

«Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».

Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELISTA san Lucas hace notar que Jesús gozaba de una «admiración general» (Lc 9,43). No resulta difícil imaginar las causas de esa reputación. Por una parte, el Señor hablaba con una autoridad y un carisma que atraían a las muchedumbres. Además, sus enseñanzas no se reducían a meras palabras, sino que iban acompañadas de obras. Los milagros afirmaban su origen divino, y su forma de vivir reflejaba la misericordia de Dios. Nadie que veía a Jesús podía quedarse indiferente ante la riqueza de su personalidad y el tesoro de sus palabras.


Aquella profunda impresión que Jesús dejaba en sus discípulos la ha dejado también en nosotros; es un sentimiento que, gracias a Dios, se renueva en momentos puntuales, pero quisiéramos que estuviera siempre presente. La admiración consiste en mirar con nuevos ojos lo que se ama, porque no hay amor que no tenga sabor a novedad. Una persona enamorada no se cansa de contemplar al amado; no tanto por un afán de curiosidad, sino por un deseo de seguir apreciando toda su riqueza. Precisamente en eso consiste la vida contemplativa: saber que Jesús está cerca y no cansarnos de entrar en su misterio.


Como toda relación, la vida de oración es un camino en el que se avanza poco a poco. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres»1. El objetivo es abandonarnos en sus manos y dejar que sea él quien nos conquiste: «Se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»2.


NOS PUEDE sorprender la manera en la que Jesús reacciona ante la admiración que despertaba. En lugar de complacerse ante sus miradas atónitas, les habla de la Cruz, como haciendo ver que la verdadera contemplación no puede separarse de una profunda purificación interior: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44).


Cristo deja claro, en innumerables ocasiones, que «no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida»3. Quizá algunos de los que seguían a Jesús lo hacían con el deseo de que les asegurara una existencia un poco más cómoda o simplemente para sentirse parte del grupo guiado por un profeta famoso. Pero este no era el mensaje de Cristo: el amor auténtico va da la mano de la verdad, de la realidad, y no puede desentenderse del dolor. «No olvidéis –escribía san Josemaría– que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza»4.


Contemplar el rostro de Cristo, adentrarnos en el misterio de su amor, significa descubrir los mensajes de sus heridas, abrirse al dolor de su corazón, también en las personas que sufren cerca de nosotros. Por eso, la oración contemplativa, que es «la respiración del alma y de la vida»5, requiere de la mortificación interior: esa lucha serena, pero decidida, por tener todos nuestros sentidos libres para ponerlos en Jesús y experimentar las cosas como las experimenta él. Si nuestra oración nos une a Cristo, nos unirá también a los problemas del mundo y los asumirá desde la perspectiva de Dios.


«PERO ELLOS no entendían este lenguaje. Les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido» (Lc 9,45). La muchedumbre que rodeaba a Jesús se quedó desconcertada al oír sus palabras sobre la Cruz. Les parecía extraño que alguien que había demostrado poseer un poder tan elevado, que era incluso capaz de resucitar a los muertos, les hablara de su doloroso final. No podían comprender que Jesús, en medio de su palpable triunfo, describiera su futura derrota. Sus palabras parecían contradecir el ambiente general de alegría y de esperanza.


Sin embargo, en lugar de comentar sus discrepancias con Jesús, a aquellas personas «les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,45). La admiración que sentían por el Señor resultó ser, muchas veces, una mezcla de conocimiento superficial y reverencia temerosa. Jesús, sin embargo, los invita a que aquella contemplación no sea solo la impresión de un momento pasajero, la emoción de un instante, sino que genere un cambio profundo en sus vidas: les ofrece comprender toda la existencia como un diálogo con Dios.


Esa unión de nuestro corazón con el de Cristo nos permite contemplar con nuevos ojos el mundo. Descubrimos, incluso entre las sombras de la historia y de nuestra propia biografía, un destello de la luz divina. «Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza»6. María, maestra de oración, nos puede alcanzar la gracia de tener un corazón contemplativo como el suyo.


1. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296.

2. Ibíd.

3. Francisco, Homilía, 15-IX-2021.

4. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 301.

5. Benedicto XVI, Audiencia, 25-IV-2012.

6. Francisco, Audiencia, 5-V-2021.

29 de septiembre de 2023

San Miguel y el poder de Dios / San Gabriel el mensajero /San Rafael, un joven alegre.

 


Evangelio (Jn 1, 47-51)


Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:

—Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez.

Le contestó Natanael:

—¿De qué me conoces?

Respondió Jesús y le dijo:

—Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.

Respondió Natanael:

—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.

Contestó Jesús:

- ¿Porqué te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás.

Y añadió:

—En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.



PARA TU RATO DE ORACION


EL ARCÁNGEL san Miguel es presentado en el Antiguo Testamento como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido de los peligros. Y en el libro del Apocalipsis se narra la guerra que mantuvo con las fuerzas del mal: «Se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo» (Ap 12,7-8). Entre las primeras consecuencias de la victoria de Cristo se encuentra la derrota del diablo. Y corresponde a este arcángel ejecutarla. «Miguel significa: “¿Quién como Dios?” (…). Por esto –escribe san Gregorio Magno–, cuando se trata de alguna misión que requiere un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que solo Dios puede hacer»1. Confiar una misión a san Miguel es tanto como decir que aquello únicamente puede hacerlo el Señor: «San Miguel vence porque es Dios quien actúa en él»2.


Decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino»3. Todos los cristianos formamos parte del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Hoy podemos pedir a este arcángel, príncipe de la milicia celestial, que cuide a todos los hombres y mujeres, que nos defienda en la lucha y nos ampare de las asechanzas del demonio4. Y lo hacemos con la seguridad de la victoria, «porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12,10). Intensificar nuestra relación con san Miguel acrecentará nuestra fe en el poder de Dios, nos hará más humildes, hasta identificarnos cada vez más con su propio nombre: «Todos mis huesos dirán: ¿Quién como Tú, Señor?» (Sal 35, 10).


EL CATECISMO de la Iglesia señala que «con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios»5. Su ser se agota en servir: existen para cooperar gozosamente con los planes del Señor y transmitir a los hombres sus designios. Y, entre todos los mensajeros, no hay otro como Gabriel. Su nombre significa «fuerza de Dios»; fue enviado como embajador del Señor en repetidas ocasiones para comunicar su plan de salvación y para dar ánimo a quienes invita a realizarlos. «Yo soy Gabriel –dice, por ejemplo, el ángel a Zacarías–, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte una buena nueva» (Lc 1,19). También el profeta Daniel escribió sobre el arcángel: «Llegó volando raudo hasta mí, a la hora de la ofrenda vespertina. Él se hizo comprender, habló conmigo y dijo: “Daniel, ahora he salido para infundirte comprensión”» (Dn 9,21-22).


Cuenta san Lucas que cuando la Virgen se sobresaltó al oír el saludo del arcángel, él respondió: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,31). Gabriel alcanza de Dios el consuelo necesario para afrontar las situaciones de manera serena y esperanzada; también cuando lo que comunica parece sobrepasar nuestras propias capacidades, como en el momento de la Anunciación. Él nos recuerda que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37), y siempre puede ser un importante apoyo en nuestras luchas. «Parece que el mundo se te viene encima –escribe san Josemaría–. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. El no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos»6. El arcángel Gabriel anuncia la voluntad de Dios y nos ayuda a comprender que de allí solo puede venir la alegría y la paz.


