"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2022

SER ALMAS AGRADECIDAS

 



Evangelio (Jn 6,16-21)


Cuando estaba atardeciendo, bajaron sus discípulos al mar, embarcaron y pusieron rumbo a la otra orilla, hacia Cafarnaún. Ya había oscurecido y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba hacia la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo:


—Soy yo, no temáis.


Entonces ellos quisieron que subiera a la barca; y al instante la barca llegó a tierra, al lugar adonde iban.


El servicio a los demás en la Iglesia naciente.

Ser almas agradecidas y misericordiosas.

El Señor siempre está con nosotros en la barca.


«EN AQUELLOS DÍAS, al crecer el número de los discípulos, se levantó una queja de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas estaban desatendidas en la asistencia diaria» (Hch 6,1). Ya desde los primeros pasos del cristianismo, la Iglesia debió afrontar situaciones de tensión que iban apareciendo, como la que se describe en este pasaje. La Iglesia, al mismo tiempo que cuenta con la asistencia incesante del Espíritu Santo, está formada por personas como nosotros que, animados por las mejores intenciones, tenemos las limitaciones de la condición humana y la herida del pecado.

A Pedro y a los demás apóstoles correspondía la tarea de discernir el problema que había surgido y proponer una solución. Esta vez fue la de designar «a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» (Hch 6,3), que se dedicaran más directamente a ese servicio de caridad. Es interesante notar que desde el principio la Iglesia dirigió su atención a los más necesitados; y cómo, a la hora de encargar a algunos cristianos la organización material de esa labor asistencial, los apóstoles valoraron ante todo que fuesen personas dóciles al Espíritu Santo, dotadas de sabiduría. La vida interior, las virtudes personales, el amor a la verdad revelada y la actividad en favor de los demás se consideraban aspectos íntimamente unidos para llevar a cabo la misión de la Iglesia.

Cada cristiano estaba llamado entonces, como lo seguimos estando ahora, a mirar a Jesucristo, a vivir su misma vida, secundando la acción santificadora del Paráclito. De ahí se deriva la donación a los demás, que se concretará de modos diversos. En el fondo, para todos, como escribió san Josemaría, «se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir»[1].


«LA PALABRA de Dios se propagaba, y aumentaba considerablemente el número de discípulos en Jerusalén» (Hch 6,7). El salmo responsorial de la Misa de hoy es un eco de la alegría de los primeros cristianos de Jerusalén: «Alabad al Señor con la cítara, entonadle salmos con el arpa de diez cuerdas. La palabra del Señor es recta, y hace con fidelidad todas sus obras. Él ama la justicia y el derecho: la tierra está llena de su misericordia» (Sal 33,2.4-5). Se trata de un canto de alabanza al Señor que ha creado el mundo y lo sustenta en el ser; que mira desde el cielo a los hijos de Adán y conoce cada rincón de sus corazones; que incesantemente mantiene sobre los hombres una mirada de ternura, cercanía y salvación.

Al invitarnos a meditar este salmo, la Iglesia desea suscitar en nosotros un espíritu agradecido y misericordioso, a imagen del Padre. Esta actitud surge al reconocer las ayudas del cielo y se convierte en algo más profundo cuando entendemos que el Señor ha infundido en nosotros la fe y la caridad para difundir su benevolencia a nuestro alrededor, aprovechando las vicisitudes de nuestra vida. Podemos transformarnos en mujeres y hombres que ven cada vez más el mundo con los ojos de Dios y, por eso, aprecian en primer lugar el bien, la salvación y lo noble, también en los demás. «El Catecismo escribe: “Todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias”. La oración de acción de gracias comienza siempre aquí: en el reconocerse precedidos por la gracia. Hemos sido pensados antes de que aprendiéramos a pensar; hemos sido amados antes de que aprendiéramos a amar; hemos sido deseados antes de que en nuestro corazón surgiera un deseo. Si miramos la vida así, entonces el “gracias” se convierte en el motivo conductor de nuestras jornadas»[2].

«Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día –recomendaba san Josemaría–. Porque te da esto y lo otro. Porque te han despreciado. Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan hermosa a su madre, que es también madre tuya. Porque creó el sol y la luna y aquel animal y aquella otra planta. Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es bueno»[3].


SAN JUAN NOS cuenta, de modo escueto y sobrio, lo que sucedió después de la primera multiplicación de los panes y los peces. Al atardecer de aquel día, los discípulos se embarcaron para atravesar el lago y llegar a Cafarnaún. Jesús no fue con ellos, sino que se quedó rezando en un monte. «El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar, unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba hacia la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo: “Soy yo, no temáis”» (Jn 6,18-20).

Los discípulos probablemente tuvieron que emplear varias horas para recorrer en barca, remando contra viento y marea, los casi cinco kilómetros que les separaban de Cafarnaún. Muchos han visto en esta barca, que crujiría ante cada embate de las olas, una figura de la Iglesia, que enfrenta riesgos y dificultades en el mar de la historia. Lo mismo puede suceder con nuestra propia vida: con frecuencia no nos faltan dificultades, trabajos y fatigas. Y, como los apóstoles, también nosotros podemos demostrar ser personas de fe débil, vencidos por miedos, inseguridades o preocupaciones.

«Soy yo, no temáis». El Señor está siempre con nosotros, nos mira y nos acompaña. Por eso, «no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo»[4]. A veces, necesitaremos un tiempo para que vaya creciendo esa confianza en el Señor que llena nuestra vida de gratitud. En ocasiones, será preciso que interpretemos nuestra historia personal a la luz del cariño incondicional que nos tiene Dios. Jesús se manifestó caminando sobre las aguas para robustecer la fe todavía débil de sus discípulos. Podemos terminar este rato de oración pidiéndole que aumente nuestra confianza en él –¡aumenta nuestra fe!–, de manera que sepamos reconocer su presencia en nuestra historia personal y en todas las circunstancias de nuestra existencia.


29 de abril de 2022

SANTA CATALINA DE SIENA "lengua larga"

 


Evangelio (Mt 11,25-30)


En aquella ocasión Jesús declaró:

— Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.


Santa Catalina de Siena, intercesora del Opus Dei

Catalina Benincasa, conocida como santa Catalina de Siena, nació en Siena el 25 de marzo de 1347 y falleció en Roma el 29 de abril de 1380. Es copatrona de Europa e Italia y doctora de la Iglesia. San Josemaría apreciaba su amor incondicionado a la Iglesia y al romano pontífice. Parece que la idea del fundador del Opus Dei de invocar a santa Catalina para el apostolado de la opinión pública se remonta a 1964.


