"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2021

EL AMOR ESTÁ EN LOS DETALLES


 Evangelio (Mt 14, 1-12)

En aquel entonces oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús, y les dijo a sus cortesanos: —Éste es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él esos poderes.

Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque quería matarlo, tenía miedo del pueblo porque lo consideraban un profeta.

El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar la hija de Herodías y le gustó tanto a Herodes, que juró darle cualquier cosa que pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: —Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.

El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales ordenó dársela. Y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en una bandeja y se la dieron a la muchacha, que la entregó a su madre. Acudieron luego sus discípulos, tomaron el cuerpo muerto, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.


Comentario:

Jesucristo recibe la noticia de la muerte de Juan el Bautista de labios de sus discípulos. Saben de lo mucho que se querían y no dudan en ir a contárselo, quizá para encontrar también un poco de consuelo.

¡Con cuánto dolor escucharía Jesucristo el relato de la muerte de su pariente y amigo! ¡Con qué ternura consolaría los corazones atribulados de aquellos discípulos, amigos de Juan! ¡Cómo les animaría en esos momentos hablándoles de la grandeza de aquel hombre! Un hombre que no dudó en perder la cabeza por Jesús.

La defensa de la verdad, la que nos hace libres, la que no es negociable, la enemiga de los falsos compromisos que buscan salvar el pellejo, nos lleva a perder la cabeza.

Las palabras de Juan iluminaban a los hombres y mujeres de su tiempo, incluso al propio Herodes. Se dirigían al fondo de sus corazones y allí sembraban la semilla de la verdad, del bien, de la justicia, del amor. Eran palabras capaces de sacar a la luz ese fragmento de humanidad que, aunque sepultado por una montaña de mentiras, habita en el corazón de todo hombre.

Herodes se había ido deslizando por un camino sin retorno, condenándose a una vida esteril, infeliz, encerrado en sí mismo, en su egoísmo. Juan le habla al corazón, quiere sacarlo de la cárcel en la que está enjaulado.

Con su propia vida le quiere mostrar cómo el amor verdadero, profundo y fecundo, es aquél que está dispuesto a donarse por entero, perder la vida por las personas amadas, perder la cabeza por ellas.

Es la “inquietud de amor” que busca “siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada, con esa intensidad que lleva incluso a las lágrimas”; que “impulsa a salir al encuentro del otro, sin esperar que sea el otro quien manifiesta su necesidad”[1].

Con nuestro amor inquieto, lleno de detalles concretos, amando desde el Corazón de Jesucristo, estamos recordando a los demás cómo es el amor de Dios por ellos, cuál es su verdad más profunda: son hijos amados de Dios Padre. No tenemos que tener miedo a perder la cabeza en esos detalles de amor.


TEXTO PARA TU ORACION PERSONAL


San Josemaría resumía la vida de piedad diciendo que el amor es sapientísimo y busca siempre formas nuevas de manifestarse. Por eso, expresaba un profundo amor a Jesús Sacramentado a través de un sinfín de pequeños detalles.


resumía la vida de piedad diciendo que el amor es sapientísimo y busca -porque lo necesita- siempre formas nuevas de manifestarse. Por eso, expresaba un profundo amor a Jesús Sacramentado a través de un sinfín de pequeños detalles.


“Pegado” al sagrario


Cuando en los años cuarenta pudo tener un cuarto definitivo -en el Centro de Diego de León, en Madrid-, se alegró de que estuviese pegado al sagrario: porque así, en la soledad de muchas noches, y durante tantas horas del día, podía rezar y trabajar frente a Nuestro Señor. Esta idea le llevó a disponer la instalación de una tribuna que diera al oratorio, en el cuarto de trabajo en Roma. Como transcurría también allí mucho tiempo, hizo colocar un pequeño reloj antiguo de bolsillo, con el fin de no faltar al horario del Centro.


Lo primero, saludar a Jesús Sacramentado


Jamás entraba en ninguna iglesia sin primero a saludar a Jesús Sacramentado: se recogía en oración unos instantes y renovaba su ardiente deseo de hacerle compañía en todos los Tabernáculos del mundo. Me conmovió lo sucedido cuando le acompañé a la Catedral en obras de una ciudad importante. Preguntó al sacristán dónde habían dejado reservado al Señor, y contestó que lo ignoraba, pues cada día lo cambiaban de sitio, y al final nadie sabía donde estaba. Fue buscando al Señor por la Catedral, y lo descubrió al divisar una lamparilla medio oculta: se arrodilló en tierra y rezó. Después nos dijo que había hecho esta oración: "Señor, yo no soy mejor que los demás, pero necesito decirte que te quiero con todas mis fuerzas; y te pido que me escuches: te quiero por los que vienen aquí, y no te lo dicen; por todos los que vendrán y no te lo dirán. Y añadió: ¿no haríais vosotros algo semejante, si vuestros padres -con tantos méritos como tienen- se hubiesen prodigado por los demás, y los demás no les fuesen agradecidos? A Dios le debemos muchísimo más. Él, que es toda la felicidad, toda la hermosura y la verdadera Vida, se ha puesto a disposición de cada uno, para que tengamos parte en esa Vida. ¡Es justo que seamos agradecidos!"


Dile a Jesús Sacramentado que le quieres


En los momentos libres que se le presentaban, aunque hubiese de subir y bajar escaleras, se acercaba al oratorio para hacer una genuflexión, acompañada de una jaculatoria, una comunión espiritual o un acto de adoración. No se recataba en ningún momento de dar este consejo: "escápate cuando puedas a hacer compañía a Jesús Sacramentado, aunque sólo sea durante unos segundos, y dile -con toda el alma- que le quieres, que quieres quererle más, y que le quieres por todas las personas de la tierra, también por aquellos que dicen que no le quieren."


En una ocasión, el Fundador del Opus Dei había recibido una visita. Al terminar de almorzar, con la naturalidad que le caracterizaba, sugirió: "vamos a saludar al Señor". Eran personas cristianas y piadosas, pero se extrañaron al oírle hablar así, porque su tono de voz correspondía al de quien esta pensando en alguien muy superior: ¿a quien podremos ir a saludar como señor de esta casa, si el dueño es él? Lo comprendieron al entrar en el oratorio. Nos insistía, a Mons. Álvaro del Portillo y a mí, que no pasásemos por delante del Tabernáculo, "sin decirle que le queréis con toda el alma, que queréis custodiarle en vuestros corazones, que le agradecéis su presencia en el Sagrario para consuelo nuestro, que nos ayude con su fortaleza y su omnipotencia"; y, después de hacernos estas consideraciones, agregaba: "yo lo hago". Con esa pasión por Jesús Sacramentado que le consumía, nos rogaba el 26 de febrero de 1970: "uníos a mi oración constante. Rezo todo el día y por la noche. Uníos a mi Santa Misa. Haced muchos actos de fe y de amor en la presencia eucarística; y haced muchos actos de desagravio. Decid al Señor que le amáis con toda el alma, que no le queréis hacer sufrir, que deseáis desagraviarle continuamente".


Recomendaba a los sacerdotes que hicieran mucha compañía al Santísimo Sacramento. Quería que aumentase en todos esa piedad eucarística, y les hacía notar que sin hacerlo porque os vean las personas de vuestra iglesia, los feligreses de vuestra parroquia, no os ha de importar que os vean. Si estáis pendientes del Señor, y la gente conoce vuestro amor, os preguntará los motivos; y podéis hablar entonces de ese enamoramiento que os tiene que llenar toda la vida.


Maravilla del Amor


Nos repetía constantemente:” te doy gracias, Dios mío, porque desde joven me has hecho entrever la maravilla del Amor de este misterio de la Eucaristía”. En 1973, incitaba en sus hijas y en sus hijos este amor creciente a Jesús Sacramentado: Dios nos ha hecho capaces de quererle, de mirarle, de amarle. ¿Cómo?: cumpliendo delicadamente, con esfuerzo, el plan de cada día. Padre, me preguntaréis, ¿pero cómo podemos tratarle más?: metiéndoos en su intimidad, porque somos de su familia; yendo a buscarle donde está, en el Sagrario y en vuestras almas; y decidle que descansáis en Él, en su fortaleza.