TOBIT y su mujer sufrían ante la perspectiva de enviar al joven Tobías solo, en un viaje tan lleno de incertidumbres, hasta una lejana ciudad. Ellos solo podían acompañarlo desde la distancia, y no les parecía suficiente. Entonces apareció un joven alegre (cfr. Tb 5,10), dispuesto a acompañarlo: «Soy experto y conozco bien todos los caminos» (Tb 5,6). Se trataba del arcángel san Rafael. Él acompañó a Tobías en su juventud, enseñándole a aprender de los desafíos que se le presentaban (cfr. Tb 6,1-9); le dio ánimo para superar los miedos que le impedían lanzarse a la aventura del matrimonio con Sara (cfr. Tb 6,16.18); le enseñó a querer a la que sería su mujer (cfr. Tb 6,19); y le ayudó a ser la alegría de sus padres (cfr. Tb 11,9-15).


Por esta tarea cumplida con Tobías, san Josemaría confió el trabajo apostólico con gente joven al arcángel san Rafael. Veía esta parte del apostolado del Opus Dei como la niña de sus ojos, pues la formación cristiana de la juventud es una prioridad en la Iglesia y en la Obra, ya que las siguientes generaciones también ansían lo mismo que nos ha traído la paz a nosotros. Es una misión a la que estamos llamados todos los cristianos, de forma que seamos sembradores de la alegría del Evangelio. Estamos invitados a ayudar a muchos jóvenes para que «sean –ahora y después a lo largo de su vida– fermento cristiano en las familias, en las profesiones, en todo el campo inmenso de la vida humana en medio del mundo»7.


«En el camino y en las pruebas de la vida no estamos solos, estamos acompañados y sostenidos por los ángeles de Dios, que ofrecen, por decirlo así, sus alas para ayudarnos a superar tantos peligros, para poder volar alto respecto a las realidades que pueden hacer pesada nuestra vida o arrastrarnos hacia abajo»8. Los tres arcángeles nos acompañarán toda la vida hasta el final del camino. Y allí, en el cielo, podremos contemplar a la Virgen, Reina de los ángeles.


1. S. Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios, 2, 34, 9

2. Francisco, Audiencia general, 5-VII-2013.

3. San Josemaría, Meditación, 12-III-1961.

4. Cft. Oración a San Miguel Arcángel.

5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 329.

6. San Josemaría, Vía Crucis, IX Estación, n. 4.

7. Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 8-VI-2018.

8. Francisco, Audiencia general, 5-VII-2013.

28 de septiembre de 2023

DESEOS DE VER A JESÚS

 


Evangelio (Lc 9,7-9)


Herodes el tetrarca oyó todo lo que ocurría y dudaba, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos, otros que Elías había aparecido, otros que había resucitado alguno de los antiguos profetas. Y dijo Herodes:

—A Juan lo he decapitado yo, ¿quién es, entonces, éste del que oigo tales cosas?

Y deseaba verlo.



PARA TU RATO DE ORACION 



LOS EVANGELIOS nos hablan de muchas personas, muy distintas entre sí, que quieren ver a Jesús. Uno de ellos es Herodes quien, al enterarse de los milagros que realizaba, «estaba perplejo». El motivo de semejante sorpresa era que «unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos». Pero a Herodes le costaba creer esa posibilidad, pues él mismo había acabado con la vida de Juan, instigado por Herodías, la mujer de su hermano. «A Juan lo he decapitado yo –decía–, ¿quién es, entonces, este del que oigo tales cosas?» (Lc 9,7-9). San Lucas hace notar que Herodes «deseaba verlo» (Lc 23,8). Sin embargo, cuando finalmente se encuentra con Jesús durante la Pasión, el Señor calla. El rey esperaba verle realizar algún milagro y le hacía preguntas con mucha locuacidad, pero Jesús no respondió nada. Entonces Herodes, junto con sus soldados, le despreció y se burló de él delante de todos (cfr. Lc 23,6-12).


Sin embargo, san Lucas también habla de otra persona que llevaba tiempo deseando ver a Jesús. Se trata del anciano Simeón, «un hombre justo y temeroso de Dios. (...) Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver a Cristo» (Lc 2,25-26). Cuando lo encontró en el Templo, aún siendo Jesús todavía un niño, «lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”» (Lc 2,28-29). Ambos, Simeón y Herodes, querían ver a Jesús, pero el segundo fue incapaz de valorar adecuadamente su presencia, no pudo reconocer su divinidad. Su afán de satisfacción personal y su curiosidad por ver prodigios le impidió darse cuenta de que delante tenía al Mesías. En cambio, el ejemplo de Simeón «nos enseña que la fidelidad en la espera afina los sentidos espirituales y nos hace más sensibles para reconocer los signos de Dios»1. Él, dueño de una finura que podemos pedir a Dios, se conformaba con tener a Jesús entre sus manos.


LA LECTURA y meditación frecuente del Evangelio nos ayuda a ganar en intimidad con Cristo; nos ayuda a conformar nuestra vida con la suya, de forma que nuestro corazón sintonice con su ejemplo y sus palabras. Como decía san Josemaría: «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el evangelio en tu vida»2. De este modo, comprenderemos que la santidad no consiste solamente en evitar el pecado o en cumplir una serie de preceptos, sino en identificarnos cada vez más con Jesús.


«Cristo te ha dado el poder de ser como él según tus fuerzas. No te asustes de oír esto. Lo que debe espantarte es no ser como él»3, decía san Juan Crisóstomo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, en nuestra vida se irá plasmando la imagen del Señor, el semblante de los hijos de Dios. Y esto, en primer lugar, se refleja en la vida corriente, convirtiendo «la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico»4.


El deseo de identificarnos con Cristo cambia nuestra vida ordinaria: la familia, el trabajo, nuestras relaciones de amistad… «Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»5.


EL EMPEÑO sincero por conocer a Cristo e identificarnos con él nos llevará «a darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que el de entregarnos al servicio de los demás»6. Un cristiano no vive para sí mismo, sino para todas las personas que le rodean. Incluso lo que parece más personal e íntimo –nuestra vida interior, nuestro esfuerzo por mejorar en las virtudes–, tiene siempre una dimensión apostólica: el apostolado es inseparable de la propia santificación, y viceversa.


«Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad»7. Como escribe san Pablo a los tesalonicenses: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Y esta llamada del Señor no entra en conflicto con las demás ilusiones de la vida, sino todo lo contrario. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Todos los deseos, todos los proyectos, todos los amores pueden formar parte de los planes de Dios»8.


En este camino de santificación y apostolado nos acompaña la Virgen. «Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre. (...) Nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres»9.


1. Francisco, Audiencia general, 30-III-2022.

2. San Josemaría, Surco, n. 672.

3. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 78,4.

4. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 50.

5. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 75.

6. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145.

7. Francisco, Gaudete et exultate, n. 19.

8. Mons. Fernando Ocáriz, “Luz para ver, fuerza para creer”, 24-IX-2018.

9. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145.



27 de septiembre de 2023

LA EXPERIENCIA DEL FRACASO

 



Evangelio (Lc 9,1-6)

Convocó a los doce y les dio poder y potestad sobre todos los demonios, y para curar enfermedades. Los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos. Y les dijo:

— No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas. En cualquier casa que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos. Se marcharon y pasaban por las aldeas evangelizando y curando por todas partes.


PARA TU RATO DE ORACION


JESÚS convocó a los doce y los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, dándoles poder y potestad sobre todos los demonios y para curar enfermedades (cfr. Lc 9,1-2). Estas breves frases, y los consejos que el Señor les dará sobre el modo en que deberán desempeñar esta misión, nos revelan algunas características del apostolado cristiano.