¿Quién fue Catalina de Siena? 

Santa Catalina, hija de Giacomo di Benincasa, un tintorero de Siena, y Lapa di Puccio di Piagente nació en el año 1347 en Siena y murió con solo 33 años el 29 abril del año 1380 en Roma. 

Su sepultura en la venerable Basílica de Santa Maria sopra Minerva es hasta hoy día meta de muchos peregrinos de todo el mundo que vienen a Roma. Catalina fue elevada al honor de los altares por su compatriota Pío II en el año 1461, Pablo VI declaró a la santa doctora de la Iglesia (junto con santa Teresa de Jesús) en el año 1970; Juan Pablo II la declaró en el año 1999 patrona de Europa (con santa Benedicta de la Cruz [Edith Stein] y santa Brígida de Suecia). 

En Italia hay una devoción muy particular hacia santa Catalina: el papa Pío XII la declaró patrona de Italia (con san Francisco de Asís) y la ciudad de Roma la venera como copatrona de la urbe (con los santos apóstoles Pedro y Pablo y san Felipe Neri). También otras ciudades como Varazze y —obviamente — Siena la tienen como santa patrona.

Siendo todavía niña, Catalina ya demostraba una piedad profunda. Cuando tenía unos seis años tuvo una visión de Cristo sobre un trono, acompañado de santos. A raíz de este suceso, hizo un voto de virginidad, decisión que fue recibida con incomprensión y oposición en su familia. Su madre, en particular, hizo todo lo posible para disuadirla de su oración cada vez más intensa y sus severas prácticas de penitencia. 

Catalina obtuvo, sin embargo, el apoyo de los frailes dominicos de la ciudad y, a la edad aproximada de 18 años consiguió —superando un sinfín de obstáculos— ser admitida entre las Mantellate, devotas mujeres terciarias dominicas de la ciudad. 

En los años sucesivos vivió, según las costumbres de las Mantellate, en casa de sus padres, pero totalmente retirada en la celda de su corazón, como le enseñó el mismo Señor Jesús en una de las múltiples visiones que tenía la joven terciaria. Dejaba la casa solo para asistir a la Santa Misa y a las reuniones de su comunidad religiosa.


San Josemaría admiraba por una parte la franqueza con la que Catalina defendía la verdad. Por temperamento suyo y porque consideraba esta sinceridad una virtud fundamental: «Estoy seguro —escribió ya en el año 1957— de que habrá quienes no me perdonarán fácilmente que hable con esta claridad, pero debo hacerlo en conciencia y delante de Dios, por amor a la Iglesia, por lealtad a la santa Iglesia, y por el cariño que os debo. Tengo una especial devoción a santa Catalina —¡aquella “gran murmuradora”!—, porque no se callaba y decía grandes verdades por amor a Jesucristo, a la Iglesia de Dios y al romano pontífice».


En una carta escrita el 15 de agosto de 1964 vuelve a tocar el tema de la verdad que hay que decir con valentía, cuando hay confusión que obscurece el claro juicio de la conciencia: «En todas las épocas han existido divergencias, errores, exageraciones o actitudes disparadas: y la voz, que ha traspasado estas barreras, ha sido siempre la voz de la verdad ungida por la caridad. La voz de los verdaderos sabios, la voz del Magisterio; la voz, hijos míos, de los santos, que han sabido hablar en mil tonos, para aclarar, para exhortar, para llamar a una auténtica renovación. (…) Hijos míos, conocéis bien la historia de la Iglesia, y sabéis cómo el Señor se suele servir de almas sencillas y fuertes, para hacer su querer en momentos de confusión o de modorra de la vida cristiana. A mí me enamora la fortaleza de una santa Catalina, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana; me llenan de fervor las enseñanzas de un san Bernardo (…) Tantas y tantas voces proféticas, junto con el Magisterio iluminado de la Iglesia, inundan de luz a todo el Pueblo de Dios».


Santa Catalina, intercesora del apostolado de la opinión pública

Mientras los otros intercesores de la Obra, es decir, san Pío X, san Nicolás de Bari, san Juan María Vianney y santo Tomás Moro ya habían sido nombrados en años precedentes, parece que la idea de san Josemaría de invocar a santa Catalina para el apostolado de la opinión pública se remonta a 1964, como se lee en una carta dirigida a don Florencio Sánchez Bella, consiliario del Opus Dei en aquellos años en España, el 10 mayo de este año: «Voy a contarte ahora que se me ha avivado la devoción, que en mí es vieja, a santa Catalina de Siena: porque supo amar filialmente al papa, porque supo servir sacrificadamente a la santa Iglesia de Dios y… porque supo heroicamente hablar. Estoy pensando en declararla internamente patrona (intercesora) celestial de nuestros apostolados de la opinión pública ¡Ya veremos!».


Ya algunos días antes de esta carta, el fundador comentaba en la tertulia del 30 de abril, que antes de la reforma litúrgica era el día de la fiesta de santa Catalina: «Deseo que se celebre la fiesta de esta santa en la vida espiritual de cada uno, y en la vida de nuestras casas o centros. Siempre he tenido devoción a santa Catalina: por su amor a la Iglesia y al papa, y por la valentía que demostró al hablar con claridad siempre que fue necesario, movida precisamente por ese mismo amor. Antes lo heroico era callar, y así lo hicieron vuestros hermanos. Pero ahora lo heroico es hablar, para evitar que se ofenda a Dios Nuestro Señor. Hablar; procurando no herir, con caridad, pero también con claridad». Algunos días antes, también el romano pontífice san Pablo VI había hablado en una audiencia de esta fiesta eminente: «Sí, la fuerza del papa es el amor de sus hijos, y la unión de la comunidad eclesiástica, y la caridad de los fieles que bajo su guía forman un solo corazón y una sola alma. Esta contribución de energías espirituales, que viene del pueblo católico a la jerarquía de la Iglesia, que procede de cada cristiano y llega hasta el papa, nos hace pensar en la santa a quien mañana la Iglesia honrará de un modo especial, santa Catalina de Siena, la humilde, sabia, valiente virgen dominica que, como todos saben, amó al papa y a la Iglesia, a un nivel y con una fuerza de espíritu que no se han conocido en ningún otro».