Estas palabras, pronunciadas en los últimos años de su vida, son continuidad de cuanto vivió y predicó constantemente. Así, por ejemplo, en 1958 nos urgía: hemos de insistir -a los demás y a nosotros mismos- en que no le dejemos nunca solo en esa cárcel voluntaria del Sagrario, cárcel de amor, donde se ha querido quedar oculto en la Hostia, inerme, por ti y por mí. Y en 1962: desde hace muchísimo tiempo, cuando hago la genuflexión ante el Sagrario, después de adorar al Señor Sacramentado, doy también gracias a los Ángeles, porque continuamente hacen la corte a Dios. Hacer la corte: de ahí viene la palabra cortejar, que es seguir con amor a la persona de la que se está enamorado; así se emplea, en la vida corriente, para decir que un hombre ama a una mujer.


Una fiesta de Corpus Christi


El 10 de junio de 1971, fecha en que se celebraba el Corpus Christi, nos comentaba: “hoy me da una alegría especial agradecer a los Ángeles la corte que hacen a Jesús Sacramentado, en todos los Sagrarios, se haga fiesta o no se haga fiesta en honor de Jesús Sacramentado. Es una costumbre mía de siempre, pero hoy me da todavía más presencia de Dios”.


Y en otro momento de ese día, agregó: “mientras celebraba la Misa esta mañana, le he dicho a Nuestro Señor con el pensamiento: yo te acompaño en todas las procesiones del mundo, en todos los Sagrarios donde te honran, y en todos los lugares donde estés y no te honren”.


No dejar a Jesús solo


Por otra parte, su devoción a la Eucaristía le llevó también, en los últimos años, a incrementar el espíritu de desagravio. Tenía hambre de estar en la presencia de Jesús Sacramentado para adorarle, para acompañarle, para reparar -añadía en su humildad- por mis propias miserias y por las miserias de toda la humanidad, para no dejarle solo, ya que en tantos lugares el Señor se encontrará sin esa compañía que deberíamos hacerle todos los hombres.


En 1960 nos hablaba una vez más del misterio de la Eucaristía: “el «Gran Solitario», porque la gente le ha abandonado. No entienden de amor, de comprensión, de entrega. ¡Cómo van a entender, si no quieren acudir a la fuente! Yo pido al Señor, para todo el mundo, para mis hijas, para mis hijos y para mí, que sepamos tratar a Cristo en la Eucaristía. Acudid con fe, con delicadeza, con continuidad. No importan nuestras miserias personales, si estamos en gracia de Dios. Precisamente, si nos apoyamos en esa debilidad, sentiremos más conscientemente su necesidad, la necesidad de Dios en nuestra vida. Llevo unos días en los que mi oración de adoración a la Eucaristía tiene todo un matiz de reparación y de súplica, para no abandonarle: peto quod petivit latro poenitens [«te pido lo que te pedía el ladrón arrepentido»]; me veo débil, y me lleno de confianza en el poder de Dios, que nunca desatiende a quien acude con confianza y con humildad”.


Y completaba: “los sacerdotes hemos de amar tanto el sacerdocio, como para ponerlo continuamente junto al Señor en el Sagrario y transformar toda nuestra vida en una labor espiritual; pero el trabajo nuestro ha de ser como el de los demás: una ofrenda hecha al Señor. Quiero decir que nuestra operatio Dei es una Misa, que empieza a las doce de la noche y termina veinticuatro horas después”.


Adoro te devote


Rezaba, y cantaba con frecuencia, el himno Adoro te devote. Para fomentar la fe en la Eucaristía aconsejó a sus hijos que lo recitasen y meditasen todos los jueves, pidiendo al Señor que incrementase la piedad de los cristianos.


Tenía tan arraigados estos modos de vivir su fe, que durante los viajes o en sus salidas por la ciudad, al divisar las torres de las iglesias, le venía a los labios algún verso de este himno: significaba una rápida interrupción de la conversación, que contribuía a su devoción eucarística y a la de los que le acompañábamos. Repetía también una jaculatoria que brotaba muy del fondo de su alma: “¡Jesús, que has curado a tantas almas, haz que te vea como Médico Divino en la Hostia Santa!”


Le he oído animar a personas de todas las clases sociales a comulgar con las mejores disposiciones, sin dejarse llevar por los escrúpulos. Al mismo tiempo, recordaba tajantemente las debidas condiciones de dignidad: “no comulguéis cuando tengáis una sombra fundada de duda de que habéis podido ofender gravemente al Señor; no os dejéis llevar nunca por los escrúpulos, pero tampoco recibáis al Señor con esa sombra de duda”.

Monseñor Javier Echeverria

30 de julio de 2021

REALMENTE SOMOS HIJOS DE DIOS

 


Evangelio (Mt 13, 54-58)


Y al llegar a su ciudad se puso a enseñarles en su sinagoga, de manera que se quedaban admirados y decían: —¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?


Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: —No hay profeta que sea menospreciado, si no es en su tierra y en su casa.



Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad.


Comentario:


Jesús vuelve a su ciudad, a Nazaret. El lugar de su infancia y juventud. Donde aprendió de José el oficio de artesano.


Es también el lugar de la fe, la casa de María y de José. El lugar del mundo donde la palabra se hizo carne, gracias a una mujer que se sumergió en el plan de Dios y a un hombre que se atrevió a soñar los sueños de Dios.


Y es también el lugar de la incredulidad. Jesús vuelve a su ciudad y se encuentra con unos hombres y mujeres que no abren la puerta a su obra redentora, porque se quedan clavados en un mirada estrecha, pequeña, limitada. Incapaces de ver en Jesús al Hijo de Dios.


El pueblo reconoce asombrado los prodigios de Jesús. “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes?”, se pregunta con admiración. Pero, a la vez, encuadran a Jesús en su estrecho y pobre esquema, en su visión horizontal de la vida: es el hijo de José y de María, uno de los nuestros, uno más.


No quieren ver en Jesús al Hijo de Dios, al profeta que habla en nombre de Dios.


En cierto modo, también nos puede pasar lo mismo al mirar nuestra vida. Para llegar a ser nosotros mismos debemos descubrir en nuestra dimensión horizontal, en nuestra vida diaria, nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios, llamados a hablar en nombre de Dios.


Nuestras relaciones familiares, nuestro trabajo, nuestras cualidades y talentos, nuestras amistades, nuestra historia, no bastan para explicar quienes somos. Necesitamos entrar en una dimensión vertical. Vivir en este mundo como lo que realmente somos: hijos de Dios.


En nuestra familia, en nuestros trabajos y quehaceres cotidianos, en nuestras amistades, allí donde vivimos, somos hijos de Dios, hablamos en nombre de Dios, llenamos todo del nombre de Dios, hacemos presente la mirada y la voz de Jesucristo.


Somos más de lo que se ve a simple vista. Somos una obra maravillosa de Dios. En nuestra vida, reluce todo el amor con el que Dios nos ha creado y toda la capacidad nuestra para decirle cada día que sí.

TEXTO PARA TU ORACION PERSONAL y LECTURA ESPIRITUAL


1. Desde la experiencia de los santos


“Comunícase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo (…) Y así, aquí está empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño, criándole a sus mismos pechos; en lo cual conoce el alma la verdad del dicho de Isaías que dice: ‘A los pechos de Dios seréis llevados y sobre sus rodillas seréis regalados’ (Is 66, 12)”. Hasta aquí San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual.


“Ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar y llorar de agradecimiento y de amor”, añade Santa Teresa del Niño Jesús, recordando la misma cita de Isaías, completada, entre otras referencias de la Escritura, con ésta del mismo profeta: “¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15).


Por eso, Santa Teresa de Jesús dice de Dios “que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en El no puede haber sino todo bien cumplido”; y San Josemaría Escrivá afirma, de forma paralela, que Dios es un Padre que nos ama “más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos”. Y añade, conmovido, en otro momento: “Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con El la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada”.


Estos textos, citados como arranque de nuestra reflexión, pretenden ser paradigmáticos de la misma, tanto de su contenido como de su método. En efecto, nos proponemos presentar una reflexión teológica sobre la conciencia de la filiación como fuente de vida espiritual, pero inspirada en la experiencia y la enseñanza de los santos.


No es mi intención analizar unos textos concretos de determinados maestros de espiritualidad; ni abrumar con una amplia erudición de referencias, aunque sí citaré un buen número de ejemplos como apoyo de mis reflexiones; sino exponer lo que la lectura, el estudio y, sobre todo, una “contemplación” teológica de la doctrina y la experiencia interior de diversos santos me lleva a concluir como síntesis común a todos ellos.