La primera es la prioridad de la vocación personal. Los apóstoles son escogidos uno a uno para la misión que se les encomendará. Su elección forma parte del misterio divino, pues no se ajusta a criterios humanos como la capacitación o la eficacia. La mayoría eran pescadores sin una gran cultura; el único que quizá tenía más medios humanos y una mejor instrucción era Mateo, pero por su condición de publicano muchos lo consideraban un traidor. Además, con frecuencia los apóstoles tampoco brillaban por su heroísmo moral: como vemos en los evangelios, son ambiciosos, rivalizan entre sí y se comparan de continuo, poseen una fuerte visión humana y les cuesta razonar en términos sobrenaturales. La experiencia de los apóstoles nos recuerda que «todo depende de una llamada gratuita de Dios; Dios nos elige también para servicios que a veces parecen sobrepasar nuestras capacidades o no corresponder a nuestras expectativas; a la llamada recibida como don gratuito es necesario responder gratuitamente»[1].


Los doce partirán a predicar el Reino de Dios no porque sean sabios ni santos, sino porque se saben llamados por Cristo y porque aceptan libremente ser enviados por él. Esa es la convicción que, desde los primeros siglos hasta hoy, ha impulsado a la Iglesia a difundir el Evangelio por el mundo entero: los cristianos se sabían continuadores de la misión de Cristo, llamados y enviados para llevar la salvación a todos los hombres. Por eso el apostolado es algo radicado en la misma identidad del cristiano: por el bautismo, nuestra vida tiene un sentido de misión. No hacemos apostolado como quien cumple un encargo sobreañadido a nuestra condición de cristianos, sino que nuestra identidad más profunda consiste en que «somos apóstoles»[2]: como los primeros doce, hemos sido elegidos para ser enviados.


TRAS HABER manifestado a los doce cuál será su misión, el Señor les da algunos consejos sobre el modo de cumplirla: «No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas» (Lc 9,3). Jesús pide a los que envía a la misión apostólica una pobreza tan radical como significativa: la renuncia a una serie de cosas buenas en sí, pero no para ellos en este momento, porque podrían ralentizar o impedir la misión recibida. Esto es lo que caracteriza a la pobreza: una virtud que nos permite centrar nuestra mente y nuestro corazón en lo que es verdaderamente valioso e importante, sin distraernos con lo aparente, vano o accesorio.


En el caso del apostolado, lo verdaderamente esencial es la centralidad de Dios: el Señor nos envía y él actúa en las personas. Nosotros somos instrumentos. Ciertamente, también nuestro papel es importante, pero no lo más central ni lo más decisivo. A diferencia de un instrumento material no somos inertes o pasivos, sino que ponemos en juego libremente todas las cualidades y capacidades que tenemos, así como todos los medios humanos con los que contamos, y el Señor cuenta con que así lo haremos. Pero lo que Jesús subraya con fuerza en el Evangelio es que todo eso, lo que tenemos –sean medios materiales o cualidades humanas–, ocupa un lugar secundario en comparación con nuestra identidad: somos llamados por él y enviados a las almas.


Esta es la convicción que llena el corazón del apóstol, como recordaba san Josemaría a sus hijos en los primeros años del Opus Dei: «No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas para hacer una cosa buena. Eso es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»[3]. Precisamente porque pone su confianza en Dios, que es quien lo ha elegido y enviado, el apóstol puede cumplir este mandato divino con libertad personal, con generosidad y con alegría, dispuesto a cualquier sacrificio y moviéndose con esperanza y audacia.


«EN CUALQUIER CASA que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos» (Lc 9,4-5). Así concluye el Señor sus consejos para la misión apostólica. Jesús hace ver que, en ocasiones, el testimonio apostólico de sus enviados será bien acogido y, en cambio, otras veces no lo será. Para este último caso, recomienda a los doce que sacudan el polvo de sus pies: era un gesto gráfico en la cultura semita para mostrar que uno no quería conservar nada, ni siquiera poco de tierra, del lugar donde le habían rechazado. En nuestro caso, nos ayuda a recordar que no deberíamos dejar que los fracasos o las negativas que cosecharemos al ser apóstoles queden como un peso en nuestro corazón, apagando poco a poco el entusiasmo sobrenatural que nos mueve.


«¿No te comprenden?... –escribía san Josemaría– Él era la Verdad y la Luz, pero tampoco los suyos le comprendieron. –Como tantas veces te he hecho considerar, acuérdate de las palabras del Señor: “no es el discípulo más que el Maestro”»[4]. Jesús es muy realista en su descripción de la vida apostólica. No oculta que esta exige renuncias –para no perder de vista la búsqueda de lo realmente valioso– y que no siempre se ve coronada por el éxito: a sus apóstoles no les faltarán dificultades, tribulaciones e incluso persecuciones (cfr. Lc 28,12-19); no irán por la vida logrando una victoria tras otra, y por eso no deben cifrar su alegría en los resultados inmediatos, sino en la fecundidad sobrenatural de su entrega. Recibirán el ciento por uno y la vida eterna (Mt 19,29) porque, de su testimonio de vida cristiana, de su fidelidad sin reservas a la misión apostólica, el Señor hará surgir una gran cantidad de frutos sobrenaturales, una abundancia que en muchos casos será inconmensurable para las estimaciones solamente humanas.


Podemos pedir a la Virgen María que avive en nuestros corazones un sentido de misión que nos haga ser y comportarnos como los primeros doce, sintiéndonos enviados del Señor y confiando en que él hará fructificar nuestro celo apostólico: «Tú y yo, hijos de Dios, cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma –hemos de decirnos– que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay que convivir; un alma que hay que salvar»[5].


26 de septiembre de 2023

NOS ESCUCHA

Evangelio (Lc 8,19-21)

Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron:

— Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.

Él, en respuesta, les dijo:

— Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.




PARA TU RATO DE ORACION 


LA FAMA de Jesús se ha extendido ya por toda Galilea. Son muchos los que acuden a él. Algunos le traen enfermos, otros le confían un problema o le piden un consejo. Posiblemente tampoco faltan quienes acercan a sus hijos a Cristo para que los bendiga con su mano. El Señor predica, escucha y responde a preguntas. Se interesa por las personas. No rehúye el dolor, ni la enfermedad, ni la angustia del pueblo. Cada día de Jesús se parece a una hogaza de la que una multitud de manos hambrientas arrancan trozos hasta no dejar nada. Su entrega total en la cruz fue precedida de una donación cotidiana a las personas que le rodeaban.


Un día, mientras Jesús se encontraba en una de esas situaciones, acudieron a verle su Madre y algunos parientes, pero «no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre» (Lc 8,19). Era tal el gentío que se agolpaba en torno al Maestro, que impedía el paso a los recién llegados. Sus discípulos le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Y Cristo les dio una respuesta que, de manera misteriosa, resume el Evangelio que traía a la tierra: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,20-21).


En los rostros de quienes le escuchaban quizá se dibujó un gesto de sorpresa. Sin embargo, Jesús no quiso expresar con estas palabras un distanciamiento con su Madre. En realidad, lo que pone de relieve es su intención de constituir una familia de vínculos sobrenaturales: la Iglesia. Y esta la formarían los hombres y las mujeres que a lo largo de los tiempos iban a acoger su palabra para que fructifique en sus vidas. Como explicaba un escritor medieval: «En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia y, por los siglos de los siglos, morará en el conocimiento y en el amor del alma fiel»1.