El 13 de mayo de 1964, san Josemaría decide poner en práctica lo que había anunciado a don Florencio Sánchez Bella. En una tertulia volvió a tocar el tema de la futura intercesora y, después, sonriendo dijo: «¿Para qué esperar más? Es a mí, como fundador, a quien corresponde nombrarla, y en Casa hacemos las cosas de manera sencilla, sin solemnidades. La nombro intercesora ahora mismo». En ese momento pidió a José Luis Illanes que tomara papel y lápiz y dictó un aviso para enviar a todas las regiones: «El día 13 de mayo, considerando con cuánta claridad de palabra y con cuánta rectitud de corazón, santa Catalina de Siena manifestó, con audacia y sin acepción de personas, los caminos de la verdad a los hombres de su propio tiempo, decreté que el apostolado que los miembros del Opus Dei desarrollan en todo el mundo, con verdad y con caridad, para informar rectamente a la opinión pública, estuviera encomendado a la especial intercesión de esta santa».


Si desea conocer mejor la historia de Santa Catalina de Siena como intercesora de los fieles del Opus Dei, descargue el libro electrónico “Los intercesores del Opus Dei”, donde se ofrece un capítulo sobre esta santa italiana.


https://odnmedia.s3.amazonaws.com/files/Intercesores-del-Opus-Dei-Enrique-Muniz20200801-121831.pdf



28 de abril de 2022

NUESTRA MISION ES EL MUNDO

 



Evangelio (Jn 3,31-36)


El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.


- Los apóstoles se lanzan a evangelizar.


- Nuestra misión en el mundo.


- Cristo ilumina la existencia y la historia humana.


LOS APÓSTOLES, tras haber sido liberados, volvieron de madrugada al Templo para seguir predicando. Allí fueron arrestados de nuevo y conducidos ante los príncipes de los sacerdotes. Es la escena que nos relata la primera lectura de la Misa de hoy: «El sumo sacerdote les interrogó: “¿No os habíamos mandado expresamente que no enseñaseis en ese nombre? En cambio, vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre”. Pedro y los apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”» (Hch 5,27-29).


Pedro y los doce muestran con su respuesta «que poseen esa “obediencia de la fe” que luego querrán suscitar en todos los hombres (cfr Rm 1,5)»[1]. En el libro de los Hechos vemos bastantes ejemplos más que ponen de manifiesto la misma idea: para los apóstoles, lo más importante es llevar a cabo la misión confiada a ellos por Dios. Como testigos de la resurrección de Cristo, no pueden dejar de hablar de lo que han visto y oído. Les parece tan valioso lo que han recibido, les llena de tal manera el corazón, que afrontan cualquier peligro para compartirlo.


El Espíritu Santo fue cambiando a los apóstoles: cada vez serían menos cobardes y más valientes; menos ambiciosos, con menos miras humanas, y más capaces de donarse a los demás. Introducidos en esa vida del Espíritu, «ya no son hombres “solos”. Experimentan esa especial sinergia que les hace descentrarse de sí mismos y les hace decir: “nosotros y el Espíritu Santo” (Hch 5,32) o “el Espíritu Santo y nosotros” (Hch 15,28). Sienten que no pueden decir “yo” solo, son hombres descentrados de sí mismos. Fortalecidos por esta alianza, los Apóstoles no se dejan atemorizar por nadie»[2].


«EL DIOS DE nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que vosotros matasteis colgándolo de un madero. A este lo exaltó Dios a su derecha, como Príncipe y Salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Y de estas cosas somos testigos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios ha dado a todos los que le obedecen» (Hch 5,30-32). Los apóstoles se saben testigos de una verdad que –con la asistencia del Espíritu Santo, enviado para que podamos convertirla en vida– trae la salvación a todo el género humano. Es el comienzo de nuestra misión; la Iglesia «continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo»[3].


«Ante los desafíos de este mundo nuestro, tan complejos como apasionantes, ¿qué espera hoy el Señor de nosotros, los cristianos? Que salgamos al encuentro de las inquietudes y necesidades de las personas, para llevar a todos el Evangelio en su pureza original y, a la vez, en su novedad radiante»[4]. El empeño evangelizador consiste en «una llamada a que cada uno de nosotros, con sus recursos espirituales e intelectuales, con sus competencias profesionales o su experiencia de vida, y también con sus límites y defectos, se esfuerce en ver los modos de colaborar más y mejor en la inmensa tarea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Para esto, es preciso conocer en profundidad el tiempo en el que vivimos, las dinámicas que lo atraviesan, las potencialidades que lo caracterizan, y los límites y las injusticias, muchas veces graves, que lo aquejan. Y, sobre todo, es necesaria nuestra unión personal con Jesús, en la oración y en los sacramentos. Así, podremos mantenernos abiertos a la acción del Espíritu Santo, para llamar con caridad a la puerta de los corazones de nuestros contemporáneos»[5].


«EL QUE VIENE de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla» (Jn 3,31). Este pasaje del evangelio de san Juan sigue inmediatamente a la conversación entre el Bautista y sus discípulos, en la que el Precursor pronuncia la frase que tantas veces hemos meditado: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Cristo, que viene de lo alto, del cielo, es el único que puede revelar al Padre y traer al Espíritu Santo. Por eso, «el que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida» (Jn 3,36).


Solamente Jesucristo puede hablar las «palabras de Dios» y dar «el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). El hombre puede acceder a Dios de varias maneras: por ejemplo, contemplando el orden y la belleza del mundo; reflexionando sobre la sed de infinito y de plenitud que anidan en su corazón; a través de experiencias espirituales que muchas veces contienen tesoros de sabiduría así como un apreciable sentido de lo sagrado… Todas estas vías manifiestan la apertura del hombre a Dios, pero también ponen de relieve lo limitado que es el conocimiento humano de frente a lo divino.


En cambio, por la fe en Cristo conocemos la Palabra completa y definitiva de Dios. Como escribió santo Tomás de Aquino, «antes de la llegada de Cristo, ningún filósofo, pese a todos sus esfuerzos, pudo saber tanto de Dios y de lo necesario para alcanzar la vida eterna como después de Cristo sabe una viejecita por la fe»[6]. Cada cristiano ha recibido el maravilloso don de la fe, que es «encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre»[7].


Pidamos a santa María, madre de los creyentes, que nos ayude a centrar siempre más nuestra existencia en Cristo y a orientar hacia él a quienes encontramos en nuestro camino.


[1] Francisco, Audiencia, 18-IX-2019.


[2] Ibíd.


[3] Concilio Vaticano II, Ad Gentes, n. 2


[4] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, Palabra, Madrid 2020, p. 75.


[5] Ibíd., p. 76.


[6] Santo Tomás de Aquino, Expositio in Symbolum Apostolorum, Proemio.