De esta forma, deseo presentar algunas ideas que tengan, por una parte, un carácter y una aplicación lo más universal posible, y por otra, estén apoyadas en autoridades teológicas contrastadas. Efectivamente, la filiación divina, como condición común y básica del ser cristiano, puede y debe ayudarnos a todos en el camino de nuestra vida espiritual; y la experiencia y la enseñanza de aquéllos que han recorrido con éxito ese camino es la mejor garantía tanto de la veracidad de lo que afirmemos como de su utilidad práctica.


Si toda la teología, a mi entender, debe conducir armónicamente al conocimiento de la verdad divina y al afianzamiento de la santidad personal, mucho más aquella parte de esta ciencia que estudia expresamente la santidad cristiana, y que solemos denominar teología espiritual; y si los santos proporcionan luces decisivas para toda buena reflexión teológica, en teología espiritual se hacen imprescindibles.


Pienso que así, además, mi contribución puede resultar verdaderamente complementaria de las que hemos escuchado hasta ahora en el simposio; no tanto por decir cosas distintas, pues seguiremos contemplando la figura de nuestro Padre Dios, sino por iluminar esas ideas desde otra perspectiva: una perspectiva que ojalá sea viva y vivificante para todos, como sin duda lo fue para los que han inspirado estas líneas.


Como última consideración introductoria, no debemos olvidar que estamos ante el principal misterio de nuestra fe (Dios mismo), contemplado desde unas experiencias espirituales que, a su vez, esconden otro misterio de fe: el de la vida divina en el interior del alma cristiana. Hay, por tanto, mucho más en esas realidades -infinitamente más- de lo que aquí se pueda decir, y en la misma experiencia de esos santos hay mucha más riqueza de la que la teología haya podido extraer hasta ahora. Por eso, cada afirmación que aquí se propone abre nuevos y amplios panoramas de reflexión. Pero éste es precisamente uno de los grandes alicientes de la ciencia teológica, y de la teología espiritual en particular.


2. Amor paterno de Dios e intimidad trinitaria


La contemplación reflexiva de textos y experiencias como los citados al principio me han llevado, en estos últimos meses, a un primer convencimiento que considero fundamental, y que propongo como idea clave de todo lo que seguirá: lo que hace reaccionar a los santos no es tanto la conciencia de ser él mismo o ella misma hija o hijo de Dios, sino la comprensión cada vez más profunda y viva de lo que significa “Dios es mi Padre”; es decir, el descubrimiento del infinito amor divino volcado en él o en ella: la constatación viva y práctica de “cuánto Dios me quiere”.


El santo es, sin duda, consciente de lo que causa el Amor divino en su propio ser y en su propia vida, y lo agradece de veras; pero más que fijarse en sí mismo, se fija en Dios: contempla admirado su infinita grandeza, y descubre con sorpresa que todo ese esplendor no se queda estático y como ajeno ante sus ojos, sino que se inclina hacia él, se le da, se hace suyo, sin más motivo que la pura liberalidad de su Amor divino.


Estos sentimientos se hayan presentes, en particular, en los textos citados al principio, pero recojamos otras palabras significativas, en este caso de Santa Teresa de los Andes, que nos ayuden a dar algunos pasos más: “Nuestro Señor me dijo que quería que viviera con El en una comunión perpetua, porque me amaba mucho (…) Después me dijo que la Sma. Trinidad estaba en mi alma; que la adorara (…) Mi alma estaba anonadada. Veía su Grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable. El, la Inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado. Entonces, en lo íntimo de mi alma, de una manera rápida, me hizo comprender el amor que lo hacía salir de sí mismo para buscarme (…) Vi que (…) con una criatura tan miserable se quiere unir; quiere identificarla con su propio ser sacándola de sus miserias para divinizarla de tal manera que llegue a poseer sus perfecciones infinitas”.


Apoyados en lo que acabamos de leer, subrayemos otras dos ideas fundamentales que considero inseparables de la primera ya apuntada: es el Dios Todopoderoso, Inmenso, Eterno, Infinito, Inmutable, etc., el que es nuestro Padre y nos ama así, con toda la conmovedora ternura materna que hemos recordado al principio; y es, a la vez, el Dios Trino el que así se nos entrega, no sólo porque nos revela los secretos de su intimidad trinitaria, sino porque introduce al alma en esa misma intimidad.


No me refiero con ello a la deducción de que lo dicho debe ser así porque así es Dios; sino a que la conciencia viva que tienen los santos de ese Amor paternal divino que se vuelca en el alma, y que les conmueve hasta las entrañas, incluye inseparablemente tres aspectos, cuya combinación provoca precisamente la intensidad y hondura de su reacción interior: el amor de Dios por mí es tan cercano e íntimo como el que existe entre una madre y su hijo recién nacido (primer aspecto); no porque se digne darme unas migajas de su infinito amor, sino porque se entrega Él verdaderamente, como es, en su grandeza e infinitud (segundo aspecto); y la prueba irrebatible de que esto es así, la constituye el hecho de que Dios se me entrega como se entrega a su Hijo (tercer aspecto): es mi Padre como es Padre de Jesús; mi filiación es participación en la misma Filiación de su Hijo; y su amor por mí es como el Amor con que ama a su Hijo: me entrega su mismo Amor paterno-filial que es el Espíritu Santo.


Dicho de otra forma: la experiencia y enseñanza de los santos -eco de lo que se manifiesta en la Escritura- nos muestra, por una parte, que sólo desde el seno de la misma Trinidad, y porque Ella toma la iniciativa de abrirse y darse, puede haber verdadera intimidad con Dios, verdadero intercambio de amor, verdadero trato paterno-filial; y por otra -o mejor, como consecuencia-, que sólo así Dios es realmente mío y todo lo suyo es mío, sin dejar de ser Dios.


El santo comprende profundamente, y enseña, a través de esa muestra de asombro y osadía, de amor y humildad, maravillosamente combinados, que si Dios me amara “como desde fuera de sí mismo”, es decir, no trinitariamente, no sería realmente Padre: sería, como mucho, sólo analógica o limitadamente padre; bueno, eso sí; incluso capaz de abrumarnos con infinidad de regalos y muestras de afecto, tratando de ganar nuestro corazón; pero sin acabar de entrar de verdad en él: porque el alma intuiría, en el fondo, que se trata de un amor indirecto, incluso interesado; que no es un verdadero amor de padre.


Sin embargo, la Encarnación de Jesucristo, su muerte por nosotros, el don de su Espíritu, la vida trinitaria en el alma, nos están diciendo que Dios es Padre de verdad, que me ama Él personalmente (tri-personalmente, podríamos decir); más allá de dones y dádivas concretos por maravillosos que sean… ¡que lo son!. El alma que comprende y siente esto a fondo trasciende los dones y regalos concretos; porque, ante todo, sabe que le tiene siempre a Él, con todos los tesoros de su misma vida divino-trinitaria.


Insistamos en esta importante doctrina reproduciendo una certera síntesis teológica salida de la pluma de Santa Edith Stein: “El alma, en la que mora Dios por gracia, no es simplemente una pantalla impersonal en la que se refleje la vida divina, sino que ella misma está dentro de esa vida. La vida divina es una vida trinitaria, tripersonal: es el Amor desbordante con el que el Padre engendra al Hijo y le da su Ser, y con el que el Hijo recibe ese Ser y se lo devuelve al Padre, el Amor en que el Padre y el Hijo son una misma cosa y que lo espiran ambos como su común Espíritu. Mediante la gracia este Espíritu se derrama a su vez sobre las almas. De esta manera resulta que el alma vive su vida de gracia por el Espíritu Santo, ama en Él al Padre con el Amor del Hijo y al Hijo con el Amor del Padre”.


3. Singularidad de la relación Padre-hijo


Desmenucemos un poco más estas ideas básicas. El alma santa es particularmente consciente no sólo de cuánto Dios ama, de cómo ama, sino de la singularidad de su Amor: de cuánto me ama y cómo me ama; de que no sólo es Padre, sino mi Padre; no sólo es Amor, sino mi Amor.


Por eso se atreve a tratar a Dios con las mismas palabras de Jesús: “Padre mío”, “Abbá”: ¡Papá!. Bien consciente, eso sí, de que lo puede decir y lo dice movido por el Espíritu del Padre y del Hijo que habita en su alma, como recuerda San Pablo (cf. Rom 8, 14-17 y Gal 4, 4-7)… ¡Pero lo dice! Y el “Padre nuestro” alcanza entonces su verdadero significado: mi Padre, tu Padre y su Padre …, de todos y cada uno, en Jesucristo.