«MARÍA es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés (...). No dice simplemente “sí”, sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra»2. Cuando pronuncia el Magníficat, por ejemplo, comprobamos que la Madre de Jesús conocía las Escrituras, y no solo de un modo teórico; nos damos cuenta de que «estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida»3.


Escuchar la palabra de Dios no nos aleja de la tierra, sino todo lo contrario: nos introduce de lleno en ella, nos revela la verdadera realidad. «Decir “sí” al Señor es animarse a abrazar la vida como viene, con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con todas sus contradicciones»4. Por eso, la fidelidad de María «no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»5. Las vidas de todos los santos nos revelan que esa escucha fiel es un tesoro que, después, se derrama en gestos de amor en lo ordinario, que queda así transformado. En María, mujer de la escucha, vemos una vida sin espectáculo externo, mientras lleva a cabo los trabajos propios de una madre de familia de su tiempo; toda la existencia de María está caracterizada por una profunda docilidad al querer divino. Su día a día, al igual que el de su hijo Jesús, está marcado por la alegría de quien ha entrado en la lógica divina: «Contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina»6. Sus deseos y sus planes se sitúan dentro de los designios de bondad de su Hijo. Y en ellos, María se mueve con soltura y plena libertad.


A SAN JOSEMARÍA le gustaba considerar que, en el momento de la Anunciación, la Virgen se encontraba recogida en oración. Muchos pintores han representado así esta escena, añadiendo entre sus manos un libro de las Escrituras. Para ella la lectura de esas páginas no era simplemente recordar eventos de otra época: eran las palabras que el Señor dirigía a ella misma en un determinado momento. «No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, con el corazón abierto a Dios: “Señor, lo que tú quieres, cuando tú quieres y como tú quieres”. Es decir, con el corazón abierto a Dios y Dios siempre responde»7.


Leer las Escrituras con esa apertura de corazón nos llevará a descubrir lo que Dios quiere decirnos hoy y ahora. Como su palabra es siempre viva y eficaz, podemos leer una y otra vez el mismo pasaje con novedad. Escuchar así la palabra de Dios nos llevará, como de la mano, a cumplirla, poniendo al servicio de Dios nuestra libertad, nuestra inteligencia y nuestra amplia capacidad de amar. En realidad, escuchar y cumplir la palabra de Dios son dos cosas inseparables, pues «la palabra de Dios se comprende realmente solo cuando se empieza a practicarla»8. Podemos pedir a la Virgen que sepamos meditar las Escrituras con la misma apertura de corazón que marcó su vida.

25 de septiembre de 2023

LA LUZ DE NUESTRA VIDA



 Evangelio (Lc 8,16-18)


Nadie que ha encendido una lámpara la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entran vean la luz. Porque nada hay escondido que no acabe por saberse; ni secreto que no acabe por conocerse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís: porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que piensa tener se le quitará.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN LA SAGRADA ESCRITURA son frecuentes las referencias a la luz. El libro del Génesis nos recuerda que Dios, después de crear el cielo y la tierra, crea la luz (cfr. Gen 1,3). Por su parte, las profecías del pueblo de Israel expresan de este modo la llegada del Mesías: «El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz» (Is 9,2). San Juan, finalmente, escribe en el prólogo de su evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9).


Pensar en una existencia sin luz, entre penumbras, nos genera tristeza, pues supondría no disfrutar de lo creado. Por eso, en la tradición cristiana la vida en tinieblas está identificada con el mal. La ausencia de luz nos lleva a la confusión, a ir sin un rumbo claro. Pero aun en la noche más profunda bastan las pequeñas luces de las estrellas para, al menos, contar con unas referencias que marcan una ruta certera. Cristo orienta nuestra vida, nos ayuda a despejar nuestras dudas: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Salmo 119, 105), dice el salmista, refiriéndose a la ley de Dios.


La luz de Cristo nos ayuda a afrontar las dificultades del camino con esperanza. Ciertamente, creer en él no significa ahorrarse sufrimientos, como si fuera un analgésico para los momentos de dolor. Más bien, el cristiano que se fía del Señor sabe que «tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia. Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»1.


«NADIE que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz» (Lc 8,16). Antiguamente, cuando no existía la luz eléctrica, costaba mucho mantener un fuego encendido. Esa experiencia da pie al Señor para algunas de sus enseñanzas. La luz es necesaria para la vida de los hombres. Por eso, cuando llega la noche, esas lámparas deben estar listas para alumbrar, como las de las vírgenes que esperaban al novio (cfr. Mt 25,1-13). Jesús, cuando se refiere al papel de sus discípulos en medio del mundo, los compara con la luz y con la sal. Así como la sal da sabor a los alimentos, la luz ayuda al hombre a no tropezar, le permite ver lo que le rodea y le orienta en su camino. Cristo quiere mostrarnos en esta parábola la tarea a la que nos invita: «Llenar de luz el mundo, ser sal y luz: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios»2.


La parábola supone que la lámpara está encendida. ¿Quién ha encendido ese fuego que hace alumbrar la lámpara? La Iglesia tiene confiada esa misión de ser esa luz, desea iluminar a todos los hombres anunciando el Evangelio con la alegría de Cristo. Quienes hemos recibido el Bautismo formamos parte de ese conjunto de hombres y mujeres a los que el Señor ha convocado para tratar de iluminar el mundo. San Ambrosio expresaba esta vocación de los cristianos y de la Iglesia como mysterium lunae, el misterio de la luna: «La Iglesia, como la luna, no brilla con luz propia, sino con la de Cristo»3. Quien nos enciende es Cristo: lo que podemos hacer nosotros es disponernos para recibir su reflejo. «Para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino, la misión es su vocación, hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre»4.


«MIRAD, PUES, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (Lc 8,17-18). El Señor, al final de la parábola, habla sobre la responsabilidad que supone haber recibido su luz, haber sido destinatario de algún don de Dios. Y esa llamada nos puede llevar a considerar nuestra debilidad y la poca consistencia que en ocasiones tiene nuestro fuego. Tomando en cuenta que también una pequeña luz hace mucho bien en la oscuridad, la consideración de nuestra pequeñez nos puede llevar a cultivar una disposición humilde para seguir recibiendo el fuego de Dios.


San Juan nos relata su experiencia de ser portador del Evangelio: «La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Todos tenemos experiencia personal de las tinieblas; cuando nos adentramos en ellas, perdemos el sentido del bien y del mal, los ojos del alma poco a poco se acostumbran a la oscuridad e ignoran la luz. El prelado del Opus Dei nos recuerda que, en esos momentos, «la fidelidad consiste en recorrer –con la gracia de Dios– el camino del hijo pródigo»5. Reconocemos que no vale la pena vivir en la oscuridad, recordamos que estamos llamados a ser resplandor de Dios.


El gozo de la vida de un cristiano es compartir la misión con Jesús. Entonces descubrimos con profundidad quiénes somos. «El pecado es como un velo oscuro que cubre nuestro rostro y nos impide vernos claramente a nosotros mismos y al mundo; el perdón del Señor nos quita este manto de sombra y de tinieblas y nos da nueva luz»6. «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz!» (Is 60,1), dice Isaías. María protege siempre la lámpara de nuestra alma. Y si alguna vez se debilita, la enciende nuevamente con el fuego de su Hijo para que alumbre a los que necesitan su luz.

24 de septiembre de 2023

DIOS QUIERE LO MEJOR PARA NOSOTROS

 



Evangelio (Mt 20,1-16)

El Reino de los Cielos es como un hombre, amo de una casa, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora de tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo». 


Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora de sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?» Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña». A la caída de la tarde le dijo el amo de la viña a su administrador: «Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros». 


Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaban que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Cuando lo tomaron murmuraban contra el amo de la casa: «A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor». Él le respondió a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?» Así los últimos serán primeros y los primeros últimos.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN UNA OCASIÓN, el Señor comparó el Reino de los Cielos con el dueño de una propiedad que salió al amanecer a contratar obreros para su viña (cfr. Mt 20,1-16). Al encontrarse con los primeros, les envió a trabajar a cambio de un denario al día, tal como era la costumbre. Cuando horas más tarde halló a varios que «estaban en la plaza parados», también los mandó a su viña. Sin embargo, en esas ocasiones, en lugar de asegurar un salario determinado, les dijo: «Os daré lo que sea justo».

Con esta frase, probablemente se generarían todo tipo de expectativas entre los oyentes. Uno quizá supondría que los que empezaron a trabajar más tarde recibirán menos dinero que quienes se esforzaron desde el amanecer. Por eso, cuando los de la última hora reciben la paga de un denario, pensamos que los más madrugadores obtendrán una recompensa mayor por su trabajo. No obstante, todos cobran el mismo salario. Entonces los primeros trabajadores se pusieron a murmurar contra el dueño, pues parecía que no había tenido en cuenta que habían soportado todo el peso del día y del calor. El propietario respondió a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero?».

«Jesús quiere hacernos contemplar la mirada de aquel jefe: la mirada con la que ve a cada uno de los obreros en espera de trabajo y les llama a ir a su viña. Es una mirada llena de atención, de benevolencia; es una mirada que llama, que invita a levantarse, a ponerse en marcha, porque quiere la vida para cada uno de nosotros, quiere una vida plena, ocupada, salvada del vacío y de la inercia»[1]. Cristo acoge a todos, aunque acudan o se encuentren con él a última hora, como el buen ladrón (cfr. Lc 23,43). Tal como señaló el profeta Isaías, lo que Dios desea es «que el impío deje su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; que se convierta al Señor y se compadecerá de él, a nuestro Dios, que es pródigo en perdonar. Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos» (Is 55,7-8).


TRADICIONALMENTE se ha entendido la justicia como la virtud que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Se trata, por tanto, de una disposición interior que resalta nuestra dimensión relacional. Por eso, en primer lugar cabría preguntarse qué le debemos a Dios, o cómo entablar una relación justa con quien es la Fuente de todos los bienes, empezando por el de nuestra misma existencia.

El diálogo entre sacerdote y fieles con el que comienza el prefacio en la santa Misa puede ser un buen punto de partida: «–Demos gracias, al Señor nuestro Dios. –Es justo y necesario»[2]. En un principio, la gratitud y la justicia parecen contraponerse: un regalo se caracteriza precisamente por ser un don inmerecido. El agradecimiento es el reconocimiento de que una persona ha ido más allá de lo estrictamente debido. Sin embargo, ante Dios cambian radicalmente las coordenadas, porque él es el origen de todo lo que somos y poseemos. Como dice san Pablo: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). Nuestra vida en cuanto tal es un don inmerecido; de ahí que, respecto a Dios, el agradecimiento sea un deber profundo. Nunca podremos devolverle lo que hace por nosotros, y no hay en esto nada de injusto. Pero sí hay algo profundamente debido, profundamente justo: agradecérselo todo.

Descubrir que nuestra relación con Dios está condicionada por su donación gratuita nos lleva a disfrutar de la vida como sus hijos y nos libera de una concepción de la fe exageradamente centrada en la letra de los mandamientos. En vez de agobiarnos ante lo que puede presentarse como una lista infinita de preceptos a través de los cuales pretendemos pagar el precio de nuestra redención, podemos visualizar nuestra correspondencia al amor de Dios como una disposición a regalarle todos los instantes de nuestra vida, convencidos de que nunca conseguiremos agradecerle suficientemente todo lo que nos da. Así, por ejemplo, la fidelidad a un plan de vida espiritual puede percibirse, más que como un peso de conciencia ante unos compromisos adquiridos, como la manifestación más directa de nuestra gratitud al amor que Dios vuelca sobre cada uno y que nos permite estar cerca de él en todo momento. «Vosotros –señalaba san Josemaría–, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios –porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido?–, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura»[3].


LA ACTITUD de profundo agradecimiento a Dios nos libera de un deseo excesivo de juzgar su manera de actuar. A veces, ante acontecimientos personales o sociales, cuando nos vemos enfrentados de pronto con una situación que no esperábamos, puede suceder que nos hagamos preguntas de este estilo: «¿Cómo puede Dios permitir algo así?». Quizá creemos que otras personas son más bendecidas que nosotros o que Dios parece no oír lo que le pedimos en nuestras oraciones, y pensamos: «Qué injusto». Nos comportamos entonces como aquellos jornaleros que trabajaron todo el día y que no encajaron la generosidad desmesurada del propietario hacia quienes había contratado al caer la tarde. En vez de alegrarse porque esos obreros iban a tener algo de dinero para comer, se entristecieron por la decepción de sus expectativas de recibir una gracia mayor.

Por lo demás, no tiene sentido echar la culpa de los males al Señor. Muchos de ellos son resultado de la libertad humana, de las acciones y omisiones propias y ajenas. Junto a eso, es necesario convencernos en nuestra oración de que Dios es el Señor de nuestra vida y de la historia; también de que, aunque en realidad no nos debe nada, puesto que él es Amor, siempre está buscando lo mejor para cada uno, a veces transformando el mal en bien de modos sorprendentes. «En un cierto modo la justicia es más grande que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida terrena, más grande que las posibilidades de establecer en esta vida relaciones plenamente justas entre todos»[4].

La oración de quienes se saben hijos de Dios está marcada por la confianza en quien nos ama infinitamente y siempre quiere lo mejor para nosotros. Así reza Jesús en el huerto de los olivos: «Que pase de mí este cáliz…, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Podemos imaginar que la Virgen, al pie del Calvario, dirigiría una oración similar a Dios. A pesar de que esa situación le estaba causando el mayor de los sufrimientos, confiaba en el Señor y sabía que al final todo sería para bien, pues «Dios no se deja ganar en generosidad»[5].


23 de septiembre de 2023

LA MISTICA OJALATERA



Evangelio (Lc 8, 4-15)


Habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola:


«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».


Entonces le preguntaron los discípulos qué significaba esa parábola.


Él dijo: «A vosotros se os ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan.


El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios.


Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven.


Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan.


Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.


Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia.



 PARA TU RATO DE ORACION 



EL SEÑOR recorre el territorio de Galilea con sus discípulos y anuncia el Reino de Dios a quienes se acercan a escucharle. Jesús usa parábolas en su predicación: breves narraciones que revelan de modo sencillo una verdad profunda de la vida espiritual. Toma ejemplos cotidianos del mundo del trabajo, como la siembra, la pesca o la labor del hogar. También, en otras ocasiones, los toma de la vida social y familiar, como una fiesta de bodas, la relación de un padre con sus hijos o el contratista que busca jornaleros. Incluso narra hechos quizá insólitos para muchos oyentes, como alguien que encuentra un tesoro o un asalto en el camino. Todas aquellas imágenes son fáciles de comprender, son mucho más que una enseñanza teórica. «Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio»1.