[7] Benedicto XVI, Audiencia, 14-XI-2012.


27 de abril de 2022

CRISTO LA LUZ DEL MUNDO

 



Evangelio (Juan 3, 16-21)


Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.


- Cristo es la luz del mundo.


- El testimonio de fe de los apóstoles.


- No hacemos apostolado, somos apóstoles.


«VINO LA LUZ AL MUNDO y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios» (Jn 3,19-21). Con estas palabras que leemos en el evangelio, continúa la conversación de Jesús con Nicodemo. Aparece un tema recurrente en el libro de san Juan: Cristo es la luz del mundo y quien le sigue «no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). La luz que Cristo trajo al mundo no fue deslumbrante: acogerla o no, acercarse o mirar hacia otro lado, dependía de la libertad de cada corazón. De hecho, la luz fue rechazada por muchos. Otros incluso intentaron apagarla. Pero el plan divino de salvación supera cualquier esquema humano.


La luz de Cristo resucitado sigue siendo una luz de amor, que no se impone, sino que se presenta humilde, discreta, a la libertad de los hombres. No quiere avasallarnos ni pasar por encima de nuestra posibilidad de elección. Pero cuando se la acoge bajo esta apariencia de debilidad, se demuestra capaz de disipar las tinieblas más densas. «Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte –él vive– y la fe en él penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cfr Jn 10,10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»[1].


EL SEÑOR, que se manifestó como la luz del mundo, también dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo» (Lc 5,14). Todos estamos llamados a ser luz y a formar con los demás cristianos un resplandor cada vez más amplio: «La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos»[2].


Este fue el caso de los primeros cristianos, que tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 3,32). «La comunidad renacida tiene la gracia de la unidad, de la armonía. Y el único que puede darnos esa armonía es el Espíritu Santo, que es la armonía entre el Padre y el Hijo, es el don que hace la armonía»[3]. El Paráclito los mantenía unidos y los impulsaba a evangelizar: de esta manera, como relata la Sagrada Escritura, la Iglesia fue creciendo con rapidez. Ciertamente, junto a la luz de la fe, seguían estando presentes las tinieblas y no faltaron los problemas. En la Misa de hoy se lee cómo, al ver que cada vez más personas abrazaban el cristianismo, las autoridades «prendieron a los apóstoles y los metieron en la prisión pública» (Hch 5,18). De un modo u otro, tampoco faltarán dificultades en nuestra vida cuando procuremos difundir a nuestro alrededor la luz de Cristo. Ante la impresión de que los frutos son pocos o de que nuestras condiciones personales tampoco son las mejores, podemos repetir con el salmista: «Cuando el pobre invoca, el Señor lo escucha» (Sal 33,7). Esta sería también la actitud de los apóstoles mientras permanecían encerrados en la cárcel. Y el consuelo de Dios no tardó en llegar.


«UN ÁNGEL del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al Pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”. Después de haberlo escuchado, entraron de madrugada en el Templo y comenzaron a enseñar» (Hch 5,19-21). Aunque no se describe la aparición del ángel, debió de ser impresionante. Con las primeras luces del día, y sabiendo que volverían a ser arrestados, los apóstoles emprendieron aquella indicación. Lo hicieron no como quien cumple un encargo externo sino como quien lleva adelante una misión propia, una tarea que había pasado a ser parte constitutiva de cada uno; no solo hacían apostolado sino que eran y se sentían apóstoles, testigos de un acontecimiento que había transformado sus vidas.


También nosotros «hemos de llenar de luz el mundo (…) –escribió san Josemaría–. Nada puede producir mayor satisfacción que el llevar tantas almas a la luz y al calor de Cristo. Personas a las que nadie ha enseñado a valorar su vida corriente, para quienes lo ordinario parece vano y sin sentido, que no aciertan a comprender y a pasmarse ante esa gran verdad: Jesucristo se ha preocupado de nosotros, hasta de los más pequeños, hasta de los más insignificantes. A todas las gentes habéis de decir: también a vosotros os busca Cristo, como buscó a los primeros doce, como buscó a la mujer samaritana, como buscó a Zaqueo; como al paralítico: surge et ambula (Mc 2,9), levántate que el Señor te espera; como al hijo de la viuda de Naín: tibi dico, surge! (Lc 7,14), a ti te lo digo, levántate de tu comodidad, de tu poltronería, de tu muerte»[4].


Pidamos a nuestra Madre del cielo que se mantenga muy viva en nosotros la conciencia de que somos apóstoles, de manera que sepamos secundar la acción del Espíritu Santo para que muchas almas se acerquen a Dios.

25 de abril de 2022

25 de abril: san Marcos, evangelista




 Evangelio (Mc 16, 15-20)


Y les dijo:


—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios.


Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.


— Colaborador de Pedro.

— Recomenzar siempre para llegar a ser buenos instrumentos del Señor.

— El mandato apostólico.


I. Desde muy joven, San Marcos fue uno de aquellos primeros cristianos de Jerusalén que vivieron en torno a la Virgen y a los Apóstoles, a los que conoció con intimidad: la madre de Marcos fue una de las primeras mujeres que ayudaron a Jesús y a los Doce con sus bienes. Marcos era, además, primo de Bernabé, una de las grandes figuras de aquella primera hora, quien le inició en la tarea de propagar el Evangelio. Acompañó a Pablo y a Bernabé en el primer viaje apostólico1; pero al llegar a Chipre, Marcos, que quizá no se sintió con fuerzas para seguir adelante, los abandonó y se volvió a Jerusalén2. Esta falta de constancia disgustó a Pablo, hasta tal punto que, al planear el segundo viaje, Bernabé quiso llevar de nuevo a Marcos, pero Pablo se opuso por haberles abandonado en el viaje anterior. La diferencia fue tal que, a causa de Marcos, la expedición se dividió, y Pablo y Bernabé se separaron y llevaron a cabo viajes distintos.