Así lo propone San Josemaría Escrivá: “le diremos con San Pablo, Abbá, Pater!, Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo”.


Dios es, de esta forma, mi Padre (cercanísimo, intimísimo)…, pero no deja de ser mi Dios; y esto tiene importantes consecuencias: todo el poder, gloria y majestad, bondad, verdad y belleza divinos son para el hombre… ¡Para mí en concreto! Míos por derecho de hijo. No merecidos, ni ganados o conquistados, desde luego; pero tampoco simplemente dados graciosamente por un Señor todopoderoso que se digna acercarse desde su altura majestuosa; sino recibidos como efecto irrefutable de que me ha hecho realmente su hijo, con todas sus consecuencias… Y esto es, sin duda, mucho más grande y más conmovedor, aunque los resultados prácticos parezcan los mismos.


Digo “parezcan”, porque, de hecho, los resultados no son los mismos: muchas de las audacias -por ejemplo, apostólicas- que contemplamos en la vida de los santos pienso que sólo son explicables porque “usan” el poder de Dios -valga la expresión- como propio de un hijo, de un heredero de pleno derecho. Mejor aún, como un poder que brota del mismo Dios actuando desde lo íntimo de la propia alma; y no simplemente como un don recibido desde fuera para ser usado, por muy liberal que haya sido la dádiva y por mucha libertad de uso que haya concedido el donador. Además, sólo desde esa perspectiva se puede mantener el equilibrio -como mantienen los santos- entre audacia y humildad.


Afinando un poco más, podemos decir que la verdadera conciencia de la filiación divina es la conciencia no sólo de que es mi Padre y mi Dios, sino mi Dios-Padre, que me entrega como propios a su Hijo y, con Él, a su Espíritu; es decir, hay una captación muy profunda de la Unidad en la Trinidad y de la Trinidad en la Unidad; y en ella, del equilibrio entre trascendencia y cercanía de Dios, entre su grandeza y su sorprendente anonadamiento para ser mío, nuestro.


Es lo que expresa, entre otros posibles testimonios, uno de los más conocidos párrafos de las Moradas de Santa Teresa de Jesús: “entiende (el alma que llega a las séptimas moradas) con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios (…) Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos (cf. Jn 14, 23). ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma”.


Y es lo que explica también San Juan de la Cruz en su Llama de amor viva, ya desde el prólogo: “Y no hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que él da en regalar; porque Si consideramos que es Dios, y que se las hace como Dios, y con infinito amor y bondad, no nos parecerá fuera de razón; pues él dijo que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo, y harían morada en él (cf. Jn 14, 23); lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios”.


Volveremos en seguida sobre los aspectos trinitarios de esta realidad. Ahora sigamos profundizando en los rasgos de intimidad paterno-filial que los santos descubren tras ese Amor divino.


La confianza y el abandono que brotan de la realidad de la filiación divina son habitualmente muy subrayados, pero, siguiendo la línea marcada al principio de nuestra reflexión, quiero insistir en que el santo se fija sobre todo en cómo Dios le quiere y le trata, de tal forma que no tiene más remedio, por decirlo así, que confiar y abandonarse. Es decir, esa actitud no es tanto fruto de un esfuerzo ascético personal -aunque ese esfuerzo también existe-, como, sobre todo, de un dejarse llevar por Dios: ¡por algo se habla precisamente de abandono! Aunque se trate siempre de un abandono activo, libre y consciente por parte del hijo.


Así lo expresa, por ejemplo, San Francisco de Sales: “‘Si no os hacéis sencillos como niños, no entraréis en el reino de mi Padre’ (Mt 10, 16). En tanto que el niño es pequeñito, se conserva en gran sencillez; conoce sólo a su madre; tiene un solo amor, su madre; una única aspiración, el regazo de su madre; no desea otra cosa que recostarse en tan amable descanso. El alma completamente sencilla sólo tiene un amor, Dios; y en este único amor, una sola aspiración, reposar en el pecho del Padre celestial, y aquí establecer su descanso, como hijo amoroso, dejando completamente todo cuidado a Él, no mirando a otra cosa sino a permanecer en esta santa confianza”.


Por otra parte, es esa “combinación” divinidad-paternidad-amor, presente en la donación trinitaria al alma que comporta la realidad de la filiación divina, la que realmente provoca en los santos una honda respuesta de amor filial, un entusiasmo, una auténtica “locura” de amor. Así se expresaban, en su oración, por ejemplo, Santa Teresa del Niño Jesús y San Josemaría Escrivá: “Déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…?”. “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y… no me he vuelto loco?”.


4. El Amor paterno de Dios manifestado en Jesucristo y en el Espíritu Santo


Busquemos de nuevo la perspectiva trinitaria ya apuntada. No podemos olvidar, en efecto, dos realidades teológicas que se hacen también particularmente vivas en las almas que poseen una profunda vida interior, y que les mueven aún más a corresponder.


La primera, que el Hijo es la Imagen del Padre y, al encarnarse, acerca esa imagen a nosotros, también en el sentido de que podemos contemplar “encarnado” el Amor de Dios Padre: en Jesús, vemos, sentimos y experimentamos ese Amor divino “humanizado”; y esto es decisivo tanto para acercarse intelectualmente a esa realidad, como para que exista por nuestra parte una verdadera respuesta filial, que tiene que ser necesariamente humana. Es decir, en el Corazón de Jesús, en sus acciones divino-humanas, en sus manifestaciones de cariño, el alma cristiana se hace más consciente y siente más vivamente qué significa el Amor paterno-maternal de Dios: cómo me ama Dios, cómo se “traduce” humanamente (corporal y espiritualmente) ese Amor; además de descubrir los caminos del verdadero amor filial, aprendidos de quien es el Hijo por naturaleza.


Por otra parte, no sólo somos hechos hijos en el Hijo, sino que la Encarnación de Jesucristo aparece como garantía de la verdad de nuestra propia filiación divina, como explica agudamente San Juan de Avila: “Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced, pone San Juan otra mayor, diciendo: ‘La palabra de Dios es hecha carne’ (Jn 1, 14) . Como quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el Hijo de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer”.


Visto desde otra perspectiva, la intimidad con Jesús no sólo es intimidad con el Verbo encarnado, sino necesariamente también con el Padre de quien procede y que le ha enviado a nosotros (a mí, descubre cada uno, en la perspectiva íntima y singular que estamos subrayando). Crecen así, a la vez, la intimidad con el Padre y la intimidad con el Hijo; y crece a la vez la “distinción” en el trato con ellos, precisamente en la medida en que crece la conciencia viva de que soy hijo del Padre en el Hijo, de que soy más Cristo…


Así lo sintetiza un conocido texto de San Josemaría Escrivá, que guarda por lo demás gran paralelismo con el citado más arriba de Santa Teresa de Jesús, y nos conduce también a la segunda idea prometida: “Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: ‘cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él’ (Jn 14, 23). El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador”.


En efecto, por su parte -y ésta es la segunda idea, inseparable de la anterior, como indivisible es el misterio trinitario-, el Espíritu Santo es el Amor paterno-filial del Padre y del Hijo, por el que soy hecho hijo de Dios en Jesucristo. El Paráclito no sólo me hace hijo, me enseña a ser hijo y me mueve a vivir como hijo, sino que, ante todo y como causa de esto, me hace participar en el mismo Amor paterno-filial divino en Cristo; y en esa participación, me muestra de forma viva y experimental cómo es el Amor paterno de Dios en Jesús, porque El mismo -el Espíritu del Padre y del Hijo- es ese Amor.


Por ello, también la intimidad que busca y obtiene el alma con el Espíritu Santo es necesariamente intimidad con el Padre y el Hijo, en cuanto son y se aman como Padre e Hijo, y en cuanto los tres son Dios; y crece la intimidad del cristiano con el Espíritu Santo como Persona divina distinta, en la medida en que es más consciente de lo que significa ser hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.


Oigamos, en este punto, a Santa Catalina de Siena en su oración: “¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz (…) ¡Oh Trinidad eterna, fuego y abismo de caridad! (…) Por haber experimentado y visto con la luz del entendimiento la luz de tu abismo y la belleza de la criatura. Trinidad eterna, por eso, mirándome en ti, he visto que era imagen tuya, partícipe de tu poder, Padre eterno, y de tu sabiduría en el entendimiento. Esta sabiduría se atribuye a tu Hijo unigénito. El Espíritu Santo, que procede de ti y de tu Hijo, me ha dado la voluntad, pues soy capaz de amar. Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorado de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo. ¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo?”.