A Jesús le gusta emplear estas parábolas porque conoce bien el modo de ser humano. Conoce la fuerza que tiene un ejemplo tomado del día a día de la gente. Esta actitud refleja sencillez, cercanía, deseos de ponerse en el lugar del otro. Lo que Cristo transmite no son ideas ajenas al mundo en que vivimos, sino que están estrechamente ligadas a las realidades cotidianas. Por eso, san Josemaría escribía: «Ruega al Señor que nos conceda a sus hijos el “don de lenguas”, el de hacernos entender por todos. La razón por la que deseo este “don de lenguas” la puedes deducir de las páginas del Evangelio, abundantes en parábolas, en ejemplos que materializan la doctrina e ilustran lo espiritual, sin envilecer ni degradar la palabra de Dios. Para todos –doctos y menos doctos–, es más fácil considerar y entender el mensaje divino a través de esas imágenes humanas»2. Todo esto no se trata solo de encontrar un buen envoltorio para lo que queremos decir, sino de querer a las personas como lo hizo Cristo.


EN LA PARÁBOLA del sembrador, Jesús cuenta que las semillas que no cayeron en terreno propicio fueron comidas por los pájaros; o bien, cuando brotaron, se secaron rápidamente por la falta de humedad o se ahogaron por las espinas. En cambio, las que acabaron en tierra buena sí dieron fruto, y lo dieron al ciento por uno (cfr. Lc 8,5-8). El Señor pone de manifiesto que el sembrador esparce por todo el campo, sin atender mucho al modo en que la semilla será acogida: lanza a voleo, con la esperanza de que llegue a cuajar. La semilla, en su sentido más profundo, es el mismo Cristo, a quien Dios nos ha entregado: «Los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega»3.


«La parábola del sembrador es como la “madre” de todas las parábolas, porque habla de la escucha de la palabra. Nos recuerda que la palabra de Dios es una semilla que en sí misma es fecunda y eficaz; y Dios la esparce por todos lados con generosidad, sin importar el desperdicio. ¡Así es el corazón de Dios! Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la palabra, ¡sin excluir a nadie!»4. Recibimos a Dios mismo. Por eso, el modo de dejarse alcanzar por esa semilla no es, en primera instancia, la adecuación moral a un modo de vivir, o la aceptación intelectual a una doctrina, sino una respuesta de amor a Dios que ha venido a nuestro encuentro.


En parte depende de nosotros que esta semilla brote y dé fruto al ciento por uno. El Señor ofrece la felicidad a todos, pero no la exige, cada uno es el que libremente decide acogerla. Dios nos ha hecho libres y esta parábola es una manifestación de esta realidad. «La pasión por la libertad, su exigencia por parte de personas y pueblos, es un signo positivo de nuestro tiempo. Reconocer la libertad de cada mujer y de cada hombre significa reconocer que son personas: dueños y responsables de sus propios actos, con la posibilidad de orientar su propia existencia. Aunque la libertad no siempre lleva a desplegar lo mejor de cada uno, nunca podremos exagerar su importancia, porque si no fuéramos libres no podríamos amar»5.


A PESAR de la sencillez del lenguaje, los discípulos piden a Jesús que les explique la parábola. El Maestro, entonces, relata los motivos por los que la semilla no brota en el terreno, las razones por las que la palabra de Dios puede no arraigar en la vida de los hombres: la acción del diablo, la falta de raíz en el momento de la prueba, las riquezas y los intereses mundanos… Y señala, al mismo tiempo, que la tierra buena «son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15).


En ocasiones, es común que echemos la culpa a las circunstancias externas cuando algo no va como habíamos planeado: un imprevisto puede complicar un proyecto laboral, una actividad familiar o un evento con amigos. Sin embargo, san Josemaría nos invita a vivir de modo santo también esas particularidades, también las dificultades que puede atravesar la semilla; es decir, nos anima a no caer en lo que llamaba la mística ojalatera: «¡Ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo…»6. Dios sale a nuestro encuentro en presente, aquí y ahora, también donde no nos lo esperábamos.


La parábola hace notar que las circunstancias no tienen la última palabra: son las decisiones libres de los hombres las que resultan definitivas para acoger el don divino. Con la acción de la gracia y nuestro esfuerzo personal, somos capaces de podar poco a poco todo lo que ahoga la semilla. La Virgen, campo fecundo en quien se encarnó el mismo Dios, nos ayudará a preparar el terreno para que también Jesús brote en nuestro corazón.

22 de septiembre de 2023

LAS MUJERES LAS MAS FUERTES

 





 Evangelio (Lc 8, 1-3)


Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.


PARA TU RATO DE ORACION 


«JESÚS iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena noticia del reino de Dios» (Lc 8,1). Y la Sagrada Escritura nos dice que los primeros en recibir la palabra de Cristo fueron «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,7). De entre todos los lugares donde podía comenzar este anuncio, Jesús eligió Galilea, zona periférica con respecto a Judea, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido» (Mt 4,15-16). Las tribus de Zabulón y Neftalí no habían sido fieles a Dios; los profetas habían denunciado su mundanidad y su desapego a la tradición. Era un territorio limítrofe en el que se mezclaban las razas y en donde se asentaban también numerosos gentiles: de ahí la poca fama que tenía entre algunos judíos.


Sin embargo, desde el comienzo de su predicación, el mensaje del Mesías está destinado a acoger a mujeres y hombres de todas las naciones (cfr. Mt 8,11;28,19). De hecho, Jesús muchas veces se mostraba contrario a preceptos que, con el pasar del tiempo, se habían ido añadiendo a lo principal de la Ley. Es siempre actual la tarea de encontrar los aspectos esenciales del mensaje de Cristo para que pueda llegar a todas las almas, también a quienes se encuentran más lejos. «La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable»1.


EL SEÑOR, mientras atravesaba aquellas tierras de la ribera del lago de Genesaret, se hizo acompañar de muchas personas que iba encontrando en el camino. No era un territorio en el que abundaban los grandes hombres de estado o de cultura; más bien abundaba la gente sencilla. Parece que Jesús quiso desde el principio poner en práctica lo que después señalaría en la parábola del banquete de las bodas: «Id, por tanto, a las salidas de los caminos, e invitad a las bodas a cuantos encontréis. Y aquellos siervos salieron por los caminos, y reunieron a todos los que encontraron, tanto malos como buenos; y el salón de bodas se llenó de comensales» (Mt 22,9). ¿Cómo pudo aquel pequeño puñado de hombres entusiasmar a tanta gente con el mensaje de Cristo?


«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –hacía considerar san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gá 2,9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres»2.


La fuerza de estos discípulos no residía principalmente en sus cualidades, sino en la experiencia de haber recibido el amor de Dios. Les sostendrá constantemente la conciencia de aquel encuentro que les llevó a proclamar: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). «El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar (...). Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar»3. Sabernos portadores de este tesoro, no dejar que caiga en el olvido, nos llevará a fijarnos menos en nuestras propias capacidades y más en mantener vivo aquel encuentro, a través del cual Dios quiere alcanzar muchas más personas.


ADEMÁS de los apóstoles, el Evangelio enumera a varias mujeres que acompañaban a Jesús: «María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras mujeres» (Lc 8,2-3). Podemos ver, nuevamente, que no se trataba de las mujeres más importantes de la ciudad; más bien, eran quienes habían acudido a Cristo para ser liberadas de males físicos y espirituales.


Estas mujeres acompañaron al Señor durante su predicación. Y sabemos que lo hicieron hasta el último momento de su vida, incluso cuando había sido abandonado por casi todos sus apóstoles: «Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mt 27,55). El amor hizo que no dejasen al Señor en aquellos instantes; pero se trataba de un amor sin ingenuidades, fuerte, compatible con el dolor. A ellas no les importaba ni la honra, ni el prestigio, ni el supuesto éxito mundano: solamente querían estar con aquel que había transformado radicalmente sus vidas. Se sentían en deuda con Jesús porque les había liberado gratuitamente de su sufrimiento, no les había pedido nada a cambio.