Unos diez años más tarde, Marcos se encuentra en Roma, ayudando esta vez a Pedro, quien le llama mi hijo3, señalando una íntima y antigua relación entrañable. Marcos está en calidad de intérprete del Príncipe de los Apóstoles, lo cual será una circunstancia excepcional que se reflejará en su Evangelio, escrito pocos años más tarde. Aunque San Marcos no recoge algunos de los grandes discursos del Maestro, nos ha dejado, como en compensación, la viveza en la descripción de los episodios de la vida de Jesús con sus discípulos. En sus relatos podemos acercarnos a las pequeñas ciudades de la ribera del lago de Genesaret, sentir el bullicio de sus gentes que siguen a Jesús, casi conversar con algunos de sus habitantes, contemplar los gestos admirables de Cristo, las reacciones espontáneas de los Doce...; en una palabra, asistir a la historia evangélica como si fuéramos uno más de los participantes en los episodios. Con esos relatos tan vivos el Evangelista consigue su propósito de dejar en nuestra alma el atractivo, arrollador y sereno a la vez, de Jesucristo, algo de lo que los mismos Apóstoles sentían al convivir con el Maestro. San Marcos, en efecto, nos transmite lo que San Pedro explicaba con la honda emoción que no pasa con los años, sino que se hace cada vez más profunda y consciente, más penetrante y entrañable. Se puede afirmar que el mensaje de Marcos es el espejo vivo de la predicación de San Pedro4.


San Jerónimo nos dice que «Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, puso por escrito su Evangelio, a ruego de los hermanos que vivían en Roma, según lo que había oído predicar a este. Y el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia»5. Fue sin duda la principal misión de su vida: transmitir fielmente las enseñanzas de Pedro. ¡Cuánto bien ha hecho a través de los siglos! ¡Cómo debemos agradecerle hoy el amor que puso en su trabajo y la correspondencia fiel a la inspiración del Espíritu Santo! También la fiesta que celebramos es una buena ocasión para examinar qué atención, qué amor prestamos a esa lectura diaria del Santo Evangelio, que es Palabra de Dios dirigida expresamente a cada uno de nosotros: ¡cuántas veces hemos hecho de hijo pródigo, o nos hemos servido de la oración del ciego Bartimeo –Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!– o de la del leproso -Domine, si vis, potes me mundare!, ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme...!. ¡Cuántas veces hemos sentido en lo hondo del alma que Cristo nos miraba y nos invitaba a seguirle más de cerca, a romper con un hábito que nos alejaba de Él, a vivir mejor la caridad, como discípulos suyos, con esas personas que nos costaba un poco más...!


II. Marcos permaneció varios años en Roma. Además de servir a Pedro, lo vemos como colaborador de Pablo en su ministerio6. A aquel que no quiso que le acompañara en su segundo viaje apostólico, ahora le sirve de profundo consuelo7, siéndole muy fiel. Todavía más tarde, hacia el año 66, el Apóstol pide a Timoteo que venga con Marcos, pues este le es muy útil para el Evangelio8. El incidente de Chipre, de tanta resonancia en aquellos momentos primeros, está ya completamente olvidado. Es más, Pablo y Marcos son amigos y colaboradores en aquello que es verdaderamente lo importante, la extensión del Reino de Cristo. ¡Qué ejemplo para que nosotros no formemos nunca juicios definitivos sobre las personas! ¡Qué enseñanza para saber, si fuera preciso, reconstruir una amistad que parecía rota para siempre!


La Iglesia nos lo propone hoy como modelo. Y puede ser un gran consuelo y un buen motivo de esperanza para muchos de nosotros contemplar la vida de este santo Evangelista, pues, a pesar de las propias flaquezas, podemos, como él, confiar en la gracia divina y en el cuidado de nuestra Madre la Iglesia. Las derrotas, las cobardías, pequeñas o grandes, han de servirnos para ser más humildes, para unirnos más a Jesús y sacar de Él la fortaleza que nosotros no tenemos.


Nuestras imperfecciones no nos deben alejar de Dios y de nuestra misión apostólica, aunque veamos en algún momento que no hemos correspondido del todo a las gracias del Señor, o que hemos flaqueado quizá cuando los demás esperaban firmeza... En esas y en otras circunstancias, si se dieran, no debemos sorprendernos, «pues no tiene nada de admirable que la enfermedad sea enferma, la debilidad débil y la miseria mezquina. Sin embargo -aconseja San Francisco de Sales detesta con todas tus fuerzas la ofensa que has hecho a Dios y, con valor y confianza en su misericordia, prosigue el camino de la virtud que habías abandonado»9.


Las derrotas y las cobardías tienen su importancia, y por eso acudimos al Señor y le pedimos perdón y ayuda. Pero, precisamente porque Dios confía en nosotros, debemos recomenzar cuanto antes y disponernos a ser más fieles, porque contamos con una gracia nueva. Y junto al Señor aprenderemos a sacar fruto de las propias debilidades, precisamente cuando el enemigo, que nunca descansa, pretendía desalentarnos y, con el desánimo, que abandonáramos la lucha. Jesús nos quiere suyos a pesar, si la hubo, de una historia anterior de debilidades.


III. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación10, leemos hoy en la Antífona de entrada. Es el mandato apostólico recogido por San Marcos. Y más adelante, el Evangelista, movido por el Espíritu Santo, da testimonio de que este mandato de Cristo ya se estaba cumpliendo en el momento en que escribe su Evangelio: los Apóstoles, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban11. Son las palabras finales de su Evangelio.


San Marcos fue fiel al mandato apostólico que tantas veces oiría predicar a Pedro: Id al mundo entero... Él mismo, personalmente y a través de su Evangelio, fue levadura eficaz en su tiempo, como lo debemos ser nosotros. Si ante su primera derrota no hubiera reaccionado con humildad y firmeza, quizá no tendríamos hoy el tesoro de las palabras y de los hechos de Jesús, que tantas veces hemos meditado, y muchos hombres y mujeres no habrían sabido nunca -a través de él que Jesús es el Salvador de la humanidad y de cada criatura.


La misión de Marcos, como la de los Apóstoles, los evangelizadores de todos los tiempos, y la del cristiano que es consecuente con su vocación, no debió resultar fácil, como lo prueba su martirio. Debió estar lleno de alegrías, y también de incomprensiones, fatigas y peligros, siguiendo las huellas del Señor.


Gracias a Dios, y también a esta generación que vivió junto a los Apóstoles, ha llegado hasta nosotros la fuerza y el gozo de Cristo. Pero cada generación de cristianos, cada hombre, debe recibir esa predicación del Evangelio y a su vez transmitirlo. La gracia del Señor no faltará nunca: non est abbreviata manus Domini12, el poder de Dios no ha disminuido. «El cristiano sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace siglos, que los continuó haciendo después y que los sigue haciendo ahora»13. Nosotros, cada cristiano, con la ayuda del Señor, haremos esos milagros en las almas de nuestros parientes, amigos y conocidos, si permanecemos unidos a Cristo mediante la oración.