5. La Bondad de nuestro Padre Dios


En todo lo dicho hasta ahora hemos podido comprobar cómo la conciencia de la filiación divina no sólo conduce a una respuesta generosa de amor a Dios, sino que va dando también al alma luces importantísimas sobre el mismo Dios; luces que provocan, desde luego, un mayor crecimiento interior, pero que también ayudan al teólogo en su estudio científico sobre los misterios divinos. Por este camino deseo proseguir mi reflexión, profundizando en ese binomio intimidad-grandeza con que se nos presenta la paternidad divina.


Conciencia de la paternidad de Dios significa, lo hemos subrayado ya, conciencia de un amor personal del Padre, en Cristo y por el Espíritu Santo hacia cada uno de sus hijos e hijas singularmente. Esto quiere decir, entre otras cosas, y así lo sienten y lo expresan con particular viveza los santos, un amor divino vivo, actual y operante, continuo e intenso, y a la vez, concreto, lleno de detalles muy personales de amor de Dios respecto a cada hijo en cuanto tal, en los que la infinita capacidad divina de amar se adapta a la condición y necesidades de cada uno. Y cuanto mayor es la correspondencia del alma santa a ese amor, más se esmera Dios, por decirlo así, en sorprenderle con finuras y delicadezas de amor, como el mejor de los padres y la mejor de las madres.


Todo esto proporciona al santo una comprensión particular de la Bondad de Dios, que lejos de ser una simple afirmación teórica, la ve manifestada día a día en su propia vida, hasta conmoverle profundamente. Entroncamos así con una de las cuestiones más delicadas que la conciencia del hombre se plantea cuando se le presenta la figura paternal de Dios: el problema del mal. No es el momento de entrar en cuestión tan compleja y a menudo desconcertante, e incluso traumática, para el ser humano; pero sí de apuntar, al menos, la perspectiva que abre la experiencia de los santos para iluminar una reflexión sobre el mal.


Podríamos decir que los santos abordan la cuestión desde el interior de Dios mismo. Es decir, no intentan congeniar la experiencia del mal en el mundo con la certeza de fe de la infinita bondad divina, buscando ese complejo equilibrio en el que tantas veces la reflexión filosófico-teológica se embarca sin acabar de llegar a puerto. Sino que, más bien, lo ven todo desde esa intimidad alcanzada con la Trinidad, en la que la bondad divina es, ante todo, el mismo amor paterno-filial al que han sido llamados a participar; y el mundo y el hombre son vistos así desde la óptica de Dios Creador y Redentor. Y esto hasta tal punto que, más que intentar explicar el mal, da la impresión de que para ellos ha desaparecido como problema, porque en el mismo Dios no existe.


Es lo que expresan, por ejemplo, estas palabras de Santo Tomás Moro a su hija mayor, en su prisión de la Torre de Londres: “Hija mía queridísima, nunca se perturbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor”.


Y así lo aplica también San Josemaría Escrivá a situaciones más ordinarias, objetivamente menos dramáticas, pero en las que también un alma cristiana puede pasarlo mal y desconcertarse: “¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y Él es bueno…, y Él te ama -¡a ti solo!- más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?”.


En efecto, desde esa experiencia de intimidad con Dios, resulta incuestionable que lo que solemos llamar mal físico nunca es un verdadero mal; y en cuanto al único verdadero mal, el pecado, aparece enfocado siempre a la luz de la Misericordia divina y del bien que Dios mismo extrae continuamente de él.


6. Dios Padre Misericordioso


La Misericordia paterna de Dios, vista desde la entraña misma de su Amor y su Bondad, tiene particular fuerza, en efecto, en la conciencia de la filiación divina. No puedo detenerme ahora en todas sus implicaciones, pero sí subrayar, en la misma línea que viene marcando nuestra reflexión, lo que me parece más decisivo en la experiencia de los santos: no es tanto la Misericordia en cuanto perdón lo que contemplan, sino en cuanto Amor que no puede dejar de incluir el perdón; no es tanto que mi Padre me perdona, sino que mi Padre me ama, y por eso me perdona: que realmente su corazón se vuelca en mí como hijo, más allá de la realidad concreta de mis obras buenas o malas.


Me atrevería a decir que el santo apenas se fija en el pecado como tal, sino sólo como contraste que ayuda a calibrar hasta qué punto Dios le ama personalmente, sin condicionar su amor a la respuesta fiel o infiel de su hijo. La parábola del hijo pródigo, sobre la que con toda razón se está hablando y escribiendo tanto últimamente, resulta sin duda emblemática en este sentido. El hijo menor de la parábola busca, como mucho, el perdón, pero lo que encuentra es el amor: amor paterno que incluye, desde luego, el perdón, pero que va mucho más allá. El hijo no recupera a su Padre, sino que se da cuenta de que nunca lo ha perdido; que él puede ser mal hijo, pero que el Padre nunca puede dejar de ser buen Padre, porque le ama de verdad, por ser quién es, en lo más hondo y desde lo más hondo.


Se entiende así que los santos se conmuevan hasta el punto que reflejan, por ejemplo, estas palabras de Santa Teresa de Jesús: “Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de Misericordia tan grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin”; o estas otras de San Josemaría Escrivá, referidas precisamente a la reacción del padre de la parábola: “Éstas son las palabras del libro sagrado: ‘le dio mil besos’, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?”.


La Misericordia suele aparecer, efectivamente, en la experiencia y enseñanza de los santos, como la gran prueba del amor paternal divino, y también del Corazón de su Hijo encarnado, que es su Imagen fiel: la manifestación más conmovedora, la más consoladora, la más tierna… Por eso, es un aspecto clave para comprender mejor todo lo dicho hasta ahora y lo que seguirá; y en el caso particular de los santos, buena parte de su comprensión del Amor divino y de su respuesta generosa a la gracia brota precisamente de sus experiencias personales sobre la Misericordia viva y operante de Dios.


Demos un paso más. Como acabamos de comprobar en la referencia a la parábola del hijo pródigo, la Misericordia divina refuerza el convencimiento de que en el Amor paternal de Dios cabemos todos: ninguno pierde cariño paterno por muy pecador que sea. Más bien al contrario: todo invita a pensar en una “predilección” divina por el pecador. Hasta el punto de que santos como San Agustín o Santa Teresa del Niño Jesús hablan de la existencia de una Misericordia “previniente” de Dios; porque intuyen que, incluso para el cristiano que en un momento determinado, sinceramente, no tenga conciencia de graves pecados, no puede dejar de ser verdad que Dios le ama mucho porque le perdona mucho (cf. Lc 7, 40-47).


Citemos las reflexiones de la santa de Lisieux: “Sé también que a mí Jesús me ha perdonado mucho más que a Santa María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer. ¡Cómo me gustaría saber explicar lo que pienso…! Voy a poner un ejemplo. Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su camino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude en seguida, lo levanta con amor y cura sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!


“Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado… Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?


“Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como Santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué punto Él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a Él ¡con locura…!”.


7. La Misericordia del Padre y del Hijo


Por otra parte, la comprensión de hasta qué punto es grande el Amor misericordioso de Dios Padre por cada uno de sus hijos suele alcanzar su cénit en la contemplación del misterio de la Cruz, visto no sólo desde la conmovedora entrega de Jesús por mis pecados, sino desde la generosidad del Padre que entrega a su Hijo y que recibe la entrega de Éste.


Así lo expresa, por ejemplo, San Agustín, parafraseando a San Pablo y a San Juan: “¡Oh cómo nos amaste, Padre bueno, ‘que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, impíos!’ (cf. Rom 8, 32) ¡Oh cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, ‘quien no tenía por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los muertos (cf. Fil 2, 6), teniendo potestad para dar su vida y para nuevamente recobrarla’ (cf. Jn 10, 18). Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y naciendo de ti para servirnos a nosotros”.