Las mujeres, en aquellos momentos, mantuvieron una actitud esperanzada, fundada en el amor, y lo siguen haciendo hoy en la Iglesia. Solo así se explica que María Magdalena y Juana fueran de nuevo al sepulcro de mañana, cuando todos pensaban que la aventura de Cristo había terminado. La seguridad en la resurrección nos impulsará a vivir de esa esperanza y de ese amor del que también estaba llena nuestra Madre.


21 de septiembre de 2023

San Mateo, apóstol y evangelista

 


Evangelio (Mt 9, 9-13)


Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.


Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos.


Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?».


Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS VIO al publicano y, porque lo amó, lo eligió»1. Estas palabras de san Beda condensan los rasgos esenciales de cualquier vocación. En toda llamada la iniciativa parte siempre de Dios, que piensa en nosotros desde la eternidad y nos acompaña en cada uno de nuestros pasos. En el caso de Mateo, es Jesús quien pasa junto al lugar donde estaba recaudando impuestos. Y, al verle, decide llamarle sin más preámbulos. Es el misterio de la vocación. Mateo podía haberse planteado preguntas como: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿tengo las cualidades necesarias?, ¿dónde me llevará esta elección? Él era un publicano, considerado socialmente como un pecador público. Pero su historia demuestra que ninguna de esas cuestiones son decisivas. Lo realmente importante, en el caso de Mateo y en el de cualquier vocación, es que se ha producido un encuentro personal con Cristo y es él quien nos invita a colaborar en su plan de salvación.


Jesús dirige una palabra a Mateo: «Sígueme». No se trata solamente de una invitación a acompañarle. También «quiere decir: “Imítame”. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él»2. Y así fue cómo la vida de Mateo encontró su pleno cumplimiento. Vería toda su existencia con ojos nuevos, con una luz que también es calor e impulso para dar una respuesta generosa: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación»3.


MATEO responde inmediatamente a la llamada. El Evangelio dice con toda sencillez que «se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Los datos son escuetos. No sabemos si antes había escuchado ya al Maestro o si había conversado con él en Cafarnaún, donde vivía y trabajaba. Lo que el texto destaca, en su concisión, es la prontitud con la que sigue al Señor cuando recibe la llamada a compartir su vida. Algo muy similar encontramos en el caso de otros apóstoles, como Andrés y Pedro, Felipe y Natanael, o Santiago y Juan (cfr. Jn 1,40-50; Mt 4,18-22).


¿Qué fue lo que movió a aquellos sencillos pescadores y al publicano Mateo a seguir sin demora a Cristo? No es del todo fácil dar una respuesta. Sabemos poco de quiénes eran, cómo pensaban, cuáles eran sus anhelos y esperanzas. Pero sí percibimos en los evangelios que Jesús se metió en sus corazones. Les hizo experimentar vivamente el amor que traía a la tierra. Y este descubrimiento los llenó de una irresistible alegría. «Cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, también a través de pruebas y dificultades, a un encuentro cada vez más pleno»4.


Mateo dejó que su corazón fuera conquistado por Jesús. Experimentó que estar con él dona una felicidad que el mundo no puede dar. Posiblemente, a las pocas semanas de estar junto a Jesús, no se le ocultaba que habría dificultades, pues no todos recibían al Maestro con la misma apertura de corazón. Quizá también percibiría sus propios límites y miserias, en contraste con la misión que Jesús emprendía. Pero Mateo prefirió la esperanza, rechazando el pesimismo; confió en que podría custodiar su amor a Jesús, quizá purificándolo y renovándolo muchas veces. «Enamorados de Jesús. Claro que hay pruebas en la vida, hay momentos en los que hace falta ir hacia delante a pesar del frío y los vientos contrarios, a pesar de tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel fuego sacro que les ha encendido una vez para siempre. (...) Cultivemos sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como él y con él, mientras caminamos bien atentos a la realidad»5.


DESPUÉS del encuentro en el telonio, Mateo decidió organizar una fiesta en su propia casa. Quiso celebrar la nueva vida que iba a comenzar invitando a sus amigos para que conocieran también a Jesús. Muchos de ellos, como el mismo Mateo, eran considerados pecadores por su colaboración con el imperio romano. Por eso, «los fariseos, al ver esto, empezaron a decir a sus discípulos: “¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”». Pero Jesús, al escuchar estas palabras, deja claro el sentido de su venida al mundo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: “Misericordia quiero y no sacrificio”; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,10-13).


El que se considera justo está cerrando las puertas a Dios. En cambio, el que se reconoce pecador deja que Cristo se acerque para curarle. Él no nos pide una vida impoluta y sin errores, sino un corazón contrito y humillado: este es el mejor sacrificio que podemos ofrecerle (cfr. Sal 51,19). «Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos»6. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos ayude a experimentar en nuestra vida la fuerza sanadora de la misericordia de Dios. Especialmente en la Confesión y en la Eucaristía recibimos la gracia que nos impulsa a ser testigos del amor que Dios nos tiene.



20 de septiembre de 2023

EL JUEGO DIVINO

 


Evangelio (Lc 7, 31-35)


Así pues, ¿con quién voy a comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice:


«Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado».


» Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: «Tiene un demonio». Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: «Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores».


»Pero la sabiduría queda acreditada por todos sus hijos.



PARA TU RATO DE ORACION 



TRAS haber mostrado a la embajada de Juan el Bautista con obras y palabras que él es el Mesías, el Señor lo alaba delante de la multitud que se ha reunido a su alrededor. A continuación, dirige un duro reproche a los fariseos y doctores de la Ley y una advertencia en forma de comparación para todos aquellos que lo escuchan: «¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice: “Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado”» (Lc 7,31-32).


Los juegos de los niños suelen seguir unas reglas aceptadas por todos que permiten disfrutar la actividad. Si uno no las cumple, prefiriendo jugar de otro modo, es lógico que los compañeros se lamenten, pues se está alterando el sentido del juego. Con esta imagen, Jesús enseña que Dios tiene un camino para salvarnos y hacernos felices. Algunos fariseos y doctores, en cambio, preferían una alternativa basada en sus esquemas y seguridades, basando la salvación en el cumplimiento de las reglas que, de hecho, ellos mismos habían establecido y que se alejaban de la voluntad original de Dios. De este modo, no solamente se negaban a acoger la salvación que Cristo les ofrecía, sino que impedían que los demás pudieran disfrutar del juego que el Señor les tenía preparado, pues enseñaban al pueblo sus propias normas, no las divinas.


«¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo? ¿Al modo de una espiritualidad que es buena, que me hace bien, pero que está fija, tiene todo claro y no hay riesgo? ¿O al modo divino, es decir, siguiendo el camino de Jesús, que siempre nos sorprende, que siempre nos abre las puertas al misterio de la omnipotencia de Dios, que es la misericordia y el perdón?»[1]. Las reglas del juego divino forman parte de una sabiduría que busca saciar nuestros anhelos más profundos: no hay nadie más interesado en nuestra felicidad que el propio Dios. Él nos ofrece, por decirlo de algún modo, bailar al ritmo de una melodía que nos llevará a ser dichosos en la tierra y en el cielo.