1 Cfr. Hech 13, 5-13. — 2 Cfr. Hech 13, 13. — 3 1 Pdr 5, 13. — 4 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, pp. 468-469. — 5 San Jerónimo, De script. eccl. — 6 Cfr. Fil 24. — 7 Col 4, 10-11. — 8 2 Tim 4, 11. — 9 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, 3, 9. — 10 Antífona de entrada. Mc 16, 15. — 11 Mc 16, 20. — 12 Is 59, 1. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 50.


Marcos, aunque de nombre romano, era judío de nacimiento y era conocido también con el nombre hebreo de Juan. Conoció con toda probabilidad a Jesucristo, aunque no fue de los Doce Apóstoles. Muchos autores eclesiásticos ven, en el episodio del muchacho que soltó la sábana y huyó a la hora del prendimiento de Jesús en Getsemaní, una especie de firma velada del propio Marcos a su Evangelio, ya que solo él lo relata. Este dato viene corroborado por el hecho de que Marcos era hijo de María, al parecer viuda de desahogada posición económica, en cuya casa se reunían los primeros cristianos de Jerusalén. Una antigua tradición afirma que esa era la misma casa del Cenáculo, donde el Señor celebró la Última Cena e instituyó la Sagrada Eucaristía.


Era primo de San Bernabé, y acompañó a San Pablo en su primer viaje apostólico y estuvo a su lado a la hora de su muerte. En Roma fue también discípulo de San Pedro. En su Evangelio expuso con fidelidad, inspirado por el Espíritu Santo, la enseñanza del Príncipe de los Apóstoles. Según una antigua tradición recogida por San Jerónimo, San Marcos -después del martirio de San Pedro y San Pablo, bajo el emperador Nerón se dirigió a Alejandría, cuya Iglesia le reconoce como su evangelizador y primer Obispo. De Alejandría, en el año 825, fueron trasladadas sus reliquias a Venecia, donde se le venera como Patrono.


24 de abril de 2022

La misericordia de Dios aviva nuestra fe



Domingo de la Divina Misericordia

 Evangelio (Jn 20,19-31)


Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:


—La paz esté con vosotros.


Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor se alegraron los discípulos. Les repitió:


—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.


Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:


—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.


Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:


—¡Hemos visto al Señor!


Pero él les respondió:


—Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.


A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:


—La paz esté con vosotros.


Después le dijo a Tomás:


—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.


Respondió Tomás y le dijo:


—¡Señor mío y Dios mío!


Jesús contestó:


—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído.


Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


- Tomás quiere tocar las llagas de Jesús.


- La misericordia de Dios aviva nuestra fe.


- Las llagas del Resucitado nos introducen en su amor.


EL EVANGELIO de la Misa de hoy, después de relatar la primera aparición del Señor a los discípulos, se centra en la figura del apóstol Tomás, quien no había estado presente en aquel momento anterior. Cuando todos, desbordantes de alegría, cuentan que han visto al Señor, Tomás no les cree. Ni la insistencia de los otros diez apóstoles, ni el testimonio de las santas mujeres, ni el relato de lo sucedido a los discípulos de Emaús logran hacerle cambiar de opinión. Es más, reafirma su incredulidad respondiendo: «Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré» (Jn 20,25).


Podemos imaginar los sentimientos que combatían en el corazón de Tomás. Era un hombre decidido, generoso, que amaba sinceramente al Señor. Por ejemplo, cuando Jesús decide ir a Betania para resucitar a Lázaro, con el peligro de ser capturado y condenado a muerte, Tomás exhorta a los demás apóstoles: «Vayamos también nosotros y muramos con él» (Jn 11,16). O en la última cena, cuando Jesús habla a los discípulos del cielo que les esperará si siguen sus pasos, Tomás manifiesta con sencillez que no está entendiendo: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,4-5).


Tomás era un hombre feliz junto a Jesús, deseaba seguirle y se declaraba dispuesto a compartir su suerte. Sin embargo, no había comprendido del todo la amplitud de su misión. Con la muerte de Cristo, su crisis personal fue profunda. Pero los deseos sinceros de seguir al Señor que siempre había demostrado hicieron posible que su corazón acogiera la luz de la fe. «A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se haya conformado con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor (...). Necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría que son más sólidas que cualquier duda»[1].


OCHO DÍAS DESPUÉS de la primera vez, Jesús vuelve a encontrar a los discípulos. En esta ocasión Tomás está presente. Tras el saludo inicial, el Señor enseguida se dirige a él: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Tomás se llena de estupor, en su corazón se desata una explosión de alegría. Su boca pronuncia «la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento»[2]: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). En este domingo de la Divina Misericordia contemplamos la grandeza de la misericordia de Dios con Tomás y, en él, con cada uno de nosotros. Jesús acude a confortar –y de qué manera– a aquel discípulo que, al no creer, sufría tanto.


Tomás se siente comprendido. La aparición es como un abrazo que lo libera de sus miedos e inseguridades, esos sentimientos que lo habían llevado a refugiarse en la incredulidad. En el fondo de su corazón siempre hubo un rescoldo de esperanza, aunque Tomás había evitado avivarlo por temor a engañarse. Se da cuenta, de golpe, de que Jesús era digno de fe por sus gestos, sus milagros, sus enseñanzas, su increíble amor y misericordia. Hace memoria de su vida junto a Jesucristo y se asombra de haber entendido tan poco.


Tras haber manifestado de forma tan breve como hermosa su fe y su adoración –«Señor mío y Dios mío»–, acepta el cariñoso reproche que le hace Jesús: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído» (Jn 20,29). Es completamente cierto, piensa. Por esto, dedicará el resto de su vida –llegando incluso al martirio– a difundir esa fe que ha brillado más allá de todas sus dudas. Aunque probablemente no faltarían otros momentos de incertidumbre, Tomás ha aprendido a fiarse de Dios y a moverse en el claroscuro de la fe.


«NO VEO LAS LLAGAS como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios»[3]. A nosotros nos corresponde creer sin haber visto, sin haber compartido la vida con Jesús en esta tierra ni haber sido testigos directos de su resurrección. Sin embargo, nuestra fe es la misma que profesaron Tomás y los demás apóstoles; y, como ellos, estamos llamados a evangelizar el mundo entero. Para lograrlo, contamos con la cercanía y la misericordia del Señor. El mismo Cristo que se presentó ante el apóstol incrédulo y que le mostró sus llagas se nos ofrece a nosotros. «No se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»[4].