Toda esta riqueza de pruebas de Amor y Misericordia divina no hace sino proporcionar nuevos impulsos a las manifestaciones de trato filial, osado y atrevido, del alma que se deja arrebatar y conmover por Dios. Volvamos a oír a Santa Catalina de Siena en su oración a Dios Padre:


“¡Oh Misericordia, que procede de tu divinidad, Padre eterno, y que gobierna con tu poder el mundo entero! En tu Misericordia fuimos creados, en tu Misericordia fuimos creados de nuevo por la sangre de tu Hijo; tu Misericordia nos conserva; tu Misericordia hizo que tu Hijo usara sus brazos en el madero de la cruz para la lucha de la muerte con la vida y de la vida con la muerte (...) ¡Oh Misericordia! El corazón se sofoca pensando en ti, pues dondequiera que intente fijar mi pensamiento no encuentro más que Misericordia. ¡Oh Padre eterno!, perdona mi ignorancia, pero el amor a tu Misericordia me excusa ante tu benevolencia”.


De hecho, con relativa frecuencia, en la oración de los santos, la consideración de la Misericordia del Padre y la de Jesucristo se entremezclan hasta que parecen confundirse, y es una de las ocasiones en que suelen tratar también a Jesús como Padre; así ocurre, por ejemplo, en esta oración de San Alfonso María de Ligorio: “Vos mismo, Jesús mío, que sois el ofendido por mí, os hacéis mi intercesor: ‘Y Él es propiciación por nuestros pecados’ (1 Jn 2, 2). No quiero, pues, haceros este nuevo agravio de desconfiar de vuestra Misericordia. Me arrepiento con toda el alma de haberos despreciado, ¡oh sumo Bien!; dignaos recibirme en vuestra gracia por aquella sangre derramada por mí. Padre…, no soy ya digno de llamarme hijo tuyo (Lc 15, 21). No, Redentor y Padre mío, no soy digno de ser hijo vuestro, por haber tantas veces renunciado a vuestro amor; mas vos me hacéis digno con vuestros merecimientos. Gracias. Padre mío, gracias; os amo”.


Reencontramos así, desde una nueva perspectiva, la estrecha relación entre el Amor paterno de Dios y la donación redentora de su Hijo, que no es sino un reflejo de lo que el Hijo recibe del Padre en el seno de la Trinidad: toda su realidad divina, y por tanto todo su infinito Amor, el mismo con que Padre, Hijo y Espíritu Santo nos aman y nos perdonan.


8. La cercanía de Dios


Por un itinerario contemplativo-reflexivo parecido al que acabamos de recorrer hablando de la Bondad y la Misericordia, la intimidad divina que brota de la filiación divina vivida hasta sus últimas consecuencias nos da luz también sobre otros atributos divinos; y al profundizar en ellos, vuelve a crecer la vida espiritual, deseando corresponder más a ese Amor divino inagotable.


La inmensidad de Dios y su omnipresencia, por ejemplo, aparecen así como una presencia activa, viva y efectiva de Dios en cada hijo suyo; como una realidad concreta, amorosa e íntima para el alma; una presencia de un Padre “interesado y ocupado” en las cosas de su hijo, pequeñas y grandes, trascendentes y anecdóticas. El alma siente de verdad que su Padre Dios sólo tiene ojos para ella; y su vida en Cristo y la presencia activa del Espíritu no dejan de recordárselo y de moverle a obrar en consecuencia.


Análogamente, la Eternidad divina se experimenta como la plenitud de esa presencia y donación amorosa de Dios a cada uno en cada instante, volcando en el interior del alma toda la riqueza de su ser divino: una participación en el eterno entregarse del Padre al Hijo y al Espíritu Santo. No es una eternidad al margen de mi tiempo, sino una eternidad volcada en mi tiempo, al que llega a proporcionar valor de eternidad; y en todo esto, la Encarnación del Verbo juega de nuevo un papel decisivo, pues el alma descubre ahí hasta qué punto a Dios le interesa de verdad todo lo humano y temporal.


Toda esta realidad subyace, por ejemplo, a lo expresado en este punto de Camino, del que hemos reproducido ya unas palabras al principio: “Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando (…) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos”.


O a estas otras consideraciones y recomendaciones de Santa Teresa de Jesús: “Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice San Agustín que le buscaba en muchas parte y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con El, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija”.


Desde otra perspectiva, la eternidad de Dios como ausencia de principio y de fin, conmueve también al santo por lo que supone de prolongación infinita del amor de Dios por cada uno. Así lo expresa San Francisco de Sales: “Considera el amor eterno que Dios te ha manifestado, pues antes que la humanidad de Jesucristo padeciese por ti en la Cruz, su Divina Majestad te llevaba presente en su soberana bondad y te amaba desde el principio. Pero ¿cuándo comenzó a amarte? Cuando comenzó a ser Dios. Y ¿cuándo comenzó a ser Dios? Nunca, pues no tiene principio ni fin; y, por tanto, te amó siempre, desde toda la eternidad; y desde toda la eternidad te tenía preparados los favores y las gracias que te ha concedido”.


En estrecha relación con lo anterior, la inmutabilidad deja de ser un atributo fundamentalmente negativo, que parece alejar a Dios de nosotros, y se desvela más bien como una vida llena de intensa actividad, rica y perfecta, que se vuelca en cada alma con verdadero amor paterno. Hasta tal punto que, en esa intimidad filial, el alma siente, por ejemplo, que Dios se “conmueve” al ritmo de sus personales experiencias, como todo buen padre reacciona con amor paterno ante los sentimientos, las necesidades y las inquietudes de su hijo.


Ciertamente, Dios no se conmueve en el sentido de sufrir un cambio, pero sí en cuanto vive con toda la intensidad de su infinito amor su relación con nosotros, como vivas e intensas son las relaciones en el seno de la Trinidad. Es decir, Dios ama de verdad y “vive” su amor por cada hijo y cada hija; y por tanto, participa realmente en todas sus vicisitudes, aunque no las sufra en el sentido en que esa expresión pueda significar imperfección.


Aún así, el santo suele llegar más lejos todavía; porque, a través de la Humanidad de Jesucristo, comprende que Dios ha querido acercarse también a los aspectos pasivos de esas experiencias de sus hijos: ha querido “humanizar” su amor, sin dejar de ser divino. Y esto le conmueve profundamente por doble motivo: porque Dios se le hace así más cercano, sin duda; pero también porque no deja de ser Dios: porque -insistimos una vez más- lo grandioso y conmovedor es, sobre todo, que es mi Padre y mi Dios inseparablemente; y que Jesús es el Hombre-Dios que me abre los secretos de la intimidad divina, sin rebajar ni un ápice toda su grandeza al entregárnosla.


Contemplémoslo desde otro ángulo: la conciencia de la paternidad de Dios significa descubrir que Dios tiene verdaderos “sentimientos paternales”, en lo que tienen de perfección de amor; acciones divinas que el alma enamorada siente realmente como “nuevas”, “distintas” en cada momento de su trato íntimo con Dios, en la medida en que se sabe amado como hijo concreto, distinto de otros hijos, y al que le pasan cosas distintas cada día y cada hora, que no son indiferentes para un amor verdaderamente paternal y maternal.


Sólo desde esa perspectiva se puede atisbar la hondura teológica que existe tras consideraciones íntimas de los santos, como la que paso a reproducir, en boca de Santa Teresa del Niño Jesús, y vencer la tentación de clasificarlas superficialmente como, por ejemplo, “ingenuidades piadosas de una niña”:


“Me he formado del cielo una idea tan elevada, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme (…) En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que él no se dé cuenta. Por lo demás, me las arreglaré siempre para ser feliz. Para lograrlo, tengo mis pequeños trucos, que tú ya conoces y que son infalibles… Además, con sólo ver feliz a Dios me bastará para sentirme yo plenamente feliz”.


¿Realmente se puede pretender “engañar” así a Dios? Por lo menos, me atrevo a asegurar, dándole la vuelta al texto de la santa, que el Señor se las habrá ingeniado para que a Santa Teresita le parezca que ha conseguido engañarle; porque ante un alma tan fina, un corazón paterno como el de Dios no puede más que rendirse.


Finalmente, sin pretender agotar la lista de atributos divinos, observemos también cómo la omnipotencia de Dios toma otra perspectiva desde esta intimidad filial con él: no es un poder que me domina y sojuzga, sino que está “a mi servicio”, del que incluso llego a participar, porque soy su hijo y heredero, con todas sus consecuencias. Su providencia no es la propia de un vigía o controlador, ni -peor aún- la de un titiritero que moviera los hilos de mi vida como si fuera una marioneta; sino la que reflejan los desvelos de un Padre amoroso, continua e intensamente preocupado del bien de sus hijos; incluida, ante todo, su libertad, donada en la creación y reconquistada para nosotros por Jesucristo en la Cruz.