EL MISMO Jesús hace explícito el sentido de su comparación: «Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”. Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: “Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores”» (Lc 7,33-34). Cualquier gesto del Señor era fácilmente malinterpretado por algunas autoridades judías. En lugar de tratar de comprender el sentido de la propuesta del Señor, que era el Mesías que tanto esperaban, preferían aferrarse a la imagen de Dios que ellos se habían moldeado a partir de sus propias normas.


Al leer el Evangelio podemos entrever que Jesús no actuaba en función de unos estándares sociales, ni se dejaba influenciar por lo que los demás podían pensar o esperar de él. Cristo se movía con una auténtica libertad: todas sus obras eran fruto del amor a su Padre y a los hombres. Si comía con publicanos y pecadores era porque consideraba que precisamente aquellas personas tenían más necesidad de su amistad para que aceptaran la salvación que él venía a ofrecer.


Jesús rechaza el pecado, pero no cierra las puertas a las almas necesitadas de perdón. La misericordia es uno de los rasgos que forman la auténtica imagen divina, aunque no todos los fariseos lo lograran percibir. Por eso el Señor nos invita a no juzgar a los demás con nuestros propios criterios, sino a ofrecerles la alegría y la salvación que proviene de dejar entrar a Cristo en la propia casa. «Saber que Dios nos espera en cada persona (cfr. Mt 25,40), y que quiere hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido»[2].


EL SEÑOR termina su discurso dando una clave para entender las reglas del juego divino y de su modo de obrar: «La sabiduría queda acreditada por todos sus hijos» (Lc 7,35). Es decir, que todos aquellos que han abrazado la nueva vida que les ha ofrecido Cristo confirman que es un camino de alegría que llena las aspiraciones del corazón humano. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es «fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza»[3].


San Josemaría comentaba que cuando uno busca sinceramente la santidad, alcanza una paz y una alegría que acaba extendiéndose a las personas que le rodean. «El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre»[4]. Esta alegría es el testimonio más auténtico que acredita la sabiduría de las palabras del Señor y hace que su mensaje llegue a todas las personas de manera amable y atractiva, siguiendo el consejo de san Pablo: «Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis responder a cada uno como conviene» (Col 4,61 Co 10,31).


La Virgen María confió en los planes divinos y encontró una felicidad que inspira a los cristianos con el pasar de los siglos. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), clamó en el Magníficat. No se trata, por tanto, de un testimonio que solamente iluminó a las personas de su época, sino que también se extiende a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos. Podemos acudir a ella para que en nuestra vida reflejemos la alegría de decir que sí a la voluntad de Dios.



19 de septiembre de 2023

ESTAMOS ACOMPAÑADOS




 Evangelio (Lc 7, 11-17)


En aquel tiempo, marchó a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad, resultó que llevaban a enterrar un difunto, hijo único de su madre, que era viuda. Y la acompañaba una gran muchedumbre de la ciudad. El Señor la vio y se compadeció de ella. Y le dijo: —No llores.


Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: —Muchacho, a ti te digo, levántate.


Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar. Y se lo entregó a su madre. Y se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».


Esta opinión sobre él se divulgó por toda Judea y por todas las regiones vecinas.



PARA TU RATO DE ORACION 



CAMINABA Jesús acompañado por una gran muchedumbre. Algunos habían presenciado sus milagros; otros quizá solamente habían oído hablar de él. En cualquier caso, todos estaban asombrados por el nuevo Maestro: su predicación y sus obras manifestaban claramente el poder de Dios. Mientras la comitiva se dirigía a Naín, Jesús observó a lo lejos una escena triste: una mujer viuda se disponía a enterrar a su único hijo. El Evangelio nos muestra su reacción: «El Señor la vio y se compadeció de ella» (Lc 7,13).


Cristo es verdadero hombre, por eso se apiada de esta mujer, como lo haría cualquiera de nosotros. Pero como también es Dios, el consuelo que puede ofrecer es mayor que el que nosotros podemos dar. «Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: “Muchacho, a ti te digo, levántate”. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar» (Lc 7,14-15). A diferencia de otros milagros, aquí no encontramos ninguna súplica dirigida hacia el Señor; no conocemos ni siquiera el nombre de la viuda ni del muchacho. Esa mujer no dice nada, pero Jesús conoce su corazón, y obra simplemente movido por su misericordia.


El Señor «podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo. (…) No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor»1. Él mira nuestras luchas y nuestros dolores de la misma manera en que miró a la viuda de Naín: Jesús es el primero que quiere curarnos.


EL PUEBLO de Israel era consciente de que Yahvé tenía una especial predilección por las viudas. «El Señor guarda a los extranjeros, sustenta al huérfano y a la viuda», dice el salmista (Salmo 146,9). Además, los profetas advertían constantemente al pueblo elegido de la importancia de cuidar a las viudas, de no dejarlas solas en su desamparo. Dada las circunstancias sociales del momento, una mujer que perdía el marido enfrentaba serios retos en su vida.


Es de suponer, por tanto, que aquella mujer de Naín tenía pocas esperanzas. A la pérdida del marido se le unía la de su hijo. Él era el único que podía ayudarla a salir adelante, pero ahora se veía abocada, ella sola, a lidiar con las dificultades de la vida. Justo cuando resultaba evidente que todo estaba perdido, apareció el Señor y obró el milagro. Algo similar sucedería después, al resucitar a Lázaro: ya habían pasado varios días desde que la esperanza de su curación se había desvanecido.


La esperanza cristiana no es ingenuidad. No consiste en creer que las cosas irán siempre bien. En ocasiones, el Señor permite que una contradicción se prolongue en el tiempo y que nuestras esperanzas humanas vayan cayendo, una tras otra. Llega entonces el momento de confiar solamente en Jesús: «Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria» (Col 1,27), escribe san Pablo. La seguridad no reside en nuestras cualidades, ni en los asideros que ofrece el mundo, ni siquiera en que sucederá en algún momento lo que a nosotros nos parece mejor, sino en la certeza de que Dios siempre camina a nuestro lado. «“In te, Domine, speravi”: en ti, Señor, esperé. –Y puse, con los medios humanos, mi oración y mi cruz. –Y mi esperanza no fue vana, ni jamás lo será: “non confundar in æternum”!2».


DESPUÉS de que el muchacho volviera a la vida, san Lucas apunta que Jesús «se lo entregó a su madre» (Lc 7,15). Seguramente, ese gesto del Señor se quedó impreso en la memoria de la viuda de Naín. A partir de entonces, ella vería a su hijo de una manera distinta. «Recibiéndolo de las manos de Jesús se convierte en madre por segunda vez, pero el hijo que ahora se le ha devuelto no ha recibido la vida de ella. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra potente de Jesús y a su gesto amoroso»3.


Si toda vida humana es un don, en el caso del muchacho de Naín esto resulta aún más evidente. Aquello que Dios parecía que había arrebatado de la madre, ahora lo vuelve a poner en sus manos. El Señor no «se goza en separar a los hijos de los padres –explica san Josemaría–: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana»4.


La viuda de Naín pasó por un proceso de purificación de sus esperanzas. Qué natural resultaría para ella contar con la ayuda de su hijo, una vez que su marido había dejado este mundo. Y, sin embargo, durante un momento tuvo que desprenderse de él, hasta que el Señor se lo volvió a dar. A partir de entonces, vería en esa vida sobre todo un don. Ciertamente confiaría en su hijo, pero, sobre todo, confiaría aún más en el Señor. La Virgen también tuvo que vivir de esta esperanza durante los días que siguieron a la muerte de Jesús. Por eso, nadie mejor que ella nos puede ayudar a afrontar las dificultades de la vida con la mirada puesta en la resurrección: quien espera en el Señor no queda nunca defraudado