Jesús ha querido abrir las fuentes de su vida para que podamos participar de ella. Las llagas del Señor fueron, para Tomás y los demás apóstoles, un signo de su amor. Al verlas no se llenaron de dolor, lo que hubiera sido comprensible, sino que se vieron inundados de paz. Esas marcas de Cristo –que él ha deseado mantener– son un sello de su misericordia. Contemplarlas nos permite evitar, por adelantado, las dudas que nos podrían asaltar al mirar nuestra fría respuesta. Esas llagas son la prueba de que el amor de Jesús es firme y plenamente consciente.


«Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: “Sus heridas nos han curado”»[5]. Pidamos a María santísima, «icono perfecto de la fe»[6], que sepamos tocar las llagas de Jesús como lo hizo Tomás.


[1] Francisco, Homilía, 8-IV-2018.


[2] Benedicto XVI, Audiencia, 27-IX-2006.


[3] Himno eucarístico Adoro Te devote


[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 179.


[5] Francisco, Homilía, 27-IV-2014.


[6] Francisco, Lumen fidei, n. 58.

23 de abril de 2022

TODOS SOMOS APOSTOLES




Evangelio (Mc 16,9-15)

En aquel tiempo, Jesús, después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.

Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.

Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado.

Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.



- Jesús llama a todos a ser apóstoles.


- Dios cuenta con nuestras fortalezas y con nuestras flaquezas.


- Encontrar fuerza en Cristo Resucitado.


LA PRIMERA aparición del Resucitado fue a María Magdalena; así nos lo narra el evangelista Marcos. Jesús acompañó después a los discípulos de Emaús y, finalmente, se presentó a los once apóstoles (cfr. Mc 16,9-15). En todas aquellas apariciones, Jesús deseaba devolverles la paz, remover su fe y avivar la misión apostólica a la que estaban llamados. Es verdad que, cuando el Maestro más les necesitaba, sus discípulos se habían dejado llevar por la cobardía. Incluso después de la resurrección seguían confusos y llenos de dudas. Cristo, al presentarse ante los once, «les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado» (Mc 16,14).


A pesar de todo, Jesús no dudó en confirmarlos en su vocación: habían sido elegidos para ser sus testigos, no deseaba sustituirlos por otros. Aquella visita termina con el encargo divino: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a todo lo creado» (Mc 16,15). El don de estar llamados a la misión apostólica recae sobre ellos, aunque no sean especialmente fuertes ni destaquen por una especial preparación. Así se entiende el revuelo causado por Pedro y Juan cuando, semanas después, curaron a un paralítico: como «sabían que eran hombres sin letras y sin cultura, estaban admirados» (Hch 4,13).


Los apóstoles, con sus dones y con sus defectos, serán «pescadores de hombres» enviados a todos los mares de la tierra. De esa manera todos se darán cuenta de que la salvación es obra de Dios. «Cada hombre y mujer es una misión, y esta es la razón por la que se encuentra viviendo en la tierra (...). El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión nuestra nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: “Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo”»[1].


SAN PABLO comprendió bien lo que significa ser apóstol de Jesucristo y lo expresó con estas palabras: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,9-10). La propia debilidad puede ser una fuerza para el discípulo, pues cuando nos encontramos desprovistos de recursos propios, descubrimos que poseemos el mayor don, que siempre permanece: Dios que se nos da por entero. Por esto el apóstol de las gentes se gloría en sus debilidades. «No se jacta de sus acciones sino de la actividad de Cristo, que actúa precisamente en su debilidad»[2].


Al anunciar el mensaje de Cristo, la experiencia de la propia vulnerabilidad no tiene por qué hacernos temblar, mientras tengamos una actitud humilde y de total confianza en la acción de Dios. La evangelización que realiza la Iglesia es de él y no nuestra. Nos sentimos, como san Pablo, «un recipiente de barro» (2 Cor 4,7) que Dios llena con el tesoro de su gracia recibiendo así en su interior, inmerecidamente, unas joyas que no tienen precio.


El Reino de Dios no se realiza gracias solo a una buena estrategia humana, ni se apoya únicamente en nuestra habilidad para afrontar retos nuevos. Aunque todo eso, ciertamente, pueda ser parte de nuestra colaboración, es en Dios donde encontramos la fuerza y el conocimiento para nuestra misión. El Señor nos asocia a su reinado, pues quiere contar con nosotros para extenderlo: esto es asombroso. «En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo»[3].


«ID AL MUNDO entero y predicad el Evangelio» (Mc 16,15). Este es el mandato imperativo del Maestro. Se encontraban reunidos en la misma casa, quizá en torno a la misma mesa, en la que Jesús les había dado a comer su carne y a beber su sangre. Los apóstoles no se justificaron por su falta de fidelidad o de fortaleza. Tampoco se excusaron ante el Señor Resucitado, aunque seguramente pensaban que la misión era excesiva. ¿Cómo se sentirían al escuchar aquellas palabras de Jesús? Con certeza sintieron vértigo ante un mensaje tan ambicioso. ¿Vamos nosotros a llegar a todo el mundo –se preguntarían– cuando ni siquiera supimos dar la cara frente a los de nuestra ciudad?


Mirando solamente hacia sí mismos era fácil convencerse de que aquella misión era una utopía. Pero mirando al Resucitado todo cambiaba: se fijaron en las palmas de sus manos, en su costado, en su mirada; si Jesús quería que recorrieran el mundo entero, ellos lo harían en su nombre. Para aquella misión, san Josemaría proponía este itinerario: «Conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios»[4]. Esta misión, que atañe a todos los bautizados, se realiza en primer lugar dejándonos atraer por él. «Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita»[5]. Al igual que ocurrió con san Pedro, nuestra propia experiencia del amor del Señor es el punto de partida para atraer a otros a ese amor: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20).


La fe crece mediante el testimonio personal, se fortalece en la misión. De esta manera, estamos seguros de que dar a conocer a Jesús es el regalo más precioso que podemos entregar. María nos alienta, como buena madre, para que con la gracia de Dios sepamos dar lo mejor de nosotros mismos.


[1] Francisco, Mensaje, 20-V-2018.


[2] Benedicto XVI, Audiencia general, 13-VI-2012.


[3] Ibíd.


[4] San Josemaria


22 de abril de 2022

ECHAR LAS REDES

 



Evangelio (Jn 21, 1-14)


En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:


Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.


Simón Pedro les dice:


—Me voy a pescar.


Ellos contestaban:


—Vamos también nosotros contigo.


Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.


Jesús les dice:


—Muchachos, ¿tenéis pescado?


Ellos contestaron:


—No.

El les dice:


—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.


La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:


—Es el Señor.


Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.


Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:


—Traed de los peces que acabáis de coger.


Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.


Jesús les dice:


-—Vamos, almorzad.


Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.


Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.



- Jesús sorprende a sus discípulos desde la orilla.


- Juan y Pedro reconocen al Señor Resucitado.


- Todos estamos llamados a echar las redes.



DESPUÉS de las primeras apariciones en Jerusalén, los apóstoles volvieron a su tierra. Las mujeres les habían transmitido un mensaje de Cristo resucitado: «Que vuelvan a Galilea, allí me verán» (Mt 28,10). En Cafarnaúm, años atrás, había comenzado la aventura de su vocación, y allí quería el Señor volver a reunirlos. Uno de aquellos días, varios discípulos salieron a pescar con Pedro y Juan en el mar de Tiberíades. Como había sucedido otras veces, al amanecer decidieron regresar a tierra con la red vacía, después de un esfuerzo estéril que había durado toda la noche. En esas circunstancias, cuando ya clareaba el sol, mientras hacían las maniobras para atracar en la playa, «se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús» (Jn 21,1-13). «Cuando todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida»[1].


Los discípulos, que no reconocen en ese momento al Señor, escuchan a un extraño que se dirige a ellos desde la orilla con una petición: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?» (Jn 21,5). «¡Qué cosa más humana! –observa san Josemaría–. Dios diciendo a las criaturas que le den de comer. Dios necesitando de nosotros. ¡Qué bonito, qué maravilla de las grandezas de Dios! Dios nos necesita. Ninguno hace falta (...) y, sin embargo, te digo a la vez que Dios nos necesita, a ti y a mí»[2]. Los pescadores, cansados de bregar y decepcionados después de una noche en la barca, responden negativamente, sin mirar apenas. Vino entonces Jesús, con su omnipotencia, para abrirles los ojos cargados de sueño, para empujar sus corazones a un pensamiento más profundo, más de Dios, con más visión sobrenatural. «Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21,6). Los discípulos se fiaron de Jesús, no sin cierto recelo, porque ya no les quedaban ganas de seguir pescando, querían llegar a la orilla e ir a descansar cuanto antes. La humildad de abrirse a las palabras de Jesús, siempre con una actitud nueva, dio paso al poder del Señor en la vida de aquellos pescadores; un poder que sobrepasará todos sus cálculos y esperanzas.


HACIENDO caso al forastero, echaron las redes a la derecha de la barca y enseguida sintieron el peso de la pesca, hasta el punto de que «no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces» (Jn 21,6). En el corazón de Juan –«el discípulo a quien amaba Jesús»– se abrió paso, poco a poco, una gran esperanza. Es posible que recordara el día en el que Jesús le eligió, en aquel mismo escenario, después también de una noche de fatiga muy parecida a esta. Al reconocer quién había obrado el milagro, «le dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Jn 21,17).


Juan es la mejor representación del amor. Supo estar en la cita del Calvario y ahora tiene los ojos preparados para descubrir al Señor que les mira desde la orilla. «La limpieza de aquel hombre, la entrega de aquel hombre, que se había siempre conservado limpio, que no había tenido una vacilación, que se había dado a Dios del todo desde la adolescencia, hace que conozca al Señor. Se necesita una especial sensibilidad para las cosas de Dios, una purificación. Cierto es que Dios también se ha hecho oír de pecadores: Saulo, Balaam... Sin embargo, de ordinario, Dios Nuestro Señor quiere que las criaturas, por la entrega, por el amor, tengan una especial capacidad, para conocer estas manifestaciones»[3].


En cuanto Simón Pedro oyó las palabras de Juan, se echó al mar para ir más deprisa al encuentro de Jesús. «Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»[4], se preguntaba san Josemaría. Al Señor le agrada tanto el amor delicado de Juan, que sabe ver, como la fe algo impetuosa de Pedro, que quiere llegar lo más rápido posible a la orilla. De la misma manera que a aquellos dos apóstoles, el Señor nos necesita para llegar a los corazones de los hombres, a cada uno con nuestro carácter, sin excluir ni siquiera nuestros defectos. Estos, a menudo, pesan mucho, y los soportamos con la impresión de que son un obstáculo para los deseos del Señor. Sin embargo, nuestros defectos son la ocasión que Dios necesita para obrar sus milagros de manera libre y gratuita. Ante ellos, Dios no nos acusa; su ternura nos acoge como somos y nos renueva e impulsa para la misión.


LA PESCA de aquella mañana fue abundante y selecta. El Señor les pidió que le trajeran algunos de los peces que habían pescado. Pedro, con la destreza del que conoce bien su oficio, sacó a tierra la red repleta, para dejar todo cerca del Señor. Es tal su emoción que, al terminar el desayuno que Jesús les había preparado, contaron uno por uno lo que habían sacado del lago: «Ciento cincuenta y tres peces grandes» (Jn 21,11). La generosidad del Señor no sabe de cálculos. Les había pasado ya en Caná, en la multiplicación de los panes y peces, y hoy sucede nuevamente: la cantidad es magnánima. El Señor no pone límites. Así lo señala después san Pablo a los cristianos de Roma, sabiendo que la entrega de la cruz es la más grande de todas: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?» (Rm 8,32).


«Echad la red... y encontraréis» (Jn 21,6). La pesca de Cristo necesita «pescadores de hombres» dispuestos a salir de noche para pescar, dispuestos a tirar la red siguiendo el mandato de su voz; pescadores que sepan fiarse más de Jesús que de sus cansancios y experiencias, que trabajen por el Evangelio con la certeza de que han sido enviados por él. Sin embargo, aunque el Señor desea que la pesca sea abundante, los frutos llegan cuando Dios quiere, en el modo y el tiempo que tenga dispuesto. «En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los tiempos, incluido el nuestro, el espíritu del Señor puede hacer eficaz la misión de la Iglesia en el mundo»[5].


Mientras tomaban los panes y los peces preparados a la brasa por Jesús, los discípulos no tuvieron el valor de preguntarle: «¿Tú quién eres? Pues sabían que era el Señor» (Jn 21,12). También la gente que nos rodea, movida por una profunda sed de Dios, pregunta a Dios en su interior: «Tú, Jesús, ¿quién eres? ¿Un hombre bueno, un maestro que dio a la humanidad lecciones preciosas de humanismo? ¿Eres sólo eso o, en realidad, eres el Hijo de Dios vivo?»[6]. En la tierra, nosotros somos sus discípulos, nosotros queremos surcar todos los mares. Con la ayuda de María, Reina de los Apóstoles, haremos siempre la pesca que quiere Dios, en servicio de la Iglesia y de todas las almas.