9. Trascendencia de Dios e intimidad filial


En definitiva, la trascendencia divina, para un alma plenamente consciente de lo que significa ser hijo de Dios, no es lejanía y desinterés, sino cercanía e intimidad: conciencia de que toda esa grandeza de Dios, que en sí misma parece inalcanzable e inabarcable, se pone al alcance del hijo, no porque éste la alcance, sino porque Él se la da como verdadero Padre amoroso.


Este es el convencimiento que subyace a estas frases extraídas de una carta de Santa Teresa de los Andes a una amiga suya: “Créeme. Sinceramente te lo digo; yo antes creía imposible poder llegar a enamorarme de un Dios a quien no veía; a quien no podía acariciar. Mas hoy día afirmo con el corazón en la mano que Dios resarce enteramente ese sacrificio. De tal manera siente uno ese amor, esas caricias de Nuestro Señor, que le parece tenerlo a su lado. Tan íntimamente lo siento unido a mí, que no puedo desear más, salvo la visión beatífica en el cielo. Me siento llena de Él y en este instante lo estrecho contra mi corazón pidiéndole que te dé a conocer las finezas de su amor. No hay separación entre nosotros. Donde yo vaya, El está conmigo dentro de mi pobre corazón. Es su casita donde yo habito; es mi cielo aquí en la tierra”.


Esta última expresión (“cielo en la tierra”), referida al alma, está tomada por la santa chilena de los escritos de la Beata Isabel de la Trinidad, quien la utiliza con gran frecuencia y la explica así: “‘Padre nuestro que estás en los cielos’ (Mt 6, 9). En ese pequeño cielo que Él se ha hecho en el centro de nuestra alma es donde debemos buscarle y, sobre todo, donde debemos morar (…) ‘adorémosle en espíritu y en verdad’ (cf. Jn 4, 23). Es decir, por Jesucristo y con Jesucristo porque Él sólo es el verdadero adorador en espíritu y en verdad. Seremos entonces hijas de Dios y conoceremos por experiencia la verdad de estas palabras de Isaías: ‘Serán llevados en brazos, y acariciados sobre las rodillas’ (Is 66, 12). En efecto, la única ocupación de Dios parece consistir en colmar al alma de caricias y pruebas de amor como una madre cría a su hijo y le alimenta con su leche. ¡Oh! Permanezcamos a la escucha de la voz misteriosa de nuestro Padre. ‘Hija mía, nos dice, dame tu corazón’ (cf. Pv 23, 26)”.


Sin embargo, la misma idea del “cielo en la tierra” puede ser vista desde otra perspectiva enriquecedora, como la que plantea San Josemaría Escrivá en la homilía pronunciada en este campus universitario en 1967: “Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”.


La intimidad de la relación paterno-filial con Dios se proyecta así en toda la realidad que rodea la vida del cristiano: en el mundo visto desde la Bondad de su Creador, que es nuestro Padre y que nos lo ha dado por herencia. Se explica así el título que el fundador de esta universidad dio a la homilía citada: “Amar al mundo apasionadamente”, tan apasionadamente como amamos a nuestro Padre Dios.


Me parece importante, en este momento ya avanzado de nuestra reflexión, apuntar otra realidad hondamente sentida por los santos (presente también en los textos citados), pero no siempre bien entendida en algunas reflexiones especulativas sobre nuestro tema. Trascendencia divina significa verdadera intimidad, sí, pero con “otro”; más aún: lo maravilloso para el santo es que, siendo Dios quién es, sea mi Padre, se una a mí; y que, unido a mí, siga siendo quién es. Es un amor y una unión de dos: el Padre no es el hijo y el hijo no es el Padre; y, además, yo soy el hijo porque Él ha querido libérrimamente constituirme como tal.


Es una divinización que no es confusión; más aún, el alma santa intuye que si hubiera algún tipo de mezcla o confusión, ya no sería un amor genuino, porque ya no recibiría tanto, mereciendo tan poco: ya no sería el todo que se vuelca en la nada; e intuye también que, si hubiera igualdad de “condiciones” con Dios, perdería encanto ese amor.


Personalmente, a pesar de la pobreza de toda comparación de este estilo, me ayuda a entender y explicar ese sentimiento íntimo de los santos ante el amor de Dios que supera el abismo abierto por su condición humana y su miseria personal, la imagen, repetida de formas diversas en la literatura, de la pobre doncella de la que se enamora un gran príncipe, o del pordiosero despreciado por todos que descubre un buen día, con gran asombro, que su verdadero padre es el rey.


Aprovechemos este momento para anotar también que, en todo lo dicho hasta aquí, subyace una actitud fundamental por parte del hijo de Dios, actitud que es virtud básica en el camino de la vida interior: la humildad. La filiación me eleva a unas alturas insospechadas de intimidad con Dios y de divinización, sí; pero porque Dios se hace mío, no porque yo deje de ser criatura, ni pecador, ni miserable. Más aún, cuanto más íntima es esa unión con la Trinidad, más siente el alma santa, a la vez, el abismo que le separa de Dios, y más valora en consecuencia su Amor y su Misericordia; volviendo a iniciarse así otro ciclo de enamoramiento y respuesta de amor, en esa espiral apasionante que conduce a la santidad.


10. Conciencia de la filiación divina y camino hacia la santidad


Nos vamos acercando al final de nuestra reflexión, pero no quiero dejar de aludir brevemente a otros dos aspectos que me parecen decisivos en la comprensión de la vida espiritual a la luz de la filiación divina. El primero, que en buena medida ha estado presente a lo largo de toda la ponencia, brota de las conocidas palabras que cierran la primera parte del sermón de la montaña: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).


Al hablar de la llamada universal a la santidad es habitual el recurso a esta cita, entre otras referencias bíblicas. Sin embargo, al desarrollar lo que esa llamada implica en la vida cristiana el acento se pone a veces -con verdad, pero, a mi juicio, demasiado unilateralmente- en la imitación de Jesucristo. Por contra, me parece que la referencia explícita que el mismo Jesús hace al Padre en ese momento, abre otras perspectivas enriquecedoras sobre lo que significa la santidad cristiana que todos buscamos, y sobre cómo alcanzarla.


En efecto, esas palabras del Señor nos hablan de la grandeza y maravilla de la meta, sin rebajarla un ápice y, al mismo tiempo, aumentan nuestra confianza y deseo de alcanzarla: si no fuera mi Padre, su perfección sería inalcanzable; si no fuera Dios, flaquearía mi confianza y tampoco bulliría mi deseo, pues la meta no sería tan maravillosa y apetecible; la más apetecible de todas.


De hecho, algo paralelo ocurre cuando reflexionamos sobe la imitación de Jesucristo, a quién no se puede separar de su Padre: si no fuera hombre como yo, ¡qué difícil sería seguirle!; y si no fuera Dios, qué poco poder tendría para ayudarme, y qué poco aliciente encontraría en ser su discípulo. Y otra consideración similar se puede hacer al meditar en lo que significa ser templos del Espíritu Santo y ser conducidos por Él en nuestro camino de santidad.


Pero, siendo paralelas estas consideraciones, me parece que no se deben reconducir una a las otras, sin tergiversar la realidad misma del misterio trinitario y de nuestra participación en él: realmente soy hijo de Dios -del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo-, y mi santidad brota de ahí y debe crecer en esas mismas coordenadas trinitarias, hasta una meta apenas entrevista ahora, pero que seguirá siendo divino-trinitaria: “Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).


Así, en particular, en la medida en que crece la conciencia de esa relación paterno-filial con Dios, el alma corre: vuela hacia la santidad… Escribe la Beata Isabel de la Trinidad, después de citar el fragmento de San Juan que acabamos de reproducir: “He ahí el módulo de la santidad de los hijos de Dios: ser santo como Dios es santo; ser santo con la santidad de Dios y esto viviendo íntimamente con Él en el fondo del abismo sin fondo, dentro de nuestro ser”.


11. Paternidad de Dios y Maternidad de María


Nuestra última consideración nos va a llevar de la paternidad divina a la maternidad mariana. Pero dejemos la palabra a San Luis María Grignion de Montfort: “Dios Padre entregó su Unigénito al mundo solamente por medio de María (…) El mundo era indigno -dice San Agustín- de recibir al Hijo de Dios inmediatamente de manos del Padre, quien lo entregó a María para que el mundo lo recibiera por medio de Ella. Dios Hijo se hizo hombre para nuestra salvación, pero en María y por María. Dios Espíritu Santo formó a Jesucristo en María, pero después de haberle pedido su consentimiento por medio de uno de los primeros ministros de su corte”.


Al hilo de estas consideraciones, queremos subrayar la relación entre la paternidad divina y la maternidad mariana, que, desde esa singular relación de Santa María con la Trinidad, se vierte en nosotros. En efecto, igual que hemos insistido en contemplar la conciencia de la filiación divina como una comprensión de la paternidad de Dios, queremos apuntar la conveniencia de no mirar sólo a María como modelo de filiación, ni contemplar simplemente su maternidad espiritual desde su relación maternal con Jesucristo, sino también desde su relación singular con el Padre en cuanto Padre de Jesús, y con el Espíritu Santo en cuanto nexo de unión en el seno de la Trinidad.


Como consecuencia de esta consideración, en el amor maternal de María, sentiremos y comprenderemos mejor, de forma viva y muy “humana”, el amor paternal de Dios, del que ella participa de forma singular; y particularmente en sus manifestaciones “maternales”: las que precisamente sirvieron de arranque a nuestra ponencia y han reaparecido varias veces a lo largo de ella, en boca de los santos. Volvamos a oír a uno de ellos, a este gran maestro del amor a María que acabamos de citar:


“Esta Madre del Amor Hermoso quitará de tu corazón todo escrúpulo y temor servil desordenado y lo abrirá y ensanchará para correr por los mandamientos de su Hijo con la santa libertad de los hijos de Dios, y encender en el alma el amor puro, cuya tesorera es Ella. De modo que en tu comportamiento con el Dios-Caridad ya no te gobernarás -como hasta ahora- por temor, sino por amor puro. Lo mirarás como a tu Padre bondadoso, te afanarás por agradarle incesantemente y dialogarás con Él confidencialmente como un hijo con su cariñoso Padre. Si, por desgracia, llegaras a ofenderlo, te humillarás al punto delante de Él, le pedirás perdón humildemente, tenderás hacia Él la mano con sencillez, te levantarás de nuevo amorosamente, sin turbación ni inquietud, y seguirás caminando hacia Él, sin descorazonarte”.

29 de julio de 2021

EL INFIERNO EXISTE


 

Evangelio (Mt 13,47-53)

Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?

– Sí -le respondieron.

Él les dijo:

– Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas.

Cuando terminó Jesús estas parábolas se marchó de allí.


Comentario

Jesús habla de una pesca con una red barredera que recoge todo lo que encuentra. Se trata de un tipo de red alargada y ancha que se extiende entre dos barcas y que al arrastrarla recoge peces, restos de algas, o cualquier objeto que haya, flotando en el agua.

“El Señor entre barcas y redes halló a sus primeros discípulos, y muchas veces comparaba la labor de almas con las faenas pesqueras –recordaba San Josemaría–. ¿Te acuerdas de aquella pesca milagrosa, cuando se rompían las redes? (…) A esa pesca apostólica, abierta a todas las almas, podríamos aplicar aquel texto de San Mateo, que habla de “una red barredera, que echada en el mar, allega todo género de peces”, de cualquier tamaño y calidad, porque en sus mallas cabe todo lo que nada en las aguas del mar”[1]. En efecto, Dios quiere que gocen de la felicidad eterna en su Reino todas las personas, de todas las culturas, razas y condiciones, no excluye a nadie de su llamada a la amistad con Él. Aunque no todos acogerán necesariamente su llamada.

El mar es el mundo donde conviven toda clase de personas, con las más variadas disposiciones y en muy diversas circunstancias. A todos alcanza la voluntad salvífica de Dios, que cada uno puede libremente acoger o rechazar. Lo mismo que los pescadores en la orilla separan lo que es bueno de lo malo entre todo lo que ha arrastrado la red, así sucederá al final de los tiempos: el Señor juzgará y discernirá lo bueno y lo malo. Unos se salvarán y otros se condenarán, según las obras de cada uno.

“Cristo juzgará a los vivos y a los muertos con el poder que ha obtenido como Redentor del mundo, venido para salvar a los hombres –enseña el Catecismo–. Los secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y el prójimo. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras”[2].

Jesús habla de modo claro y amable de cuestiones muy serias. Está en juego acoger y recibir la felicidad eterna que ha venido a ofrecer a todos, pero también es posible rechazarla e ir al infierno, el horno del fuego donde hay llanto y rechinar de dientes.

TEXTO PARA TU ORACION

Se llaman Novísimos a las cosas que acaecerán al hombre al final de su vida, la muerte, el juicio, el destino eterno: el cielo o el infierno. La Iglesia invita a reflexionar  sobre ellos.

San Josemaría habla del paso del tiempo

Tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se marcha. A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo, de ninguna manera a temer a Nuestro Señor, y mucho menos a mirar la muerte como un final desastroso.



Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno.

Amigos de Dios, 39

Inevitable

La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre... No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin.

Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno.

Surco, 879

El tiempo es nuestro tesoro, el "dinero" para comprar la eternidad.

Surco, 882

Sin miedo

¡No me hagas de la muerte una tragedia!, porque no lo es. Sólo a los hijos desamorados no les entusiasma el encuentro con sus padres.

Surco, 885

Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo... Porque El ya sabe que le amas..., y de qué pasta estás hecho. Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle!

Surco, 880

Morir no, Vivir

La muerte, hijos míos, no es un paso desagradable. La muerte es una puerta que se nos abre al Amor, al Amor con mayúscula, a la felicidad, al descanso, a la alegría. No es el final, es el principio. Para un cristiano morir no es morir; es vivir. Vivir con mayúscula. Enfrentaos con la muerte. Dad la cara. Contad con ella; tiene que venir… ¿Por qué vas a tener miedo? Esconder la cabeza debajo del ala con miedo, con pánico ¿por qué? Señor, la muerte es la vida. Señor, la muerte para un cristiano es el descanso, y es el Amor y de ahí no salgo.

El verdadero cristiano está siempre dispuesto a comparecer ante Dios. Porque, en cada instante si lucha para vivir como hombre de Cristo, se encuentra preparado para cumplir su deber.

Surco, 875

Cara a la muerte, ¡sereno! Así te quiero. No con el estoicismo frío del pagano; sino con el fervor del hijo de Dios, que sabe que la vida se muda, no se quita. ¿Morir?... ¡Vivir!

Surco, 876

La corona que vale

Doctor en Derecho y en Filosofía, preparaba una oposición a cátedra, en la Universidad de Madrid. Dos carreras brillantes, realizadas con brillantez.

Recibí un aviso suyo: estaba enfermo, y deseaba que fuera a verle. Llegué a la pensión, donde se hospedaba. "Padre, me muero", fue su saludo. Le animé, con cariño. Quiso hacer confesión general. Aquella noche falleció.

Un arquitecto y un médico me ayudaron a amortajarle. Y, a la vista de aquel cuerpo joven, que rápidamente comenzó a descomponerse..., coincidimos los tres en que las dos carreras universitarias no valían nada, comparadas con la carrera definitiva que, buen cristiano, acababa de coronar.

Surco, 877

Todo se arregla, menos la muerte... Y la muerte lo arregla todo.

Surco, 87

¿Existe el infierno?

Significa permanecer separados de Él –de nuestro Creador y nuestro fin– para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno.

Morir en pecado mortal, sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios es elegir este fin para siempre.

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno”. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga, reservado a los que, hasta el fin de su vida, rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo.

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14). Catecismo de la Iglesia católica, 1033-1036



Meditar con San Josemaría

No me olvidéis que resulta más cómodo —pero es un descamino— evitar a toda costa el sufrimiento, con la excusa de no disgustar al prójimo: frecuentemente, en esa inhibición se esconde una vergonzosa huida del propio dolor, ya que de ordinario no es agradable hacer una advertencia seria. Hijos míos, acordaos de que el infierno está lleno de bocas cerradas. Amigos de Dios, 161.

Un discípulo de Cristo nunca razonará así: “yo procuro ser bueno, y los demás, si quieren..., que se vayan al infierno”. Este comportamiento no es humano, ni es conforme con el amor de Dios, ni con la caridad que debemos al prójimo. 
Forja, 952

Sólo el infierno es castigo del pecado. La muerte y el juicio no son más que consecuencias, que no temen quienes viven en gracia de Dios. 
Surco, 890.